Tamaño de fuente grande
Tamaño de fuente normal
Tamaño de fuente pequeña
Anterior
Pequeña
Normal
Grande
Siguiente

La nueva censura digital. Del algoritmo a la inteligencia artificial

Conversación José María Lassalle • Marta PeiranoJordi Pérez Colomé

Ilustración de Léon Bienvenu publicada en la revista Le Trombinoscope par Touchatout, julio de 1874

En estas páginas reproducimos el coloquio que tuvo lugar entre el exvicesecretario de Estado y profesor de teoría del derecho y filosofía del derecho José María Lassalle y la periodista e investigadora Marta Peirano, miembro del Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional (CESEDEN). Moderado por el periodista Jordi Pérez Colomé, el debate trató sobre cómo condiciona el arte y la cultura el nuevo ecosistema mediático, dominado por el modelo de negocio de las plataformas digitales y por la opacidad de sus censores, los algoritmos, unos grandes desconocidos que han transformado la producción cultural.

Jordi Pérez Colomé

Constantemente hablamos de las fake news o sobre cómo un algoritmo o el feed de una red social nos afectan socialmente. Pero rara vez se vincula el arte a estos temas. ¿Cómo influyen los algoritmos y la inteligencia artificial en el mundo del arte?

Marta Peirano

Podemos inferir lo que pasa con el arte a partir de la manera en que la existencia de las nuevas plataformas afecta a la cultura popular. La distribución y el acceso al arte y a la cultura popular están dominados por el ecosistema mediático en el que todos estamos sumergidos. Básicamente consiste en las plataformas de media docena de empresas: Google, Amazon, Facebook, Netflix, etc. En lo que se refiere a plataformas como Facebook, Instagram o WhatsApp, la cuestión de la censura se puede abordar desde al menos tres aspectos completamente distintos pero que convergen de manera interesante. Uno de ellos es el modelo de negocio de las plataformas, que favorece unos contenidos sobre otros simplemente porque algunos ofrecen más posibilidades de obtener ganancias. Los periodistas lo vemos constantemente en temas relacionados con las fake news, que son notas diseñadas para tener viralidad, pero también, por ejemplo, en plataformas como Spotify, que, aunque en teoría, se dedica a ofrecer productos musicales, con su modelo de implementación de pago a los artistas ha conseguido que la música popular haya cambiado de manera estructural más en los últimos diez años que en los setenta anteriores. Me refiero a aspectos tan determinantes como, por ejemplo, el sistema de incentivos para los artistas. Ahora no solo ya no cobran por disco, sino que tampoco cobran por reproducción: empiezan a ganar dinero a partir de los treinta segundos de reproducción de una de sus canciones, lo que provoca una serie de cambios estructurales en la manera de hacer música. Esto no constituye una forma de censura, pero sí son cambios motivados por un incentivo completamente artificial y unidireccional. Además, son modelos de negocio que los artistas ni eligen ni negocian, pues ya están dados.

El tercer aspecto es el propio sistema de incentivos para los usuarios de las plataformas, que consiste en los likes, los RT, etc. Este sistema se ha convertido en una especie de valoración de la calidad, de la intencionalidad o de la actualidad, tanto de una noticia como de una canción, un libro, un artículo o un acontecimiento cultural. Estas tres cuestiones –el modelo de negocio de las plataformas, el sistema de incentivos para los artistas y el sistema de incentivos para los consumidores de esa cultura popular– han conseguido transformar la producción de la cultura. La pregunta es si el arte, que no es cultura popular, sino que tiene otras características (aunque, en realidad, se parece mucho cuando se reproduce en plataformas digitales), se ve afectado de la misma manera.

José María Lassalle

Todo el arte se ve afectado, en la medida en que las redes y todo lo que representa el ecosistema digital no es un entorno neutro concebido de forma consciente, sino que está pensado para incrementar el tráfico y generar toda una serie de dinámicas de monetización en manos de quienes controlan las herramientas de transmisión de esos contenidos. Los sesgos algorítmicos que gestionan los flujos de tráfico, la búsqueda de viralización de determinados contenidos que persiguen activar los deseos de consumo por parte de los usuarios, o que eliminan la capacidad de visibilización de los oferentes de contenidos (si estos no se ajustan a los patrones que enmarcan esas plataformas), ya hacen que la expresión misma de lo que podemos considerar un contenido artístico o cultural esté condicionado por el ecosistema, un entorno que está limitando, de entrada, la capacidad para proyectar el arte y la cultura.

