Europa, ¿nueva utopía?
FOTOGRAFÍA LUIS ASÍN
En vísperas del referéndum sobre la Constitución Europea en nuestro país, Gianni Vattimo (Turín, 1936), invitado por el CBA, impartió una conferencia magistral en la que ofreció una visión muy positiva de Europa. Recién nombrado doctor honoris causa por la UNED, Vattimo es actualmente profesor de Filosofía Teorética en la Universidad de Turín. En la línea de la crítica de la metafísica iniciada por Nietzsche y Heidegger, Vattimo ha elaborado una filosofía que le ha hecho famoso en todo el mundo: el pensamiento débil. Siguiendo las implicaciones político-sociales de su filosofía, ha participado activamente en la vida pública y, además de tomar parte en numerosas campañas, ha sido Parlamentario Europeo en el grupo Socialista entre 1999 y 2004.
De entre las consecuencias de la reciente reelección de George W. Bush, una de las más visibles y, posiblemente, la única no desastrosa ha sido el refuerzo de la autoconciencia de Europa acerca de su propia identidad. En este punto coincidirán también quienes creen que Europa debería comprometerse más abiertamente con la postura de Estados Unidos y su guerra contra el terrorismo. En efecto, este sector de la opinión pública continental se queja de lo que considera una traición a los valores de la tradición europea, lo que significa que lamentan la ausencia de una identidad europea fuerte. Naturalmente, hay una versión mucho más popular de este parecer que, con una orientación muy distinta, muestra también una honda preocupación por el problema de la identidad europea: mientras los partidarios de Bush deploran la ausencia de una autoidentificación explícita de Europa con su propia tradición (que equiparan a una identificación más firme con los valores de los neoconservadores americanos), los defensores de lo que Bush y Rumsfeld llaman la Vieja Europa consideran la reelección de Bush como un llamamiento y una ocasión para volver a lo que Europa «realmente» es –o debería ser–, si pretende mantenerse fiel a su vocación histórica y a los deseos de la mayoría de su población.
Posiblemente estamos viviendo una situación sin parangón en los últimos cincuenta años. Las manifestaciones populares contra la guerra de Irak han sido sólo un primer paso en la profunda ruptura que se ha producido en la tradicional alianza establecida entre la Europa democrática y EE UU, una alianza que, como se ha recordado a menudo en los últimos tiempos, tiene sus raíces en la Segunda Guerra Mundial y en el compromiso de EE UU con la lucha contra el nazismo y el fascismo. Si liberaron nuestro continente de la amenaza de Hitler y Mussolini y más tarde nos protegieron del totalitarismo soviético, ¿por qué habríamos de oponernos ahora a su proyecto de luchar contra el nuevo peligro global que supone el fundamentalismo islámico y de promover la democracia (aunque sea por la fuerza) en todo el mundo?
Ahora bien, teniendo en cuenta la existencia de estas dos apelaciones a la identidad europea, ¿tenemos nosotros alguna razón claramente fundamentada para preferir una de ellas? El significado de la noción misma de identidad, ya de por sí impreciso, aparece aquí cargado con una dosis aún mayor de ambigüedad. De un lado, se presenta la identidad como una forma de preservar las raíces, la herencia y la memoria históricas (EE UU como nación surgida de las ideas de la Revolución Francesa que nos ha liberado del Nazismo y el Estalinismo). Del otro lado, la idea de identidad aparece como un proyecto libremente construido y compartido vinculado a las necesidades y expectativas actuales, más que como una forma de lealtad a los orígenes y el pasado. No es casual que la campaña de Bush haya estado tan cargada de valores religiosos y morales que obtienen su fuerza de la apelación a lo que se supone que los americanos son o deberían ser. Desde un punto de vista filosófico, podríamos describir esta apelación a lo que uno es como una forma clásica de violación de la llamada ley de Hume –la pretensión de deducir valores a partir de hechos («sé un hombre »; «¿por qué?»; «porque eres un hombre»; «y, ¿qué?»). Pero no es este el único problema: el origen mismo –de la identidad nacional, por ejemplo– no es algo «dado» desde el comienzo, sino que es, a su vez, el resultado de diversas elaboraciones y decisiones: la remota invasión por parte de una horda de extranjeros, la imposición de su lengua y su cultura o, más sencillamente, una constitución votada por un grupo de colonos –como es el caso de la Constitución estadounidense–, que excluye de la ciudadanía a los no blancos y a los no propietarios, entre otros.
