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Clara Janés

Palabras para Gamoneda

He tirado al abismo el hueso de la misericordia; no es necesario cuando el dolor es parte de la serenidad, pero la lucidez trabaja en mí como un alcohol enloquecido.
Sé que las uñas crecen en la muerte. No
baja nadie al corazón. Nos despojamos de nosotros mismos al expulsar la falsedad, nos desollamos y
no viene nadie. No
hay sombras ni agonía. Bien:
no haya más que luz. Así es
la última ebriedad: partes iguales
de vértigo y olvido.

–Arden las pérdidas, Viene el olvido (1993-2003)

Arroja Gamoneda los dados definitivos de su ciencia en este poema, y los números son palabras inapelables. Con el primero nos sitúa en la sabiduría más hispana, arrastra ante nuestros ojos la frase de Séneca: «la misericordia no considera la causa, sino el infortunio; la clemencia va unida a la razón». Rotundo concepto que enlaza con el siguiente dado, que cae sobre la palabra «serenidad». Ésta participa de la razón y le permite abarcar el dolor. Después, un «pero» hace saltar el número: «lucidez», bajo su aspecto socavante –para Cioran es precisamente la lucidez lo que desfonda al espíritu–, siendo, con todo, aquello a lo que no podemos renunciar.

Establecidas estas premisas, siguen los dados con el enigma y la paradoja de la muerte, la separación definitiva, pero ésta se ha anticipado ya. La vida es deseo que mueve hacia el otro –al que nunca llega– y la conciencia son ojos medidores de esa distancia. De ahí que el dado oscile ahora un momento ante la «sombra» y se detenga en la «luz».

Y queda la última tirada: tres palabras redondas: «ebriedad», «vértigo» y «olvido». «Sólo se embriaga el que está desesperado», dijo María Zambrano refiriéndose al poeta. La ebriedad de Gamoneda procede de la luz, que permite abarcar, a ser posible, la totalidad. De ahí el vértigo y también el olvido. Se trata de conocer. Y ya en Descripción de la mentira, se preguntaba: «Después del conocimiento y el olvido, ¿qué pasión me concierne?». El vértigo, dice en ese mismo libro, es «la exactitud», y en otro, Sublevación inmóvil, que es la perfección de la belleza, pero acaso es también ese ir «de lo visible a lo invisible» de Arden las pérdidas, ese error que es la vida. En Lápidas escribió: «No hay memoria ni olvido y el error es la única existencia». Pero sí, hay olvido, al fin, y es «la única sabiduría». Y quizá el vértigo consista en no alcanzar todo el necesario.

Esa lucidez y esa ebriedad de la última tirada de Gamoneda nos hablan también de la entereza. En más de una ocasión, Gamoneda ha dicho que la poesía existe porque sabemos que vamos a morir. Todo desemboca, pues, en este final que, de modo inverso, nos da la perspectiva de la vida. En esta contemplación desde la muerte, el poeta está próximo a otro gran representante de nuestro espíritu, Jorge Manrique, cuya divisa de caballero era «ni miento ni me arrepiento». La de Gamoneda podría ser un verso del Libro del frío: «no tengo miedo ni esperanza». Lo vemos armado así, con este lema, a punto de combatir, pero como un monte de calma; sin esperanza y sin miedo –también él sin mentir ni arrepentirse–, entregándonos una palabra donde refugiarnos.

¿Contradice esto a sus dados? No, sus dados no engañan, pero esconden un fuego interior, una fe, que se nos revela en su último libro. Porque ese vértigo y ese olvido van mucho más allá que su enunciación. Ese vértigo puede consistir también en reconocer que el olvido se ha apoderado del amor. Pero el amor persiste: ésta es la secreta fe. En Sílabas negras, en uno de sus poemas más recientes, leemos: «solamente he aprendido a desconocer y a olvidar pero el amor / habita en el olvido».