C = E2 x R x t
Fotografía Pedro Hernández
El escritor, traductor y editor Juan Bonilla, Premio Nacional de Narrativa 2020, inauguró el primer Foro I+D+C con la conferencia que recogemos en estas páginas, una reflexión sobre la proyección de las humanidades, las trabas que encuentran en el ámbito académico, social y mediático –la burocracia, la corrección política, la cultura de la cancelación o la tiranía del algoritmo– y cuál es su fin último: despertar entusiasmo, «el motor de casi todas las investigaciones humanísticas que merecen la pena».
Comienzo con un recuerdo: en un foro en que se debatían los problemas esenciales de las humanidades en el nuevo milenio, asistí a una mesa redonda en la que primeras espadas de la poesía, la filosofía y el narcisismo, intervinieron para abordar esa cuestión. Dispararon durante casi dos horas sus mejores balas en forma de citas de Heidegger –en alemán–, de Heráclito –en griego–, de Wittgenstein –en jeroglífico–. Un premio Cervantes dijo que «el poema era realidad imantada hacia el ser combatiendo con la espesura de la nada» y, aunque no me crean, fue muy aplaudido. Un filósofo muy televisado, con las meninges algo colonizadas por la química, aseguró que había bailado hasta las tantas con el Ser para conquistar la certeza de que los problemas esenciales de la vida intelectual eran ouroboros, preguntas que se mordían la cola. Alguien se sacó de la chistera a la diosa de Parménides, y la diosa de Parménides era youtuber y aseguraba que La Verdad no es más que un periódico de Murcia. Todo el mundo parecía encantado de conocerse y el acto se cerró con aplausos para dar paso al turno de preguntas, en el que, después de unas cuantas cuestiones más o menos previsibles, una muchacha levantó la mano, obtuvo el micrófono y, después de dar las gracias a los intervinientes por haber convertido la mesa redonda en una casa de citas (citas en alemán, en griego y en jeroglífico), dijo: «En mi parecer, los problemas esenciales de las humanidades aquí y ahora son tres: el desayuno, la comida y la cena».
Quién sabe si aquella muchacha no llevaba razón y aun hoy, mientras indagamos en las nubes de la metafísica, nos olvidamos de la física y los problemas esenciales de las humanidades no siguen siendo el desayuno, la comida y la cena, porque sabemos que toda cultura cuya producción no se pague está condenada a que sus emisores sean siempre los mismos. El foro en el que aquella muchacha hizo su intervención se celebraba en un país pobre y, paradójicamente, los países pobres y los muy ricos tienen una cosa en común: la universidad es columna vertebral de la vida cultural, cosa que, no hemos venido aquí a engañarnos, no pasa en países como el nuestro, en el que nuestros investigadores y nuestros profesores no solo tienen que habérselas con los gigantes de la docencia y las investigaciones en que estén, sino también con los molinos de viento de una burocratización cada vez menos explicable y, sin embargo, cada vez más insidiosa. De hecho, acaso la innovación más importante que habría que hacer en lo que respecta a las investigaciones humanísticas sería desburocratizar a los investigadores, aplastados a menudo por auténticos laberintos que parecen ideados por un Marqués de Sade encolerizado porque no se le han dedicado suficientes tesis y estudios.
De las tres misiones esenciales de la universidad –docencia y formación, investigación y transferencia a la sociedad– puede que esta última sea la más difícil de evaluar y definir, hasta el punto de que buena parte de la población podría pensar que es como el gas butano, no se ve ni se oye ni se huele y hay que equiparlo de un aroma, por llamarlo de algún modo, que lo identifique para que nos avise de un escape. Si el valor de algo viene definiéndose por su capacidad de alcance de proyección social, no cabe duda de que, a poco que se contemple la época que nos ha tocado en suerte, es fácil evidenciar cómo esas transferencias llegan a imponérsenos, a veces para bien y otras para mal, de una manera que podría ser evaluable incluso económicamente, por si por poner en valor se entiende únicamente calcular el precio de un producto.