No quisiera exagerar la importancia que tienen estos fundamentos históricos en el polo “conservador” de la alternativa que he descrito al comienzo, pero lo cierto es que no me cabe duda de que ésta es la principal diferencia “formal” que existe entre una y otra opción. Y si hablo de diferencia “formal” es porque hasta este momento he intentado mantener una actitud descriptiva neutral, una neutralidad que no puedo mantener por mucho más tiempo ya que, frente a los problemas que están en juego, nadie es un observador imparcial. Así pues, esta diferencia formal no es meramente formal ni neutral y, si pretendemos seguir desarrollando esta argumentación, tendremos que tomarla como nuestro punto de partida. La apelación al pasado y a una identidad basada en la tradición conlleva siempre la asunción, implícita o explícita, del pasado como algo positivo. Piensen en el ensayo sobre la filosofía de la historia de Walter Benjamin o en la crítica de la enfermedad histórica que aparece en la Segunda Consideración Intempestiva de Nietzsche: la racionalidad de la historia pasada es una invención ideológica de las clases dominantes; son los ganadores los que creen que los sucesos que han desembocado en sus privilegios actuales constituyen un proceso racional que legitima su posición. Por supuesto, es posible que si uno pertenece al grupo o la clase de los ganadores tenga muy buenas razones para ser conservador. Pero es muy habitual ver cómo los diversos mecanismos de manipulación social existentes consiguen convencer a la gente de que forma parte de la clase ganadora y cómo, en consecuencia, esa gente vota a los partidos conservadores (si bien en este momento estoy pensando fundamentalmente en Italia, con toda probabilidad sucede lo mismo entre las clases medias y bajas que votan a Bush en EE UU). Por lo demás, incluso los ganadores deberían ser conscientes de que su actual posición de privilegio no va a durar siempre y que, aunque sólo sea con el objeto de preservar sus ventajas, deberían promover algún tipo de transformación activa.
Pero dejemos a un lado este desarrollo; yo no me siento como un ganador, ni tampoco lo soy. Como muchos de ustedes, preferiría un proyecto de transformación activa con el que poder comprometerme, ya que son muchas las razones que me llevan a sentirme incómodo en este mundo. Heidegger, como algunos recordarán, describió el Dasein, la existencia humana, como un “proyecto arrojado”, ein geworfener Entwurf. Así que, en muchos sentidos, ningún ser humano puede ser realmente “conservador”.
Entonces, ¿por qué ganó Bush las elecciones? Mi opinión es que a través de los diferentes mecanismos de comunicación social –desde la mitología del american way of life de los medios de comunicación de masas a la más inmediata propaganda electoral–, convenció con éxito a la mayoría de sus conciudadanos de que compartían los intereses de los ganadores, al tiempo que fomentaba la idea de que incluso lo poco que realmente tenían era mucho más –y mucho más seguro– de lo que podrían obtener con un cambio (recuerden la importancia que ha cobrado recientemente la cuestión de la seguridad en Estados Unidos).
Pues bien, sirva lo dicho hasta ahora como una suerte de introducción al tema principal de este ensayo: Europa como la única utopía viable para nuestras sociedades. La digresión sobre conservadurismo y ganadores sólo pretendía enfatizar el carácter literalmente utópico del ideal de la unidad europea. No hay ninguna razón “objetiva” –tradicional, racial, lingüística, religiosa, étnica, etc.– que avale la construcción de Europa. Por supuesto, se podría objetar que el deseo de evitar guerras futuras entre las naciones del continente, que fue el propósito original de los padres fundadores, es un “hecho” objetivo contundente. Pero, en realidad, sería más apropiado considerarlo un interés que ha sido tomado como una razón para fundar un proyecto. Incluso nuestro origen común ha dejado de ser algo claramente perceptible debido a la mezcla de razas y culturas que subyace a la Europa actual. La unidad cristiana se rompió hace ya mucho tiempo, las lenguas nacionales se han desarrollado siguiendo caminos divergentes, al igual que los hábitos y costumbres locales. En definitiva, si uno piensa que la construcción de una Europa unificada se basa en algún tipo de identidad “nacional”, como las que inspiraron las revoluciones nacionales del siglo XIX, está profundamente equivocado. Europa puede ser considerada propiamente una Utopía porque es un proyecto puro, sin base “natural”, lo que la convierte en un sujeto político totalmente enmarcado en el horizonte democrático de la modernidad tardía. Esta es también la razón profunda para rehusar incluir en el proyecto de Constitución Europea la mención a las raíces cristianas que el Papa y los obispos reclamaban. Cierto que hay otras memorias comunes que sí se invocan, pero se trata de meras herencias culturales históricas, no de verdades transcendentes o absolutas. Naturalmente, no quiero dar a entender que los legisladores tuvieran en mente esta distinción cuando decidieron no incluir esta referencia; simplemente, optaron por tomar en consideración el punto de vista de los numerosos ciudadanos ateos o no cristianos, que se hubieran sentido ofendidos por dicha alusión.
