Tamaño de fuente grande
Tamaño de fuente normal
Tamaño de fuente pequeña
Anterior
Pequeña
Normal
Grande
Siguiente

El (débil) desafío de la memoria

Jesús Izquierdo Martín y Pablo Sánchez León

En los últimos tiempos se ha venido produciendo en España una auténtica «orgía del recuerdo»: conmemoraciones oficiales, reivindicación de lugares de memoria, exhumación de fosas comunes olvidadas por los gobernantes durante décadas, proliferación de documentales y relatos construidos a partir de las experiencias de quienes fueron testigos de acontecimientos excepcionales... Todo parece indicar que la «controversia» sobre el pasado reciente está adquiriendo unas dimensiones similares a las de otros países como Alemania, Argentina o Turquía, entre otros.

Los historiadores no han permanecido ajenos a esta explosión de interés por el pasado entre sus conciudadanos. Su postura es, sin embargo, llamativa. Las más de las veces han intervenido erigiéndose en garantes de «la verdad objetiva» frente a las supuestas inexactitudes de una memoria tachada de maleable e imaginativa. Esta actitud frente a la proliferación de distintas modalidades no académicas de abordar el pasado podría interpretarse como muestra de la solidez de una disciplina bien instituida en las universidades españolas. Pero también cabe leer esta posición justamente al revés, como prueba de que, ante la emergencia de nuevos reclamos sociales acerca del pasado, la gran mayoría de los historiadores sólo está dispuesta a apuntalar viejas modalidades positivistas de abordar la historia. En lugar de implicarse responsablemente en una actividad de clara dimensión cívica, estarían, más bien, tratando de salvaguardar el sobredimensionado reconocimiento social que recibieron durante la transición democrática.

Entonces, la legitimidad del historiador profesional pasó a quedar ensalzada gracias a todo un régimen de memoria que buscaba «normalizar» el recuerdo colectivo de los españoles, apostando por una interpretación del pasado reciente consensuada desde los años sesenta, y según la cual la guerra de 1936-1939 habría sido provocada por las hondas fracturas sociales de la época, de manera que podía ser relativizada como experiencia traumática compartida con otros países de nuestro entorno y cuyas responsabilidades se repartían por igual entre vencedores y vencidos. Estas políticas de normalización de la memoria colectiva se compaginaron, además, con otras formas de gestión social del ayer, como el silencio, la negación y la ritualización del pasado. Como efecto conjunto, toda una serie de memorias alternativas, pero, sobre todo, el valor epistemológico en sí del testimonio, fueron ninguneados. El régimen de memoria que se impuso en esos años no propició el acceso de relatos no académicos a la esfera pública; pese a las nuevas libertades recién adquiridas, esas narraciones se mantuvieron casi siempre en el seno de familias todavía atemorizadas, impidiendo a la vez la emergencia de un debate entre memoria e historia que promoviese la reflexión sobre la naturaleza del conocimiento del pasado, así como sobre los fines de la disciplina y de los historiadores en una sociedad democrática.

A diferencia de otras experiencias históricas como la argentina o la chilena, donde la judicialización del pasado convirtió el testimonio en un baluarte de veracidad y, por tanto, en fuente para la reflexión sobre el estatuto del documento escrito, el nuevo régimen de verdad levantado durante la Transición por contraste con el relato épico y salvífico del franquismo, convirtió a los historiadores académicos en sus representantes exclusivos. Se entendía que ellos eran los apoderados del método científico y, por lo tanto, los únicos ciudadanos legitimados para enunciar en sus relatos la verdad inherente de los acontecimientos investigados. A partir de ahí, el peso de la verdad del documento archivístico resultó aplastante frente a la verdad del sufrimiento o de la experiencia que caracteriza el testimonio personal; los historiadores, por su parte, salvo contadas ocasiones, se mostraron reticentes al valor cognoscitivo de los testimonios de sus conciudadanos, cuando no completamente reacios a que las modalidades no académicas de construcción del pasado pasaran a los foros cívicos de discusión.

