Souvenirs de la historia reciente
Entrevista con María Ruido
Fotografía Eva Sala
En el marco del Proxecto-Edición, un intento multidisciplinar de ir más allá de los formatos expositivos habituales, la artista María Ruido (Ourense, 1967) presentó en el CBA La escena del crimen, una instalación audiovisual que recorre algunos escenarios de guerra y analiza la turistización de los lugares de memoria. La obra constituye la primera parte de un trabajo aún en progreso titulado Plan Rosebud: sobre documentalidades, lugares y políticas de memoria, en el que la influencia de Walter Benjamin es palpable y con el que María Ruido pretende, según sus palabras, «evidenciar la calidad constructiva de los discursos; exponer la complejidad de los fragmentos que conforman las memorias; reflexionar sobre la distancia que existe entre relatos de memoria y narrativas históricas, a veces superpuestas o confusamente solapadas»
Tras visitar La escena del crimen, lo primero que pensé fue muy simple: ¿Por qué una instalación audiovisual y no, sencillamente, un documental? ¿Ves algún aspecto particularmente ventajoso en la presentación del material que manejas en el formato de la muestra artística?
En realidad, el formato final será un libro acompañado de un ensayo documental, con dos capítulos que se podrán ver juntos o por separado. De hecho, así fue como lo concebí desde el primer momento, pero la oportunidad o, incluso, la necesidad de hacer la instalación surgió del hecho de que Plan Rosebud es un proyecto de muy larga duración y que reúne materiales muy abundantes: la instalación te permite editar de forma fragmentaria e ir comprobando cómo funciona el material en diálogo con el público, un aspecto muy relevante en mi trabajo. Así, aprovechando la invitación del CGAC de construir una pieza de sala para una exposición, pude probar parte de la gran cantidad de horas rodadas y estudiar cómo me enfrentaba yo misma al material recogido y a la construcción del relato. La idea, como te decía, es dividir todo el material del Plan Rosebud –mucho más amplio que el que aparece en La escena del crimen– en dos partes: un primer capítulo que atenderá al momento actual de las políticas de memoria en el estado español a partir de los lugares de memoria estudiados y del debate en torno a la ley de la memoria histórica, así como a partir de las imágenes de guerra (de la Guerra Civil y de la Segunda Guerra Mundial) y posguerra; y un segundo capítulo que se centrará en el tardofranquismo y la Transición y estudiará especialmente los movimientos sociales y la producción cultural en España, y también en Gran Bretaña, de donde proceden algunos de los principales referentes del entorno español.
Por lo demás, creo que la aportación del medio artístico consiste en abrir la puerta a otras lecturas más personales y fragmentarias. Tampoco podemos olvidar que el museo es uno de los lugares más evidentes de construcción de la memoria, especialmente desde el reciente interés por los formatos documentales o cercanos al documental, medios mestizos en los que yo me encuentro especialmente cómoda.
¿Cuál crees que es la importancia y la función de los lugares de memoria y en qué sentido crees que debería ir la actuación de las administraciones públicas al respecto?
En una sociedad democrática real los lugares de memoria, sean físicos o simbólicos, deberían ser espacios o territorios ocupables y resignificables. Pero es evidente que hoy, en España, no lo son; son lugares consensuados en el mejor de los casos o directamente impuestos y soportan el peso de las narrativas institucionales de una forma evidente. Por eso suelen ser lugares lastrados por una gran carga y muy difíciles de resignificar políticamente. El estado español ha heredado muchos lugares de memoria de la dictadura y, en términos generales –como sucede y ha sucedido en otros países de Europa y del resto del mundo, donde las políticas de memoria han sido utilizadas para estrechar los límites hegemónicos y no para proporcionar un lugar de heterogeneidad–, se ha confundido la reutilización con la resignificación. Por supuesto, reutilizar parajes emblemáticos de una comunidad es casi una necesidad, y también una forma de conservarlos sin momificarlos. En cambio, no creo que convertirlos en objetos de consumo turístico sea una forma de repensar su función en la actualidad desde el punto de vista de una construcción de memoria colectiva activa, sino que es una manera de transformarlos en mercancía, fetichizándolos doblemente. No tengo una posición encontrada necesariamente con el turismo y, desde luego, no creo que sea peor ni mejor que la museificación. Creo que, como apuntaba Michel Foucault, deberíamos repensar el estatus del monumento; es preciso darse cuenta de que muchas veces los documentos han devenido monumentos en su sentido más cerrado y concluso, y deberíamos pensar en cómo hacerlos legibles, no como espacios u obras cerradas, acabadas, sino como terrenos de debate.