En resumen: el rasgo básico de la utopía de la Unión Europea es el hecho de que la idea misma de la construcción de una Europa unida es una pura Utopía. En efecto, se trata de un proyecto totalmente humano, que carece de raíces naturales dadas o sobrenaturales. Paradójicamente, es este carácter in-fundado –que conlleva una libertad radical– el que permite que Europa pueda reclamar que nos comprometamos en su construcción.
Esta paradoja a la que me refiero tiene que ver con la democracia en sí misma, con la moralidad de toda decisión política. Lo que está en juego aquí es una suerte de absolutismo kantiano. Empleando los términos de otro gran filósofo de la modernidad europea, Karl Marx, podríamos decir que esta paradoja marca la transición de la prehistoria a la historia. Al margen de cualquier vinculación con necesidades naturales, raíces étnicas o determinadas condiciones geográficas, las gentes de Europa se comprometen libremente a construir una identidad política basada simplemente en la decisión de vivir en paz y cooperar con vistas a un desarrollo común (también subyace aquí la lógica del don, por oposición a la lógica del intercambio económico).
No obstante, es probable que todos estos elementos puedan parecer meros mecanismos retóricos destinados a promover el ideal europeo “in-fundado”. Quedémonos, pues, con la consideración más realista de que, frente a cualquier “unificación” política del pasado, la Unión Europea no se basa en la guerra, la conquista o la voluntad de una dinastía, sino en un puro acuerdo entre gobiernos democráticos. Naturalmente, esta es también la razón de que su desarrollo sea tan lento y espinoso. Se trata de una novedad absoluta que lleva consigo todos los elementos constitutivos de las utopías que han marcado la historia europea reciente: en primer lugar, el rechazo a legitimar políticas y estructuras estatales sobre diferencias naturales o “dadas”, frente a la aceptación de la raza o la propiedad como condiciones necesarias para obtener la ciudadanía (estoy pensando, de nuevo, en la Constitución estadounidense que excluía a los negros de la ciudadanía), o frente a otra forma más reciente de sumisión a las “leyes” naturales: las leyes del libre mercado. Obviamente, también son diferencias naturales –posiblemente las más relevantes– los orígenes nacionales, el hecho de haber nacido de padres pertenecientes a cierta comunidad territorial, etc. Pero no quiero continuar con esta enumeración, que podría prolongarse demasiado; tan sólo quiero subrayar que todo lo que, en mi opinión, constituye un “progreso” de la civilización moderna, tanto en términos político-institucionales como culturales o filosóficos, puede ser descrito como un distanciamiento respecto de cualquier fundamento natural a favor de la “cultura” concebida como el establecimiento arbitrario o libre de normas, costumbres y relaciones. Me doy perfecta cuenta de que esta distinción –naturaleza frente a cultura– no es tan absoluta como pudiera parece; en primer lugar, porque la cultura no surge de la nada sino que responde también a cierto tipo de “necesidades”. Pero, de nuevo, las necesidades que la cultura satisface no son, a su vez, naturales ni inmediatas sino que dependen –piensen, por ejemplo, en la importancia de los símbolos de estatus en la sociedad moderna y la economía– de otros fundamentos culturales libres que, en tanto que tales, no se reclaman absolutos ni pretenden imponer leyes inviolables. A pesar de la arbitrariedad de esta distinción, muchas de las cuestiones discutidas hoy en día en el campo de la bioética o en el ámbito más cotidiano de la familia y la ética sexual, dependen claramente de ella. En efecto, en muchos países la eutanasia ni siquiera se puede discutir debido a que el derecho “natural” a la vida (como hecho biológico) prohíbe cualquier intervención en este ámbito. Los embriones no pueden utilizarse para experimentos científicos porque son ya, por necesidad natural, seres humanos. Y ello por no hablar de la homosexualidad y la libertad sexual, el aborto, el control de la natalidad, etc. Ante todos estos ejemplos, que no son sino consecuencias de la aplicación de las ciencias a la vida, es preciso reconocer que nuestra condición post-moderna requiere cada vez más explícitamente la instauración de un código moral (o como se lo quiera llamar) que ya no pretenda fundarse sobre la “naturaleza” o sobre leyes naturales esenciales. Hace mucho tiempo que los filósofos han dado cuenta de que la ciencia moderna es más una forma de intervención activa en la naturaleza (empezando por el método experimental de Galileo) que de observación (incluyendo las connotaciones de respeto) de la misma. En contra de lo que cabría esperar, este cambio en la idea misma de naturaleza no supone necesariamente un abandono de la religión sino que se corresponde, más bien, con la transformación cristiana de la propia noción de religiosidad, cada vez menos orientada hacia las maravillosas –misteriosas, míticas– leyes de la naturaleza y más interesada en la interioridad del destino espiritual y moral de cada persona. Ni los científicos (al menos, la mayor parte de ellos) ni los filósofos (de nuevo la mayoría) creen ya en la transparencia de las “leyes naturales”, es decir, en la posibilidad de hallar leyes en la propia naturaleza. También las teorías modernas de los derechos humanos muestran una confianza menguante en los fundamentos metafísicos (recuerden lo que he dicho antes sobre la llamada ley de Hume): lo “natural” ha pasado a ser, en primer lugar, lo que en ningún caso podríamos negar con honradez; es en este sentido en el que decimos “naturalmente”. También la verdad científica depende, básicamente, de un paradigma compartido, del hecho de aceptar un “sentido común” y de hablar un cierto lenguaje. Se trata de una serie de transformaciones históricas a las que Martin Heidegger se ha referido con la expresión “el fin de la metafísica” y a las que Nietzsche bautizó como el nihilismo europeo.
