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Emil Cioran y el suicidio por venir

Iván de los Ríos

Minerva recoge en estas páginas la sesión dedicada a la propuesta filosófica y estética de Emil Cioran por Iván de los Ríos el pasado mes de marzo, dentro del «Seminario de filosofía: el placer, el dolor y la muerte». De los Ríos, coordinador del máster en crítica y argumentación filosófica de la Universidad Autónoma de Madrid, expone en este texto la concepción del lenguaje y la escritura del pensador rumano, y su compaginación con algunas de las ideas fundamentales del pensamiento de Nietzsche, para terminar con un análisis de la posición de Cioran en torno al suicidio, una aproximación que considera la decisión de terminar con la propia vida una opción para la afirmación de la existencia.

¿En qué consiste una buena muerte? Si la pregunta por la vida buena merece la pena de ser formulada, también la merece en qué consiste una buena muerte. ¿En qué consistiría una muerte que pudiera formar parte de una estrategia vital y existencial que contribuya a una vida y a una existencia culminante que valga la pena ser vivida? ¿Cómo vivir con la sabiduría de los propios límites y cómo morir? Estos cuestionamientos conducen irremediablemente a la obra de Emil Cioran, pensador y escritor rumano, y a la cuestión ineludible y terrible del suicidio.

Quiero empezar atendiendo a tres rasgos del pensamiento de Cioran y de la línea de pensamiento de la que es heredero: la crudeza, la radicalidad y la voluntad de desfondamiento o lucidez por desfondamiento. Hablo de la crudeza, porque la propuesta de Cioran sugiere que la vida, la realidad en sentido amplio, la totalidad de la que formamos parte, es un horizonte vacío, en términos metafísicos, y neutro, en términos morales. Lo propio de la realidad, entonces, sería la inanidad, dice Cioran. La inanidad, es decir, su carácter insustancial, fútil, la radical ausencia de racionalidad y, por tanto, de justificación metafísica o moral. En Breviario de podredumbre (1949), Cioran escribe:

Creador de valores, el hombre es el ser delirante por excelencia; presa de la creencia de que algo existe, cuando le basta retener su aliento y todo se detiene; suspender sus acciones y ya nada se estremece; suprimir sus caprichos y todo se vuelve opaco. La realidad es una creación de nuestros excesos, de nuestras desmesuras y de nuestros desvaríos.

Se entiende, entonces, que la realidad atravesada por un impulso antropocéntrico no es más que una ilusión, un sueño, diría Calderón. Por lo demás, la realidad es completamente indiferente. En La tentación de existir (1956), podemos leer:

El malestar que suscita en nosotros el lenguaje en nada difiere del que nos inspira lo real; el vacío que vislumbramos en el fondo de las palabras evoca el que captamos en el fondo de las cosas: dos percepciones, dos experiencias en las que opera la disyunción entre objetos y símbolos, entre la realidad y los signos.

Uno de los aspectos más interesantes de la propuesta lúcida, desfondada y aterradora, pero también humorística, de Cioran tiene que ver con una determinada concepción del lenguaje: una sospecha de que en el mundo, igual que detrás del lenguaje, no hay más que agujeros que horadan un poco la supuesta consistencia narrativa de esos mapas que pretenden cartografiar un territorio que ni siquiera existe. Un mapa que no es más que una ilusión, una ficción regulativa. El absolutismo de la realidad, dirían Cioran y Blumenberg, es la indiferencia de todo lo que existe con respecto al orden de los intereses humanos, y la incapacidad de agotar el orden de lo real por la incapacidad de la potencia lingüística para abarcar la totalidad y la complejidad de aquello que está más allá del concepto, de aquello que ocupa el orden de lo extrapredicativo. Por eso, Adorno expone, en Actualidad de la filosofía (1931), que «quien no elija por oficio el trabajo filosófico ha de renunciar desde el comienzo mismo a la ilusión con que antes arrancaban los proyectos filosóficos, a saber, la de que sería posible aferrar la totalidad de lo real por la fuerza del pensamiento». Si la filosofía contemporánea es algo, es la muerte de Hegel, en 1831, y de toda metafísica especulativa que apunte a cerrar la complejidad dinámica de lo real por la potencia del pensamiento. Se acabó el optimismo metafísico.

