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Innovación y creatividad: Fetiches de nuestro tiempo

Diego S. Garrocho
Obra de Meagan Gardner, 2021

El filósofo Diego S. Garrocho, vicedecano de investigación, transferencia del conocimiento y biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid, analiza el abuso de los conceptos de innovación y crítica, «dos términos que sufren una permanente inflación», y defiende las aportaciones que las humanidades pueden ofrecer para profundizar sobre su significado y cuestionar «la bulimia productiva de novedades» y otras falacias impuestas por la tiranía de la innovación creativa.

Nos encontramos en una circunstancia singular, lo sabemos todos. Estamos viviendo un desafío, una de las mayores afrentas de nuestras vidas; pero esta crisis, esta pandemia, nos ha servido para volver a rubricar la importancia de las humanidades. Probablemente la parte clínica, la parte estrictamente científica ya ha quedado resuelta: ya tenemos vacuna, ya tenemos solución. Sin embargo, tenemos pendientes de resolver todos los otros problemas humanos que se derivan de algo que, en principio, en términos científicos, habría quedado agotado. Esto nos obliga a volver a pensar qué pueden significar la innovación y la investigación en sus distintos horizontes.

Mi planteamiento va a ser muy modesto, como pienso que debería ser siempre la filosofía. Cada vez creo más en lo que dijeron Platón y Aristóteles, y en gran medida estos dos autores clásicos se dedicaron a precisar, meramente, el significado de algunas palabras. Yo me voy a conformar con sembrar algunas sospechas sobre implícitos semánticos que brotan alrededor de los términos innovación y crítica. Después, con suerte, podremos constatar en qué sentido las humanidades podrían tener algo que aportar al debate sobre la innovación.

Vivimos tiempos extraños. Si quisiéramos creer a Max Weber, podríamos señalar que vivimos en un contexto heredero del desencantamiento del mundo. Parece que ya hemos perdido, o nos hemos olvidado, de la dimensión cultual de la vida: ya no creemos en la magia, ya no adoramos a dioses y pensamos que tenemos explicaciones racionales o ambiciosamente intelectuales de toda la realidad, de todo lo visible. Sin embargo, creo que eso no es cierto. Hemos dejado de adorar a algunos dioses y hemos comenzado a adorar otras cosas o hacer de ellas fetiches. Entre los elementos que hemos convertido en fetiches se cuentan algunos conceptos. Ya no adoramos ídolos, ahora adoramos palabras. Y una de las palabras a las que rendimos un culto fiel es la idea de innovación, que es uno de esos conceptos transversales y casi omnipresentes. En las universidades, en las empresas, en la prensa, en las estrategias pedagógicas, insistentemente se nos habla de que hay que innovar. Incluso en el ámbito político, en muchas ocasiones, nos encontramos con la necesidad o la conveniencia de crear marcos de innovación. Lo curioso es que todos, como sucede con toda buena estructura cultual o religiosa, asentimos a esa necesidad de perseguir las novedades. Pero ¿por qué? ¿Por qué la innovación tiene que ser buena? Vivimos en una aceleración constante y desde un voraz afán de novedades, como si quisiéramos secularizar de una manera súbita el modo en que tradicionalmente se interpreta la historia como una historia de salvación; es decir, como una historia en la que el día de mañana, el día nuevo, el día por venir será necesariamente mejor que el día presente y necesariamente mejor que el día de ayer. Sin embargo, a través de la crítica que pueden hacer las humanidades, podríamos sembrar algunas sospechas sobre esto. Una primera sospecha sería: ¿a qué bien, a qué valor, a qué realidad futura asiste aquello que acríticamente estamos dispuestos a perseguir cuando asumimos que la innovación es necesariamente buena?