Me resultaría fácil hacinar ejemplos, pero me contentaré con uno bueno y otro menos bueno. El bueno: en 1980, después de haber sido rechazada por 17 editoriales, y después de borrarse del mundo con el estigma del fracaso, y solo gracias a la invencible persistencia de su madre, el escritor John Kennedy Toole vio por fin aceptada su novela La conjura de los necios. La habían rechazado todas las editoriales grandes y medianas de los Estados Unidos, la habían considerado impublicable algunos pequeños sellos comerciales y solo la Universidad de Luisiana vio en ella lo que todavía hoy podemos ver: una obra maestra radiante. La Universidad de Luisiana corrigió la cobardía del mercado, la ceguera de los editores y lanzó a la intemperie, de la que ya nunca ha salido, una de las últimas grandes novelas del siglo XX. ¿Cómo fue eso? La madre del escritor, en su desesperación, después de recibir cartas de rechazo de los editores comerciales grandes, medianos y pequeños, entendió que quizá el circuito donde prestarían oídos a la voz de su hijo sería el universitario: y a la primera hubo suerte, y de ahí salió al mundo, ganando adeptos en todos los idiomas, saliéndose del circuito universitario, circuito donde años antes también había salido otro gran libro del siglo XX, Las enseñanzas de Don Juan, de Carlos Castaneda, que también fue transferido de su edición original, publicada por la UCLA, a ediciones de bolsillo de todos los idiomas. Sin la atención prestada por una pequeña universidad norteamericana nos habríamos perdido una de las novelas más radiantes del siglo pasado. En España, por no buscar ejemplos exóticos, el éxito de ese libro permitió que alzara el vuelo la editorial Anagrama, que poco antes había estado a punto de quebrar por la bancarrota de su distribuidora. Anagrama había ofertado mil dólares por la compra de derechos, según se ve en una carta en la que Jorge Herralde le dice entrañablemente a la Universidad de Luisiana que el libro le parece una maravilla pero que su recorrido comercial será seguramente muy restringido. Le funcionó la táctica, le vendieron los derechos y todavía imprime hoy algunos miles de ejemplares al año, porque esa risa y esa fiesta no han cesado.
En cuanto al ejemplo menos bueno –y aunque no quiera convertir mi intervención en una casa de citas– cómo no citar a Paul Berman: «La corrección política es la niebla que se levanta cuando el liberalismo estadounidense se encuentra con el iceberg del cinismo francés». Aunque el término «corrección política» ya lo empleaban los jóvenes soviéticos que veían cómo sus mayores se plegaban a los dictados de Lenin, incluso cuando estos entraban en contradicción con lo que el propio Lenin había escrito o dicho y, por tanto, tenía una connotación peyorativa que lo acercaba al insulto para subrayar una cobardía, después de la era Reagan, cuando volvió a servir de insulto para tachar a los liberales –es decir, lo que aquí entendemos por izquierdistas– de las universidades que pretendían –angelitos míos– que el lenguaje alcanzase a corregir la realidad, la relectura política tomó el centro de la escena y los departamentos de humanidades utilizaron lo que empezó siendo una idea notable para ampliar su alcance y dar un giro a sus planes de estudios, con el fin de abordar la historia de la opresión en sus distintas facetas. Parecía muy bien visto; sin embargo, en nombre de la sensibilidad hacia los otros, se impuso un estricto código lingüístico y de comportamiento, y quien no lo acatara se exponía a ser vilipendiado. «La atmósfera resultante», señala Berman, «acabó por parecerse al odioso macartismo de los cincuenta, salvo que esta vez la intimidación venía de la izquierda». Pero las críticas hacia el estricto clima académico también vinieron desde la izquierda. Lo que nació con trazas de querer mejorar el mundo se ha venido convirtiendo en un auténtico canto a las glorias del arte de censurar; algo natural, por otra parte: todos los bebés son preciosos y entrañables antes de que algunos de ellos se conviertan en niños molestos, adolescentes insoportables y adultos tiránicos.
