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Cultura crítica para la transición ecosocial

Entrevista con Jaime Vindel

César Rendueles

Jaime Vindel, historiador del arte y autor de Cultura fósil (Akal, 2023), conversa con el investigador del CSIC y ensayista César Rendueles sobre el concepto que desarrolla en su libro y sobre la investigación que está realizando en el Instituto de Historia del CSIC, en la que plantea una revisión ecopolítica de la historia del arte, la cultura visual y los imaginarios de la modernidad industrial.

La crítica cultural siempre ha sido uno de los puntos ciegos de las tradiciones teóricas materialistas. Por un lado, parece razonable pensar que la producción cultural mantiene algún tipo de relación con otros procesos sociales con los que se entrevera: familiares, económicos, jurídicos… Pero, por otro lado, resulta extremadamente difícil establecer con alguna precisión en qué puede consistir esa relación entre, por ejemplo, las prácticas culturales dominantes y los sistemas de estratificación social. Y no digamos ya pensar en prácticas culturales alternativas o contrahegemónicas que podamos justificar como tales. Estas aporías han llevado a menudo a una especie de sobrecompensación teórica catastrofista: la teoría cultural materialista lleva dos siglos diagnosticando crisis civilizatorias aterradoras que están a punto de sumir nuestra subjetividad compartida en la alienación más absoluta, convirtiéndonos en zombis idiotizados. ¿Cómo crees que afecta a esta situación el giro ecosocial de las teorías materialistas contemporáneas? ¿Una mayor atención a las dimensiones medioambientales de los procesos culturales nos ayuda a construir un materialismo más cabal? O, dicho más directamente, ¿en qué medida la nuestra es una «cultura fósil», como has planteado?

El concepto de cultura fósil tiene algo de pleonasmo. Una aproximación histórica materialista al modo en que se ha conformado la cultura en las sociedades industriales, tanto a nivel geográfico como imaginario, puede ayudar a comprenderlo. Como destacó Terry Eagleton en un ensayo dedicado a la idea de cultura, esta emergió tras la Revolución Industrial como una promesa de reconciliación con la imagen de una naturaleza que se estaba dejando atrás. La invención de la cultura como un ámbito de resistencia simbólica a las leyes tiránicas de la productividad y el mercado implicó simétricamente la invención de la naturaleza como una entidad estable que dibujaba en el horizonte la posibilidad de reconquistar la armonía perdida. La idealización de las comunidades precapitalistas se inscribe en esa imaginación política izquierdista de rasgos románticos, que alberga un componente utópico más allá de su factibilidad real, como en las novelas ecologistas medievalizantes de William Morris. Pero esas convulsiones de la modernidad política y cultural también alimentaron el pensamiento reaccionario o conservador de autores como Joseph de Maistre o Edmund Burke, atribulados por la aceleración de la historia. Más allá de esas declinaciones ideológicas de la idea de cultura, todas ellas expresan un desgarro de época que, como digo, no es solo imaginario, sino que se relaciona con el impacto de procesos de ingeniería social, de ordenación del territorio y de partición de la sensibilidad en los que el recurso a los combustibles fósiles cumplió un papel fundamental. La fractura, estética y geográfica, entre lo que entendemos por cultura y lo que entendemos por naturaleza está mediada por la irrupción en la escena histórica del carbón, cuya concentración en las fábricas de las ciudades corrió en paralelo a la de las masas proletarias. Las formas y formaciones culturales de la modernidad industrial no son una emanación de CO2. No podemos explicar el dodecafonismo como una mera expresión hidrocarbúrica. Pero su configuración estructural está condicionada por esa brecha histórica.

Es cierto que desde el ecologismo político se ha defendido con mucha vehemencia la relación estructural del desarrollo del sistema económico capitalista y la explotación de las energías fósiles. Pero ¿no crees que a veces se ha llegado a caer en cierto determinismo energético?, ¿en una especie de mecanicismo fosilista, en vez de economicista? Una cuestión importante para mí es en qué medida, al prestar atención a las dimensiones culturales del capitalismo fósil, acentuamos ese determinismo o, al revés, lo matizamos y mitigamos complejizando las argumentaciones.

La cuestión de fondo es cómo enfocar esa relación estructural con la modernidad fósil desde una teoría cultural materialista que no caiga en un nuevo reduccionismo, pero que, a su vez, sea capaz de dar respuesta a la necesidad de implementar de modo decidido y práctico las transformaciones culturales que han de acompañar a la transición energética y, más ampliamente, ecológica. Me parece importante tener muy presente el riesgo de caer en un marxismo fosilista y, más en general, del determinismo energético que detecto en algunas posiciones colapsistas o decrecentistas que han reproducido ese gesto intelectual a partir de proyecciones civilizatorias catastróficas que parten de teorías como el peak oil. Esas aportaciones han sido relevantes a la hora de introducir los límites ecológicos en la teoría cultural, pero, efectivamente, tienden a simplificar el análisis de los procesos históricos.