Pero, si la turistización no es el camino, ¿qué se puede hacer entonces para conservar lugares de memoria? ¿Conoces buenos ejemplos de conservación adecuada cuyo éxito como lugar de memoria no dependa, precisamente, de su fracaso como atracción turística?
Turistizar estos lugares es sólo una de las maneras posibles de cosificarlos convirtiéndolos en mercancías; museificarlos es otra. Lo cierto es que tras haber analizado numerosos casos de estudio, en lugar de haber aclarado mis ideas tengo más preguntas pendientes que nunca. ¿Qué se puede hacer para conservarlos? Yo creo que utilizarlos, ocuparlos e incluso cambiar su función, pero siempre con respeto, guardando la documentación, conservando la memoria viva de lo que allí ocurrió. Quizás el mejor ejemplo de respeto y reutilización que conozco sea el de una parte del monasterio de Celanova en Ourense, que fue prisión durante la Guerra Civil, y que ahora es un instituto de enseñanza secundaria. Por todo el edificio hay placas en recuerdo de hechos y personas –el escritor Celso Emilio Ferreiro, por ejemplo, estuvo allí encarcelado–, y los chavales conocen bien la historia del edificio; toda la historia, por supuesto, no sólo su uso como cárcel. En cuanto al peor caso… ¡Hay tantos! Hemos estudiado ejemplos extremos de turistización como el de la línea del frente de Normandía o el de Eden Camp, un ex campo de prisioneros alemanes en Inglaterra convertido en un museo para escolares que enseña y subraya la narrativa épica en torno a la Segunda Guerra Mundial de la forma más manipuladora y maniquea que se pueda imaginar. Pero aún peores son los casos en los que directamente se destruye el lugar, sin dejar rastro. Es lo que sucedió en otro campo para prisioneros alemanes en Gran Bretaña: estaba previsto convertirlo en museo pero al final lo vendieron, derruyeron las instalaciones y construyeron chalés de fin de semana. Otro tanto está sucediendo con el campo de concentración de Rianxo, donde se están levantando unos chalés sin respetar siquiera lo poco que queda: el muro del campo.
Antes del Plan Rosebud, ya te habías ocupado –en Ficciones anfibias– de otro tipo de lugares de memoria, en este caso, del patrimonio industrial y las barriadas obreras. ¿Tienes alguna opinión formada de qué se podría hacer con ese patrimonio? ¿Y con las estatuas y demás cacharrería del franquismo?
En Ficciones anfibias hablaba de cómo algunas zonas de fábricas textiles, casi ciudades enteras –como en el caso del cinturón industrial de Barcelona–, se reconvertían en ciudades de servicios y de cómo el modelo de gentrificación del entorno y de implantación de «industrias inmateriales» había ido sustituyendo a las antiguas fábricas. Pero más que por el patrimonio industrial como lugar de memoria, en aquella obra me preguntaba sobre todo qué pasaba con las personas. ¿A qué «reconversión» se habían visto obligados a someterse los trabajadores textiles? ¿De qué viven ahora? ¿Quién ha ocupado su lugar, los trabajadores chinos? Hay que tener en cuenta que las condiciones de trabajo paupérrimas e inseguras que asociamos al Tercer Mundo globalizado también existen aquí. Es un tema lacerante, especialmente en Barcelona, donde se ha conservado parte de ese patrimonio industrial estetizándolo para el consumo turístico y vaciándolo de su significado de clase, de género, etc.
