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Ginsberg en Madrid

Entre el aullido y la armonía

Nacho Fernández
Fotografía © Elsa Dorfman 2008 (www.elsadorfman.net)

En ocasiones, cuando se habla de Allen Ginsberg y su obra, salen a relucir análisis críticos que lo sitúan como un autor más encumbrado por la proyección mediática y el favor popular que se asocia con los beats que por la relevancia general de su poesía.

Si el valor de ésta no se pone en entredicho, es casi un lugar común el argumento de la descompensación entre el deslumbramiento provocado por su primer libro de juventud, Aullido y otros poemas, y la calidad de todo su trabajo subsiguiente. Cierta crítica parece siempre dispuesta a hacer análisis concluyentes de largo alcance y establecer categorías entre autores (véase «El caso del poeta amateur», de Hugo Estenssoro, Revista de Libros, febrero de 2008). Le resulta más interesente escamotear méritos y desvalorizar –por vía de una lectura generalista y sesgadamente comparativa– que iluminar aproximaciones lectoras a una obra poética desde una perspectiva que se supone informada.

Siempre me ha parecido relevante que en este género literario, la unidad de mayor valor sea un artefacto verbal tirando a breve las más de las veces, que puede alumbrar la conciencia de quien lo escucha o lee y dar para reverberaciones infinitas. Ni libro ni obra suelen alcanzar la categoría aquilatada del poema. Una única «cantiga de amigo» colocó definitivamente en su sitio al trovador gallego-portugués Mendiño (siglo XIII o XIV), como le gustaba decir a Fernando Quiñones, y la sola lectura de «Razón», incluido en Versión celeste, el único libro de poemas de Juan Larrea, convierten a éste en un poeta memorable. Incluso en la fragmentación consigue la poesía una intensidad que le está vedada a otros géneros, hasta ocupar un lugar en el imaginario del lector de la que es difícilmente desplazable. ¿No reverencian a ciertos autores por la simple iluminación de un verso? Yo sí. Me incita más a valorar la importancia de la poesía el lugar que le asigna Belén Gopegui en una de sus novelas, convirtiendo la reflexión que hace un personaje sobre el título de un poemario en un hecho constituyente de su formación, que cualquier defenestración abstracta de una obra en comparación con la de otros logros generacionales o nacionales.

Siendo estas reflexiones de lector, no me embarcaré en una refutación crítica de los argumentos en torno a Ginsberg que mencionaba al comienzo, análisis para el que, realmente, no estoy preparado. Prefiero constatar que cuando tuve la oportunidad de escuchar un recital del viejo poeta norteamericano a cuatro años de su muerte, no me sobró nada, salvo, si cabe, la excesiva duración de una lectura íntegra de su poema más conocido. Disfruté con todo el auditorio de una actuación de más de dos horas, cuya estructuración, ritmo y contenido me confirmaron que me encontraba frente a un poeta mayor, entregado a una lectura cronológica en la que se escucharon muchos poemas sobresalientes fechados a lo largo de distintas décadas.

Aunque no sólo fueron los propios poemas, sino su modulación en una lectura pública superlativa. Un aspecto que rara vez se pone de manifiesto, quizás porque nuestra tradición nacional en nada estima la oralidad como un componente más del oficio del poeta. Con contadas excepciones –como las de Mario Merlino y Pilar González, que acompañaron a Ginsberg recitando las traducciones al castellano– conceder valor a cómo se lee un poema en público parece estar lejos de las preocupaciones de los poetas españoles. El poema se escribe para ser leído en la página, y su comunicación pública es un aspecto externo al trabajo de creación. No funciona así para muchas otras tradiciones culturales –la mayor parte de los poetas latinoamericanos le dan más importancia– y, desde luego, es el envés de una buena parte de la tradición moderna estadounidense, que ha afinado la artesanía del poema escuchándolo.