Volviendo a los derechos humanos, resulta obvio que no pueden fundarse sobre una estructura natural o una esencia del ser humano, sino que dependen totalmente del “derecho” humano a la libertad. Si uno trata de imaginar cómo reconstruir las estructuras y códigos sociales sobre un principio como este, se encontrará, seguramente, con un montón de problemas aparentemente irresolubles (como los que plantea el aborto, la utilización de embriones, etc). Ahora bien, es preciso tener en cuenta que estos problemas en ningún caso pueden resolverse honestamente apelando a unas leyes naturales que siempre implican la existencia de una “autoridad” natural, con el poder de imponerse sobre la libre autodeterminación de los individuos y las comunidades. A mi juicio, este conflicto entre naturaleza y cultura –autoritarismo religioso y metafísico frente a libertad y democracia– constituye la cuestión principal de nuestro tiempo.
Volvamos ahora sobre el tema del terrorismo internacional y el choque de civilizaciones. En la medida en que la hostilidad del mundo islámico contra Occidente es verdaderamente un conflicto entre culturas (y no, como realmente es para la mayoría, una revuelva de los pobres contra los ricos), tendrá que ser sometida a la misma crítica que nuestro “naturalismo” occidental. En otras palabras, se trata de la asunción en términos absolutos de un hecho natural (ya sea el origen, la raza, o la religión) como fundamento de comportamientos y normas que tienden a negar la única base posible de la ética y la política: el respeto por la libertad de cada individuo. La oposición de naturaleza y cultura es, pues, una explicación válida para conflictos que encontramos tanto en Oriente como en Occidente. El problemático carácter utópico de la Unión Europea es posiblemente la representación más visible del polo cultural de esta oposición. Cierto que Europa corre una y otra vez el riesgo de no ser suficientemente fiel a su “vocación” utópica y de caer de nuevo en una defensa naturalista de sus pretendidas “identidades”: la identidad cristiana frente a los turcos, la identidad religiosa cristiana contra la libertad de investigación científica y el nuevo progreso biológico, la identidad racial contra la invasión de norteafricanos y ciudadanos no europeos, etc. En todos estos casos –y también en general– apelar a la identidad es siempre una actitud conservadora y reaccionaria que sólo puede explicarse como fruto de una identificación errónea con los ganadores que hace tiempo dejamos de ser (si es que los fuimos alguna vez) y que en ningún caso podríamos aceptar ser con honestidad.
Las aventuras de la diferencia: pensar después de Nietzsche
y Heidegger, Barcelona, Península, 1986
Introducción a Heidegger, Barcelona, Gedisa, 1986
El fin de la modernidad: nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna,
Barcelona, Gedisa, 1987
Introducción a Nietzsche, Barcelona, Península, 1987
El sujeto y la máscara: Nietzsche y el problema de la liberación,
Barcelona, Península, 1989
La sociedad transpartente, Barcelona, Paidós, 1990
Crítica de la interpretación, Barcelona, Paidós, 1991
Más allá del sujeto: Nietzsche, Heidegger y la hermenéutica,
Barcelona, Paidós, 1992
Poesía y ontología, Valencia, Universitat de València, 1993
Más allá de la interpretación, Barcelona, Paidós, 1995
Filosofía, política, religión: más allá del «pensamiento débil»,
Oviedo, Nobel, 1996
Creer que se cree, Barcelona, Paidós, 1996
Diálogo con Nietzsche: ensayos 1961-2000, Barcelona, Paidós, 2002
Después de la cristiandad: por un cristianismo no religioso,
Barcelona, Paidós, 2003
Nihilismo y emancipación: ética, política, derecho, Barcelona, Paidós, 2004
CONFERENCIA
«EUROPA, ¿NUEVA UTOPÍA?»
14.02.05
ORGANIZA CBA
COLABORA UNED