Utagawa Kuniyoshi, grabado sobre madera, 1848. La esposa de Onodera Junai se prepara para el jigai (versión femenina del seppuku) y acompañar a su marido en la muerte

El segundo rasgo es el de la radicalidad. Contra toda la tradición del optimismo metafísico, la radicalidad implica pensar que en la raíz última de todas las cosas no encontramos la medida, el número, el orden o la simetría. En la raíz última de todas las cosas habita una instancia no racional, no mensurable, sino pulsional, volitiva: la fuerza. Un dinamismo vital puramente inconsciente que anima toda forma de existencia orgánica y que se esconde en el fondo de todo régimen de sentido. Dice Cioran:

La injusticia gobierna el universo. Todo lo que en él se construye, todo lo que en él se deshace lleva la huella de una fragilidad inmunda, como si la materia fuese el fruto de un escándalo en el seno de la nada. Cada ser se nutre de la agonía de otro ser. Los instantes se precipitan como vampiros sobre la anemia del tiempo. El mundo es un receptáculo de sollozos.

El tercer rasgo que mencioné es la lucidez por desfondamiento. La propuesta de Cioran —desde Homero, pasando por Lucrecio, Schopenhauer y Nietzsche— viene a insinuar que toda forma de lucidez implica la conciencia de un desgarramiento irreconciliable entre el lenguaje y el mundo; y, por tanto, entre nosotros mismos y el sentido. La lucidez no es complaciente como forma de veracidad. Recordemos que Nietzsche decía: «Yo he venido a decir la verdad, pero mi verdad es terrible». Mi verdad es cruda, es radical en sentido pulsional y apunta a la lucidez, donde la lucidez no es estar simplemente despierto, sino tomar conciencia del desgarramiento irreconciliable entre las palabras y las cosas, entre nosotros y su representación, eso que, sea lo que sea, nos incluye, nos aglutina y terminará por devorarnos. Así que la lucidez debe arrancar de un ejercicio de desilusionismo, de desencantamiento con respecto a todas las narrativas de consuelo y todas las promesas de absoluto.

Con Cioran, estamos en un territorio al que, paradójicamente, podríamos llamar «el perímetro de la noche», un perímetro que rebasa la demarcación de cualquier objeto, porque no es una nada sustantiva de la que se ocupa Cioran. No es la cosa identificada con la nada, o el vacío identificado con una cosa, sino que es la nada de la libertad, de la acción, del sentido. El modo en que cualquier acción humana en el horizonte de un universo insignificante, en la medida en que se ejecuta, se deshace en su más pura fugacidad. La revelación que subyace a esos ejercicios de crudeza, de radicalidad y de lucidez por desfondamiento, más que una propuesta teórica, es una experiencia, dice Cioran.

Lo que se está aquí anunciando es una crítica no solo de la ontología tradicional de Occidente, sino de la práctica optimista del lenguaje como un ensayo cartográfico que nos permite orientarnos en el orden de lo real. Cioran pertenece a una estirpe de herederos de la cosmovisión arcaica, pero también es heredero de las corrientes gnósticas, de la mística española y alemana, y de todos aquellos pensadores que se ríen ante las pretensiones cartográficas del lenguaje conceptual y las ilusiones de urbanizar, civilizar y racionalizar lo real mediante el poder del concepto.

En el comienzo de Las palabras y las cosas (1966), Foucault escribe:

Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo, todo lo familiar al pensamiento —al nuestro: al que tiene nuestra edad y nuestra geografía—, trastornando todas las superficies ordenadas y todos los planos que ajustan la abundancia de seres, provocando una larga vacilación e inquietud en nuestra práctica milenaria de lo Mismo y lo Otro. Este texto cita «cierta enciclopedia china» donde está escrito que «los animales se dividen en a] pertenecientes al Emperador, b] embalsamados, c] amaestrados, d] lechones, e] sirenas, f] fabulosos, g] perros sueltos, h] incluidos en esta clasificación, i] que se agitan como locos, j] innumerables, k] dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l] etcétera, m] que acaban de romper el jarrón, n] que de lejos parecen moscas». En el asombro de esta taxonomía, lo que se ve de golpe, lo que, por medio del apólogo, se nos muestra como encanto exótico de otro pensamiento, es el límite del nuestro: la imposibilidad de pensar esto.
Gouache anónimo, c. 1850. Un visitante chino amenaza con cortarse el cuello delante de su anfitrión. © Wellcome Collection

