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Una nueva imaginación para Europa

Coloquio Duque · Vitiello
Traducción Cuqui Weller    /   Fotografía Luis Asín

Con ocasión del congreso Buscando imágenes para Europa, Félix Duque, coordinador del encuentro y catedrático de Filosofía Moderna en la UAM, tuvo ocasión de mantener una apasionante conversación con el filósofo italiano Vincenzo Vitiello, profesor de Filosofía Teorética en la Universidad de Salerno. Minerva ha querido ofrecer a sus lectores este coloquio en el que se ofrece una visión profundamente filosófica de Europa y en el que se abordan algunas de las cuestiones más complejas de la construcción europea bajo una nueva luz.

FÉLIX DUQUE

Si bien a mí no me gusta mucho utilizar el término Nueva Europa –porque la idea de novedad tiene ciertas connotaciones que remiten a las posiciones de la extrema derecha o incluso a los fascismos–, sí creo que tenemos que hablar de la Europa que viene. Comencemos recordando unas palabras que pronunció Vaclav Havel en el Parlamento de Estrasburgo: una sociedad basada exclusivamente en la economía jamás podrá hacer que las personas se sientan parte de una misma comunidad; hacen falta símbolos, hacen falta imágenes. Pero también es cierto que, como advirtió Walter Benjamin muchos años antes, existe el peligro de la estetización de la política, de la utilización de imágenes que, al ser en última instancia irracionales, al no poder contener un concepto perfectamente determinado y aludir a fuerzas a la postre inconscientes, podrían llevar efectivamente a la destrucción de la política misma en nombre de la estética. A pesar de lo cual, creo que es necesaria esta búsqueda de imágenes ya que no basta con los logros económicos, ni siquiera con los políticos.

VINCENZO VITIELLO

Estoy completamente de acuerdo con lo que dices sobre las carencias de la economía. El poder de unificación de la economía se cumple con una sola condición: la de apartar al hombre de su propia singularidad. Si la economía unifica, no lo hace vinculando a los individuos, sino absorbiendo todo en una universalidad en la que la individualidad ya no existe, de manera que, más que de unificación, tendríamos que hablar de una disolución de lo múltiple en lo uno. Me parece que éste es uno de los grandes peligros de nuestra civilización. Por otra parte, qué duda cabe de que una forma de recobrar en el interior de esa unidad el sentido de la multiplicidad de los individuos es, precisamente, a través de la recuperación de imágenes y, por lo tanto, a través de la estetización de la política. Pero se trata de una tarea que hoy se revela extremadamente compleja y difícil, quizá porque es precisamente la imagen lo que está en declive. Y si su momento ha pasado es porque ha actuado un profundo criticismo que podemos condensar en esta sencilla pregunta: ¿qué vemos cuando observamos algo?, ¿vemos hombres, casas y montañas o vemos hombres, casas y montañas que son ya historia y cultura, que son ya abstracciones de lo sensible? Y, ¿cómo conseguimos convertir en imágenes esto sensible que queremos recuperar y que el arte contemporáneo, de Kandinski en adelante, nos enseña a rescatar: colores, luces, etcétera? De aquí surge, pues, la pregunta: ¿tenemos que rehacer las imágenes?, es decir, ¿tenemos que hacer otra historia, otra cultura?, ¿o el cometido es más complejo y difícil porque debemos recuperar la unidad de lo múltiple en un nivel distinto? Ésta es, creo yo, la cuestión que inaugura el discurso tal como tú lo has planteado.