Obra de Ellen Lange, 2021

Yo soy profesor universitario y dentro del ámbito educativo es muy habitual que nos propongan hacer proyectos de innovación docente. Si uno quiere ser un buen profesor se supone que tiene que ser un docente innovador. Es curioso que nadie programe proyectos de «mejora docente», proyectos de «idoneidad docente», sino que solo se nos interpela a que seamos novedosos. Creo que hay dimensiones de la vida donde la innovación es buena; sin embargo, podemos imaginar que la virtud, el bien, la práctica idónea de casi todas las profesiones, incluso de las humanidades, pueden también ejercerse sin necesidad de que la novedad sea un valor último. De modo que yo plantearía como primera cuestión que la querencia por la novedad, la bulimia productiva de novedades, puede ser una falacia o, al menos, algo que tenga que dar razón de su existencia.

Otra falacia que pueden subrayar las humanidades es la filiación que tradicionalmente se establece entre innovación y tecnología. Pensamos que innovar es crear o desarrollar una tecnología que asista a una nueva realidad. Esto es absurdo, ya que el alumbramiento de novedades puede ser muy distinto del ámbito tecnológico. La invención o la concepción del soneto fue necesariamente un acto novedoso, pero no fue tecnológico y ni siquiera tiene por qué haber sido bueno. Desde las humanidades podríamos preguntarnos, en efecto, si los desarrollos tecnológicos son buenos. Apelo, lo digo sin disimulo, a una idea de bien. Y siembro esta sospecha porque la tecnología suele hacer que se acorten dos dimensiones que no necesariamente coadyuvan al bienestar de las personas. Una de ellas es el coste. El desarrollo tecnológico nos está permitiendo que almacenar un giga de información, por ejemplo, sea hoy infinitamente más barato que hace diez años. Preguntémonos si esos criterios eficaces y eficientes deben ser los únicos. Otra consecuencia todavía más problemática es el acortamiento de los lazos, la aceleración de la vida. No se trata simplemente de que haya procesos que van más rápido, sino de que el mecanismo de satisfacción y de imaginación de nuestras metas vitales se va acortando. Si hacemos caso a Aristóteles, una de las mejores estrategias para vivir una vida próspera pasaría por poder imaginar una vida completa.

Otra falacia que quisiera subrayar, y que amenaza el modo en que interpretamos la innovación, es la que podríamos denominar la «falacia creacionista»; es decir, la consideración de que lo creativo es necesariamente bueno. ¿Por qué es bueno ser permanentemente creativo? ¿Por qué tenemos que estar creando permanentemente cosas? Si asimilamos el mito romántico del artista, podemos asumir que la creación es un acto de dignidad en el que, en algún sentido, volvemos a reproducir la dignidad principal reservada a los dioses: la capacidad de crear. Pero si vamos al contexto griego, descubriríamos que la palabra crear nos emparenta –y la palabra poesía en castellano comparte ese étimo– con la idea de poiesis [ποίησις]. La poiesis es una producción. El creador es alguien que produce. Si empezamos a asumir el imperativo permanente de tener que crear cosas, encontraremos que una manera de dignificar también lo humano sería reivindicar el derecho a no crear demasiadas cosas, a no producir necesariamente todo el tiempo. No hace falta ser genial sin parar. A lo mejor bastaría con llevar vidas más prósperas, vidas más vivibles, vidas más humanas.

Obra de Zoraida Guzmán, 2021

Para comprender bien la idea de innovación debemos atender a dos direcciones. Hay una innovación irremediable, que es la innovación reactiva: innovamos porque la realidad del mundo se ha transformado sin que nosotros hayamos mediado en esa transformación de manera consciente. El covid-19 es un buen ejemplo: aparece un virus para el que no tenemos solución, empieza a propagarse a lo largo del mundo generando muchísimas muertes, y esta nueva realidad nos obliga a reaccionar, debemos innovar científicamente para encontrar una solución clínicamente viable. Aquí hay una innovación como reacción que pretende hacer frente a esa facticidad nueva que no hemos decidido. Pero hay también una innovación puramente creativa, que es casi una tiranía, y es aquella que nos lleva a intentar cumplir con el imperativo de estar permanentemente innovando. Es aquí donde se reproducen esas tres falacias que mencionaba: el filoneísmo, es decir, el amor a lo nuevo por el simple hecho de ser nuevo; la tecnofilia, esto es, la consideración de que todo desarrollo tecnológico tiene que convertirse en un elemento de prosperidad para el ser humano y esta última falacia creacionista. ¿Cómo podríamos resolver desde las humanidades esas falacias? ¿Cómo revisar el mecanismo interno de estos fallos del razonamiento?