La atención a estas cuestiones llevaba a Ginsberg, como a otros contemporáneos suyos –me acuerdo en concreto de Robert Creeley, que había leído en el Círculo un año antes– a incorporar en la elaboración del poema su desdoblamiento oral. O, por decirlo de una manera más clara, el poema se construye tanto pensando en su puesta en página como en su vocalización. Su formalización se nutre de recursos lingüísticos, una distribución espacial y un uso de la puntación que responden a esa finalidad expresiva. Ginsberg se inscribe en una tradición que reverenciaba la cadencia del habla coloquial americana –apadrinada por William Carlos Williams–, y a su adhesión formal al verso libre añadía la respiración como medida para la construcción rítmica del poema, asociando a la puntuación silencios, paradas e inspiraciones previas a la lectura de los versos. Recuerdo cómo, en el ensayo anterior al recital, insistió tenazmente en conseguir una silla de asiento rígido para utilizar durante la lectura: lo que en principio parecía un capricho se desveló como la necesidad de sentarse en una postura que le permitiera mantener la espalda erguida, no comprimir el diafragma y disponer de toda la capacidad pulmonar posible para leer a viva voz. Estas intenciones, en todo caso, no son nuevas y están en la historia perenne de la creación poética, que nace mucho antes de la escritura y que, probablemente, refleja en el uso de la rima o en la sujeción a metros clásicos recursos nemotécnicos relacionados con su origen oral. Que una palabra de claras resonancias físicas como «inspiración» signifique la visita de las musas no es casual.

Dice la crítica norteamericana Helen Vendler que «cuando los buenos poetas leen, lo que se transmite no es sólo una forma de pensamiento única, sino también una entonación individual, que agudiza nuestra percepción de cómo un poeta se relaciona con su trabajo y nos hace conscientes de nuevas inflexiones». En Madrid, Ginsberg llevó esta afirmación hasta lo exultante, con poemas que alcanzaban en su voz una enorme expresividad en registros muy distintos. La celebración irónica y jovial de la figura del gran poeta portugués en «Salutations to Fernando Pessoa» [Saludos a Fernando Pessoa] es un buen ejemplo, y no hay más que escuchar el compacto que acompaña al libro recién editado para comprobarlo. Además, la grabación deja constancia de otro sesgo del trabajo de Ginsberg que fuerza las costuras de la tradición que lo acoge: la incorporación de todos los préstamos posibles que pudiera recoger de la música para dar mayor sonoridad a sus poemas.

Esto no debería resultar extraño en un autor perteneciente a la segunda parte del siglo XX norteamericano, que colaboró con Bob Dylan en los años setenta y ha trabajado repetidamente con músicos que van desde Patty Smith a Philip Glass, que ha realizado paisajes sonoros para varios poemas de Ginsberg.

En realidad, alrededor de la mitad del recital de Madrid fue cantado. En ocasiones, con el acompañamiento de un armonio –instrumento muy popular en la India parecido a un pequeño acordeón–, percutiendo unas claves cubanas o cantando a viva voz, como en el caso de «Fifth International» [Quinta Internacional] o «Hum Bom!» [Bomba bum bum]. Este último, construido como un diálogo irracional y espetado violentamente a un ritmo trepidante, se cristalizó con el asesoramiento de Don Cherry, un notable trompetista de free jazz que aconsejó al autor mayor musicalidad en los versos –no a lo que decía, sino a la manera de hacerlo–, como el propio Ginsberg se afana por explicar en la introducción previa a la lectura.

Un ejemplo último de oficio con estas armas en la mano fue el comienzo y la conclusión del recital, con dos de las Canciones de la inocencia y la experiencia del poeta William Blake, cantadas con música compuesta por el propio Ginsberg. La lectura ocasional de textos de otro escritor, que resalta hermandad, magisterio o admiración a la vez que rebaja el peso de la propia autoría, siempre me ha parecido un recurso cabal para un recital. Y es difícil describir el momentum que el poeta creaba, armonio en mano, con estas canciones. Por eso es tan afortunado que se grabara esta actuación en 1993, y que haya reaparecido en un período en que el Círculo se ha propuesto recuperar archivos sonoros para su publicación. Algunos oyentes no imaginarán que un recital de poesía pudiera sonar así, y habrá quien piense que esta celebración resulta demasiado ruidosa. El auditorio, desde luego, la agradeció sobremanera y, personalmente, alguno de esos poemas, como «Gospel Noble Truths» [Nobles verdades evangélicas], dejaron en mí la sensación de pertenecer a la categoría de poesía de la que «no se sale de su lectura de la misma manera en la que se entra» –Juan Carlos Mestre dixit–. Sólo que en este caso, se trataría de su audición. Si una crítica como Helen Vendler afirma que «Ginsberg amplió la respiración de la poesía americana», en Madrid la mayoría de los que acudimos a su recital –o los que oigan ahora la grabación– quizás no podamos suscribir una opinión que abarca toda una tradición nacional, pero sí constatar con convicción que lo que escuchamos fue verdadera poesía. Y eso es mucho decir.

