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“Es urgente reconquistar la soberanía digital frente a las corporaciones digitales”

Entrevista con Francesca Bria

Jaime Caro
© Martin Kraft

Considerada una de las personas más influyentes de la Unión Europea por Forbes y Politico, la economista y experta en datos y políticas digitales Francesca Bria lleva años asesorando a gobiernos e instituciones públicas y privadas sobre políticas tecnológicas e innovación y estudiando sus efectos en el medio ambiente y las estructuras socioeconómicas. A propósito de su participación en la Bienal Ciudad y Ciencia, el historiador Jaime Caro, experto en la historia de la izquierda y el sindicalismo estadounidenses, la entrevista para Minerva sobre el impacto de la IA en el mundo del trabajo y las estrategias que debe emprender la Unión Europea para «establecer una nueva constitución para la era digital, fijando normas mundiales en materia de defensa de la competencia, privacidad, soberanía de los datos y gobernanza de la IA».

Francesca Bria preside el Fondo Italiano de Innovación, es miembro de la junta directiva del grupo RAI y profesora honoraria de la University College London. A ella se deben iniciativas pioneras en el ámbito digital, como el proyecto de transformación digital de Barcelona, en 2016, o la creación de la Coalición de Ciudades por los Derechos Digitales, respaldada por Naciones Unidas, institución con la que colabora a través del programa ONU-Hábitat, donde creó el programa de ciudades inteligentes centradas en las personas. Hoy es asesora del Foro Urbano Mundial, al frente de DECODE (Ecosistema Descentralizado de Datos Propiedad de la Ciudadanía, por sus siglas en inglés), un proyecto, financiado por la Unión Europea orientado a fomentar la sobreranía tecnológica de los ciudadanos de la Unión. También forma parte de la Mesa redonda de alto nivel para la Nueva Bauhaus Europea, una iniciativa de la UE que integran pensadores y profesionales europeos de primer nivel, y ha liderado proyectos pioneros en democracia digital desde NESTA, la agencia de innovación de Reino Unido.

Conversamos acerca de los derechos de los trabajadores en el siglo XXI, la soberanía digital europea en la guerra fría 2.0 que encabezan Estados Unidos y China, el desarrollo de una política industrial a nivel nacional y europeo y la manera en que las ciudades pueden servir como espacios para la experimentación de políticas de innovación al servicio de las personas.

En los últimos años, ha participado en los debates sobre la transformación digital y su impacto en la sociedad. ¿Podría compartir su perspectiva acerca de cómo las tecnologías digitales están moldeando el mundo laboral, especialmente en lo que respecta a la influencia de los llamados «jefes algorítmicos»?

Las tecnologías digitales están afectando al trabajo de muchas formas: desde la automatización, que ha servido para aumentar la productividad y eliminar tareas rutinarias, hasta la introducción de plataformas y algoritmos capaces de procesar enormes cantidades de trabajo. Esto ha reconfigurado de manera drástica los espacios laborales, fundamentalmente en sectores convencionales como las fábricas y las oficinas, inclinando la balanza a favor tanto de los empresarios como de las grandes corporaciones tecnológicas, que les ofrecen muchos de estos servicios.
También ha dado lugar a la llegada de lo que podemos denominar los «jefes algorítmicos», encargados de automatizar funciones como la contratación y asignación de tareas, que están fragmentando y volviendo cada vez más inestables los cometidos laborales. Como resultado, estamos viendo algunos fenómenos que van en contra de los trabajadores: una mayor precarización y descualificación del empleo que, lejos de dar lugar a tareas más creativas tras la automatización, está provocando una disminución de los ingresos de los trabajadores.

Los algoritmos también pueden supervisar las actividades de los trabajadores humanos en tiempo real, lo que está conduciendo a un incremento considerable de la vigilancia en el espacio de trabajo, algo que, a su vez, intensifica y aumenta la jornada laboral. Estas nuevas formas de explotación no solo desafían los derechos laborales y los sistemas de bienestar tradicionales, sino que están acentuando y perpetuando las disparidades relacionadas con  la raza, el género o la clase socioeconómica. Nuestra legislación actual no contempla estas transformaciones: lleva casi una década de retraso.