Este libro surge del ensayo «El idioma analítico de John Wilkins» (1952), de Borges, y de la risotada que le produce a Foucault la supuesta potencia clasificatoria del lenguaje racional de Occidente, que, sin embargo, admite en sí mismo la posibilidad de su propia autodestrucción. ¿Qué tienen en común todos estos animales? La ficción del lenguaje, una invención con la que el ser humano elude el absolutismo de lo real y consigue orientarse mínimamente en el horizonte de la existencia. Pero ese lenguaje jamás puede escapar de sí mismo para verificar su posible plasmación con un universo ya siempre clasificado. La clasificación pertenece al orden del lenguaje y puede ahogarse a sí misma, basta con tener un poco de sentido del humor. El único lugar donde las realidades que supuestamente percibimos se reúnen y se clasifican de acuerdo con el paradigma de la identidad y la diferencia es en esa heterotopía del lenguaje.

Quiero hacer un puente entre Nietzsche y Cioran para subrayar dos cosas. La primera es el estilo como problema de la filosofía contemporánea. Ese estilo se posiciona en lo que Nietzsche llama «la escritura de cuerpo», la escritura vivencial como elemento principal de toda forma de producción filosófica. Por ahí atacarán tanto a Nietzsche como a Cioran de no ser filósofos, sino poetas, escritores. Esta preocupación por el estilo tiene que ver con una determinada concepción desenmascarada del lenguaje. El lenguaje ya no es un vehículo neutro de transmisión, es productor de mundo y es un momento expresivo de la propia experiencia corporal del mundo.

El segundo punto que vincula a ambos filósofos es el desfondamiento por lucidez y la afirmación terrible de que todo lenguaje «se alza sobre los lomos de un tigre», como dice Nietzsche en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1896). A saber, que todo lenguaje se alza sobre la tragedia de ser una aproximación inútil, un exceso. Toda palabra, dice Cioran, es una palabra de más.

Al final, la única baza que le queda a la filosofía como un ejercicio de lucidez, que pretende dotar de cierto sentido, validez y belleza la existencia, es aquella que no solo consiste en desvelar el carácter históricamente construido de todo régimen de sentido y de todo edificio valórico, sino en cantar una canción en la cual ya siempre resuene el trasfondo contingente de toda melodía, el trasfondo inane de todo esfuerzo. La franqueza de la filosofía contemporánea después de la muerte de la metafísica especulativa no reside en desenmascarar el carácter históricamente construido de los horizontes interpretativos, sino en hacerlos conscientes a cada paso, para evitar nuestra tendencia al olvido y al encubrimiento. Para Cioran hay cierto tipo de escritura que insiste en la anotación del desmoronamiento constante de las posibilidades del lenguaje; una escritura que evidencia la imposibilidad de decir lo que se quiere decir, que no disimula la impotencia inscrita en cada palabra.

¿Por qué escribir, entonces? Quizá una de las propuestas más interesantes de la intuición genealógica, que consiste básicamente en invertir la ecuación y declarar la primacía de lo volitivo por encima de lo racional, es que, si uno se compromete con la mirada trágica de la existencia y admite que toda forma de escritura se apoya sobre la pulsión volitiva de los afectos, se está aceptando una experiencia corporal de la propia instalación del universo que nos zarandea de maneras más o menos insoportables; y hay, entonces, un intento de llevar a la escritura la experiencia de esa condición vibrátil de la existencia. Esa es una forma de verdad que no tiene nada que ver con el horizonte de la verificación ni de la ciencia natural o de la abstracción, pero es una forma de intimidad con lo real que quizá solo pueda trasladarse a través de la experiencia escritural. Y a eso se refieren nuestros autores cuando hablan de «escritura de cuerpo». Nietzsche llama a recuperar aquello que perdimos con la invención de la imprenta, aquello de lo que gozaban los oradores antiguos, la dimensión corporal de la escritura. Hay que dinamitar continuamente esa visión del positivismo decimonónico de que la mirada del que piensa es la mirada neutra del espectador científico que se posiciona en un lugar fuera de la historia, fuera de su propio cuerpo y de su experiencia biográfica, para contemplar verdades eternas e imperecederas. Hay que recuperar la situacionalidad corporal de un animal que ya siempre experimenta el mundo a través de esa plataforma trascendental que es su propio cuerpo.