Si el valor de ésta no se pone en entredicho, es casi un lugar común el argumento de la descompensación entre el deslumbramiento provocado por su primer libro de juventud, Aullido y otros poemas, y la calidad de todo su trabajo subsiguiente. Cierta crítica parece siempre dispuesta a hacer análisis concluyentes de largo alcance y establecer categorías entre autores (véase «El caso del poeta amateur», de Hugo Estenssoro, Revista de Libros, febrero de 2008). Le resulta más interesente escamotear méritos y desvalorizar –por vía de una lectura generalista y sesgadamente comparativa– que iluminar aproximaciones lectoras a una obra poética desde una perspectiva que se supone informada.

Siempre me ha parecido relevante que en este género literario, la unidad de mayor valor sea un artefacto verbal tirando a breve las más de las veces, que puede alumbrar la conciencia de quien lo escucha o lee y dar para reverberaciones infinitas. Ni libro ni obra suelen alcanzar la categoría aquilatada del poema. Una única «cantiga de amigo» colocó definitivamente en su sitio al trovador gallego-portugués Mendiño (siglo XIII o XIV), como le gustaba decir a Fernando Quiñones, y la sola lectura de «Razón», incluido en Versión celeste, el único libro de poemas de Juan Larrea, convierten a éste en un poeta memorable. Incluso en la fragmentación consigue la poesía una intensidad que le está vedada a otros géneros, hasta ocupar un lugar en el imaginario del lector de la que es difícilmente desplazable. ¿No reverencian a ciertos autores por la simple iluminación de un verso? Yo sí. Me incita más a valorar la importancia de la poesía el lugar que le asigna Belén Gopegui en una de sus novelas, convirtiendo la reflexión que hace un personaje sobre el título de un poemario en un hecho constituyente de su formación, que cualquier defenestración abstracta de una obra en comparación con la de otros logros generacionales o nacionales.

Siendo estas reflexiones de lector, no me embarcaré en una refutación crítica de los argumentos en torno a Ginsberg que mencionaba al comienzo, análisis para el que, realmente, no estoy preparado. Prefiero constatar que cuando tuve la oportunidad de escuchar un recital del viejo poeta norteamericano a cuatro años de su muerte, no me sobró nada, salvo, si cabe, la excesiva duración de una lectura íntegra de su poema más conocido. Disfruté con todo el auditorio de una actuación de más de dos horas, cuya estructuración, ritmo y contenido me confirmaron que me encontraba frente a un poeta mayor, entregado a una lectura cronológica en la que se escucharon muchos poemas sobresalientes fechados a lo largo de distintas décadas.

Aunque no sólo fueron los propios poemas, sino su modulación en una lectura pública superlativa. Un aspecto que rara vez se pone de manifiesto, quizás porque nuestra tradición nacional en nada estima la oralidad como un componente más del oficio del poeta. Con contadas excepciones –como las de Mario Merlino y Pilar González, que acompañaron a Ginsberg recitando las traducciones al castellano– conceder valor a cómo se lee un poema en público parece estar lejos de las preocupaciones de los poetas españoles. El poema se escribe para ser leído en la página, y su comunicación pública es un aspecto externo al trabajo de creación. No funciona así para muchas otras tradiciones culturales –la mayor parte de los poetas latinoamericanos le dan más importancia– y, desde luego, es el envés de una buena parte de la tradición moderna estadounidense, que ha afinado la artesanía del poema escuchándolo.

