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Ángel Pavlovsky el eterno retorno

Ignacio Amestoy
FOTOGRAFÍA LUIS ASÍN

El CBA inauguró el pasado diciembre el proyecto Cabaret Círculo, un ciclo de espectáculos que conserva el regusto canalla del cabaret clásico y mezcla con desparpajo la música con el teatro, el monólogo o cualquier otra forma que pueda adquirir esta invitación a la fiesta vivida como arte. Para la ocasión, contamos con Ángel Pavlovsky, un ilustre hechicero de la escena, que presentó su nuevo espectáculo Hoy, siempre, todavía…!

A veces, más frecuentemente de lo que podamos pensar, el continente americano nos devuelve el aire de libertad que un día pasó el Atlántico desde Europa. Es una atmósfera refrescante que nos hace respirar de otra forma, abriéndonos los pulmones a un horizonte que tal vez en algún día pasado llegamos a soñar. Esto es lo que ocurre con Pavlovsky, ese artista del Teatro, del gesto y de la palabra en acción, que del 7 al 13 de diciembre ha pasado, en olor de multitud, por la Sala Fernando de Rojas del Círculo de Bellas Artes, con su espectáculo Hoy, siempre, todavía…!

Gregorio Ángel Pavolotzky Finkel, Ángel Pavlovsky, nació en Rivera, en la provincia de Buenos Aires, allá por los más cercanos que lejanos años cuarenta, hijo de unos judíos rusos que habían ido a la Argentina buscando más vida, más horizonte, más futuro para ellos y para los suyos. Y, al cabo, a Pavlovsky, América nos lo ha devuelto a Europa.

Él se crió en una colonia de rusos. Sus compañeros de colegio eran chicos de familias más ricas que la suya. Al tiempo que estudiaba trabajó para poder relacionarse con sus condiscípulos. Buen discente, en los primeros tiempos, siempre figuraba en el cuadro de honor junto a cuatro muchachas. Un día, ante los insoportables recelos de los compañeros varones, decidió no destacar…

Y otro día, lo que decidió fue volar, salir de su entorno, yéndose a estudiar Arquitectura a la capital. En el gran Buenos Aires, Gregorio Ángel, al tiempo que estudiaba la resistencia de materiales y los postulados de Vitrubio, comenzó a trabajar como extra en el Teatro Argentino de La Plata, segundo coliseo operístico, tras el Colón, en la América del Sur. Y su relación con el mágico mundo del bel canto le hizo desembocar en el Teatro, de donde ya no ha salido.

Desde el laberinto de Corrientes y sus afluentes, con Borges en Maipú y Gardel en Chacarita, Gregorio Ángel vive, desde la distancia, el Mayo del 68 francés. Y resuelve que él, europeo al fin, tiene que darse una vuelta por el continente de sus antepasados. Es en 1969 cuando pisa España.

No volvió a la Argentina la misma persona. Sus amigos de la izquierda le daban vueltas al regreso de Perón, que había que ir a buscarlo, lo que a él, ya convertido en Pavlovsky, no le sonaba bien. Estamos en 1973, está haciendo un espectáculo que lleva por título Ángel Pavlovsky con pelos y señales. Cuando regresa Perón y se produce la masacre de Ezeiza, Pavlovsky opta por marcharse. El espectáculo que estaba haciendo no tenía texto, así que podía volar con él a cualquier parte del mundo.

Con su hermana separada y su sobrina, sus inseparables compañeras, llega a España el día que mataron a Carrero. Le dicen que han asesinado al presidente y él piensa que al que han matado es a Franco. Se lo explican y se hace una idea de en qué momento ha aterrizado en nuestro suelo con su arte provocador.

Barcelona lo acoge. Tarda en acogerlo, pero lo acoge. Él mismo en el espectáculo que ha presentado en el Círculo de Bellas Artes, nos ha glosado. «Me dijeron que tenía que esperar a que Cataluña me abriera la puerta, que en cuanto te abrían la puerta era para siempre. Y yo pregunté que cada cuánto tiempo abrían la puerta…» Al final, se la abrieron.

El Bar Paraigua, en el Barrio Gótico de Barcelona, será el puerto en el que recale. Entre Joan Manuel Serrat, Quico Pi de la Serra y Lluis Llach. Lluis Llach le habla de un piso de 300 metros, tras el Ayuntamiento, en el que él había vivido. Allí se aloja Pavlovsky, de alquiler. Hasta hoy. Al tiempo que dice que no es lo bastante rico como para ser de derechas. Por eso, también dice, porque no es lo bastante rico, ni tiene coche, ni tiene casa.

Una España agresiva se encontró Pavlovsky al llegar a España. Esta de hoy, en la que Pavlovsky llega a un Círculo de Bellas Artes que es auténtico pulmón cultural de España, no es aquella España. Entonces, en una ocasión, le llamaron en Barcelona «argentino y maricón», queriendo el insulto ser la madre de todas las injurias. Era una España que iría entrando en la tolerancia… En otra ocasión, una señora muy señora, queriendo decorosamente acercarse a Pavlovsky, le planteó una cuestión de la siguiente forma: «Pavlovsky, esta pregunta es para el homosexual que hay detrás de usted…» El artista, siempre dialéctico, formuló el ocurrente inciso, volviéndose hacia el pianista que estaba tras él: «Esta pregunta es para usted».