Por otra parte, yo no sería capaz de establecer una distinción entre arte y cultura popular, en la medida en que ya estamos hablando de una realidad hiperhibridada. Es decir, de igual manera que no podemos afrontar de forma unidireccional, clara y precisa un marco de seguridad jurídica para hablar de todo lo que estamos englobando en el ámbito de esta reflexión, la gobernanza que nos planteemos ahora debe ser extraordinariamente híbrida. Si nos ha llevado siglos gestionar la regulación de la censura en el ámbito analógico, es ingenuo pretender hacerlo en el ámbito digital en un contexto de tiempo real donde se han diluido completamente todas las fronteras, donde lo doméstico, lo privado y lo público están inmersos en un inmenso panóptico global como es la red. O nos movemos en un escenario de hibridación con estándares muy bajos de búsqueda de seguridad jurídica o nos estrellaremos directamente con la realidad. Por lo tanto, creo que es una batalla perdida de antemano. Encauzar todo esto exigiría un proceso legal, de esfuerzo, de emancipación de la propia cultura democrática, y las prioridades están en otro lado, porque tratar de convencer a las grandes plataformas de que deben hacer las cosas de otra manera sería prácticamente imposible.

Jordi Pérez Colomé

Me gustaría profundizar en los factores que alteran el consumo y la distribución del arte en el mundo digital. ¿La web ha tenido un impacto positivo en el arte?

Marta Peirano

Los vínculos de las redes sociales están con la publicidad, las empresas de marketing y las marcas, no con los usuarios. Facebook tiene 300 millones de usuarios y Tik Tok, que ahora mismo es la gran plataforma social de vídeos, 600. Esta última plataforma viene con una censura implantada por un gobierno [el chino] que ni siquiera es democrático y con unas características que, en muchos aspectos, son opuestas a nuestros valores democráticos y culturales. Sin embargo, si nos retrotraemos a un momento en el que el ecosistema mediático no estaba dominado por estas empresas publicitarias, pues aún no lo habían colonizado, pienso que la red, aunque no haya democratizado el acceso a la obra de arte en sí (eso sería demasiado generoso), sí abrió el camino a aspectos de la producción artística que antes estaban muy en los bordes. Por ejemplo, para todo lo que se refiere al arte digital, y con arte digital incluyo los videojuegos, el arte interactivo, los glitches y los experimentos semánticos sobre los distintos productos culturales que llevamos consumiendo desde hace cientos de años, la web sí que ha abierto significativamente el campo de lo que constituye el arte y de lo que se puede utilizar para profundizar en el conocimiento. En mi opinión, sigue siendo una herramienta cuyas capacidades todavía no alcanzamos a vislumbrar. Pero todo lo referido a la censura y la autocensura tiene más que ver con los canales de distribución, que son solo capas superficiales de la red.

José María Lassalle

Es indudable que la introducción de internet y todo lo que está representando la generación de un nuevo escenario de espacios donde se pueden desarrollar experiencias artísticas, desde un origen analógico hasta experiencias ya directamente digitales, es una evolución positiva en tanto que está ampliando los horizontes cognitivos y sensibles del ser humano. Hoy nadie podría pretender que haya que retornar a una arcadia analógica que rompiera las fronteras del mundo en el que nos movemos, que tiene un perímetro digital que ha trastornado completamente nuestra propia capacidad de percepción estética. Si la Escuela de Frankfurt puso de manifiesto que en la era de la reproductibilidad se rompía el aura que acompañaba a la obra de arte, la introducción del mundo digital supone que la pantalla abre un espacio de experiencias estéticas que todavía están por descubrirse. Nos encontramos en ese proceso liminal de hibridación en el que nos estamos aproximando a umbrales de una nueva realidad que nos provoca una enorme inseguridad, grandes incertidumbres y donde hay muchos perdedores pero también muchísimos ganadores. Evidentemente, esto provoca una tensión que puede ser reactiva o propositiva.