En cuanto a las estatuas del franquismo, y partiendo de que en su inmensa mayor parte carecen por completo de valor artístico, creo que hace tiempo que el Estado debería haber tomado cartas decididamente en el asunto; desde luego, lo que no se puede permitir es que las cosas se queden donde están. Ahora bien, ¿qué hacer con todo ese material? Probablemente la mejor opción sea la que apuntaba el historiador Xulio Prada en una de las entrevistas que forman parte del Plan Rosebud: poner al menos una parte de esas estatuas en museos o en lugares donde se puedan leer con un cierto contexto y en los que puedan tener un uso didáctico. Sin embargo, no puedo dejar de pensar en películas como El hombre de mármol de Wajda, con todas aquellas imágenes caídas y polvorientas, o en la cabeza de Lenin viajando por el río en La mirada de Ulises, o en los cementerios de estatuas de la ex Unión Soviética… Tal vez, como reza el título de una emocionante película de Chris Marker, Las estatuas también mueren, ¿no? Y deben morir. La obsolescencia es parte del proceso vital de la memoria.
¿Qué opinas del concepto de memoria histórica tal como se está manejando en relación con la ley promulgada recientemente?
El término «memoria histórica» me parece una contradicción; la historia es una narración y una disciplina y la memoria, en todo caso, es el material con el que trabaja la historia en tanto que disciplina, pero funciona con mecanismos muy diferentes. Y eso por no hablar de cómo se está utilizando el concepto en estos momentos, haciendo referencia exclusivamente a la Guerra Civil y al franquismo, como si ahí empezara todo y como si la dictadura hubiera surgido de la nada, sin genealogía ni causas… Ahora bien, sí creo que se puede hablar de una «memoria colectiva» en el sentido de Maurice Halbwachs, cuya construcción es fruto en cierto modo del consenso institucional. Esta memoria colectiva es, en gran medida, responsable de las políticas de memoria y de sus olvidos. Ella misma es una política de memoria, podríamos decir. En cualquier caso, como comenta Joan Ramon Resina en la entrevista que aparece en La escena del crimen, legislar la memoria es un sinsentido; lo que debe legislarse es el negacionismo, el revisionismo, la educación, en definitiva, los derechos de las personas a las que influye ese proceso de reconstrucción histórica. Por lo demás, personalmente creo que la ley promulgada es insuficiente y propone un consenso vergonzoso que no cubre las necesidades de nadie. Me parece que da un nuevo carpetazo a cuestiones que ya quedaron sin resolver en la Transición, y sólo espero que el debate se traslade a la sociedad civil y nos permita repensar cómo fueron aquellos años y por qué la Transición se hizo como se hizo.
En Plan Rosebud prestáis especial atención a Galicia. ¿Tiene esta comunidad alguna peculiaridad por lo que toca al debate de la ley de memoria histórica o a los movimientos por la recuperación de la memoria que están surgiendo?
Galicia vivió una transición más o menos normal en los primeros años del postfranquismo, hasta la llegada de Fraga al poder y sus dieciséis años de gobierno, que le han otorgado, cómo no, algunas peculiaridades. Ahora bien, creo que esas diferencias se notan más en otros aspectos sociales y políticos que en lo que se refiere a las políticas de memoria; me temo que el memoricidio es una política estatal. Lo que sí está cambiando en los últimos años es la idea falsa que se había difundido de una Galicia sin frente de guerra y en donde el franquismo apenas había «hecho sangre», ya que el golpe de estado había triunfado en los primeros días. Historiadores como Xulio Prada o Dionisio Pereira han estado escribiendo últimamente sobre la brutal represión en Galicia, sobre los campos de concentración y las prisiones, así como sobre la delación y la aniquilación de la articulación política. Por lo que toca a la ley de memoria, como decía, al margen de la extrañeza que me produce la voluntad de legislar algo así, lo importante no es tanto la ley como que el debate continúe en la sociedad civil. Y en esa línea me gustaría añadir que si algo he aprendido a fondo con este proyecto es la deuda que tenemos con aquellos y aquellas que lucharon por volver a un estado de derecho, todos los que desde los sindicatos, los feminismos, los movimientos de gays y lesbianas, las asociaciones de vecinos, etc., construyeron la Transición y sentaron las bases para la democracia, con independencia de cómo salieran luego las cosas. Ellos y no los pactos institucionales, el Rey o Suárez, fueron los auténticos protagonistas de la Transición.