Existe una preocupación cada vez mayor por los robots. En un artículo publicado en Le Monde Diplomatique, usted entiende la automatización de forma dialéctica, como una oportunidad para impulsar definitivamente el salario básico universal como resultado de los aumentos en la productividad, pero también como un reto, pues puede implicar el desplazamiento hacia el desempleo de buena parte de la población.

Con el auge de la economía colaborativa, o de la «uberización», resulta cada vez más necesario repensar la forma en que se genera y distribuye la riqueza en el mundo digital. De lo contrario, como hemos visto en Reino Unido, crece el número de contratos de cero horas en el sector servicios, en lugar de que los algoritmos y los grandes conjuntos de datos se utilicen en beneficio de la ciudadanía, mejorando tanto los servicios públicos como las condiciones laborales. Esto es, los millonarios de Silicon Valley se quedarán con las ganancias de los dividendos alcanzados con la introducción de las tecnologías en el espacio de trabajo. De ahí que yo sugiriera introducir una renta básica garantizada como ingreso primario para combatir el trabajo social no remunerado, es decir, el trabajo informal, las tareas de cuidado y el trabajo afectivo y relacional que las máquinas difícilmente podrán automatizar y recaerá en las mismas protagonistas de siempre: las mujeres.

La renta básica no solo serviría para que nuestras sociedades fueran más estables y no provocaran esa ansiedad moderna que desemboca en movimientos reaccionarios, sino también para que se colectivizaran las ganancias dando lugar, de este modo, a alguna forma de trabajo creativo que reemplace esas tareas rutinarias y algorítmicas que, de todos modos, ya están siendo ejecutadas por la inteligencia artificial. Al fin y al cabo, es la sociedad quien produce esa riqueza, no las máquinas ni los hombres de negocios que las construyen para extraer cada vez más plusvalía de los humanos. Es esencial que la sociedad en su conjunto pueda capitalizar los avances de la digitalización y la automatización en el ámbito de la producción industrial, asegurando que la riqueza y los beneficios se distribuyan equitativamente y se maximice el valor público.

En un artículo de opinión que publicó el pasado mes de septiembre en El País, usted se refería a la necesidad de impulsar una «autoridad de gestión de datos para los trabajadores digitales» con el fin de otorgarles más control sobre sus datos. ¿Cómo se puede crear este tipo de intermediario que sirva al interés general?

Creo que lo principal es que los trabajadores y los sindicatos tengan la capacidad de participar activamente en la definición de políticas públicas que permitan compartir los avances derivados de la IA, forjando así un nuevo contrato social en el marco del capitalismo digital. Para ello, tanto los sindicatos de trabajadores como los organismos e instituciones públicos pertinentes tienen que tener acceso a los datos acumulados por los gigantes tecnológicos, así como por las empresas que utilizan sus servicios digitales. Por supuesto, eso debe hacerse salvaguardando al mismo tiempo la privacidad de los datos y el secreto empresarial. En este sentido, la Ley Europea de Gobernanza de Datos establece un marco fundamental para avanzar, pues podría contribuir a desmitificar el funcionamiento interno de la IA, es decir, de sus cajas negras, permitiendo a las partes interesadas acceder a los datos de la plataforma producidos por los trabajadores y recopilados sobre ellos mediante la creación de organizaciones intermediarias. Lo que necesitamos es un intermediario de datos público, y gobernado de forma independiente con una misión de interés general, que surja potencialmente como una institución democrática revolucionaria para organizar el trabajo y sus sistemas de gestión algorítmica en la actual era digital.

Ahora bien, esto es papel mojado si no comenzamos a experimentar desde los gobiernos con formas de conceder derechos de datos a los trabajadores y garantizar una verdadera transparencia e imparcialidad de los algoritmos que afectan a las condiciones laborales y salariales. Por eso, lo que sugería en aquel artículo es la creación de lo que denominé un «fideicomiso de datos del trabajador digital». Este es el intermediario neutral al que me refiero, y debe facultar a los trabajadores para que recuperen el control de sus datos, decidiendo sobre sus usos legítimos y estipulando las condiciones en las que se generan y sus aplicaciones previstas.