Litografía La resurrección de la censura, 1931

Debemos ser capaces de perder el miedo a adentrarnos en este escenario y no intentar proyectar las categorías jurídicas y estéticas del pasado sobre la realidad de hoy. No se trata de proyectar lo analógico en lo digital, tendríamos que empezar a pensar cómo imaginar las nuevas realidades a las que nos tenemos que enfrentar. Ese es el gran reto que tenemos por delante. Por ejemplo, es importante comprender que podemos empezar a vivir experiencias asociadas a los videojuegos, donde la gamificación es un elemento que acompaña la propia experiencia de un montón de situaciones de comunicación, de contenido, de intercambio de experiencias, de interacción entre players y personas que están, de alguna manera, conectadas y que hacen que ya no estemos ante una interacción lineal, sino ante una interacción compleja de la propia realidad. Frente a esta hibridación, vamos a tardar un tiempo en encontrar el marco de seguridad jurídica que nos permita afrontar la realidad con más tranquilidad. No estrechemos tanto los materiales conceptuales con los que estamos entrando en un horizonte radicalmente nuevo. Lo verdaderamente importante es preservar lo que me parece el origen más básico de la experiencia artística y de la dignidad humana asociada a esa experiencia: la capacidad de emancipación y de recreación crítica de las propias experiencias. Deberíamos ser capaces de encontrar las claves para preservar en un perímetro legal y jurídico lo que haga posible la emancipación asociada a la dignidad humana y la capacidad crítica.

Jordi Pérez Colomé

Hay al menos dos grandes objetos sobre los que reflexionar en cuanto a la relación del arte con los algoritmos y la inteligencia artificial: el primero es el producto en sí mismo y el segundo, su difusión. Me gustaría empezar por el producto. La censura ha ocurrido a lo largo de los siglos en cuartos oscuros y con difícil apelación. Curiosamente, hoy en día, los algoritmos son exactamente eso mismo: un cuarto oscuro al que es difícil apelar, del cual desconocemos su funcionamiento y del que solo vemos sus consecuencias. ¿Cómo contribuyen o cómo perjudican el algoritmo y la inteligencia artificial al arte como producto?

Marta Peirano

Aunque cuando hablamos de censura sigue tratándose de un marco opaco, el modelo de imposición de esa censura ha cambiado mucho. De repente, esa decisión que se tomaba en un cuarto oscuro ya no llega como una carta sellada, sino como una idea que parece nuestra, por medio de un mecanismo de normalización, adaptación y repetición. Yo lo veo constantemente en algo tan poco artístico pero tan vinculado a la estética como es nuestra propia cara, nuestra casa o nuestro modelo de ocio. Instagram ha modificado nuestra idea de lo que es pasarlo bien, tener una casa bien puesta, de lo que es ser atractiva o atractivo. Nuestra exposición a los modelos de vida y de ocio de otras personas ha sido constante y ha estado muy vinculada a nuestra cotidianidad de manera íntima. Estos modelos no nos llegan a través de una revista, sino a través de actualizaciones que nos hablan al oído y transforman nuestra manera de entender el mundo. Por ejemplo, en los últimos diez años se ha disparado la incidencia de menores de edad que quieren operarse la cara para parecerse a sus propios filtros de Instagram, que, como dice la periodista Jia Tolentino, «te hacen un diez por ciento más atractiva»; te permiten ofrecer una versión de ti mejorada y alcanzable que se puede realizar a través de intervenciones que no son exclusivamente quirúrgicas y que corresponden a los filtros que todo el mundo tiene. De ahí que todos quieran tener la misma cara. Parece una especie de alienación con respecto a tu persona.

En ese sentido, la censura digital es mucho más insidiosa, no puedes resistirte a ella. La resistencia en la censura es algo binario: o haces lo que te dicen o no lo haces, pero la resistencia a una censura que se plantea como un pensamiento en tu cabeza, que se genera a través del roce diario, permanente y persistente de un sistema de incentivos diseñado por absolutos genios que están extremadamente bien pagados y que viven en una burbuja donde tienen que resolver un solo problema, que es mantenerte enganchado a una pantalla, te aliena hasta de ti mismo. No pienso que los creadores que hacen música, literatura, pintura o fotografía sean ajenos a esta manipulación.

José María Lassalle

Estamos en un escenario en el que se están normalizando conductas a través de la transformación de la libertad de elección, que está siendo cada vez más inducida a que cada quien sea más eficientemente lo que ya es. Es decir, existen unas dinámicas instituidas a través de los diseños algorítmicos, tanto en el consumo de contenidos como en el acceso a determinadas plataformas o servicios vinculados que están modelizando un marco performativo en el que actuamos a través de una libertad asistida, a saber: nos están asistiendo para que seamos más eficientemente nosotros, pero de acuerdo con unos patrones de conducta vinculados a una infraestructura tecnológica que piensa en incrementar su capacidad de monetización sobre la base de ofrecernos aquello que queremos consumir de acuerdo con los patrones colectivos del mundo en el que nos desenvolvemos.