Creo que hay que introducir otros niveles de complejidad a partir del análisis de la ambivalencia de los imaginarios culturales de la modernidad fósil, revelando su interacción con otros elementos de signo ecológico, social, político o económico. Por poner un ejemplo, una expresión estética como el «paisaje pintoresco», que sigue marcando a fuego los valores sensibles que atribuimos a la naturaleza (por ejemplo, cuando se generan resistencias frente a la implantación de aerogeneradores en ciertos parajes con valor «natural»), tuvo un origen histórico bastante poco loable. En buena medida el gusto pintoresco expresó un deseo de conexión con el campo de las clases urbanas acomodadas, que borraba expresamente la presencia de los trabajos agrícolas y ganaderos. El pintoresquismo defendido por teóricos como William Gilpin surgió al compás del incremento de las políticas de cercamientos de los terrenos comunales y la acentuación de la fractura metabólica entre el campo y la ciudad. Por otra parte, como ha explicado Andreas Malm, esa fractura implicó la concentración de crecientes masas de trabajadores en ciudades industriales, donde el carbón, a diferencia de las corrientes de agua, era más fácilmente transportable y almacenable, al tiempo que se convertía en una fuente energética mucho más adecuada a un régimen de explotación basado en la productividad del trabajo por unidad de tiempo.

Pero el papel de los combustibles fósiles en la modernidad industrial va más allá de los aspectos estrictamente productivos…

Sí, también han favorecido los procesos de «realización» del valor relacionados con la expansión del ocio y el consumo, esferas donde los imaginarios culturales han impulsado la creación exponencial de deseos colectivos. Por eso, lo fósil es algo más que una matriz energética o incluso que una relación social impulsora de una nueva división del trabajo. Para mí, la cultura fósil condensa una suerte de inconsciente libidinal de nuestra civilización, con una capacidad transversal para configurar nuestros horizontes de vida buena desconocida en otras etapas de la historia humana. La extensión de la modernidad fósil es, en ese sentido, indisociable de los procesos de homogeneización cultural que caracterizan a las sociedades industriales. Y promueve una serie de infraestructuras que, en la medida en que se constituyen como espacios de tránsito o son subterráneas, fomentan una relación inmaterial con la energía, como si su acceso y usos fueran potencialmente ilimitados. Pensemos en fenómenos como el turismo de masas. Los combustibles fósiles atraviesan como un bajo continuo buena parte de los recuerdos que tenemos asociados a los momentos más intensos o agradables de nuestras vidas. Como digo de manera provocativa, es posible que sepultar la configuración fósil de nuestra subjetividad sea más complicado que dejar bajo tierra los yacimientos de petróleo, carbón y gas natural que debemos descartar si no queremos acentuar el calentamiento global.

¿Y cuáles serían, para ti, los hitos fundacionales y fundamentales de esa cultura fósil?

Creo que hay que prestar atención a la dialéctica que la «cultura fósil» mantiene entre lo que se hace visible y lo que no en sus formas estéticas. Francis Klingender, uno de los historiadores del arte marxistas vinculados al frente cultural del antifascismo durante las décadas de 1930 y 1940, explicaba que, cuando el paisaje pintoresco se aproximó al modo en que la modernidad fósil estaba alterando la imagen de la «naturaleza», la representación de las minas se acogió a un gusto por la ruina que, más allá de sus connotaciones románticas, encubría la emergencia de una nueva «nación estética» de la mano de los mineros y los trabajadores industriales. Estos apenas tuvieron acceso al campo de la representación. Evidentemente, hay algo de retrospectiva obrerista en esta mirada, pues la composición de la clase obrera durante la primera mitad del siglo XIX era mucho más variada de lo que solemos presuponer, pero Klingender recurre a testimonios de cronistas de la época que reflejan el carácter demoníaco que se atribuía a los mineros. Como si la armonía de la conexión burguesa con la naturaleza, por lo demás un efecto colateral de su mala conciencia industrial, se viera amenazada por las fuerzas telúricas del subsuelo. A la vez que hacían posible el desarrollo industrial, el carbón y los trabajadores podían destruir las glorias naturales nacionales y la sociedad de clases. Y lo mismo podría decirse de las fábricas, habitualmente asociadas a la imagen del Infierno en la Tierra, una metáfora que inspiró al propio Marx en la secuencia narrativa de la emancipación que propone El capital, según describió William Clare Roberts. Por lo demás, esa dinámica contradictoria de la civilización industrial ha ido mutando hasta la actualidad, en la medida en que la misma fuente energética que impulsa su despliegue es la que pone también en riesgo su perpetuación, al menos de acuerdo a los imaginarios del progreso que hemos heredado. Asistimos a una transferencia metafórica, algo engañosa, de la bestia horizontal con la que E. P. Thompson identificaba al proletariado británico a la bestia climática que se cierne sobre el futuro del capitalismo industrial, aunque este se ha mostrado siempre más resiliente de lo previsto.