Una de las cosas que se desprenden tanto de su respuesta como de dicho artículo es que la legislación sobre IA, el Reglamento general de protección de datos y la propuesta sobre el trabajo en plataformas «necesitan más cohesión para ser realmente eficaces». ¿A qué se refiere?

A medida que el capitalismo digital y la gestión algorítmica en la economía de plataformas se interconectan, urge poner en marcha políticas progresistas destinadas a afirmar nuevos derechos como el derecho a la codeterminación digital y la cogestión algorítmica. También me refería en el artículo a que existen algunos ejemplos en la legislación europea que pueden ser de utilidad, como los que has enumerado.
Si analizamos bien los últimos años de políticas digitales comunitarias, observamos que Europa se encuentra a la vanguardia del mundo en la regulación de las tecnologías y puede jugar un papel fundamental a la hora de garantizar que la revolución digital se alinee con los principios democráticos y los valores fundamentales, con un enfoque primordial en los derechos laborales y la negociación colectiva. Por ejemplo, el pasado mes de junio, el Parlamento Europeo marcó un hito al definir su postura con respecto a la Ley de Inteligencia Artificial de la Unión Europea, estableciendo un esfuerzo pionero en la regulación exhaustiva de las tecnologías de IA. Esta ley merece elogios por varias razones, entre las que destacan el enfoque en la categorización del uso de la IA según el nivel de riesgo, la promoción de la supervisión pública y el derecho a examinar los algoritmos y sus reglas, así como la implementación de prohibiciones frente al rastreo biométrico a gran escala. Adicionalmente, esta legislación veta las aplicaciones de IA destinadas a la detección de emociones, género, orientación sexual y las herramientas predictivas utilizadas en la aplicación de la ley.

Ahora bien, también pueden señalarse algunas críticas o carencias a la batería regulatoria comunitaria. A pesar de que el marco legislativo actual de la UE emerge como un referente mundial para contrarrestar el poder de las grandes corporaciones tecnológicas, existe una evidente laguna en lo que respecta a la salvaguardia de los derechos de los trabajadores. Esta brecha es particularmente notoria cuando analizamos la Ley de IA, el Reglamento general de protección de datos (RGPD) y lo que sería una futura directiva sobre el trabajo en plataformas. Tanto la Ley de IA como la próxima directiva sobre plataformas parecen pasar por alto la influencia de los algoritmos en las condiciones laborales. Asimismo, carecen de disposiciones que prohíban su utilización en despidos de empleados. Para lograr una auténtica equidad en la transformación digital del ámbito laboral en Europa, es imperativo adoptar un enfoque global que aborde los derechos de acceso a los datos y asegurar un control democrático y una supervisión de los datos y algoritmos, con especial atención a su impacto en las condiciones de trabajo.

El concepto de soberanía digital ha cobrado fuerza en los últimos años tanto en la Unión Europea como en Estados Unidos, China e incluso en los BRICS. ¿Puede explicarnos qué significa y por qué es importante que las naciones y ciudades lo tengan en cuenta en sus estrategias digitales?

Necesitamos urgentemente una vía europea común para reconquistar la soberanía digital frente a las poderosas corporaciones digitales y para defender tanto nuestra democracia como nuestro estado del bienestar. He hablado muchas veces del modelo de «Gran Democracia», un espacio que va más allá del capitalismo de vigilancia de Silicon Valley y el autoritarismo digital chino. Esta vía europea debe consistir en encontrar el equilibrio entre regulación, innovación e interés público. Como decía, la UE ha presentado un marco regulador audaz para la era digital, que abarca la Ley de Servicios Digitales, la Ley de Mercados Digitales, la Ley de Gobernanza de Datos y la Ley de Inteligencia Artificial. Si ahora somos capaces de aplicarlas, estas legislaciones pioneras podrían establecer una nueva constitución para la era digital, fijando normas mundiales en materia de defensa de la competencia, privacidad, soberanía de los datos y gobernanza de la IA.

