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El centenario olvidado

George Bernard Shaw
Traducción Ana Useros

A pesar del temprano éxito alcanzado en Europa, durante mucho tiempo Poe no fue profeta en su tierra. A comienzos del siglo XX, la situación había cambiado y el centenario de su nacimiento, en 1909, fue ampliamente celebrado. En este hermoso texto, publicado en The Nation el 16 de enero de 1909, el gran George Bernard Shaw nos ofrece algunas de las claves de la grandeza de la obra de Poe, al tiempo que explica su difícil relación con un país como Estados Unidos y con una civilización como la nuestra.

Hubo un tiempo en el que América, la tierra de la libertad y el lugar de nacimiento de Washington, parecía la patria natural de Edgar Allan Poe. Hoy en día algo así se ha vuelto inconcebible: ningún joven puede leer las obras de Poe sin preguntarse con incredulidad qué demonios pinta Poe en ese barco. América ha quedado al descubierto, y Poe no. Esta es la situación. ¿Cómo pudo vivir allí el mejor de los artistas, este aristócrata de las letras? No vivió allí; sólo murió, y se le tachó con presteza de borracho y fracasado, aunque sigue abierta la cuestión de si realmente bebió tanto alcohol en su vida como bebe hoy un moderno triunfador americano, sin mayor comentario, en seis meses.

Si el Día del Juicio estuviera previsto para el día del centenario del nacimiento de Poe, sólo habría dos hombres entre los fallecidos desde el día de la Declaración de Independencia cuya súplica de gracia pudiera revocar una inmediata sentencia condenatoria para toda la nación; y no está claro si a esos dos se les podría convencer de que pervirtieran la justicia eterna pronunciando esa súplica. Esos dos, son, por supuesto, Poe y Whitman; entre ellos existe la notable diferencia de que Whitman es aún creíble como americano, mientras que incluso los propios americanos, aunque están bastante faltos de hombres de genio, omiten el nombre de Poe de su Panteón, ya sea porque tengan la sensación de que es inútil reclamar una figura tan extranjera, o por simple monroísmo. Uno se pregunta, ¿es que la América de los días de Poe ha muerto o es que acaso nunca existió?

Probablemente nunca existió. Era una ilusión, como la respetable y liberal Inglaterra victoriana de Macaulay. Karl Marx ya desenmascaró lo blanqueado que estaba ese sepulcro; desde entonces, nosotros combatimos, convencidos del pecado social que hace que consideremos un infierno cada país en el que el capitalismo industrial está en alza. Pues ningún americano ha de temer que América, en ese hipotético Día del Juicio, vaya a perecer sola. América se condenará junto con lo mejor de Europa y se sentirá orgullosa y feliz, y despreciará a los que se salven. Ni siquiera alegará la influencia de la madre de la que heredó sus peores vicios. Si hoy América destaca con escandalosa preeminencia como anarquista y rufián, mentirosa y bravucona, idólatra y sensualista, es sólo porque se ha arrancado los ropajes del catolicismo y el feudalismo que aún dan a Europa un aire de decencia, y peca abiertamente, conscientemente, en lugar de hacerlo furtiva, hipócrita y confusamente, como nosotros. Hasta que no adquiera los modales europeos, el anarquista americano no se convertirá en ese caballero que afirma que una ley parlamentaria no logrará que la gente se vuelva moral (cuando la verdad es que sólo mediante leyes parlamentarias pueden los hombres de extensas comunidades moralizarse, incluso cuando así lo quieren); el rufián americano no entregará su revólver o su machete para que lo usen por él los policías o los soldados; el mentiroso y el bravucón americano no adoptará el tono de los periódicos, del púlpito y del estrado; el idólatra americano no escribirá biografías autorizadas de millonarios; ni el sensualista americano se garantizará el patronato de todas las musas para su pornografía.