En 2004, un grupo de seis jóvenes escritores montaron la revista N+1. Uno de ellos, Marco Roth, definió así sus ambiciones: «Llegó un momento en el que, si no hacías una crítica ideológica sobre un texto, te suspendían. Los valores estéticos quedaron relegados y quisimos reivindicarlos». Confesaba que, en la propia revista, a veces caían en la trampa que trataban de eludir y primaban la igualdad frente a la calidad, en parte por la dificultad de alcanzar el consenso en el plano estético, que es una de las gracias de la estética. Y concluía: «Al tener el foco en la lucha cultural se pasó por alto que la sociedad estadounidense se estaba rompiendo. Se partía de la idea de que el lenguaje codifica la opresión, pero esto dio lugar a un neopuritanismo. Se discutía el uso de términos racistas, pero no se solventaban problemas de fondo».
Lo que era en principio una gresca entre académicos, aceleró el trasvase al resto de la sociedad de la reforma idiomática y el celo puritano con el que era impuesta, a través de quienes son encargados de crear la actualidad: los medios de comunicación o, como los llamaba Agustín García Calvo, los medios de formación de masas. Llegó entonces la hora de las «microagresiones» que, más allá de su intención, podrían ser consideradas violentas; también se impusieron los trigger warnings o advertencias que los profesores deben hacer para evitar que la lectura de determinadas obras reavive el trauma de algún alumno (llegando a exigir que se advierta que hay una escena de violencia doméstica en El gran Gatsby). «La manía con lo P. C. en la universidad es un problema. Es importante la reforma retórica, pero la persecución es cuando menos cuestionable. Hoy el 95 por ciento de la gente está de acuerdo en que es detestable. La persecución ahora no viene vestida con filosofía francesa, sino acompañada de una especie de culto posadolescente», señalaba Berman en una entrevista de Andrea Aguilar en el diario El País. Ese culto posadolescente, ese convertirlo todo en un inmenso patio de colegio, es una seña de identidad de la época contra la que las humanidades deberían hacer resistencia –palabra sobre la que volveré–, no colaborar en su, supongo que ya irrefrenable, implantación.
Hace solo unos días leía en un periódico: «Quienes pretenden que no confundamos vida y obra de escritores y artistas para que no se ejerza sobre ellos la cultura de la cancelación, en el fondo no es que crean que vida y obra son cosas que puedan separarse, sino que están convencidos de que los delitos de los que se acusa a esos escritores y artistas no son en el fondo tan graves». O sea, o blanco o negro, sin que entre uno y otro quepa nada más. Y si algo enseñan las humanidades es que la paleta de colores no es tan pobre. A pesar de lo cual no espanta ya a nadie, sino más bien se asume mirando a otro lado ante sectarias ovaciones enfervorizadas, que se retire de la circulación, por ejemplo, una biografía de Philip Roth porque el biógrafo ha sido acusado por unas alumnas de mirarlas lascivamente y se le han interpuesto unas demandas por relaciones inapropiadas, demandas que hasta el momento no han prosperado. Cuando esos asuntos afectan a las vidas personales de autores sobre los que recae la sospecha, es indecente acogerse a soluciones simples y taxativas como las que propone la cultura de la cancelación, que en su propio nombre encierra la más insolente de las contradicciones. Aparte del hecho indiscutible de que vida y obra son líquidos que se pueden juntar o separar a conveniencia de nuestros intereses. Tan bien pueden arreglárselas las obras sin las vidas que aún hoy la cima de nuestra poesía es la Ilíada y no tenemos ni idea de quién fuera Homero.