Durante años, esa política de normalización del recuerdo, y el monopolio de la verdad por parte de una historiografía disciplinada en la retórica científica que la ha acompañado, han impedido que la memoria y sus formas alternativas de visitar el pasado hayan logrado, a diferencia de lo que ha sucedido en otros países, abrir fisuras en las convenciones académicas de la disciplina histórica. Un engañoso «conocimiento por el conocimiento», la obsesión por clausurar el saber sobre el pasado con interpretaciones «definitivas», la renuencia a la reflexión crítica y distanciada sobre su propia actividad y el desprecio, en fin, hacia otras formas no académicas de abordar el ayer, siguen siendo los principales marchamos del quehacer de la mayoría de los historiadores profesionales. Al comportarse así, parecen obviar exigencias mínimas de una sociedad democrática cuyos ciudadanos también quieren tener algo que decir en la elaboración del conocimiento histórico. Es más, estas maneras de actuar del historiador no son problemáticas sólo por su escasa sensibilidad a las demandas de una cultura política crecientemente pluralista, sino también porque se producen en una sociedad todavía en parte afectada por las hondas fracturas heredadas de su pasado reciente. Ésta puede estar demandando sin éxito herramientas de reflexión y relatos imaginativos que le permitan construir una verdadera distancia entre el hoy y el ayer con la que apoderarse reflexivamente de la pesadilla, en lugar de sólo vivirla y revivirla.

El historiador académico ha podido mantener su ensimismamiento mientras la larga sombra del franquismo ha seguido proyectando temor entre quienes directa o indirectamente encarnaban el recuerdo del ayer. El desafío que intelectualmente puede producir la memoria ha sido débil, mientras el miedo a llevar el testimonio a la esfera pública ha campado todavía por sus respetos en numerosas familias y localidades. Desde principios de la década de los noventa, sin embargo, han proliferado en España las asociaciones por la recuperación de la memoria, formadas por ciudadanos que reivindican un lugar en la construcción del conocimiento histórico. Muchos de sus miembros forman parte de una generación, la de los nietos de la guerra, que ha ido construyendo su identidad por contraste a la timorata generación de sus padres y por proximidad a los represaliados, generalmente sus abuelos. Ha correspondido a esta generación gran parte de la responsabilidad de sacar a la esfera pública los relatos construidos desde el recuerdo, así como la de promocionar formas de abordar el pasado alternativas y desafiantes a la historia profesional.

Ahora bien, aunque es cierto que se están dando las condiciones para que España se incorpore al grupo de países que vienen desarrollando un fructífero y prolongado debate sobre el conocimiento del pasado impulsado por el desafío de la memoria y sus relatos, a día de hoy no puede afirmarse que haya tenido lugar aquí una verdadera reflexión sobre la naturaleza del conocimiento histórico como tal, y menos sobre cómo abordarlo en relación con las traumáticas experiencias del oscuro siglo XX. Tampoco se ha meditado lo suficiente sobre la función de esta modalidad de conocimiento en un mundo crecientemente globalizado y multicultural, en el que de forma recurrente surgen nuevas identidades colectivas deseosas de construir sus propias biografías. Ni siquiera podemos afirmar que se haya producido un debate mínimamente ordenado sobre la crisis del estatus moderno de verdad objetiva en un mundo que, en la práctica, asume cada vez más que la verdad está construida por grupos e individuos, de manera que se percibe tan inestable y proteica como la naturaleza de los propios humanos.

Es cierto que por vez primera en nuestra historia reciente el testimonio se ha situado en la esfera pública. Sin embargo, la inexistencia de comisiones de verdad o de justicia ha hecho que la verdad testimonial no haya sido hasta ahora contrapuesta o confrontada con la verdad documental que emplean los historiadores. No se ha propiciado, pues, el debate epistemológico que sí se viene dando en otras latitudes. Puede que la insensibilidad de las instituciones estatales y civiles para hacerse cargo del establecimiento de tales comisiones haya tenido que ver con los ecos del miedo heredado de la Transición; pero es probable que el asunto tenga también algo que ver con la identidad de quienes forman en España el grueso del movimiento por la recuperación de la memoria. A diferencia de otros países, el movimiento aquí está mayoritariamente formado por una generación –la de los nietos de la Guerra– que ha construido su identidad por oposición a la condescendencia hacia el franquismo demostrada por sus padres. Son muchos los que, avergonzados por la actitud de la generación anterior, han optado por puentearla, identificándose con la generación de sus abuelos; y lo han hecho con una imagen fabricada desde el presente de las ideologías con las que aquellos leyeron su propio tiempo.