FÉLIX DUQUE

Estoy de acuerdo contigo ya que, por mucho que todo el mundo diga que estamos en la cultura de la imagen, a mí me parece que eso que se llama imagen entraría más dentro de la idea del producto fabricado en serie donde, en vez de haber una serie de multiplicidades que se recogen en una unidad por semejanza y variación entre ellas (como, por ejemplo, una sonata, una sinfonía o un tema con variaciones), está más bien la repetición ad nauseam de un mismo modelo matemático sobre una batería plástica que ya de antemano está predispuesta para recoger ese engrama (que, por cierto, no es sólo un engrama material sino sobre todo psíquico). Pensamos y vemos aquello que ya de antemano entra dentro de la cadena de montaje de la posmodernidad. En cambio, otro tipo de imagen, quizás necesario para romper –al menos en un primer momento– esta maraña de simulacros siempre iguales a sí mismos, sería la que ya se utilizó en los años veinte del siglo pasado, a saber, el collage. Es decir, una serie de imágenes sueltas, rotas, como teselas de un mosaico perdido para siempre, que se van recomponiendo de manera un tanto azarosa y que van encontrando vías de conexión. Por cierto, esta es tal vez la imagen más aproximada de lo que encontramos hoy día dentro de la Unión Europea: un conjunto de naciones completamente diversas, con lenguas diversas, con tradiciones, razas y credos diversos, cada una de las cuales aporta, casi de manera desgarrada, un jirón de las imágenes que le corresponden, que se van mezclando de manera más o menos azarosa (concordia discors, dicen los políticos de la Unión) para formar algo así como un centón coloreado, una especie de patchwork. Con todo, aunque esta posible solución parezca más simpática, tampoco me parece que sirva para crear la identidad futura de Europa. ¿Por qué? Pues porque si todas estas imágenes diversas no intervienen unas dentro de las otras, haciéndose daño incluso, de manera que se establezca un juego de reverberación entre las diversas nacionalidades y pueblos en el que, en cada imagen, se refleja la diversidad de las otras, lo que tendremos en última instancia será un mero desbarajuste cultural. Por arriba, una superestructura caótica y, por abajo, una infraestructura sólida, pero disociada casi por completo del desbarajuste superestructural, es decir, una jaula de grillos de multiplicidades dispersas unidas a la buena de dios por arriba, mientras por abajo discurre la uniformidad de los flujos monetarios. El problema, pues, es que parece que necesitamos otro tipo de imágenes o, casi diría, otro tipo de imaginación, si lo que queremos no es sólo que Europa sea una instancia competitiva en los mercados, sino también sentirnos de verdad europeos cuando estamos en Helsinki o que alguien de Tesalónica no se sienta sólo como un turista cuando viaja a Toledo. Ése es el desafío.

VINCENZO VITIELLO

Estoy completamente de acuerdo con la crítica que haces al patchwork, al collage, ya que es más una manifestación de la pérdida de sentido de la imagen que una reconstitución de esa imagen. Ahora bien, me parece que en esta pérdida de sentido de la imagen ganamos algo: fundamentalmente, el sentido de que estamos ante una calle cortada que no se puede recorrer. No se trata de recuperar imágenes, sino que se trata de forjar nuevas imágenes o, como bien has dicho, de adquirir una nueva imaginación. Aquí reside el problema. Pero, ¿qué significa una nueva imaginación? Pienso también, al formular esta pregunta, en lo que se refiere a la relación política que Europa tiene con su pasado. El pasado no es sólo lo que ha transcurrido y tenemos a nuestra espalda; es también lo que nos acompaña, lo que nos presta apoyo y nos sostiene. Y este pasado que nos acompaña y sostiene es también el pasado de la naturaleza que es, precisamente, el que se niega de la manera más radical en nuestras imágenes. Es preciso darse cuenta de esto: presumir una facultad de imaginación capaz de captar lo originario significa no conocer ni lo que es la imaginación como determinación histórica, como hecho cultural, ni lo que es el elemento natural. No podemos ilusionarnos, como hizo Nietzsche, con deshacernos de la conciencia y así, enloqueciendo, recuperar la naturaleza. El problema es mucho más complejo: se trata de buscar una nueva imaginación capaz de relacionarse con lo originario con la conciencia de que lo originario, en el momento mismo en que estableces con él una relación, se retrae, se escapa, se te niega. En este punto, planteo el que es, para mí, el problema esencial por lo que se refiere a Europa. Que conste, en primer lugar, que no estoy en absoluto de acuerdo con las reivindicaciones cristianas que insertan en la tradición histórica de Europa el cristianismo de origen paulino. Creo que esta historia está ya en decadencia, si es que no se ha desplomado ya del todo. No se trata, pues, de restablecer esta determinada tradición religiosa, pero sí de recuperar dentro de esta tradición religiosa, es decir, en el interior de la imagen histórica que nosotros, como europeos, hemos constituido, ese origen con el que podamos relacionarnos a través de nuestra simbología religiosa, teniendo siempre presente que esta simbología religiosa, nuestras imágenes religiosas, no son ese origen. Es preciso insistir con firmeza en la diferencia entre lo sagrado y lo divino. Creo que podemos relacionarnos –en ese sentido que he mencionado, es decir, negativamente– con lo sagrado a través de nuestra forma cultural e histórica de religión. Se trata, pues, de repensar radicalmente el cristianismo. No puedo dejar de recordar las palabras de una pensadora española a la que cada día aprecio más, María Zambrano, cuando en Agonía de Europa planteaba la pregunta de si el cristianismo europeo había sido de verdad cristianismo y si no habría que pensar otra forma distinta de cristianismo. Creo que esta pregunta que planteaba María Zambrano en 1945 es radicalmente actual para nosotros, europeos.