Pero puede ser aún peor, no ya en el aspecto humano sino en el humanístico, cuando la cancelación se proyecta sobre temas de estudio, y no me da el menor apuro hablar ahora de una experiencia personal. Hace unos años se me ocurrió hacer una exposición sobre la figura de la lolita, entre otras cosas, para ver si conseguía por fin que corrigieran en el diccionario la lamentable definición que ahí aparece: «lolita, adolescente perversa, procede de una novela de Nabokov». Lo cierto es que en la novela de Nabokov no hay ninguna muchacha perversa, sino una niña, y la definición parece más bien inspirada en la película de Stanley Kubrick, que, en efecto, se tomó sus licencias agregándole unos años a la protagonista. Me interesaba seguir el rastro de ese arquetipo que había nacido en una novela, había crecido en una película, durante los años sesenta y setenta se había convertido en un disfraz, y en la actualidad es una palabra que, por terrible que suene, lidera los rankings de búsquedas en las webs pornográficas. Ese repaso comprendía pruebas evidentes de que antes de la película de Kubrick nadie había tenido la menor confusión acerca de qué era una lolita: todas las ediciones previas a la película llevan en cubierta, en efecto, a niñas pequeñas. Después de la película hasta Simone de Beauvoir escribió un libro cantando el arquetipo «lolita» representado, según ella, por alguien como Brigitte Bardot, que tiene de lolita lo que yo de campeón del mundo de tiro con arco. Era especialmente interesante lo que ocurría a partir del año 2000, porque gracias a la tecnología y a las redes sociales, las lolitas ya no necesitaban fotógrafos o pintores que las cantaran: ellas se encargaban de hacerlo, de compartir sus mundos, de decirse a sí mismas en blogs, vídeos y fotos. La institución que acogió el proyecto con gran interés acabó, después de una reunión de su patronato, desestimándolo por ser excesivamente delicado. ¿Qué significa delicado? Me pasaron el informe y ahí leí una frase que arrastro desde entonces y que da entre risa y miedo: «Nos parece que es una exposición necesaria que debe hacerse, pero no vemos razón alguna para que seamos nosotros quienes corramos el riesgo de hacerla y generar una polémica que mancharía nuestro prestigio».
Podría seguir agregando ejemplos de cómo se van transfiriendo, a veces para bien y a veces para no tanto, los saberes humanísticos a la sociedad, si bien es cierto, como apuntaba Adela Cortina en un artículo, que en la batalla entre utilidad e inutilidad, muchos de quienes se dedican a las humanidades, al aceptar de entrada que los saberes humanísticos se cumplen en sí mismos y no necesitan el bastón de la utilidad para mantenerse erguidos, es decir, al cantar orgullosamente su inutilidad, pasan por alto que, muchas veces, esos saberes no solo hayan sido de una utilidad ya constatada –caso de la gramática sánscrita de Panini de la que se sirvió el lenguaje computacional, caso de la lingüística forense gracias a la cual se encontró a Ted Kaczynski, Unabomber, en su cabaña de Montana, caso de los pintores vorticistas que pintaban los barcos de la Armada británica para confundir a los torpedos enemigos con el magistral uso de la perspectiva que hacía parecer que un barco que estuviera a 300 metros pareciese estar a tres kilómetros–, sino que sobre todo son de una fecundidad demostrable. Ciertamente, la mayoría de las producciones e investigaciones de las áreas humanísticas no son canjeables de inmediato por un valor económico porque no nacen siendo mercancía vendible, pero al derramarse en la sociedad acaban, mediante una energía que no puede encerrarse en un teorema, imponiendo en cada época un tono, una voz, un no sé qué que finalmente es lo que determinará la personalidad de esa época. La nuestra parece precisamente signada por lo que Langdon Winner ha llamado tecnopornografía, pero acaso exagera porque los avisos de los peligros de la técnica tienen ya más de un siglo y es una guerra antigua de la que hablaba hasta Ortega y Gasset: «La técnica que debería servir para solventar algunos de nuestros problemas se ha convertido ella misma en nuestro principal problema».
Pero por apocalípticos que dejemos que se nos pongan los maestros, lo cierto es que sería muy imprudente no reconocer cuánto deben las humanidades a las facilidades tecnológicas. Podría fatigarles, también aquí, poniéndoles ejemplos de que la tecnología, precisamente, potencia los alcances de investigaciones y producciones humanísticas, pero me conformaré con dos para recordar que las herramientas son herramientas, y la soga no tiene la culpa de que el escalador la utilice para hacer cumbre y el suicida, para ahorcarse: derivar la responsabilidad de cualquier acto en la herramienta con que se ejecuta es sencillamente una vieja fórmula para quitarse de encima una culpa. Es evidente que cuando se inventa el martillo quienes lo inventan para romper piedras ya saben que entre sus posibilidades estará la de romper cráneos, pero sería bastante pueril echarle las culpas al martillo de que le hemos roto el cráneo a alguien por culpa de las posibilidades del martillo.