No obstante, Europa debería ir más allá de ser un mero regulador en la era digital. Debe demostrar que también es capaz de competir en términos de innovación científica, tecnológica e industrial. Hemos de centrarnos en la inversión pública a largo plazo para desarrollar infraestructuras públicas digitales que realmente puedan servir a las personas. Priorizar a la ciudadanía digital, la soberanía de los datos, las infraestructuras de datos centradas en la privacidad y la participación ciudadana en detrimento de los deseos de Silicon Valley significaría posicionar a Europa como una fuerza en la economía digital que da prioridad a las personas y al interés público. Fijémonos en la India, por ejemplo. Si bien está orientada hacia un nacionalismo extremo, posee una industria tecnológica sólida y una infraestructura digital que les otorga independencia.

Por último, la dimensión geopolítica tiene una importancia creciente. Europa tiene que responder de forma coordinada y audaz a las nuevas crisis múltiples, reforzando las alianzas multipolares, por ejemplo con América Latina, África o la India, o nos perderemos entre las dos superpotencias, China y Estados Unidos. Europa ha perdido la batalla por la soberanía en la digitalización facilitada por plataformas, esperemos que no sea demasiado tarde para establecer una IA genuinamente democrática y europea.

¿Cuál cree que es el papel de las empresas públicas en una transformación digital europea centrada en los derechos y la democracia? Recientemente se ha sabido que Telefónica, privatizada en la década de 1990, se ha vendido al fondo soberano de Arabia Saudí, poco conocido por su respeto a esos pilares que usted señala como relevantes.

La visión que estoy embozando requiere una estrategia industrial y financiera audaz y con visión de futuro, en la que también deberíamos imaginar nuevos tipos de instituciones e infraestructuras públicas. Para ello, Europa debería utilizar todos los instrumentos públicos a su alcance: impedir la adquisición extranjera de empresas tecnológicas estratégicas, flexibilizar las ayudas estatales de la Unión, combinar el establecimiento de normas, fondos comunes específicos e inversiones en investigación, subvencionar el capital riesgo, hacer un uso innovador de la contratación pública con condiciones claras que favorezcan el software libre y la soberanía de datos, convertirse en cliente de empresas tecnológicas de interés específico, participar en inversiones directas o incluso nacionalizar redes digitales o infraestructuras de IA nacionales clave, si es necesario.

Para hacer frente a los retos del capitalismo digital, en el que los Estados nación se enfrentan al enigma de aprovechar, gravar y regular la riqueza empresarial que puede desplazarse a cualquier lugar, Europa podría ser pionera y experimentar soluciones innovadoras. Por ejemplo, estableciendo un ambicioso «Fondo europeo de soberanía digital» de 100.000 millones de euros, profundamente entrelazado con los objetivos estratégicos de Europa y sus políticas fiscales e industriales. Tomando ejemplo de naciones como Noruega, Singapur e Israel, que cuentan con fondos soberanos, el fondo europeo estaría en condiciones de adquirir participaciones en empresas que aprovechen las inversiones públicas, la propiedad intelectual o los datos en propiedad común. Este mecanismo garantizaría la distribución equitativa de la riqueza de las empresas que capitalizan la investigación financiada con fondos públicos.

Muchas empresas digitales encajan en esta categoría, dada su dependencia de innovaciones financiadas con dinero público. Este es el caso de Internet, el GPS, las pantallas táctiles y otras innovaciones que se aprovechan del uso de datos personales. Un inicio adecuado para este fondo podría ser financiarlo con el dinero procedente de las sanciones económicas que Europa impone a las empresas que contravienen sus normas sobre privacidad digital y competencia, como la Ley de Servicios Digitales.

También me gustaría abogar por la creación de un enfoque específico en la construcción de infraestructuras digitales públicas y por una misión específica para invertir en infraestructuras digitales de próxima generación de interés público que sean descentralizadas, mejoren la privacidad y preserven los derechos, y en las que los datos y la IA se consideran un bien público controlado directamente por los ciudadanos. Estas nuevas infraestructuras del conocimiento son los cimientos de la sociedad del siglo XXI, que nos permitirán democratizar la economía del conocimiento y aprovecharla para todo, desde la educación hasta las necesidades sanitarias, pasando por las pensiones de los trabajadores autónomos y precarios. Un plan así abordaría el desequilibrio de poder entre el Estado y el sector privado, una cuestión crucial para los progresistas, al tiempo que preservaría la libertad, la autonomía y los derechos individuales. Un extraño win-win en política económica. 