En ocasiones se ha reprochado al pensamiento crítico o progresista el no haber sido capaz de forjar buenos mitos: ¿Crees posible o tendría sentido construir una mitología que recoja de algún modo las críticas que se hacen desde la izquierda tanto a la memoria de la Guerra Civil y el franquismo como a la de la Transición? ¿Puede el «formato mitológico», las narrativas sencillas con buenos y malos, tener un efecto positivo y cumplir una función crítica al enfrentarse a ciertas narrativas oficiales, también simplificadas?
Personalmente estoy muy en desacuerdo con la construcción de narrativas épicas, aunque lo cierto es que funcionan y se sustentan sobre bases emocionales muy potentes. Desde luego, con las herramientas críticas habituales es muy difícil enfrentarse de manera eficaz con una máquina narrativa tan potente como la televisión y tratar de sustituir la nostalgia por la reflexión. ¿Sería posible un Cuéntame de izquierdas? Tal como funciona hoy la televisión, creo que la respuesta es que no. Seguramente necesitaríamos héroes y heroínas para competir en ese campo –los soviéticos lo consigueron, ¿no?– pero, desde luego, yo no estoy por la labor ni creo que sea buena idea emplear esas armas. Algunos sectores del cine comercial, algunas novelas y programas de televisión sí han entrado en ese juego de construcción de héroes republicanos, pero yo creo que lo único que se consigue es acentuar el maniqueísmo y promover una especie de «fe laica» que me resulta insufrible. No creo que beneficie a nadie lanzarse a jugar en un terreno de lenguajes marcados; pienso, más bien, que debemos transformar los códigos y proporcionar armas de reflexión y de pensamiento crítico con las imágenes y las palabras. El problema, claro está, es la distribución de ese tipo de material, a pesar de las nuevas tecnologías.
La indagación en torno a los mecanismos de construcción de la memoria colectiva parece ser una constante en tu trabajo. ¿Te preocupa que los medios de comunicación de masas contribuyan a falsear el recuerdo colectivo?
Sí, es un tema que me preocupa mucho. Las imágenes construyen imaginario y los media son un instrumento difícil de contradecir en esta elaboración. Por otra parte, yo soy historiadora de formación y he pensado muchas veces sobre cómo se nos cuenta la historia y cuáles son los mecanismos de ese relato. Si antes los relatos perduraban durante siglos, ahora la deglución de las narrativas históricas es brutalmente rápida, acorde con nuestro tempo y con las necesidades mediáticas. Pero, como comentaba antes, también tenemos mecanismos de intervención que no existían en otras épocas y formas eficaces de generar autorrepresentación; en este sentido, el vídeo es un instrumento muy útil. No quiero dar a entender que las nuevas tecnologías sean liberadoras por sí mismas, pero sí creo que serán útiles políticamente en la medida en que seamos capaces de utilizarlas contextualmente. La producción, en estos casos, no basta; es preciso intervenir también en la distribución, situarse en todos los puntos del sistema de producción-distribución-consumo. Ahora bien, también es necesario moverse continuamente, porque las nuevas formas de contar y consumir imágenes son cooptadas cada vez más deprisa. Un ejemplo muy claro de utilización de una tecnología asequible y fácil de distribuir en la red como es el streaming son los vídeos electorales. La clase política se ha apropiado del «hazlo tú mismo» y el «distribúyelo tú mismo» de algunas webs, igual que hizo con los mensajes de móvil…
Al margen de la representación mediática de nuestro pasado, en tu trabajo también hay una crítica al proceso de conversión de la memoria y el pasado en historia oficial; ¿hay algo en el formato mismo de la historia –un discurso con un sentido y un orden, con cierta coherencia interna y un punto de vista más o menos fijo– que te parezca criticable? ¿Qué tiene de positivo la forma fragmentaria que pareces defender?