Hace unos años hice con Juan Manuel Bonet, ambos orgullosos militantes de eso que los anglosajones llaman independent scholars, una antología de la poesía latinoamericana de vanguardia desconocida en nuestro país, pero también en los países de Latinoamérica. Reunimos casi doscientos poetas en un apretado tocho de mil páginas. Ese trabajo, que nos llevó a leer decenas de tesis producidas en universidades de América sobre oscuros poetas de quienes no se acordaban ni sus herederos, levantados del fango del olvido por el empuje de decenas de estudiosos que, a pesar de que saben que ya somos el olvido que seremos, se niegan a aceptar esa ley de la naturaleza, porque las humanidades se fundamentan precisamente en la negación de esa ley, hubiera sido imposible de realizar sin las herramientas que la tecnología nos prestaba y con las que pudimos tejer una inmensa red de investigadores, bibliotecarios, libreros y coleccionistas.
Otro ejemplo: en los años noventa el mercado editorial español constaba de tres grandes grupos editoriales, unas cuantas editoriales independientes pero de gran facturación y unas cuantas editoriales independientes y pequeñas. Miren ahora alrededor: la profusión de editoriales pequeñas, gracias al abaratamiento de costes de producción, es muy llamativa, hay dos grandes gigantes y un ejército de editoriales pequeñas que, sin el sabio uso de la tecnología, no hubieran ni podido soñar con nacer y agigantar la oferta del mercado editorial.
No soy ingenuo, sé que el martillo en manos que ignoren leyes fundamentales de la convivencia seguirá aplastando cráneos y también pueden darse ejemplos. Hace unos años la publicación española con más seguidores y visitas no era ninguno de los grandes periódicos, sino la revista Playground. Habían conseguido conectar con los más jóvenes gracias a un periodismo escueto, vídeos frescos y zumbones, noticias más o menos ideologizadas y, de vez en cuando, hasta algún artículo interesante. Lo que empezó como una rama de una agencia de publicidad se convirtió en un gigante de la comunicación: el pequeño piso, donde cuatro o cinco redactores se pasaban el día pergeñando contenidos, dio paso a grandes inversiones, el crecimiento de la redacción alcanzó el medio centenar de trabajadores y las instalaciones pasaron a ser un edificio. Pero la revista, como otras de parecido calado, como Vice, cometieron el error de fiarlo todo a una red social, Facebook, por la que circulaban sus contenidos con la alegría de quien no hay mañana que se levante sin tres o cuatro millares de nuevos seguidores. La velocidad de los tiempos imponía a redactores y videógrafos un ritmo de producción insensato, y los jefes se habían dado cuenta de que la ideologización de los contenidos era lo que procuraba su popularidad. Pero en 2017 Facebook cambia su algoritmo de la noche a la mañana –por algo se le conoce como «el algoritmazo»–, y de repente toda la circulación de la revista se viene abajo; las millones de visitas que tenían al adaptar sus contenidos a la ventana de Facebook caen precipitadamente y se dan cuenta de que han vivido en un espejismo peligroso. El paro esperará hambriento a los redactores, las ansias de los dueños del cotarro les jugaron una mala pasada al ceder a la herramienta toda su suerte: ellos no manejaban la herramienta, la herramienta los manejó a ellos. El batacazo fue tan cruento que incluso si quieren hoy buscar viejos artículos de esa publicación, Google no se los servirá: han desaparecido. No entendieron que una de las inconveniencias de los tiempos líquidos es que es fácil, precisamente, que nos liquiden. Quienes avisaron a aquellos empresarios del peligro que suponía fiar toda la suerte del crecimiento de un medio, ciertamente espectacular, a una sola red social no fueron escuchados. Si lo hubieran sido, está claro que Playground nunca hubiera llegado a tener medio centenar de trabajadores en solo unos años de vida, pero seguramente, en vez de enviar a esos cincuenta al paro, estaría hoy viva, quizá con solo veinte trabajadores y una presencia menos espectacular de la que tuvieron, pero presencia, al fin y al cabo, algo preferible a su actual insignificancia. La inteligencia artificial les jugó una mala pasada, les hinchó el ego y luego les prestó, de la noche a la mañana, una pala para que cavaran su propia tumba. Pero sería bastante idiota echarle la culpa a la inteligencia artificial de que no hubieran tenido en cuenta a Marco Aurelio y su «no veas las cosas como quiere que las veas el que manda», porque parece claro que estamos hechos para que quien descubra de qué estamos hechos acabe esclavizándonos. Y en eso, las herramientas digitales parecen haber logrado muchas victorias.