¿Existen proyectos contrahegemónicos en esa cultura fósil? ¿Tienen alguna utilidad política y estética hoy o son puras resistencias nostálgicas o reaccionarias? Dicho de otro modo, ¿hay experiencias del pasado en las que podamos inspirarnos para imaginar una cultura posfosilista?

Sí, claro: podríamos hablar perfectamente de «la cultura fósil y sus descontentos». Pienso que la imaginación política de esos proyectos contrahegemónicos deja su huella en las diversas subjetividades ecologistas actuales. La apuesta por el retiro campestre, el ideal de autosuficiencia, el estoicismo espiritual y una cierta actitud sociópata respecto a las sociedades de masas y fenómenos como el turismo que atravesó el proyecto de John Ruskin en el distrito de Los Lagos, reaparece hoy en ocasiones entre quienes abogan por la desconexión respecto a las inercias adquiridas de la civilización industrial. No se trata de desmerecer estas opciones. Soy partidario de impulsar formas de vida contraculturales y la reorganización comunitaria de los vínculos sociales, ya sea desde una perspectiva anarquista o ecosocialista, contando o no con el apoyo de las instituciones públicas. Pero también considero que con frecuencia esas posiciones no terminan de deshacerse del carácter minoritario o, lo que es peor, elitista, de esa versión de la transición ecosocial.

Has defendido que podemos encontrar en algunos proyectos del New Deal herramientas para imaginar una especie de nuevo bloque histórico climático, una transformación de los modos de vida y los afectos de toda una sociedad en una dirección posfosilista...

Sí, me fascinan algunas producciones del frente cultural del New Deal que, como han destacado Michael Denning o Andrew Hemingway, cuenta con el atractivo de tratarse de una organización contrahegemónica con una perdurabilidad en el tiempo desconocida en otros contextos del capitalismo industrial. Y que, al contrario de lo que presuponen las teorizaciones de corte frankfurtiano sobre la industria cultural, utilizó ese aparato para construir una subjetividad antagonista de masas, en lugar de propiciar formas de alienación. En concreto, me he interesado por las películas que cineastas como Pare Lorentz o Joris Ivens crearon como parte de su colaboración con agencias del Gobierno federal como la Farm Security Administration o la Rural Electrification Administration. Estas agencias trataron de dar respuesta desde las políticas públicas a la crisis ecosocial detonada por el crac del 29 y por las tormentas de arena de comienzos de la década de los treinta, a la vez que impulsaron un proyecto de transición energética que, basado en la hidroelectricidad, sostuvo un pulso político, cultural y legal con las grandes corporaciones del capitalismo fósil, que iniciaron un pleito contra la Administración Roosevelt. Una de las intervenciones más relevantes fue la de la Tennessee Valley Authority (TVA), que hasta el día de hoy sigue siendo una de las empresas de titularidad estatal con un mayor número de trabajadores sindicados. La TVA impulsó una reforestación de la cuenca del Mississippi para reducir la erosión de los suelos, así como la construcción de una serie de presas destinadas a regular el caudal de los ríos, asegurar el suministro de agua a los regadíos y producir hidroelectricidad.

Al margen de la crítica que podemos realizar a la sostenibilidad de ese modelo energético y agrícola, ambas películas resultan estimulantes a la hora de imaginar en la actualidad producciones culturales que impulsen la transición ecológica. Una de las virtudes de ambas cintas es que intervenían de manera eficaz sobre los imaginarios culturales de la historia nacional. En particular, destaca el modo en que resignificaban el ideal en declive del granjero pequeño propietario, heredado de la cosmovisión pastoral jeffersoniana, cuya independencia se veía reconquistada por la electrificación de las tareas agropecuarias. Un elemento cultural del pasado se veía así reafirmado como parte de una nueva configuración histórica. Los documentales promovían la adhesión política de esos sectores sociales, con una presencia simbólica relevante en el interior del país, al tiempo que constituían un imaginario alternativo del progreso en los que los poderes públicos se arrogaban el derecho de intervenir en beneficio del bien común.