Creo que lo criticable es el absolutismo historicista de algunos historiadores. No es mi intención a estas alturas atrincherarme en posturas de crítica a la historia como las de Hayden White, pero tampoco se puede olvidar ni por un momento que la historia es un relato construido desde el presente, y que la academia no es el lugar impoluto de autonomía del pensamiento que se nos intenta hacer creer. Aunque la historia como disciplina me parece muy necesaria –tal vez ahora más que nunca–, sí creo que debe explicitar la posición y los supuestos desde los que está construyendo su narración y cuáles son sus materiales de trabajo. En cuanto a la fragmentación que defiende, por ejemplo, Walter Benjamin, consiste precisamente en eso, en exponer los materiales de derribo con los que está construido el edificio de la historia, exponer sus fisuras y su precariedad, sus intersticios y sus puntos de fuga. Por suerte, hay ya muchos historiadores e historiadoras dispuestos a sacar a la luz la tramoya de sus investigaciones y que elaboran relatos muy críticos con la historiografía al uso.
Walter Benjamin es una presencia constante en tu obra; al margen de las citas explícitas, tu trabajo parece imbuido de ese temor benjaminiano ante la posibilidad de convertirse en instrumento de la clase dominante y ante la certidumbre de que ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo…
Sí, mi trabajo está completamente «iluminado» por Walter Benjamin, si se me permite la expresión. Para mí, su capacidad de reflexión desde la experiencia, su delicadeza escribiendo, la riqueza de sus imágenes, hacen de Benjamin una continua fuente de placer y de saber. En Plan Rosebud están especialmente presente sus Tesis de filosofía de la historia, y también El libro de los pasajes. Su concepción de la historia como un terreno siempre abierto, como un territorio de agenciamiento, me parece profundamente responsable y radicalmente democrática, y apela a cada uno de nosotros como sujetos de la historia. Como productora de imágenes, la obra de Benjamin también me alerta del uso y las lecturas que puede hacer el poder de esas imágenes, pero también me hace consciente de la necesidad de construirlas y de hacerlas circular como un material habitable por los demás.
Hace algunos años se censuró, por el sencillo método de suprimirla, tu obra Banco de espacio, que trataba del papel de los bancos y cajas en el reciente boom inmobiliario. A pesar de lo perverso de toda censura, ¿no produce, quizá, cierto alivio ver que la actividad artística no está condenada a la impotencia y la incomunicación? ¿Crees que hay quien se ha apresurado a decretar la inutilidad de los mecanismos tradicionales de la cultura antagonista?
Creo que la capacidad de la producción cultural para generar debate y, en general, para intervenir, aunque sólo sea simbólicamente, en la producción de realidad se está convirtiendo en ínfima. La instrumentalización por parte de las instituciones y, en general, las mismas formas y condiciones de producción a las que estamos sometidos, nos abocan al clientelismo y a la autocensura –que ocurre, esta sí, todos los días y jamás llega a la prensa–. Perdona mi pesimismo, pero creo que es difícil hablar en estos momentos de cultura y antagonismo, al menos en cuanto pisas terreno profesional. Hay gestos personales, posiciones de resistencia, un día a día de mantenimiento de posiciones críticas y alerta pero, como posibilidad colectiva, estamos en un momento profundamente reaccionario. De todas formas, tampoco creo que no haya resquicios: los hay, y los gestos son importantes. Y tampoco creo que haya que caer en la impotencia o el cinismo. Hay que conocer los mecanismos de la producción cultural, ser consciente de ellos y tratar de hacer trabajos responsables y articulados con la realidad, exigiendo condiciones dignas y no tragando con todo. Por lo demás, la institución del arte es como cualquier otra institución y como el mundo del trabajo en general: la alternativa está entre encontrar mecanismos de resistencia dentro o abandonar. No me siento especialmente cómoda dentro del mundo del arte, como tampoco me siento especialmente cómoda en la universidad, pero durante un tiempo puede servirte como un escenario que te confiere la visibilidad que necesitas para, por ejemplo, hacer una crítica de la representación desde dentro. Otra cosa muy sana es no rodearte de artistas constantemente y trabajar con personas de otros ámbitos. Mantenerte «extranjera» en el arte o en la universidad (que son los dos ámbitos que conozco desde dentro y en los que trabajo) me parece fundamental para no acabar estetizando el trabajo o claudicando ante una ordenación de los conocimientos que tú sabes falaz e interesada, por muy naturalizada que se presente.
© Minerva, 2008. Entrevista publicada bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
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