La palabra que inmediatamente nos viene a la cabeza es la idea de crítica, una palabra que tiene, a su vez, una colección de connotaciones que hace que, en muchas ocasiones, nos tropecemos a la hora de emplearla. La crítica, desafortunadamente, como casi todas las palabras, significa demasiadas cosas. Sabemos que es algo generalmente bueno. Nos gusta la crítica. Oímos permanentemente que «hay que ser ciudadanos críticos». Nos encanta el pensamiento crítico. Sin embargo, no sabemos qué significan estos términos que sufren una permanente inflación. Al igual que «innovación», «crítica» es una palabra abusada. De modo que vayamos a su origen, o distingamos algunos elementos mínimos; relacionémonos con algunas de sus fuentes más tradicionales. Una muy clásica es la que exponemos, por ejemplo, en clase de teoría del conocimiento, la que distingue entre las corrientes dogmáticas, que de algún modo consideran que podemos tener un acceso directo a determinadas evidencias; las escépticas, corrientes que habitualmente sospechan o señalan la imposibilidad de albergar alguna forma de conocimiento, y las críticas, que se suelen situar a mitad de camino. Sin entrar en detalles, esa condición crítica debe mucho a Kant, autor de tres críticas, y padre de aquella expresión que posteriormente Félix Duque inmortalizara en el título de su célebre manual: vivimos, podemos afirmar, en la «era de la crítica». Esa crítica sembró la semilla de lo que fue una de las formas privilegiadas en las que se ejerció la Ilustración y nos ha acompañado desde entonces: la sospecha de que el conocimiento tiene que reflexionar sobre sí mismo para determinar cuáles pueden ser sus límites legítimos y cuál puede ser su mejor desarrollo dentro de esos límites.

Pero la crítica va más allá de esa desconfianza epistemológica kantiana. A finales de los años treinta, Horkheimer comienza a alumbrar la teoría crítica, que después acompañará a numerosos estudiosos del marxismo heterodoxo en el marco de la Escuela de Frankfurt y que asume la crítica como un ejercicio de emancipación esencialmente política que revisa algunos de los prejuicios que se presentaban como naturales, pero que respondían a intenciones silentes de vocación política. Sin embargo, la crítica también es lo que algunos denominan «pensamiento crítico». Si hiciéramos una genealogía del concepto, nos llevaría al pragmatismo americano y a las corrientes de pedagogía y filosofía de la educación. La sobreabundancia del concepto en el mundo anglosajón ha hecho que ese inespecífico critical thinking se convierta en una de las habilidades más habituales en la academia y en las escuelas de negocios. Tanto se ha abusado del sintagma «pensamiento crítico» que hoy prácticamente nadie sería capaz de definirlo con claridad.