Bloch resumía la catástrofe política de la República de Weimar diciendo que los comunistas se empeñaron en contar la verdad sobre las cosas mientras que los nazis contaban mentiras a las personas. Parece un resumen inmejorable de algunas de las barreras a las que se enfrenta el ecologismo contemporáneo: repetimos verdades lúcidas y absolutamente urgentes, que casi todo el mundo reconoce como tales, pero que, al mismo tiempo, tienen muy poca capacidad para movilizar a la gente. De hecho, son verdades que a menudo paralizan o incluso generan desafección. ¿Qué puede aportar la teoría de la cultura al ecologismo político? ¿Puede ayudar a superar el carácter tecnocrático de algunos análisis? ¿Prestar atención a la sensibilidad compartida, a los afectos, puede mitigar la ingenuidad política?

A mi modo de ver, se trata de aceptar que no hay una correlación directa entre los diagnósticos científicos, las pasiones humanas y las adhesiones políticas. La gravedad de la situación ecológica moviliza afectos como el miedo y la incertidumbre respecto al futuro, pero la traducción política de esas emociones puede ser diversa, incluso radicalmente opuesta. La verdad no puede dejar de ser importante para la izquierda emancipadora, pero su peso político solo se expresa si se transforma en una práctica concreta de producción de nuevos modos de vida. Sin esto último, la parálisis y la desafección están servidas. Hay que reconocer que, en esta faceta, el capitalismo se ha mostrado mucho más dúctil y desprejuiciado que sus antagonistas. Como dice Ramón del Castillo, a veces uno tiene la sensación de que la izquierda no solo no puede imaginar otro mundo posible, ni siquiera otro capitalismo posible. La historia del capitalismo nos muestra la capacidad que ha tenido el sistema para movilizar y cooptar las demandas y los malestares populares a la hora de relanzar los procesos de acumulación, incluso si eso supone imponer regímenes autoritarios o fascistas que deslegitiman el vínculo entre capitalismo y democracia liberal.

Esa capacidad ha combinado siempre, también en sus expresiones más cruentas, la represión con el consentimiento. En una situación de emergencia ecológica como la que enfrentamos, vislumbrar el desfondamiento del sistema o apelar al temor que suscita su trayectoria potencialmente catastrófica, como si se tratara de una oportunidad política o de conversión moral, es, en ese sentido, muy discutible. Si las formas de adhesión al poder pervivieron incluso cuando este se veía amenazado por la pujanza de las organizaciones y la cultura de las clases populares, así como por la existencia de proyectos políticos antagónicos en una escala geopolítica, es ingenuo pensar que un eventual colapso socioecológico del capitalismo industrial traerá una recomposición más o menos espontánea de los vínculos comunitarios más allá de la esfera de acción del Estado. Más bien, creo que una situación como esa supondría una intensificación del ecofascismo que comienza a cobrar forma en el horizonte de nuestra época.

No estás de acuerdo con las versiones anarquistas del colapsismo y el decrecimiento…

Los poderes públicos tienen que cumplir un rol decisivo a la hora de facilitar las transformaciones culturales que necesitamos. No comparto con esas posiciones la valoración que hacen, a mi modo de ver poco matizada, del Estado capitalista, la esfera política o las industrias culturales en los procesos de transición ecosocial. En mi opinión, las formas y los dispositivos de la política y la cultura contemporáneas no se esfumarán de un día para otro, mucho menos para dejar paso a un retorno de las comunidades de vida preindustriales. Mario Tronti decía que la gran tragedia del comunismo del siglo XX fue haberse extraviado en el camino que conduce del partido al Estado y al Gobierno, en contraste con la capacidad política que el capitalismo industrial ha mostrado para rehacerse una y otra vez ante circunstancias adversas. El ejemplo que ponía como paradigmático de esa revolución política del capital era el New Deal, que en su opinión condensaba transformaciones productivas, luchas sociales, innovaciones económicas y modulaciones institucionales mucho más afines a las tesis de Marx que lo acontecido en cualquier país europeo. Tronti se centraba ante todo en su vertiente sindical y política. A mí me interesa acercarme también a la vertiente cultural. El frente cultural del New Deal es tan interesante porque, a través de la creación de una red de instituciones y de producciones artístico-culturales, contribuyó a conformar un bloque histórico que consolidó la fortaleza de las organizaciones obreras y sociales, así como su influencia sobre las estructuras del Estado. Creo que la combinación de esos elementos es también el mejor antídoto contra una interpretación tecnocrática de la transición ecosocial dirigida desde arriba, que es una inercia que afectó sin duda a la historia del propio reformismo de posguerra.