Pavlovsky, antes de ser el emperador de la ironía que ahora es, fue rey del cabaret en el Paralelo de una Barcelona que cambiaba de fachada, un ámbito que, tras la «gauche divine», de la mano de Jaime Gil de Biedma o de Terenci Moix, podía permitirse tener bajo los focos una actriz culta y bella –«la elegancia», que escribió David Castillo– como la Pavlovsky, que horas antes se había sentado en un palco del Liceu para oír, emocionado/a, Traviata.

En 1985, volvió a la Argentina, con un espectáculo titulado precisamente La Pavlovsky. Fue para un mes y medio. Se quedó un año. Y, además, se enamoró. Volvió a Barcelona. Aquel amor se quebró –él suele decir que se enamora cada quince años– y entró en una crisis profunda. Fueron los tiempos en que ese demonio llamado sida entró en escena. Pavlovsky, como tantos, llevó mal aquella cadena de despedidas de amigos. Hasta tuvo una parálisis facial, en la parte derecha de la cara, de la que se he recuperado. Como Pujol, dice él.

Con estos ligeros equipajes de vida y obra Pavlovsky se ha presentado en Madrid, llamado por Juan Barja, con una creación muy especial, Hoy, siempre, todavía…! Pavlovsky, siempre instalado en el Teatro, lleva a sus últimas consecuencias su ceremonia dramática. Ha querido dejar atrás la mordacidad cruel, el desparpajo cabaretero, la agresividad histriónica, para pasar a ese terreno tan teatral, de acuñación gala, que es el jugar.

Con cómplices a su lado, sobre la escena –los músicos Bárbara Granados y Joan Aimerich–, plantea Pavlovsky a los espectadores un juego, el juego del teatro como posibilidad de otra vivencia diferente a la que la realidad nos hace vivir. ¡El espacio teatral como limbo de la transgresión! Lo que plantea el cómico es una propedéutica. Por eso, cuando ahora baja del escenario a la platea, dice al público que ya no es necesario que se esconda bajo la butaca, que no va a forzar a nadie a hacer lo que no quiera hacer, que lo que pretende es que los espectadores jueguen con él y, sobre todo, que jueguen entre sí. Será un rito en el que no hay pontífice y fieles, sino sólo co-celebrantes.

Por eso, cuando comienza el oficio, ante la actitud cortesana de los espectadores, que reciben a alguien que piensan que les va a entretener, Pavlovsky, como un buen pedagogo, no se enfada con ellos. Vuelve a repetir su entrada en el aula y hace que los catecúmenos asuman su papel y participen gozosos en el introito con su aleluya, con su alborozo, con su aplauso.

Luego, en el acto más significativo de la noche, la Pavlovsky se desprenderá de sus espectaculares tacones y se pondrá unas sencillas babuchas. Su Majestad baja de su trono y pisa la tierra de los mortales. Y nos hablará del amor. ¡El amor! Hablará de la infancia, ese jardín perdido. A este respecto, sacará de su invisible chistera la canción del traficante, de Tom Lehrer, como una llamada de atención a los espectadores que todavía no se han enterado de qué va el rollo. Ese traficante seduciendo a los niños con sus golosinas. Y, entonces, Hölderlin. ¡El listón está ahí! La baja y la alta cultura es lo mismo, pero con Hölderlin.

Todo está preparado para la experiencia, para el acto educativo. Los espectadores se tienen que besar los unos a los otros. Una eucaristía… Que se acaba cuando empieza. Después, que el espectador, que los espectadores, de dos en dos, o de más en más, hagan lo que quieran, que la noche es larga. La primera lección ha acabado.

Nos está hablando Pavlovsky de nuestros límites, de los límites de nuestra libertad. Como nos hablará de la guerra, hablándonos de la paz. Muchos pertenecemos a esa generación que, nacida en los cuarenta, nos entusiasmamos con los fuegos artificiales de los sesenta, nos engañamos en los ochenta con el arte de lo posible y hoy estamos cansados de tener razón. ¡La paz!

Y llega el momento cumbre de Hoy, siempre, todavía…! Es cuando Pavlovsky se nos desnuda y se nos hace palabra. Su literatura oral, ¿para qué escribirla, si cada día es diferente aunque sea la misma?, comienza a leerse como un evangelio. Es el retorno, el eterno retorno, la vuelta al origen de Pavlovsky, de todos nosotros. Este Homero con partida de nacimiento argentina nos cuenta, de viva voz, la historia de sus abuelas ucranianas, baba Hanna y baba Dina, la una siempre con un abanico y la otra siempre con un parasol, la una disimulando su parkinson y la otra disimulando su cojera. Y la palabra que antes, en ensayos con el público, ha sido francesa, italiana, inglesa y hasta argentina, que el oficiante es políglota, en el Babel recobrado es yiddish.

Se acabó lo que se daba. La anagnórisis, de producirse, ya se ha producido. En esta vuelta al origen nos hemos reconocido todos; todos los que hemos querido reconocernos, por supuesto. ¡Edipo siempre se resiste a reconocerse y ahí está su tragedia! Algunos espectadores llevarán por tanto la tragedia a cuestas… ¡Y que no te hablen de catarsis! Con este Pavlovsky, si no hay anagnórisis, para nada sirve la catarsis. Estos, como aquella señora, le preguntarán a Pavlovsky, una vez más, por el ser humano que hay detrás de él. Y Ángel Pavlovsky se volverá hacia el pianista –¡son, somos tantos los pianistas!– y le dirá: «¡Esta pregunta es para usted!»