Sea como sea, Poe sigue sin tener techo. No hay nada como él en América: nada, en cualquier caso, que sea visible desde el otro lado del Atlántico. A esa distancia podemos ver bastante bien a Whistler y a Mark Twain. Pero Whistler, en algunos aspectos, era muy americano: tan americano que sólo otro americano podría haber escrito sus aventuras y celebrarlas sin reservas. Mark Twain, semejante a Dickens en su combinación de espíritu público e irresistible poder literario con una incapacidad congénita para la mentira y la bravuconería, y un odio congénito por la crueldad y el derroche, sigue siendo americano por el color local de sus historias. Hay además otra diferencia. Tanto Mark Twain como Whistler son tan filisteos como Dickens o Thackeray. Lo más desolador de Dickens, el más grande de los victorianos, es que en sus novelas no hay nada personal por lo que vivir, excepto comer, beber y simular estar felizmente casado. Para él no existen los grandes ideales ni las grandes síntesis, ni tampoco los grandes preludios y tocatas de Bach, las sinfonías de Beethoven, la pintura de Giotto y Mantegna, Velázquez o Rembrandt. En lugar de convertirse en el heredero de todas las edades, sólo le correspondió una propiedad literaria, pequeña y mohosa en comparación, que le legaron Smollett y Fielding. Su crítica del Hamlet de Fechter y su empleo de un discurso de Macbeth para ilustrar el personaje de la señora Mac-Stinger, muestran lo poco que significaba Shakespeare para él. Thackeray es aún peor: las nociones de pintura que pescó en la escuela de Heatherley superaban la ignorancia de Dickens; en música está igualmente en la más completa oscuridad; y, si cuando quería ser inmensamente alegre y agradable no se dedicaba, como Dickens, a describir las comilonas y los gorgoritos que hacen de la Navidad nuestra desgracia anual, es porque nunca quiso ser tan alegre y agradable, no porque tuviera mejores ideas sobre la diversión personal. La verdad es que ni Dickens ni Thackeray serían tolerables si no fuera porque la vida es un fin en sí mismo y un medio únicamente para su propia perfección; por tanto, cualquier hombre que describe la vida con vivacidad nos entretendrá, por poco cultivada que sea esa vida que describe.

Mark Twain ha vivido lo suficiente como para convertirse en un filósofo mucho mejor que Dickens o Thackeray: por ejemplo, cuando inmortalizó al general Funston dejándolo en el más absoluto de los ridículos, lo hizo científicamente, sabiendo exactamente lo que quería decir, y llegando hasta los cimientos de la historia natural del carácter humano. Igualmente, extrajo del Mississippi algo que Dickens no pudo obtener en Chatham o Pentonville. Pero escribió Un yanqui en la corte del rey Arturo, al igual que Dickens escribió Una historia de Inglaterra para los niños. Como despreciaba los ideales de la caballería católica, los desenmascaró, mas no mediante el conflicto con la realidad, como hizo Cervantes, sino en conflicto con los prejuicios de un filisteo; uno tan grande que, comparado con él, Sancho Panza es un admirable Crichton, un Abelardo o, incluso, un Platón. También describió Lohengrin como «una melopea», aunque le gustó el coro nupcial; y esto de-muestra que Twain, como Dickens, no recibió una educación adecuada. Wagner hubiera sido su hombre si se le hubiera adiestrado para entender y usar la música de la misma manera que se adiestró a Rockefeller para entender y usar el dinero. América no le enseñó el lenguaje y los grandes ideales, así como Inglaterra no se los enseñó a Dickens y a Thackeray. Por tanto, aunque nadie pueda sospechar que Dickens o Mark Twain carecían de las cualidades y los impulsos que forman el alma de esos cuerpos grotescos e improvisados que son la Iglesia y el Estado, la Caballería, el Clasicismo, el Arte, la Nobleza y el Sacro Imperio Romano; y aunque nadie los culpa por haber visto que esos cuerpos estaban en su mayoría tan descompuestos que se habían convertido en una molestia intolerable, no hay más que compararlos con Carlyle o Ruskin, o con Eurípides, o con Aristófanes para ver cómo, faltos de un lenguaje sobre el arte y de un corpus filosófico, estaban mucho más interesados en la risa y el pathos de la aventura personal que en la comedia y la tragedia del destino humano.