Cioran no solo declara la nada y el sinsentido de todas las cosas, busca escribir de una determinada manera para, en la medida de lo posible, trasladar una verdad que tiene que ver con la sospecha corporal de la nada. La nada no es una conclusión de acuerdo con el esquema del fundacionalismo deductivista, tampoco lo es el absurdo: es una vivencia. Cuando uno ha vaciado y desaprendido los esquemas del Occidente metafísico, que tienen que ver con la huída del mundo, en especial, de la mortalidad, eso que queda, ese malestar físico, es una experiencia que debe ser narrada. No se trata de callar, sino de hablar para recordar la tendencia a la destrucción de las singularidades inscrita en el propio lenguaje. Esa condición del lenguaje es trágica porque, como decían los medievales, la singularidad es inefable: hablar significa generalizar, y generalizar significa olvidar la historia. Por eso retomaba el texto de Borges, porque se ríe de todo Occidente denunciando el carácter arbitrario de toda clasificación.

Tsukioka Yoshitoshi, grabado, c. 1890. El general Akashi Gidayu escribe su poema de despedida antes de realizar el seppuku

Todo esto tiene un alcance político: la aventura insignificante de vivir en común. Solo si asumimos y declaramos lingüísticamente la condición inane de la existencia es posible construir mundos que merezcan la pena ser vividos al alcance de un nosotros, a la altura de nuestra propia insignificancia y precariedad. Se trata, entonces, de reformular los conceptos fundamentales de toda la historia del pensamiento: qué significa verdad, qué significa justicia y buen vivir y qué significan en ausencia de toda posible respuesta definitiva. Bajo esta mirada, podemos construirnos a nosotros mismos desde la perspectiva de la eternidad y estaremos perdidos, o podemos construirnos desde la perspectiva precaria de la historia y, entonces, tendremos alguna posibilidad; por más que tengamos muchas posibilidades de equivocarnos, también ese modelo de convivencia nos lo habremos dado nosotros mismos en el orden histórico de nuestra propia insignificancia. En otras palabras, el único lugar donde habita la posibilidad de una construcción verdaderamente humana del sentido del mundo y de la comunidad es ahí donde nos han abandonado todos los dioses, porque, de lo contrario, lo único que nos queda es un papel instrumental al servicio de verdades, de realidades que ya siempre nos preceden y que nos sobrevivirán. El mundo de lo humano, dice Aristóteles, es aquel en el que, precisamente porque hay márgenes de indeterminación en el horizonte de lo real, cabe la intervención y la creación por parte del ser humano de formas inéditas de realidad que desaparecerán en las fauces de la nada, sí, pero solo ahí, en el orden de la historia, se produce verdaderamente la novedad y la creación del ser humano. Es una creación que no significará nada en términos cósmicos, pero con la que nos jugaremos la vida. Recordemos los parágrafos 124 y 125 de la Gaya ciencia (1882):

124. En el horizonte de lo infinito.
Hemos abandonado la tierra y nos hemos embarcado en un navío. Hemos dejado atrás los puentes, más aún, hemos dejado la tierra que estaba atrás de nosotros. ¡Vamos, navecilla, mira! Junto a ti yace el océano; es verdad, él no habrá más siempre y a veces yace aquí como seda y oro y ensueño de bondad. Pero llegarán horas en que reconocerás que el océano es infinito y que nada hay más temible que la infinitud. ¡Oh, pobre pájaro que se sentía libre y ahora choca contra los barrotes de esa jaula! ¡Ay, cuando te sobrecoja la nostalgia de la tierra, como si en la tierra hubiese más libertad, pero la tierra ya no existe!

125. El hombre loco.
¿No habéis oído hablar de aquel hombre loco que en la claridad del mediodía prendió una lámpara, corrió al mercado y gritaba sin cesar: «¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!»? Puesto que ahí estaban reunidos muchos que precisamente no creían en Dios, provocó una gran carcajada. «¿Es que se ha perdido?», dijo uno. «¿Se ha extraviado como un niño?», dijo el otro. «¿O es que se mantiene escondido?» «¿Tiene temor de nosotros?» «¿Se ha embarcado en un navío?» «¿Ha emigrado Dios?» Así gritaban y se reían confusamente. El hombre loco se lanzó en medio de ellos y los traspasó con su mirada. «¿A dónde ha ido Dios? ¡Yo os los voy a decir! ¡Nosotros lo hemos matado!».