Las grandes corporaciones tecnológicas son los detentadores del poder y, como vio Foucault, encarnan la capacidad de vigilar y castigar. En esa vigilancia y castigo permanente que, de alguna manera, forma parte de las actuales infraestructuras tecnológicas, la capacidad para crear está limitada. En este marco digital, el creador, si quiere al menos ganarse la vida y sobrevivir al difícil contexto de hipercompetencia al que está sometido de manera cotidiana, tendrá que buscar cómo casa con los patrones de aquello que está rigiendo la infraestructura tecnológica y que hace posible su presencia en las redes y su difusión, porque, entre otras cosas, la reputación está asociada a la visibilidad. Por tanto, en un contexto en el que la identidad está marcada, primero, por una corporeidad en retirada que está siendo progresivamente mutada en desmaterialización (una imagen digital que sustituye a la imagen comunicativa analógica), se incorpora la pantalla y nos sumergimos en ella con un elemento de inmersividad que trastorna incluso nuestra capacidad de percepción. Para muchos creadores, los mecanismos de visibilidad acaban convirtiéndose en obsesiones, tienden a transformar su propia experiencia en la experiencia de influencers. Así, los márgenes para poder desarrollar mecanismos emancipatorios son cada vez más reducidos, porque, como he dicho, el modelo tiende a una libertad asistida que lo que busca es hacernos a cada uno de nosotros, en el rol en el que ya estamos instalados, más eficientemente nosotros.

Hay gente que, en su momento, tuvo capacidad de publicitar su intimidad y convertirla en un factor asociado a la comercialización de su obra. Me refiero a la transformación de la experiencia artística como una experiencia de comunicación de la vida privada del artista. Dalí es un ejemplo. Utilizó las herramientas de los medios de comunicación con su presencia en la prensa y en la televisión, o en Hollywood, pero también con el uso masivo de la fotografía sobre él mismo. Nos permitió asomarnos de una manera doméstica y cotidiana a sus experiencias más personales y a sus entornos relacionales, evidentemente dentro de las condiciones de su época, pero él mismo se transformó en un espectáculo.

Jordi Pérez Colomé

Si una obra se censura de manera muy obvia puede dar lugar al efecto Streisand, es decir, aquello que se censura genera un escándalo que termina por dar mucha más difusión a lo censurado. Sin embargo, la «maldad» de nuestra época consiste en que esa limitación de la difusión puede producirse con solo un cambio en el algoritmo.

Marta Peirano

Como decíamos, cuando la censura se manifiesta no como una carta sellada que llega a tu buzón con tu nombre, sino como una idea que tienes en la cabeza, es muy difícil resistirse, porque significa resistirte ante ti mismo. En este caso, de lo que hablas es de cómo los algoritmos trabajan de manera completamente opaca, pero, además, aparentando hacer algo que en realidad no es lo que hacen. Una de las cosas que más me preocupa es que seguimos evaluando el trabajo de los algoritmos sin tener la capacidad de entender sus objetivos. Por ejemplo, Facebook nos dice que su misión es conectar a la gente, pero no es verdad porque sus algoritmos no están desarrollados para eso, sino para optimizar el tiempo de interacción de cada usuario por separado, y ese tipo de optimización favorece otro tipo de cosas. Pensamos que redes como Facebook son plataformas de comunicación cuando, en realidad, son plataformas publicitarias. Además, administrativamente ni siquiera están legisladas como si fueran plataformas de comunicación; lo están como proveedores de servicios, lo cual las coloca en una situación paradójica en la que pueden ejercer una censura ilimitada de forma completamente opaca sin que nadie se entere ni pueda pedir explicaciones, sencillamente porque no se puede reclamar algo que no se sabe que está pasando.

Por otra parte, no están sujetas al control al que sí lo están los medios de comunicación. Estos, por ejemplo, no pueden publicar mentiras o contenidos ilegales. Las plataformas que distribuyen la mayor parte de los productos culturales de nuestra época solo tienen restricciones en lo que respecta al copyright y a la pornografía infantil, todo lo demás es un campo completamente libre. De ahí que se den circunstancias extraordinarias por las cuales modelos de arte o de crítica cultural que no se ajustan a las necesidades o a las intenciones de sus anunciantes quedan relegadas.

Jordi Pérez Colomé

¿Qué ocurre con los buscadores? ¿Podemos llamar censura a su manera de funcionar?