FÉLIX DUQUE

Has planteado, efectivamente, un problema realmente grave, porque la contienda se desarrolla hoy en términos extremadamente simplificados: de una parte, con sus razones –aunque me temo que sean razones pequeñas, casi minúsculas–, están los que se llaman a sí mismos ilustrados, herederos de las Luces y de la economía inglesa, que insisten en que no tiene ningún sentido hablar del cristianismo y, menos, citarlo dentro de la Constitución. Y lo hacen en nombre de una supuesta tolerancia hacia las demás religiones que encubre una clara indiferencia hacia el hecho religioso en general y que, como suele ocurrir con toda tolerancia, es una ofensa a cualquiera que intente buscar un sentido mínimo más allá de los fenómenos cotidianos. Esta negativa, que se plantea desde una posición supuestamente ilustrada, no tiene en cuenta que justamente la Ilustración es ya cristianismo secularizado, que la idea de igualdad, libertad y fraternidad no es sino una extensión a nivel conceptual de las raíces paulinas del cristianismo de las cuales se ha erradicado o, mejor, se ha borrado violentamente toda referencia a la sangre, el cuerpo, el sufrimiento y la muerte. De la otra parte están los que insisten en que el cristianismo debe estar presente, pero lo hacen claramente pro domo sua. «Puesto que vamos perdiendo fuerza y presencia en las instituciones nacionales e internacionales –parece ser su razonamiento– y puesto que parece que todo se hace hoy en función de la economía, por lo menos que tengamos una alusión, aunque sea honorífica, de modo que podamos mantener nuestras influencias en temas, por lo demás tan poco sagrados, como la enseñanza y su financiación». Los dos caminos son absolutamente inviables.

Por acercarme a tu posición, yo diría que eso que tu llamas cristianismo sería la apertura a un origen que se retrae de nosotros por ser demasiado sangriento, demasiado vecino a la animalidad corporal, a la herida que significa ser hijo de la tierra; un origen que se ha conjurado a través de las imágenes. Y se ha conjurado en el doble sentido que conserva el término: el de exorcizar o alejar y el de invocar, como sucede en las iglesias románicas, en las que se sitúa al demonio o algún monstruo en los canecillos del ábside o en la entrada para lograr este doble efecto. Así pues, una imagen apropiada para esta Europa que entre todos andamos buscando tendría que hallar sus raíces en un cristianismo trágico en el cual la herencia griega y la judaica se han tenido que medir constantemente con la brutalidad del espíritu del norte –la libertas teutonica de la que ya hablaba Hegel despectivamente– por un lado y, por otro, con el monoteísmo ardiente y fanático del espíritu islámico. La unidad en la multiplicidad a la que aspiramos bien podría venir dada por una Europa que se encuentra siempre mirando al origen y al mismo tiempo retrayéndose de él para ser capaz de encontrar, a través de la evocación de sus demonios originarios, un camino en el que se encuentren las voces entrelazadas unas con otras. Esta unidad, lo primero que debería ser es lo contrario precisamente del lema actual de la Unión: no concordia discors sino discordia concors, concordamos en las disensiones, en las distintas maneras de pensar y vivir el origen; formamos comunidades distintas orgullosas de las diferencias y aportamos, justamente, distinciones, imágenes en común que –y en este punto estaría de acuerdo contigo–, por más que algunos se resistan o por más que se escandalicen los espíritus ilustrados –aquí claramente reaccionarios, a mi juicio–, siguen estando bajo la sombra de una cruz que, todavía hoy y para siempre, chorrea sangre.

VINCENZO VITIELLO

Quisiera recoger el final de tu intervención diciendo que en estos últimos tiempos la forma que se adapta mejor a mis gustos o necesidades no es la del Cristo de Grünewald sino la del Cristo muerto de Mantegna, en el que no hay ninguna espiritualización, en el que está presente el peso de la carne, del sufrimiento, del dolor y todo lo demás. Y no lo digo porque me guste el dolor, el sufrimiento o la muerte: al contrario, lo digo porque considero que no existe la posibilidad de comprender lo religioso precisamente en el sentido originario de la palabra, como ligadura, sin tener en cuenta el vínculo vertical, es decir, la relación con la tierra, con el cuerpo, con la animalidad. Creo firmemente que deberíamos recuperar todo esto, que constituye un sentido no antiguo, sino arcaico (tomado de la arché griega) de la religión. ¿Por qué me declaro cristiano? Porque considero que podemos recuperar este origen, este sentido de lo arcaico, de la animalidad, de lo terreno, a través de esta tradición religiosa en particular. A mí me gusta repetir siempre a mis amigos teólogos cristianos que yo vivo el cristianismo como experiencia religiosa de la religiosidad de todas las religiones, no sólo de las cristianas.

