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La vía natural hacia la abstracción

Hans Hartung
Extractos de Autoportrait (París, Grasset, 1976) seleccionados por Nicolás Morales
Traducción Álvaro García-Ormaechea
Imágenes © Fondation Hans Hartung et Anna-Eva Bergman

El pintor alemán nacionalizado francés Hans Hartung (Leipzig, 1904-Antibes, 1989) fue uno de los precursores del expresionismo abstracto y una de las figuras claves de la pintura gestual. Su personal concepto de exactitud le llevó a componer una obra en la que, tras la apariencia de brochazos rápidos y espontáneos, se oculta un proceso de trabajo de admirable minuciosidad. En este texto, extracto de una extensa conversación que mantuvo Hartung con la periodista Monique Lefebre entre 1974 y 1975, nos habla de sus métodos e instrumentos de creación, del placer de pintar y de su honda atracción por el arte abstracto.

La abstracción me parece un movimiento especialmente sano dentro de la historia del arte. En ella encontramos, después de un largo período de relajación en el plano formal, una tendencia purificadora que arrancó con Cézanne y continuó en Francia de la mano del cubismo analítico. La mancha vuelve a ser una mancha, el trazo un trazo, la superficie vuelve a ser superficie.

[En el colegio, durante mi infancia] yo hacía manchas. El jefe de estudios –que era también nuestro profesor de griego– no podía soportar mis manchas. He de decir que durante sus clases, y no sólo durante las suyas, yo me dedicaba a menudo a dibujar parapetado tras las espaldas de mis compañeros. Cuando él se daba cuenta, gritaba: «¡Hartung, salga! ¡Sigue usted haciendo sus manchas, sus horribles manchas de tinta! Ya verá dónde va a llegar en la vida, haciendo manchas y garabatos». En realidad, las manchas no habrían de aparecer sino más tarde. […] En mi caso, la fuente más directa hacia el arte abstracto fue, sin lugar a dudas, el grabado sobre madera de pintores expresionistas tales como Heckel, Kirchner, Schmidt-Rottluff, Perchstein y Nolde. Ya por aquel entonces –como sucedería luego en tantas ocasiones– el hallazgo del instrumento jugó su papel: antes que nada, la tinta del colegio y la pluma me ha-bían permitido, o mejor incitado, al dibujo rápido y ágil. A continuación descubrí que podía servirme también de la parte posterior de la pluma para, de esta manera, lograr trazos mucho más variados y, sobre todo, manchas compactas como las que aparecían en los grabados sobre madera de los expresionistas. Me gustaban mis manchas. Me gustaba el hecho de que bastasen para crear un rostro, un cuerpo o un paisaje. Poco tiempo después, estas manchas habrían de pedir su autonomía y libertad completas. En una época temprana me serví de ellas para acotar el tema, que iba tornándose paulatinamente negativo, blanco, vacío y, al final, acababa siendo un simple pretexto para el juego de las manchas. ¡Qué felicidad luego, al dejarlas libres para que jugaran entre ellas, para que adquirieran su propia expresividad, sus propias relaciones, su dinamismo, sin someterse a la realidad! […] Este abandono de lo figurativo me llegó de forma simple, natural, como una evidencia, de manera completamente opuesta a como sucediera en el caso de los abstractos rusos, holandeses, italianos o franceses, para quienes el arte ha sido casi siempre el fruto de una voluntad de ruptura con el pasado y un recorrido antes que nada intelectual.

[…] Rembrandt me maravillaba, me tocaba profundamente. Yo ya no era una persona demasiado religiosa y, sin embargo, no dejaba de encontrar en las escenas bíblicas de Rembrandt la misma pureza, la misma grandeza en la expresión del sufrimiento humano que me habían conmovido en la Biblia. […] Hice un viaje a Brunswick, cuyo museo posee uno de los Rembrandt más bellos, y allí descubrí «La Familia». Ante este cuadro tuve de pronto la revelación de lo que haría más tarde. En los pliegues y drapeados del vestido de la madre descubrí que también Rembrandt hacía manchas. Manchas que existían por sí mismas, por su ritmo, por sus colores, por su carácter o por su expresividad. […] Mi admiración por Rembrandt había adoptado una forma absoluta. Después de haber visto «La Familia» supe que sería pintor. Compré todos los libros de Rembrandt. Estudiaba sobre todo sus dibujos, que son más fáciles de leer que su pintura. Al estar más depurados, en ellos identificamos más fácilmente la vivacidad de la línea, la fuerza del trazo, el dinamismo de la mancha. […] Me puse a rastrear en Rembrandt aquella abstracción que yo había descubierto por mí mismo, y que justificaba mis propias manchas y todo aquello que me había hecho abandonar la figuración.