Whistler también era un filisteo. Fuera del rincón del arte en el que era un virtuoso y un propagandista, era el gran Hazmerreír. Con todo lo importante que fue su propaganda, con todo lo admirada que fue su obra, ninguna sociedad pudo asimilarlo. Ni siquiera consiguió convencer a un jurado británico de que fallara a su favor y le concediera una indemnización en un juicio contra un crítico rico que «le había dejado sin trabajo»; y ésta es sin duda la cumbre del fracaso social en Inglaterra.

Edgar Allan Poe no era en lo más mínimo un filisteo. Escribió siempre como si su nativa Boston fuera Atenas, como si la Universidad de Charlottesville fuera la Academia Platónica y como si su hogar coronara las cumbres de Fiesole. Fue el mayor crítico periodístico de su tiempo e hizo visible el buen arte europeo en un momento en que los críticos europeos esperaban a alguien que les dijera qué decir. Su poesía es tan exquisita y refinada que la posteridad se negará a creer que pertenece a la misma civilización que la gloria de las lilas de la señora Julia Ward Howe o las honradas rimas de Whittier. Tennyson, que, si algo era, era un virtuoso, nunca produjo un éxito capaz de soportar ser leído tras cualquiera de los fracasos de Poe. Poe producía magia de una forma constante e inevitable allí donde sus mejores contemporáneos producían sólo belleza. Las piezas más populares de Tennyson, «The May Queen» y «La carga de la caballería ligera», no aguantan la repetición; tras algún tiempo se vuelven directamente nauseabundas. «El cuervo», «Las campanas», y «Annabel Lee» resultan tan fascinantes tras mil lecturas como lo fueron la primera vez.

La supremacía de Poe a este respecto le ha costado su reputación. Es éste un fenómeno que ocurre cuando un artista alcanza tal perfección que se coloca a sí mismo «fuera de concurso». El mejor pintor que ha producido Inglaterra es Hogarth, un dibujante milagroso y un colorista exquisito y poético. Pero los críticos nunca lo mencionan. Hablan hasta la saciedad de Romney, el Gidson de su época, hablan libremente sobre Reynolds, con nerviosismo sobre el gran Gainsborough; pero nada sobre Rowlandson y Hogarth; se pierden la gracia inextinguible de Rowlandson porque asumen que todas las caricaturas de esa época son feas y evitan instintivamente a Hogarth porque es inmanejable para la crítica. De la misma forma, han dejado de mencionar a Poe: por eso los americanos lo olvidaron cuando grabaron los nombres de sus glorias en su Panteón. Y, sin embargo, es el primer nombre, casi el único nombre, que el verdadero connoisseur busca allí.

Poe, con todo su virtuosismo, es siempre un poeta y nunca un mero virtuoso. Poe consideraba que Eureka, la formulación de su filosofía, era lo más importante que había hecho. Sus poemas siempre tienen como telón de fondo el universo. También los personajes de sus relatos. Incluso sus cuentos de humor, ante los que meneamos la cabeza en señal de desaprobación como si fueran errores, tienen esta cualidad elemental. El mismo Toby Dammit, aunque la simple mención de su nombre dispara el desdén del crítico culto, es más impresionante y termina más trágicamente que las serias invenciones de la mayoría de los narradores. El miope caballero que se casó con su abuela no es el blanco habitual que proporcionaría una farsa vulgar: la abuela tiene la elegancia y libertad de espíritu de Ninon de Lenclos y el nieto el porte de un marqués. Poe envió esta historia a Horne –cuyo Orión, por cierto, había reseñado como debe reseñarse la poesía–, con la petición de que lo vendiera a una revista inglesa. La revista inglesa lamentó que la deplorable inmoralidad de la historia la hiciera de todo punto impublicable en Inglaterra.