Nosotros lo hemos matado a través del uso exigente del lenguaje con el cual queremos descifrar el mundo. Hemos llegado a un punto de la tradición donde, de tanta voluntad de verdad, el lenguaje se ha descubierto a sí mismo en su radical inanidad: Dios no es más que un fogonazo del lenguaje. Para dejar de creer en Dios tendríamos que dejar de creer en la gramática, dice Nietzsche. Ahí está la tragedia del lenguaje, la ilusión inevitable de que en todo enunciado existen sujetos y objetos, y si existen sujetos, debe de haber supersujetos. Del yo al nosotros, y del nosotros al yo, diría Hegel.

¿Dónde está Dios? ¡Nosotros lo hemos matado, ustedes y yo! ¡Todos nosotros somos unos asesinos! Pero ¿cómo hemos hecho esto? ¿Cómo se nos ha ocurrido? ¿Cómo fuimos capaces de beber el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar todo horizonte? ¿Qué hicimos cuando desencadenamos esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde nos movemos ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros lejos de todos los soles? ¿Acaso no caemos continuamente hacia atrás, hacia los lados, hacia delante, hacia todos lados? ¿Hay aún un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No nos sofoca el espacio vacío? ¿No se ha vuelto todo más frío? ¿No llega continuamente la noche y más noche y más noche? ¿No habrán de ser encendidas lámparas a mediodía? ¿No escuchamos aún nada del ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No oímos aún nada de la descomposición divina? ¡También los dioses se descomponen!

Dios ha muerto y si ha muerto es que ha existido; es decir, ha tenido una eficacia pragmática en el horizonte de lo real. Dios ha existido porque la verdad es aquello que genera efectos. Y ahora hay que vivir a la altura epocal, dice Nietzsche, del acontecimiento nihilista por excelencia: la pérdida de firmamento. La muerte de Dios es el nacimiento del hombre históricamente situado, que tiene que hacerse cargo de las lógicas nihilistas de Occidente que han llegado a su colapso por exceso de deseo de verdad. ¿Estamos a la altura de lo que hemos hecho?

¿Cómo nos consolamos ahora, asesinos de asesinos? Lo más sagrado y más poderoso que hasta ahora poseía el mundo sangra bajo nuestros cuchillos. ¿Quién nos va a lavar esta sangre? ¿Con qué agua podremos limpiarnos? ¿Qué fiestas expiatorias, qué juegos sagrados tendremos todavía que inventar? ¿No es la grandeza de este hecho demasiado grande para nosotros? ¿No hemos de convertirnos nosotros mismos en dioses solo para parecer dignos de ellos? Nunca hubo un hecho más grande, y quien nazca después de nosotros pertenece, por la voluntad de este hecho, a una historia más alta que todas las historias habidas hasta ahora.

Se trata de jugar –con Kant de la mano, por supuesto– a la posibilidad de una Ilustración radical; a la pregunta por el cómo del vivir que ya no puede apoyarse ni en libros sagrados ni en verdades absolutas ni en certezas que tengan la consistencia de las verdades de la matemática. Pero esta es también la única posibilidad de una construcción histórica del nosotros. Todo lo demás, más que construcción histórica, es un despliegue de un nosotros que procede de un espíritu que tiene que reconocerse a sí mismo en el decurso de la historia; es decir, metafísica especulativa de corte hegeliano.

Pasemos al suicidio en Cioran, retomando el concepto de lucidez que habíamos esbozado, en donde la lucidez es la aceptación de que la conciencia está para siempre y desde siempre absolutamente desgarrada con respecto a un supuesto mundo al que, sin embargo, tiende. En otras palabras, el ejercicio de lucidez es el desenlace al que conduce la autoconciencia como experiencia vital de la imposibilidad de aprehender el mundo. Desde esa conciencia lúcida de la inanidad de la metafísica, Cioran explica que escribe para no matarse. En el pensamiento de Cioran, el suicidio está propuesto como un momento teórico; es decir, como un momento dentro de la propuesta estética y teórica de estas interpretaciones filosóficas de la realidad. A saber, el desenlace de una lectura trágica de lo real en términos metafísicos tiene que conducir necesariamente a la pregunta del sabio Sileno: si la vida carece de sentido, y si lo mejor sería no haber nacido nunca, y lo segundo mejor, morir cuanto antes, ¿por qué no quitarse la vida? Esa pregunta necesariamente conduce a la pregunta por el suicidio. Lo que hará Cioran, de la mano de Séneca y en consonancia con ciertas intuiciones del último Foucault, será convertir el suicidio en un momento estético fundamental.