[…] En 1926 tuvo lugar la gran Exposición de Arte Internacional de Dresde. Allí iba yo a recibir el gran choque que supuso para mí el descubrimiento de la pintura francesa. […] La riqueza, la pureza de estas pinturas me dejaron atónito. En Alemania habíamos perdido la costumbre de algo así. Para los expresionistas, cuanto más fuerte era un cuadro, tanto más descarnado era en su estigmatización de la fealdad de la humanidad. Ya no se trabajaba más que en el ámbito de lo horrible, de la pesadilla. […] Para los franceses, en cambio, cuanto más pura era una pintura en su concepción, tanto mayor era su fuerza. Todo –en Matisse, por ejemplo– parece sacrificarse en aras de la pureza de la línea, de las formas y de los colores. Semejante búsqueda de la plasticidad, del orden y del rigor, semejante simplificación de los colores me producía la impresión de una voluntad inaudita de crear para la eternidad, la sensación que se tiene ante la obra maestra cuya pureza encantará, para siempre, a las generaciones futuras. […] La Bauhaus era por entonces un formidable crisol de ideas nuevas, que enseñaban artistas como Paul Klee o Kandinsky. Pero si bien es cierto que la Bauhaus suponía una renovación de las demás artes plásticas, de las artes aplicadas y de la arquitectura, en cambio su influencia en la pintura me parecía que llegaba sofocada, sin aliento. Tuve ocasión de escuchar una conferencia de Kandinsky en Leipzig. Su discurso sobre el empleo y la simbología del círculo, del óvalo, del cuadrado o del rectángulo no logró seducirme ni convencerme. No tenía yo ninguna gana de pintar serpentinas para figurar la eternidad. La Bauhaus no me atraía. Por fin mi padre acabó cediendo: tenía veintidós años cuando marché a París.

[…] Me puse a estudiar la Section d’Or con la misma paciencia, perseverancia y pasión que dedicaba a copiar a los grandes maestros. […] Siempre, siempre buscaba una ley, la regla de oro, la alquimia del ritmo, de los movimientos, de los colores. Transmutación de un desorden aparente cuyo único objeto era organizar un movimiento perfecto para crear el orden en el desorden, crear el orden por medio del desorden. […] El espíritu de la Section d’Or ha acabado siéndome tan familiar que lo aplico por instinto, a pesar de que a menudo lo inarmónico me parece indispensable. Durante largo tiempo permanecí fiel a ese espíritu, en la medida en que se correspondía con mi necesidad de precisión y la satisfacía. Precisión en aquello que hago, precisión en aquello que amo. […] Vivir conforme a la Section d’Or puede significar el ser ponderado en todas las cosas, el ser exacto. Algo parecido a lo que ocurre en música. Hay personas que suenan bien y otras que viven mal. En pintura todo ha de ser exacto: las líneas, las curvas, las formas, los ángulos, los colores, los valores para conformar una imagen perdurable, que sacuda y capte la atención, que sea la expresión definitiva de un fenómeno, de una emoción. Si amo la exactitud es porque se corresponde con la posibilidad de un equilibrio duradero, además de por su capacidad de satisfacer totalmente el ojo, el oído y el espíritu.

En noviembre de 1935 me instalé con Ana-Eva [Bergman] en nuestro primer estudio parisino […]. Teníamos como vecinos a Henri Goetz y su mujer Christinne Boumeester, y en esa misma casa también había trabajado durante un cierto tiempo Hélion. Este último me dio a conocer a otra serie de artistas: Magnelli, Domela y el arquitecto Paul Nelson, que con frecuencia me invitaba a su casa. […] La persona que más ánimos me dio fue Hélion. Yo estaba deseando trabajar sobre grandes superficies, componer grandes lienzos, pero la mayor parte de las veces me tenía que contentar con hacer bocetos en pequeño formato. Al contemplarlos, Jean Hélion me dio un consejo cuya influencia perduraría en mí durante largo tiempo: «Escucha –me dijo–, si tienes la posibilidad de comprarte un lienzo pinta el boceto que has hecho. Mantente fiel al boceto, no cambies nada. Conserva incluso los accidentes que haya en él, los imprevistos que hayan surgido de la técnica de la acuarela, del lápiz, de la tinta o de la cera. Trata de mantenerte fresco, natural. Es algo muy difícil de hacer, pero tu pintura ganará con ello». Gracias a él me fue posible, a pesar de la pobreza durante mis años oscuros, producir un cierto número de telas sin tener que arriesgarme a echar a perder la mitad, y aún hoy me sigue gustando conservar los accidentes en la medida en que me parecen felices. Hasta los años sesenta mi trabajo comenzaba siempre elaborando muchos bocetos, al menos por lo que respecta a los grandes lienzos. Pero a partir de 1960 me puse a improvisar directamente sobre casi todo tipo de telas, en las que a menudo dejaba ciertos defectos, ciertos fallos, ciertos contrasentidos que habían influido en la génesis del cuadro, añadiéndole vida.

