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Cine de barrio

Pere Sender (hacia 1955)

Miedo y fascinación. Eso leemos en las caras de los niños que miran la pantalla en la que se proyectan imágenes que no podemos ver.

Miedo y fascinación. Eso leemos en las caras de los niños que miran la pantalla en la que se proyectan imágenes que no podemos ver. La gran sábana blanca radiante, llena de vida, se nos escapa a nuestra derecha y sólo el haz de luz que viene desde el fondo de la sala y que sobrevuela las cabezas de los niños nos da prueba de su existencia. Esa linterna que ilumina el polvo se posa sobre la inmensa pared y la transforma. El mundo se abre, la sala lo contiene todo. Para atrapar la atención de los ojos infantiles recurre al miedo, al misterio indescifrable, al enigma que está fuera de nuestro alcance. A partir de aquí, la oscuridad cobra otra dimensión. Siempre estaremos esperando que irrumpa el haz de luz desde el fondo de nuestros cuartos, ese momento en que el miedo no es miedo solamente, es expectación. Tiempo suspendido durante unos segundos para luego desvanecerse, porque a una escena le sigue otra. Es el transcurrir del tiempo lo que los ojos quieren apresar en la pantalla. De un tiempo inventado que suplanta el tiempo que avanza, como siempre, en la sala oscura, llena de sillas de tijera, pegadas unas a otras, llena de voces y gritos de asombro. De miedo y fascinación. Estos espectadores son conquistados para siempre por la magia del cine. Son sus descubridores. Rememorarán, pasados los años, ese olor a polvo y a sudor, a pipas de girasol, a aire enrarecido, el ruido de la máquina de proyecciones, el chirriar de las sillas. Nada será comparable a aquellas primeras películas, pero el poder de atracción que ejercieron fue tan intenso que aún se busca su rastro cada vez que entramos en una sala de cine.

SOLEDAD PUÉRTOLAS ESCRITORA