Quizá, desde estas premisas, podríamos volver a plantear la cuestión con la que abríamos esta conversación. ¿Qué puede aportar entonces el ecologismo político a la crítica cultural?

Una prolongación ecologista de su tradición materialista. Si bien es cierto que el ecologismo se ha mostrado poco proclive a reformular sus aportaciones desde la teoría cultural, lo contrario también lo es. Quizá esa mutua ignorancia es una expresión más de la disociación imaginaria entre naturaleza y cultura que pervive en nuestras sociedades. Creo que, en este sentido, la obra del último Raymond Williams es muy interesante. Son escritos que pueden ser leídos como una síntesis de la trayectoria de los estudios culturales después de la Segunda Guerra Mundial. Williams había teorizado la importancia que el arte y la cultura tuvieron en la constitución de las organizaciones obreras y como impulso de los procesos democráticos que acompañaron a la Revolución Industrial. Esa reconceptualización de la cultura tuvo, al menos, dos objetivos: por una parte, combatir el esquematismo marxista en torno a la metáfora base-superestructura, donde las expresiones artísticas y las formaciones culturales tendían a emerger como meros efectos de superficie de las relaciones económicas. Por otra, posicionarse frontalmente contra el elitismo de aquellas narrativas culturales que, como en el caso de Frank R. Leavis o T. S. Elliot, dejaban al margen la cultura popular.

Williams compartió con E. P. Thompson la búsqueda de aquellos valores culturales que constituyeron la subjetividad de los movimientos sociales desde la emergencia del capitalismo industrial, así como una sensibilidad naturalista de ascendencia romántica que condicionó su análisis de las relaciones entre las comunidades populares y la naturaleza. Sin embargo, Williams se había mostrado más entusiasta respecto a las potencialidades que el desarrollo industrial trajo como mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora, retrotrayéndose al relativo bienestar que había experimentado su propia familia en Gales tras la Segunda Guerra Mundial. Por contraste, su obra final se mostraba mucho más autocrítica con esa evaluación del progreso industrial, incorporando las advertencias sobre Los límites del crecimiento del primer Informe al Club de Roma (1972) y otras aportaciones de la ciencia ecológica. Y lo hacía cuestionando los fundamentos ideológicos del productivismo, mediante una crítica que incluía una descripción del modo en que la sujeción de las reivindicaciones obreras a las políticas redistributivas del crecimiento, había caído en un corporativismo que ignoraba los intereses del conjunto de la sociedad. Williams integraba así en la tradición ecosocialista, desarrollada en nuestro contexto por figuras tan relevantes como Manuel Sacristán, las discusiones sobre teoría cultural, cerrando la brecha entre ambas aportaciones teóricas.

Pero Williams hablaba un poco a contrapelo de la teoría crítica de su época…

Sí, lo paradójico es que lo hacía en un momento en que la teoría cultural se inclinaba hacia posiciones constructivistas, que han subrayado el carácter ideológico de lo «natural» en términos de clase, raza o género. La crítica del naturalismo ha tenido efectos positivos: por ejemplo, deshacer la creencia en la naturaleza como una entidad orgánica inalterada, aunque esa cosmovisión sea aún hegemónica en el mundo ecologista; o apostar por una política ecologista más pragmática, que no tenga porqué conllevar una filosofía de la naturaleza, algo que también cuesta encajar en los imaginarios ecologistas. Pero, a su vez, ha implicado una reducción textual de la realidad que choca frontalmente con la materialidad abrupta de la crisis ecológica. Esa materialidad es producto de la acción humana, lo que quizás nos debiera incitar a deshacernos de la dualidad naturaleza-cultura, pero a su vez resulta absurdo pensar que podremos contener el «calentamiento global» dotando a ese significante de un nuevo contenido discursivo.

Una prolongación ecologista de la teoría cultural propuesta por Williams debería hacernos a la vez menos culpables, más modestos y más activos. La naturaleza no es una entidad armónica que juzgue nuestros malos comportamientos. Si debemos asumir los efectos potencialmente catastróficos que la acción humana ha tenido sobre la vida planetaria es para implementar las políticas que contribuyan a paliar esa situación, actuando de manera efectiva en relación a los problemas socioecológicos que nos atañen. Pero siendo también conscientes de que no hay lugar originario al que retornar. Al Infierno y al Purgatorio de la modernidad industrial no le aguarda ningún Paraíso. No en esta Tierra.