[…] Ya en mi juventud (entre 1928 y 1938) había realizado algunos aguafuertes, e hice algunos más en 1953. La verdad es que ese trabajo de rascar el cobre o el zinc parece hecho para mí, y se ha convertido en una pasión que me ha perseguido hasta dejar –todavía veinte o treinta años después– una clara influencia en mi pintura, especialmente entre los años 1961 y 1965, cuando adopté el hábito de rascar con diferentes instrumentos en la pasta fresca de los colores, colores a menudo sombríos. Durante aquel período de «rascado» se infiltraría lentamente una tendencia hacia las grandes superficies hinchadas. Por aquel entonces mi trabajo era el resultado del encuentro entre dos técnicas que, al confluir, me permitían dar con formas y signos que yo venía buscando la manera de exteriorizar. Había encontrado un medio para hinchar el color sobre la superficie de la tela –al principio con ayuda de un aspirador invertido y más tarde mediante aire comprimido– y empleaba estas dos técnicas simultáneamente. Encontraba muy interesante aquella pulverización. Una de las características del arte occidental, una de sus cualidades, ha sido durante siglos la utilización de veladuras, desde el Renacimiento hasta finales del siglo XIX. En Van Eyck, El Greco o Rembrandt, así como en Durero, Wouverman y muchos otros, el lienzo tenía una subestructura, a menudo en negro y gris y a veces en color, que no recibía un tono propio o su transparencia definitiva más que a través de veladuras, a su vez coloreadas. Estas veladuras o transparencias eran casi siempre de un color completamente distinto, y a menudo opuesto, lo que producía efectos ópticos muy complejos: los que provoca un color cuando es visto a través de otro, cuando los dos tonos conservan su pureza, transformados pero no mezclados. De otra forma el resultado habría sido un color sucio, del tipo del que se observará luego en los cuadros de ciertos impresionistas menores. Estos últimos, por su parte, debieron de ser conscientes de este defecto, que algunos trataron de eludir mediante el puntillismo y luego a través del color bruto de los fauvistas. Pues bien, trabajando con la pistola yo encontré una solución paralela a la de la veladura sin tener que obligarme a la esclavitud del puntillismo, por ejemplo. Esta técnica, por lo demás, cuando pone en el lienzo minúsculos puntos de al menos dos colores por completo diferentes, es incapaz de la misma sutileza. Incapaz, por lo tanto, de crear para el ojo el milagro de esos tránsitos casi imperceptibles en los que la pureza de los colores queda intacta, al fundirse dulcemente el uno en el otro, dóciles al soplo de la pistola. Los colores yuxtapuestos, al no ser ya dependientes de una teoría científica, pueden ser escogidos con cuidado para llegar al resultado deseado e infinitamente variable. Utilicé conscientemente esta técnica, por sí sola, sobre todo entre 1962 y 1967, para una serie de grandes telas con masas pardas sopladas sobre casi toda la superficie. Ningún signo gráfico en mis lienzos: algo que sorprendía y desorientaba a todo el mundo. Mediante estas grandes masas parduscas o negras trataba yo de captar desde el interior, de identificarme con las tensiones atmosféricas y cósmicas, con las energías, con las radiaciones que gobiernan el universo. Mediante estas grandes formas que se evaporan, se extravían o se extienden por amplios espacios trataba de fijar el dinamismo y la constancia de las fuerzas que crean la materia, la luz, el espíritu. Un tema que siempre me ha apasionado.

A partir de 1970 llegan lienzos igualmente muy grandes, pero sobre los que estallan manchas más coloridas. Colores directos y diseños múltiples opuestos a esos colores, continúan o subrayan el mismo dinamismo. De forma paralela a estas búsquedas pictóricas, […] también la práctica de la litografía aportó un componente renovador a mi pintura. Es preciso dejarse guiar por el material cuando nos conviene y, sobre todo, hay que saber buscarlo con insistencia cuando se hace necesario. Así, durante estos últimos años, se ha ido desarrollando una nueva pintura que, en un cierto sentido, es fruto de mis largas búsquedas en el ámbito de la litografía. Ésta me ha inspirado construcciones enormes y me ha liberado de la dependencia del trazo, que me venía acompañando toda la vida.