Hay una última manera de interpretar la crítica que podría conectarnos con la filosofía aristotélica. Que haya una concomitancia léxica a lo largo de los siglos no quiere decir que un concepto se mantenga inalterado a lo largo de ese tiempo, pero la palabra críticakritikós en griego [κριτικός]–, y el verbo kríno [κρίνω], aparecen ya en los textos clásicos del siglo IV a. C. y, desde luego, en Aristóteles. Hay dos pasajes de Aristóteles que me interesa rescatar para proponer una posible aproximación a la idea de crítica. Uno es del Libro III de la Política, donde Aristóteles señala que la deliberación y la capacidad de crítica o de juicio, o el ejercicio de determinadas magistraturas, son los rasgos propios del ciudadano. Ser ciudadano es ser crítico, ejercer una crítica. Pero seguimos sin saber qué puede significar este ejercicio de la crítica. En otro texto, en los Análiticos posteriores, Aristóteles explica que la posibilidad de crítica no es solo un rasgo del ciudadano, sino de todos los seres vivos, y da una definición de lo que significa ejercer esa crítica: se trata de distinguir o, dicho de otra manera, de discriminar. Criticar es discriminar, es detectar cuáles son las diferencias entre unas cosas y otras. Saber salvaguardar cuáles son los elementos comunes y las diferencias que hacen que algo sea algo o sea otra cosa.

Obra de Alejandra Mora, 2021

En este sentido tan inmediato y tan intuitivo de lo que puede ser la crítica, creo que las humanidades tienen muchísimo que decir en torno a la construcción de una innovación emancipada de las falacias que acabamos de referir. Las humanidades pueden ayudarnos a comprender la innovación no como un fin último, sino como una mediación contingente que, solo a veces, puede ser razonable, que tan solo en contadas ocasiones puede disponerse al servicio de fines verdaderamente más nobles. Y en lo que podamos considerar un fin noble volveré a reivindicar a Aristóteles, porque, aunque el concepto pueda sonar ambicioso, es, a la vez, algo muy sencillo: para preguntarnos si merece la pena desarrollar o llevar a cabo algo, sería suficiente con preguntarnos si es bueno para la felicidad, para la prosperidad o para el bienestar de las personas. Esta pregunta debería plantearse frente a todos los ejercicios de innovación, frente a todas las propuestas desarrollistas o contra la fetichización que existe alrededor de la idea de innovación.

Concluyo con tres escenarios de riesgo o, al menos, subrayando tres áreas potencialmente conflictivas para el desarrollo acrítico de la innovación. Son tres las esferas en las que podríamos preguntarnos si el desarrollo de la novedad atiende o asiste a ese bienestar de los seres humanos. Primero, el desarrollo medioambiental. Ya sabemos que los límites biofísicos del planeta difícilmente nos van a permitir completar un desarrollismo orientado a seguir alumbrando novedades. Creo que en ese ejercicio crítico de la innovación es importante que mantengamos una dimensión prudencial, algo que también sería muy aristotélico. En segundo lugar, es absolutamente relevante preguntarnos por las conclusiones políticas de las novedades. Antes hablábamos del desarrollismo tecnológico, pero creo que gran parte de los desafíos y riesgos de la democracia tiene que ver con los desarrollos tecnológicos que afectan, sobre todo, a las maneras en las que discutimos, construimos opinión pública o nos informamos. Y finalmente, en una dirección mucho más íntima, también debemos interrogarnos acerca de si la innovación asiste, atiende o ayuda al cultivo de nuestro bienestar más existencial. ¿Somos más felices teniendo teléfonos móviles? ¿Somos más felices quebrando nuestra atención? ¿Somos más felices acortando el tiempo de espera y expectativa de nuestros proyectos y convirtiendo la existencia humana en un ejercicio en el que se nos ha vetado la posibilidad de imaginar una vida completa, una vida plena o, eventualmente, una vida próspera?

Sé que estos mensajes pueden sonar extraños en un mundo urgente, en un mundo tecnofílico, en un mundo celebratorio de determinados usos tecnológicos. No creo que los filósofos tengan que molestar todo el rato, pero sí que deben hacer alguna pregunta molesta. Con respecto a la innovación, confío en que alguno de los interrogantes que aquí se han formulado sirvan para cuestionarnos cuál es el rumbo y, sobre todo, a qué fin debería asistir la innovación. Algo que, en definitiva, no debería ser más que un medio.