La expresión de esta actitud en el terreno de los relatos sobre el pasado reciente consiste en que los nietos siguen interpretando la Guerra como una conflagración ideológica explicable como lucha de clases. En cambio en Latinoamérica, por ejemplo, el paradigma de los derechos humanos es dominante en la generación de los hijos de los represaliados, y ello ha contribuido a que las instituciones nacionales e internacionales se impliquen en el seguimiento de las experiencias represivas de sus ciudadanos. En España, el paradigma interpretativo de la lucha entre clases y/o ideologías, intergeneracionalmente transmitido sin mayor reflexión entre épocas en las que ocupa necesariamente una posición muy distinta en la cultura política, puede estar operando en contra de que las timoratas instituciones españolas comiencen a tomarse en serio su obligación de hacer justicia y reparar. Y esto, a su vez, es causa y consecuencia de que el testimonio no esté logrando adquirir mayor peso epistemológico frente a la veracidad documental y otras convenciones de la disciplina académica de la historia.

Hoy por hoy, en definitiva, lo que se vive en España es una situación paradójica. Lejos de incentivar el debate reflexivo entre los historiadores, la eclosión de la memoria sólo parece estar contribuyendo a atrincherar las posiciones entre la sociedad civil organizada y la academia. Pero lo extraño del asunto es que, en ausencia de un debate sobre el conocimiento histórico que sigue secuestrado, ambas comparten en el fondo teorías del conocimiento y métodos de investigación bastante análogos, e igualmente nocivos para una sociedad genuinamente pluralista y dialogante. En efecto, tanto los historiadores profesionales como quienes abogan por modalidades alternativas de historiografía están en general atrincherados en la idea de que la verdad del pasado reside en los datos –ya sean escritos, orales, arqueológicos o forenses–, y que el relato historiográfico es una mera trascripción de un pasado que habla a través de datos y documentos. Vista así, la pugna aparentemente sin cuartel entre unos y otros se reduce, en realidad, a lograr los documentos más fiables con el fin de descubrir una verdad supuestamente inherente del pasado; el objetivo común es clausurar la pluralidad de interpretaciones a través de una historia definitiva sobre determinados acontecimientos traumáticos del pasado reciente y no tan reciente.

¿Es esta una manera adecuada de hacer frente a las exigencias culturales de una sociedad democrática y abierta que no puede prohibir que el conocimiento histórico sea una actividad abierta a interpretación? ¿Podrá, además, un enfoque tan estrecho sobre el conocimiento contribuir a sanar los traumas producidos por la experiencia de nuestros antepasados cercanos? Parapetados bajo el eslogan del saber científico, muchos son los que siguen apostando por clausurar el flujo interpretativo sobre nuestro pasado en nombre de la Verdad, sin percatarse de que la historia sólo puede seguir siendo a través de la ilimitada interpretación y reinterpretación de sus acontecimientos. Los ciudadanos del siglo XXI nos merecemos una actitud más responsable ante los desafíos del conocimiento histórico, que debe comenzar por el reconocimiento de que hay muchas maneras legítimas de acercarse al pasado, no sólo la de los documentos y los testimonios entendidos como datos.

PRESENTACIÓN DEL LIBRO JESÚS IZQUIERDO Y PABLO SÁNCHEZ LEÓN (EDS.)
EL FIN DE LOS HISTORIADORES. PENSAR HISTÓRICAMENTE EN EL SIGLO XXI


10.03.08

PARTICIPANTES MANUEL CRUZ • JESÚS IZQUIERDO • PABLO SÁNCHEZ LEÓN
ORGANIZA SIGLO XXI
COLABORA CBA