Además, hace ya tiempo que vengo insistiendo en la relación, casi diría de identidad, entre cristianismo y nihilismo. Nihilismo no como juego libre de la fatuidad, de la simbología... Este nihilismo no me interesa nada; yo hablo de un nihilismo fuertemente religioso, en el que asistimos a dos movimientos. Por un lado, el sentido de la ausencia de patria del que hablaban Hölderling y Heidegger, la heimatlosigkeit, que no es, tal y como yo lo veo, un fenómeno histórico sino un fenómeno estructural: el hombre ha nacido así. Por otro lado, algo que está ya en la bellísima definición del hombre que ofrece Platón a partir de una de etimología inventada: aquél que reflexiona sobre las cosas vistas. Yo le doy mucha importancia, no a excluir la reflexión, sino a mantenerla ligada a los sentidos y a intentar mostrar cómo nace precisamente de ahí, de este vínculo con la animalidad. A partir de aquí yo sugeriría una lectura de la relación con la naturaleza que nos permita un «estar al lado» que no sea un «estar juntos». Tú hablabas de pueblos europeos orgullosos de su diversidad y que quieren mantenerse diferentes; yo hablo de «estar al lado» sin estar bajo una misma ley, ni la ley romana ni la de la polis, pero tampoco la Torá ni la revelación. Se trata de intentar relativizar todas las leyes en tanto que mantienen una relación negativa con lo sagrado que se rechaza, con la tierra, con la naturaleza, con la animalidad. Esto nos podría liberar también de esa concepción del tiempo completamente plegada al futuro que es típica de Europa y de la modernidad y que procede del cristianismo paulino.

FÉLIX DUQUE

Quisiera terminar señalando que, en contra de lo que podría parecer, pienso que vivimos una gran oportunidad para reivindicar este origen, a la vez fascinante y repelente –en el sentido de que de suyo se retrae pero también nosotros lo rechazamos–, ya que sólo en un mundo globalizado, planetariamente interconectado por la tecnología y por la maquinaria económica, pueden surgir esas diferencias, me atrevería a decir, irreductibles, inerradicables. Es decir, mientras estemos todavía en el interior de un estado nacional que identifica míticamente la idea del origen, la idea de pueblo, con la idea de su propia administración legal, lo más que podremos tener es aquello que decía Heidegger en los años treinta: Wege zur Aussprache, es decir, comunicación entre vías paralelas que, en el mejor de los casos, pueden lanzarse mensajes de la una a la otra, como barcos en la mar de la historia. En cambio, una vez que estamos todos enlazados desde el punto de vista económico, pueden surgir esas imágenes fuertes que apelan a un origen siempre desplazado y siempre presente, un origen del que casi podríamos decir que es más geográfico que histórico –en el sentido de una geo-logía, de un logos de la tierra, y no de una mera mensura–, donde es posible entonces la palabra plural, la palabra que permite reconocer al otro como otro. Y si Europa fuera capaz de recoger estas voces en una multiplicidad polifónica y no en una pelea constante de pequeñas vicisitudes, seguramente podría ser un ejemplo de lo que puede ser un mundo realmente plural atento al origen y a la sangre.

FÉLIX DUQUE

Hegel: la especulación de la indigencia,
Barcelona, Granica, 1990

El sitio de la historia, Madrid, Akal, 1995

La estrella errante: estudios sobre la apoteosis
romántica de la historia
, Madrid, Akal, 1997

Historia de la filosofía moderna:
la era de la crítica
, Madrid, Akal, 1998

Filosofía para el fin de los tiempos:
tecnología y apocalipsis
, Madrid, Akal, 2000

Arte público y espacio político, Madrid, Akal, 2001

En torno al humanismo: Heidegger,
Gadamer, Sloterdijk
, Madrid, Tecnos, 2002

Los buenos europeos: hacia una filosofía
de la Europa contemporánea
, Oviedo, Nobel, 2003

Contra el humanismo, Madrid, Abada Editores, 2003

Terror tras la posmodernidad,
Madrid, Abada Editores, 2004

¿Hacia la paz perpetua o hacia el terrorismo
perpetuo?
, Madrid, CBA, 2006

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VINCENZO VITIELLO

La palabra hendida,
Barcelona, Ediciones del Serbal, 1990

Genealogía de la modernidad,
Buenos Aires, Losada, 1998

Cristianismo sin redención: nihilismo y religión,
Madrid, Trotta, 1999