El suicidio es quizá la forma más radical de autoafirmación, en la medida en que constituye el broche estético a una vida que nos rebasa por completo. Una vida en la que uno siempre está arrojado a lo que no depende de sí mismo, pero que, sin embargo, contiene la posibilidad de tomar una decisión última. Ahí donde la insignificancia metafísica es lo que impera, quedan opciones de construcción de nosotros mismos que pueden ir por el lado político de la construcción del nosotros, pero también por el lado estético de ejecutar un acto de identidad máxima, que es aquel por el cual decido poner fin a mi existencia; pero no de forma desesperada, sino preparada. Ahí donde reina el sinsentido y el dolor supera por mucho la dicha de vivir, en un horizonte que, además, carece de significación en términos metafísicos, la muerte puede ser una opción de afirmación de la existencia, un mecanismo de dotación de sentido donde lo que impera es la degeneración propia de todo lo orgánico.

En «Encuentros con el suicidio» (1969), podemos leer:

Hay noches en las que el porvenir queda abolido, en las que de todos sus instantes solo subsiste aquel que elegiremos para dejar de ser. «Estoy harto de ser yo», se repite cuando aspira uno a huir de sí mismo; y cuando uno se huye irrevocablemente, la ironía quiere que se cometa un acto en el que se encuentra uno de nuevo, en el que de repente se llega a ser totalmente uno mismo. En esa fatalidad a la que se quiso escapar se cae de nuevo en el instante en que se mata uno, pues el suicidio no es más que el triunfo, más que la fiesta de esa fatalidad. [...] Existe en nosotros una tentación, mejor que una voluntad, de morir. Pues si nos fuese dado querer la muerte, ¿quién no se aprovecharía a la primera contrariedad? Aún interviene otro impedimento: la idea de matarse parece increíblemente nueva a quien se ve poseído por ella; se imagina, pues, que ejecuta un acto sin precedentes; esta ilusión le ocupa y le halaga, y le hace perder un tiempo precioso. El suicidio es una realización brusca, una liberación fulgurante: es el nirvana por la violencia. El hecho tan sencillo de mirar un cuchillo y de comprender que solo depende de ti hacer cierto uso de él, da una sensación de soberanía que deriva en megalomanía.

Esperar la muerte es sufrirla, degradarla al rango de un proceso, resignarse a un desenlace del que se ignora la fecha, el modo y el decorado. Se está lejos del acto absoluto. No hay nada de común entre la obsesión del suicidio y el sentimiento de la muerte; entiendo por esto ese sentimiento profundo, constante, de un fin en sí, de una fatalidad de perecer como tal, inseparable de un trasfondo cósmico e independiente de ese drama del yo que está en el centro de toda forma de autodestrucción. La muerte no es necesariamente sentida como liberación; el suicidio libera siempre: es el summum, es el paroxismo de la salvación.

Esta visión del suicidio es un gesto muy estoico. Uno ya siempre está entregado a lo que no depende de sí mismo y, sin embargo, es posible habilitar un espacio de autarquía. Uno puede rivalizar con la muerte precisamente en la medida en que puede evitar rendirse al ritmo de la caducidad, imprimiendo un sello estilístico a la propia existencia: preparando la muerte y no dejándola en manos de lo que no depende de nosotros. No se trata de vivir mucho, sino de vivir bien, dice Séneca. Se trata del cómo del vivir, y ese cómo es una cuestión de estilo. Podemos concluir con Cioran que, si aceptamos que la existencia del agente racional y moral está siempre atravesada por fuerzas heterónomas, parece que la toma de conciencia lúcida del desgarramiento con respecto al mundo y la toma de conciencia de la propia mortalidad también invitan a la terrible conciencia de tomar al menos una decisión. Esa única decisión es la de la abolición del yo, que, paradójicamente, sería quizá la decisión más propia que uno podría tomar en su vida.

SEMINARIO DE FILOSOFÍA EL PLACER, EL DOLOR Y LA MUERTE
22.03.21

DIRIGE IVÁN DE LOS RÍOS
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