Marta Peirano

Google es una plataforma digital igual que Facebook, pero se manifiesta de forma distinta, aunque obedece más o menos a los mismos principios. A la gente se le olvida que cuando hace una búsqueda en Google lo que sale es un contenido patrocinado. Google no deja de ser una plataforma publicitaria como todas las demás. Sin embargo, creemos que cuando nos aparece un contenido en lo alto de la página se debe a que es más importante que los demás, y eso es un tipo de censura, ya que no somos nosotros, de forma colectiva, quienes decidimos lo que es más importante. Google sube y baja los contenidos a voluntad y descarga la responsabilidad sobre un algoritmo que, teóricamente, obedece única y exclusivamente al input que nosotros le damos; esto es, de nuevo, una de esas diferencias entre la realidad de los objetivos del algoritmo y la realidad percibida por los usuarios.

De ahí que si un artista tiene una página donde muestra sus obras, porque se supone que internet es esa plataforma democratizadora que lo pone a la misma altura que el Centro Pompidou, en realidad, es Google quien decide si esas obras de arte están a la altura o no, y lo hace según categorías que son completamente ajenas a ellas y absolutamente indiscutibles.

Jordi Pérez Colomé

¿Cómo pueden afectar los resultados de búsquedas y los likes a la censura del arte?

José María Lassalle

Al final, todo gira alrededor de los algoritmos. Los algoritmos son los instrumentos que utilizan las plataformas para gestionar los datos y son la forma en la que tratan de sobrevivir como modelos de negocio en un contexto de hipercompetencia como el que se vive en el capitalismo cognitivo. Eso significa que los algoritmos son realmente el poder de la nueva infraestructura tecnológica, y ese poder, a diferencia de otros ámbitos, es un poder no regulado. Por lo tanto, para poder delimitar espacios de censura y no censura necesitamos regulación. En primer lugar, necesitamos concienciarnos de que el algoritmo debe tener una función social. No tiene sentido que el algoritmo que está en manos de un grupo de gente con una capacidad para incidir en todo un contexto de generación de interacciones (muchas de ellas beneficiosas para los seres humanos, pero muchísimas extraordinariamente perjudiciales) no esté siendo objeto de regulación.

Una prioridad básica en el seno de las sociedades contemporáneas, particularmente de las democracias, si quieren convertirse en ciberdemocracias, es que los algoritmos tienen que ser objeto de regulación sobre la base de una función social que implique un control democrático, un control regulatorio y legislativo que obligue a las empresas a definir unos marcos en los que sea el interés general el que rija. Es preciso decidir cuáles son los marcos que regularán la incidencia que esos sesgos van a tener en todas las interacciones sociales que acompañan el desarrollo de los modelos de negocio de quienes los promueven, algo que acontece con prácticamente todos los bienes y servicios que circulan en un mercado regulado en un contexto analógico. Por tanto, para poder empezar a operar de una manera realmente eficiente, salvaguardando marcos de protección de la dignidad humana, como la libertad creativa o la libertad de expresión, para que no dependan del «autocontrol» de las corporaciones, es necesaria la fijación de normas comunitarias que regulen determinados mensajes de odio, expresiones de terrorismo, pornografía, racismo, autolesiones, etc. (como las normas de comportamiento respetuoso que fija Facebook y que deben observar los usuarios de su "modelo de negocio"), pero que acompañen a los usuarios de la mano de quien representa el interés de todos, que, en este caso, es el Estado, porque, entre otras cosas, es lo que ha permitido desterrar las prácticas de censura en otros momentos.

No sé cómo es posible, conociendo la importancia de los algoritmos y todos los efectos de interacción que son capaces de liberar, y sabiendo que son la piedra medular sobre la que se sostiene toda la estructura y la arquitectura tecnológica de la economía de plataformas, no tengamos aún una regulación o un intento embrionario de regulación más precisa de la que tentativamente comienzan algunos a querer plantearse sobre la base de estrategias de inteligencia artificial o la Carta de Derechos Digitales. Aún no entramos a la regulación del algoritmo; tenemos que pensar cómo evitar, por ejemplo, la censura y la autocensura o censura inducida de las plataformas, los likes, RT o las movilizaciones de comportamiento respetuoso que algunas grandes plataformas, «de una manera altruista», quieren hacer por cada uno de nosotros en el marco de una sociedad democrática.

Jordi Pérez Colomé

¿Creéis que medidas como la Carta de Derechos Digitales, que está en proceso de elaboración y pretende defender el derecho de los creadores en el mundo digital, es la manera de apoyar este derecho?