Siempre que se cuestiona el papel de las humanidades –¿un papel higiénico, un papel de lija, un papel mojado?– se recurre a los propios activistas de las humanidades, pero recientemente el periodista Luis Alemany, de El Mundo, se preguntó qué dirían los científicos acerca del papel de las humanidades en sus campos específicos, y preguntó a médicos, ingenieros, economistas –aunque habría que ver si la Suma de tratos y contratos de Tomás de Mercado, obra maestra de la prosa de nuestro Siglo de Oro, no es, siendo economía, auténtica literatura, como lo son también las historias clínicas de Oliver Sacks–. Entre aseveraciones más o menos amables que destacaban la empatía de la que hacían gala las gentes de humanidades con los científicos con quienes habían trabajado –se ve que esos médicos e ingenieros no conocen el ambiente de ciertos departamentos de humanidades, donde las cariñosas palmaditas en la espalda parecen darse para señalar el lugar exacto en el que, en cuanto haya ocasión, se va a clavar un cuchillo–, llamaba la atención una doctora que decía que las ciencias son humanidades. Y llevaba razón porque también ellas tienen historia, lenguaje, retórica y estética. Pero lo que más destacaba el reportaje es que todos proponían como meta idónea de las humanidades la transversalidad. Y a poco que se piense, llevaban razón. Los departamentos de filología inglesa envían a sus soldados a facultades como farmacia o ingeniería o biología, ¿no tendrían que contar algo en esos lugares también los filósofos y los historiadores? Por suerte, el signo de los tiempos va imponiendo la multidisciplinariedad, o la interdisciplinariedad, gracias a lo cual las carreras han descubierto eso que tanto ha hecho por mejorarlo todo: la excelencia del acto de combinar, que no es lo mismo que mezclar, porque en la mezcla se obtiene una masa amorfa de elementos yuxtapuestos, mientras que en la combinación se juntan elementos estructurándolos en un orden para obtener eso, precisamente, una estructura. «Entre dos aguas» de Paco de Lucía, la poesía inglesa escrita en español de Borges y el gin-tonic son excelentes ejemplos de que las obras maestras se alcanzan perturbando purezas.
Tampoco hay que pecar de optimistas porque si las gentes de humanidades deben tatuarse alguna frase en la corteza cerebral, es esa terrible pero no menos cierta conclusión a la que llegó George Steiner después de miles de horas de vuelo, de investigación, docencia y transferencia: «La gran tragedia de las humanidades es que no nos humanizan». Es cierto, todos conocemos a algún gran especialista en literatura sumeria o en arte bizantino al que sus muchos saberes solo le han servido para odiar más fervorosamente a la humanidad. Pero quizá Steiner le exigía demasiado a las humanidades, quizá las quería convertir en una religión –que tampoco, por cierto, está demostrado que la religión nos mejore como criaturas–. En cualquier caso, las humanidades sí que podrían pasar, por sus propios énfasis y su afán de universalidad, por mucho que también haya departamentos de humanidades promoviendo la vulgaridad del nacionalismo, por una religión apócrifa. Hay una etimología apócrifa de la palabra religión que me parece idónea para las humanidades: según esa etimología apócrifa, «religión» no procedería de «religare» –o sea, «reunir»– sino de «relegere», o sea, «releer»: lo que hace la religión es releer el mundo, interpretarlo para, en la medida de sus posibilidades, transformarlo, aunque solo sea tratando de guardar de quienes fuimos todo aquello que merezca seguir siendo presente, pues, al fin y al cabo, «presente» significa «regalo». Negarse, pues, a aceptar que somos el olvido que seremos, según el famoso verso –apócrifo también– de Jorge Luis Borges.