[…] El placer de vivir se confunde en mí con el placer de pintar. Desde 1970 siento que tiene lugar una renovación. Algo así como una fuerza y una nueva juventud que me hubieran sido concedidas. Y sobre todo, el deseo de hacer grandes telas. Estoy convencido de que en el arte abstracto la dimensión de un cuadro tiene una importancia capital. El valor de una obra figurativa, incluso si es de pequeñas dimensiones, está en los detalles, en las proporciones. Todo el mundo sabe cuál es la talla de un hombre o el tamaño de un caballo y, por medio de la perspectiva, las dimensiones quedan a salvo. Ahora bien, la perspectiva queda prácticamente excluida de la pintura abstracta. En el arte abstracto –o al menos en aquello que llamamos arte abstracto lírico, gestual o informal–, el gesto de pintar debe poseer la dimensión que corresponde a su esencia. Un trazo que atraviesa una tela de dos metros de altura expresa la violencia, la energía, la fuerza. Si no hay más que diez centímetros, se queda en algo sin importancia. Una cólera, una rebelión, un entusiasmo, una pasión de veinte centímetros es algo que se antoja ridículo. Es sobre todo el trazo el que, más fácilmente que la mancha (si dejamos a un lado la mancha brutal, la que salpica), resucita para el espectador el gesto del pintor y le permite entrar en sintonía con él. Se identifica así con el pintor, con la acción consumada. Por eso hay que pintar en grande aquello que se piensa en grande. Y por eso me exaspera tanto el estar físicamente impedido para pintar cuadros tan grandes como querría. No obstante, muchos se sorprenden al verme trabajar tanto todavía. […] En un pintor, la fertilidad en la cantidad me parece tan importante como la calidad. Algo que, por otro lado, ocurre también en la música.

[…] En lo que a mi pintura se refiere, creo justamente que mantiene una relación, o mejor, relaciones constantes, aunque muy complejas, con aquello que hemos dado en llamar la realidad exterior. […] Creo que hay varios elementos que desempeñan un papel primordial a la hora de comprender mi pintura. Está, antes que nada, el tiempo, el tiempo de ejecución, el tiempo sentido por el espectador. El tiempo de ejecución de un trazo, las detenciones y las aceleraciones; el tiempo lento –especialmente para las grandes manchas– y el tiempo «intempestivo», de acción. Estoy pensando en los dibujos de relámpagos de mi juventud, con esa rapidez que iba a convertirse en un elemento base de mi pintura, el choque brutal del rayo. Toda mi vida he sido extremadamente sensible a cualquier ruido seco, inesperado, aunque no fuera más que el de un corcho de champán. Puede imaginarse, por tanto, lo que la guerra supuso para mí en este sentido. Al enumerar los elementos más característicos de mi psiquismo no pueden pasarse por alto los efectos de claustrofobia que produjeron en mí la soledad juvenil, las temporadas que pasé en prisión o en campos de concentración y el hecho de haber sido encadenado mediante esposas a otro hombre; elementos todos ellos que dejaron huellas visibles en mis pinturas de posguerraEn 1943 Hartung, que llevaba exiliado de la Alemania nazi desde 1935, se ve obligado a huir a España, donde es detenido y enviado a prisión. A los siete meses es puesto en libertad y se traslada al norte de África. Allí se une a la Legión Extranjera. En 1944 es gravemente herido en el frente de Alsacia y sufre la amputación de una pierna..

[…] Me siento, física y psíquicamente, parte integrante de la realidad, y me parece que soy incapaz de hacer nada que no esté en relación estrecha y directa con ella. Emborronar, rascar, actuar sobre la tela y, en definitiva, pintar, me parecen actividades humanas tan inmediatas, espontáneas y simples como pueden serlo el canto, la danza o el juego de un animal que corre, piafa o resopla. […] Por tanto, para mí pintar siempre ha supuesto la existencia de la realidad, realidad que es resistencia, impulso, ritmo y empuje, pero que no soy capaz de aprehender en su totalidad más que cuando la agarro, la acoto, la inmovilizo por un instante que querría prolongar para siempre. Con esto quiero dar idea de hasta qué punto creo que mi pintura está próxima a la realidad, está moldeada por ella, y reacciona con estremecimientos venidos del exterior y del interior que determinan y provocan mis actos artísticos.

Hans Hartung. Esencial, Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2008.

Hans Hartung, Santander, Museo de Bellas Artes, 2003 [Martine Soria Roldes y Salvador Carretero Rebés]

Hans Hartung, Bilbao, Fundación Bilbao Bizkaia Kutxa, 2003 [Martine Soria Roldes]

Hans Hartung, l’esperit de la línea, Palma de Mallorca, Caixa de Balears Sa Nostra, 1999

Hans Hartung, Autoportrait, París, Bernard Grasset, 1976 [récit recueilli par Monique Lefebvre]

Hans Hartung (1909-1989), Barcelona, Gustavo Gili, 1971

EXPOSICIÓN HANS HARTUNG ESENCIAL


12.02.08 > 21.05.08

COMISARIOS BERNARD DERDÉRIAN • NICOLÁS MORALES • FRANZ W. KAISER
ORGANIZA CBA
COLABORAN FONDATION HANS HARTUNG ET ANNA-EVA BERGMAN • EXPRESSIONS CONTEMPORAINES