José María Lassalle

En el marco de los derechos digitales tendría que abrirse un contexto de reflexión; es decir, debemos preguntarnos cuál ha de ser el derecho que asiste a una libertad de expresión y de creación en un contexto como es el ámbito digital, sobre todo pensando en cuando no es posible distinguir el cauce de la comunicación y la experiencia de creación, algo que ocurre en internet.

¿Cómo preserva el creador su capacidad de generación de valor, que está en la fuerza subversiva que tiene el arte con respecto a los modelos sistémicos en los que nos movemos? ¿Cuál es la esencia del arte: ir de la mano del sistema o reflexionar críticamente sobre él? ¿Cómo preservamos la capacidad de emancipación del ser humano no solamente como receptor del arte sino como creador de arte? No son cuestiones fáciles de abordar, exigen entrar en un territorio liminal completamente distinto al que conocemos.

Cuando era Secretario de Estado, insistía en que no cometiéramos el error de pensar que podemos proyectar nuestro pensamiento jurídico analógico al ámbito digital. Este nuevo territorio exige abordar la experiencia digital desde una desnudez liberada de lo analógico. Vamos a tener que pensar categorías nuevas, y no es fácil. En mi opinión, la Carta de Derechos Digitales es un intento de comodidad operativa. Tenemos que ir generando herramientas sobre las que trabajar y, por tanto, deberíamos movernos en un territorio más a corto plazo que nos permita esta fase de transición. Sin embargo, necesitamos una visión de mayor alcance que nos permita vislumbrar todo lo que podemos perder. eso es lo que me preocupa.

Marta Peirano

La Carta de Derechos Digitales la veo bien intencionada, pero una de las cosas que hemos aprendido con la Regulación General de Protección de Datos es lo que nuestras buenas intenciones no hacen. No se puede regular un espacio al que no tenemos acceso. Hasta que no tengamos acceso a las operaciones de este tipo de plataformas para poder implementar o, al menos, monitorizar que se implementan las regulaciones que imponemos sobre ellas desde fuera, nuestras buenas intenciones no van a servir para nada.

José María, no sé si consciente o inconscientemente, lo que está sugiriendo es que hagamos que estas empresas sean públicas. Si queremos que unas empresas privadas estadounidenses atiendan necesidades sociales, lo que estamos proponiendo es que se conviertan en instituciones públicas. Yo pienso que funcionaría. Si el último periodo del siglo XX se caracterizó por la privatización de muchas empresas públicas, entre ellas, infraestructuras de telecomunicaciones que se han convertido en piezas cruciales de nuestra vida, quizá el siglo XXI sea el momento en el que podríamos dar el salto contrario. Algo que propongo una y otra vez, que en realidad se le ocurrió a Donald Trump, es comprar esas plataformas, obligarlas a vender la parte que corresponde a los usuarios europeos para poder convertirlas, por lo menos, en un ecosistema al que tengamos acceso, que dejen de ser como paraísos fiscales y de parecer infraestructuras construidas para poder saltarse la legislación. Seguir intentando regular las plataformas desde fuera es como querer ser jardinero de un jardín al que no tienes acceso. No tenemos absolutamente ninguna capacidad de cambio sobre esas plataformas hasta que no tengamos la capacidad de acceder a ese jardín.

José María Lassalle

Yo no hablo de hacer públicas estas empresas, sino de algo más sencillo, que es socializar la función de los algoritmos. Cuando en la República de Weimar se discutió sobre el sentido de la propiedad, que había sido un derecho absoluto e inatacable legalmente durante todo el siglo XIX, un grupo de juristas incorporó la función social de la propiedad en la Constitución de Weimar de 1919: se socializó la propiedad privada sin que esta dejara de ser privada. Se introdujeron toda una serie de elementos, de cauciones, de límites que hicieron posible que la propiedad privada pudiera seguir desarrollando modelos de negocio de una economía de mercado, pero que, al mismo tiempo, respetara ciertos límites regulatorios.

Adam Smith decía que siempre que dos o más empresarios se reúnen lo hacen para conspirar contra el mercado. Yo soy de los que creen que la mejor manera de hacer más viables como modelo de negocio las grandes corporaciones tecnológicas es fijando límites. Si se instalan en la hybris, tenderán al monopolio y el monopolio al final termina siendo antisistémico, como bien se ha visto a lo largo de la historia económica. Es mucho más fácil someter a una función social a las empresas que hacerlas públicas. Sería extraordinariamente útil para ellas y para el conjunto de la sociedad.