La atención a estas cuestiones llevaba a Ginsberg, como a otros contemporáneos suyos –me acuerdo en concreto de Robert Creeley, que había leído en el Círculo un año antes– a incorporar en la elaboración del poema su desdoblamiento oral. O, por decirlo de una manera más clara, el poema se construye tanto pensando en su puesta en página como en su vocalización. Su formalización se nutre de recursos lingüísticos, una distribución espacial y un uso de la puntación que responden a esa finalidad expresiva. Ginsberg se inscribe en una tradición que reverenciaba la cadencia del habla coloquial americana –apadrinada por William Carlos Williams–, y a su adhesión formal al verso libre añadía la respiración como medida para la construcción rítmica del poema, asociando a la puntuación silencios, paradas e inspiraciones previas a la lectura de los versos. Recuerdo cómo, en el ensayo anterior al recital, insistió tenazmente en conseguir una silla de asiento rígido para utilizar durante la lectura: lo que en principio parecía un capricho se desveló como la necesidad de sentarse en una postura que le permitiera mantener la espalda erguida, no comprimir el diafragma y disponer de toda la capacidad pulmonar posible para leer a viva voz. Estas intenciones, en todo caso, no son nuevas y están en la historia perenne de la creación poética, que nace mucho antes de la escritura y que, probablemente, refleja en el uso de la rima o en la sujeción a metros clásicos recursos nemotécnicos relacionados con su origen oral. Que una palabra de claras resonancias físicas como «inspiración» signifique la visita de las musas no es casual.

Dice la crítica norteamericana Helen Vendler que «cuando los buenos poetas leen, lo que se transmite no es sólo una forma de pensamiento única, sino también una entonación individual, que agudiza nuestra percepción de cómo un poeta se relaciona con su trabajo y nos hace conscientes de nuevas inflexiones». En Madrid, Ginsberg llevó esta afirmación hasta lo exultante, con poemas que alcanzaban en su voz una enorme expresividad en registros muy distintos. La celebración irónica y jovial de la figura del gran poeta portugués en «Salutations to Fernando Pessoa» [Saludos a Fernando Pessoa] es un buen ejemplo, y no hay más que escuchar el compacto que acompaña al libro recién editado para comprobarlo. Además, la grabación deja constancia de otro sesgo del trabajo de Ginsberg que fuerza las costuras de la tradición que lo acoge: la incorporación de todos los préstamos posibles que pudiera recoger de la música para dar mayor sonoridad a sus poemas.

Esto no debería resultar extraño en un autor perteneciente a la segunda parte del siglo XX norteamericano, que colaboró con Bob Dylan en los años setenta y ha trabajado repetidamente con músicos que van desde Patty Smith a Philip Glass, que ha realizado paisajes sonoros para varios poemas de Ginsberg.

En realidad, alrededor de la mitad del recital de Madrid fue cantado. En ocasiones, con el acompañamiento de un armonio –instrumento muy popular en la India parecido a un pequeño acordeón–, percutiendo unas claves cubanas o cantando a viva voz, como en el caso de «Fifth International» [Quinta Internacional] o «Hum Bom!» [Bomba bum bum]. Este último, construido como un diálogo irracional y espetado violentamente a un ritmo trepidante, se cristalizó con el asesoramiento de Don Cherry, un notable trompetista de free jazz que aconsejó al autor mayor musicalidad en los versos –no a lo que decía, sino a la manera de hacerlo–, como el propio Ginsberg se afana por explicar en la introducción previa a la lectura.

Un ejemplo último de oficio con estas armas en la mano fue el comienzo y la conclusión del recital, con dos de las Canciones de la inocencia y la experiencia del poeta William Blake, cantadas con música compuesta por el propio Ginsberg. La lectura ocasional de textos de otro escritor, que resalta hermandad, magisterio o admiración a la vez que rebaja el peso de la propia autoría, siempre me ha parecido un recurso cabal para un recital. Y es difícil describir el momentum que el poeta creaba, armonio en mano, con estas canciones. Por eso es tan afortunado que se grabara esta actuación en 1993, y que haya reaparecido en un período en que el Círculo se ha propuesto recuperar archivos sonoros para su publicación. Algunos oyentes no imaginarán que un recital de poesía pudiera sonar así, y habrá quien piense que esta celebración resulta demasiado ruidosa. El auditorio, desde luego, la agradeció sobremanera y, personalmente, alguno de esos poemas, como «Gospel Noble Truths» [Nobles verdades evangélicas], dejaron en mí la sensación de pertenecer a la categoría de poesía de la que «no se sale de su lectura de la misma manera en la que se entra» –Juan Carlos Mestre dixit–. Sólo que en este caso, se trataría de su audición. Si una crítica como Helen Vendler afirma que «Ginsberg amplió la respiración de la poesía americana», en Madrid la mayoría de los que acudimos a su recital –o los que oigan ahora la grabación– quizás no podamos suscribir una opinión que abarca toda una tradición nacional, pero sí constatar con convicción que lo que escuchamos fue verdadera poesía. Y eso es mucho decir.