Katja Heuer y Roberto Toro. © Wellcome Collection CC BY 4.0

¿Cómo podría esta propuesta asegurarse de que la economía digital, altamente intensiva en energía, respeta los límites del planeta?

Europa necesita invertir a gran escala en investigación, innovación tecnológica e infraestructuras que tengan unas emisiones de carbono mucho menores que las actuales. Esta es la única forma de hacer frente a la tarea de la transición verde y digital. Debe aprovechar también esta ofensiva en el terreno digital para transformar su sistema energético y recuperar la autonomía estratégica en las cadenas de suministro. Esto también significa crear modelos europeos capaces de dominar la transformación digital y verde de las cadenas de suministro estratégicas (economía espacial, cuántica, biotecnología, energías renovables, chips, hidrógeno verde, por nombrar algunos ejemplos). Debemos pensar rápido y despacio, combinando una financiación ágil de la innovación a través del capital riesgo, junto con una misión pública más paciente, centrada en alianzas industriales pensadas para respetar los límites del planeta. 

Como se desprende de sus respuestas anteriores, una de sus áreas de especialización es el impulso de políticas que abogan por los «datos como bien común», idea que desarrolló en Barcelona durante el primer mandato de Ada Colau. ¿Podría explicarnos qué significa y cómo se relaciona con la economía digital en general, especialmente en el contexto de las plataformas y servicios municipales?

Sabemos que los datos son la materia prima de la economía digital. Pero, si nos fijamos en las ciudades, vemos que emergen como un nuevo servicio universal, una infraestructura crítica, como las carreteras, el aire que respiramos, la energía y el agua. Deben considerarse un bien público, ya que es necesario acceder a la información producida colectivamente, preservando al mismo tiempo el derecho a la privacidad de los ciudadanos, para tomar mejores decisiones y afrontar los retos de la sociedad.

Siguiendo el ejemplo anterior, pensemos en la lucha contra el cambio climático y la mejora de la movilidad. Para luchar contra las emisiones de CO2 y avanzar hacia una movilidad más sostenible y baja en carbono, así como para planificar nuevas obras urbanas, mantener las infraestructuras y mejorar el transporte público, necesitamos datos de buena calidad. O pensemos en cómo regular la micromovilidad para hacerla más segura y reducir la congestión urbana… Para todo ello necesitamos acceso a los datos públicos. De ahí que en 2021 pusiera en marcha la iniciativa New Hans, una colaboración entre Hamburgo y The New Institute, con sede en esa misma ciudad, para promover el intercambio de datos entre las empresas y la sociedad, transformando los datos en un bien común que puede aprovecharse a favor del bien público. El proyecto ha desarrollado un plan de intercambio de datos urbanos que esboza los principales elementos jurídicos, políticos y tecnológicos necesarios para una gobernanza democrática y un intercambio de datos urbanos que puedan adaptarse, reproducirse y ampliarse a otras ciudades europeas.

Esto quiere decir que resulta importante realizar experimentos democráticos en las ciudades y luego tratar de ampliar los que funcionen a escala comunitaria. Si lo hacemos bien, este planteamiento nos permitirá, en última instancia, desplegar infraestructuras y servicios digitales interoperables y paneuropeos para la sanidad, la educación, el bienestar, el clima, la movilidad y las ciudades. También debemos aprender a escuchar de verdad a los ciudadanos y hacerles participar activamente en las decisiones políticas, como hicimos en Barcelona cuando yo era la CTO (Chief Technology Officer), llevando a cabo uno de los mayores experimentos de democracia participativa del mundo, gracias también a una plataforma digital que desarrollamos –decidim.barcelona–, que hoy utilizan más de cien ciudades y gobiernos de veinte países de todo el mundo, incluido el Brasil de Lula. 

Estoy convencida de que debemos empezar desde abajo, implicando a las ciudades pero también a sus ciudadanos, y después, como decía, escalar los experimentos que contribuyan a mejorar la vida de las personas a nivel nacional y europeo.