Creo que, en esa condición de resistencia, las humanidades han de hacer uso del efecto de Joule, con cuya fórmula he bautizado esta intervención. C es igual a E al cuadrado por R por t. Es decir, una corriente eléctrica, al pasar durante un tiempo determinado por una resistencia, transformará su energía en calor. Basta confiar en que la energía de la corriente eléctrica la ponga la gente, los alumnos, quienes se acerquen a los espacios que a ellos se brinden desde las universidades, por ejemplo, los centros de iniciativas culturales, para que, en la resistencia, se genere esa C que puede valer por Calor o por Cultura.
Siempre que se hace el elogio de la cultura cedemos a la tentación de caer en conceptos más o menos vaporosos y dulzones, y también en la que podríamos llamar trampa Steiner, según la cual es misión de la cultura dotarnos de algún grado de sabiduría –conjunto de conocimientos que ayudan a desarrollar el juicio crítico– que opere la magia de mejorarnos. Y sí, desde luego, pero no solo. Lo que pocas veces se apunta o se recuerda cuando se habla de la cultura –en cualquiera de sus muchas ramificaciones, porque al fin es un árbol inmenso, con raíces muy profundas e incansables, y un tronco bien visible que es quien lo mantiene en pie, pero también miles de ramas distintas donde florecen muchas especies–, es cuánta felicidad hay en la savia de ese árbol. Porque, si les digo la verdad, cuando trataba de recordar momentos en los que se me estaba transfiriendo a mí, como individuo, algo que mereciera el nombre de cultura, contra la definición oficial, no conseguía acordarme de intervenciones o lecturas que me ayudaran a desarrollar el juicio crítico, sino que lo que recordaba, fundamentalmente, eran instantes de luminosa felicidad. Se diría que ninguna tarea es más complicada, pero tampoco más admirable, que la de despertar entusiasmo, y el entusiasmo es, precisamente, el motor de casi todas las investigaciones humanísticas que merecen la pena. Me acordaba, pues, de instantes importantes, si importar significa traer de fuera lo que uno no produce por sí mismo.
Estas son algunas imágenes que me vienen al recuerdo y donde se me transfirieron cosas importantes. Por supuesto, son recuerdos de primera juventud, que es cuando magnificamos lo que nos pasa y cuando si algo nos sobra es energía y si algo nos falta es saber cómo convertir esa energía en calor. La Universidad Menéndez Pelayo llevó a Borges e Italo Calvino a Sevilla cuando yo tenía 18 años, y recuerdo el momento mágico en que Borges se sacaba de la chistera de la memoria el soneto «Las Cosas», o hablaba de la filosofía como una rama de la literatura fantástica, porque los imperativos categóricos de Kant le parecían especímenes más fantásticos que los fantasmas de Henry James. Recuerdo una tarde en la que por no saber qué hacer me metí en un salón de actos de la Universidad Autónoma de Barcelona a escuchar una conferencia que daba un historiador del que no recuerdo ni el nombre y allí aprendí que los sumerios al verbo escribir le llamaban «hacer surcos», o sea, sembrar, y al verbo leer le llamaban «recoger el fruto», y salí con unas ganas inmensas de leer Gilgamesh, o sea, de recoger el fruto de Gilgamesh. Recuerdo también una emocionante conferencia de Carmen Martín Gaite en la Universidad de Sevilla acerca de qué buscamos en las ficciones y cómo cada texto, en el mismo momento en que está siendo escrito, ya está inventando, de algún modo, a su interlocutor futuro, seleccionando, en la inmensa masa que está fuera, en la realidad, a aquellos a los que de verdad se dirige, y toda su fortuna se tasa en el hecho de encontrarlos o no...
Seguramente ninguna de esas cosas hizo de mí mejor persona, pero sí que me proporcionaron diversas formas de felicidad, diversos entusiasmos que he tratado de contagiar cuanto he podido. Lo que tengo claro es que, sin tener idea entonces de qué era el efecto de Joule, en todos esos lugares la poca o mucha energía que yo cargara se convirtió en un calor que aún me acompaña.