En sus cuentos de misterio e imaginación, Poe estableció un récord mundial para la lengua inglesa: quizá para todas las lenguas. La historia de la dama Ligeia no es sólo una de las maravillas de la literatura: no tiene parangón. Realmente no se puede decir nada de ella; nosotros, los demás, sencillamente nos quitamos el sombrero y abrimos paso al señor Poe. Es interesante comparar las historias de Poe con las de William Morris. No son meros relatos; son obras de arte completas, como las alfombras de rezo; y son, por emplear la expresión de Poe, «historias de imaginación». Son obras maestras del estilo. Lo que la gente llama estilo en Macaulay es, por comparación, simple método. Y son todo lo distintas que dos obras de arte del mismo tipo puedan ser. Morris no quiere tener nada que ver con el misterio. «Las historias de fantasmas», solía decir, «tienen todas la misma explicación: la gente miente». Su «Sigurd»tiene la belleza del misterio como contiene todas las otras clases de belleza, pues es, sin comparación, la mayor épica inglesa; pero sus historias se desarrollan a cielo abierto de principio a fin, mientras que en las historias de Poe nunca brilla el sol.

La limitación de Poe era su altivez frente a la gente corriente. Criaturas grotescas, negros, locos con delirium tremens, incluso gorilas, ocupan en su teatro el lugar de los campesinos corrientes, de los cortesanos, ciudadanos y soldados. Sus casas son casas encantadas; sus bosques, bosques mágicos; y los convierte en algo tan real que la realidad no aguanta la comparación. Su reino no es de este mundo.

Sobre todas las cosas, Poe es grande porque es independiente de las atracciones baratas, independiente del sexo, del patriotismo, de las peleas, del sentimentalismo, del esnobismo, de la gula y de todo el resto de las mercancías vulgares que circulan en su profesión. Eso es lo que le confiere una soberbia distinción. Aborda algo tan trillado como la emoción de una niña moribunda en «Annabel Lee», y lo desvulgariza al instante. Ni siquiera pudo entretenerse con historias de detectives sin antes purificar la atmósfera de éstas hasta que se volvieron más edificantes que la mayoría de los himnos antiguos o modernos. Sus versos a veces alarman y confunden al lector dejando entrever su propia belleza; pero esa belleza no es nunca la belleza de la carne. Nunca se le podría decir, como hay que decir con cierta inquietud a tantos artistas modernos: «Sí, amigo mío, pero éstas son cosas que las mujeres y los hombres deben vivir, no escribir sobre ellas. La literatura no es el agujero de una cerradura para que gente con hambre de afectos espíe los banquetes del cuerpo». Desde luego, nunca se convirtió en algo así en manos de Poe. La vida no puede dar lo que él nos da, excepto mediante el gran arte; y su instintiva observancia de esta distinción y el hecho de que nunca mendigó, como mendigaría la mayoría de los escritores, hacen de él el más legítimo y el más clásico de los escritores modernos.

También explica por qué no le importa demasiado a América, y por qué se le ha mencionado tan poco en Inglaterra en todos estos años. América e Inglaterra están regodeándose en la sensualidad que el inmenso aumento de riquezas ha colocado al alcance de sus manos. No les culpo: la sensualidad es un elemento de la vida muy necesario, y saludable y educativo. Desgraciadamente, está mal repartida; nuestras masas lectoras la buscan, piensan en ella, suspiran por ella y sólo obtienen unas muestrecillas de regalo. No se reparte con temperancia y de manera continua para que así deje de ser una preocupación. Cuando la distribución se ajuste mejor y la preocupación cese, habrá una noble reacción a favor de los grandes escritores como Poe, que empiezan justo donde el mundo, la carne y el diablo nos abandonan.