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El museo y la escuela

Hacia una convergencia

Juan Antonio Ramírez
Fotografía Minerva

No está tan lejana aquella época siniestra, cuando los pocos museos existentes parecían sórdidos almacenes mal equipados, y cuando las escuelas no soñaban con enseñar nada del arte universal. Ni en un sitio ni en otro se mostraban cosas como la fotografía, el cine, o cualquier otra manifestación del arte del presente. Aquel panorama no tiene nada que ver con el de la España actual. Desde finales de los años setenta hasta ahora se han renovado todos los viejos museos, y se han fundado otros muchos, dedicados en su mayoría a la creación contemporánea. Casi todos tienen flamantes departamentos didácticos.

Las programaciones culturales y expositivas de estas instituciones, consideradas globalmente, abarcan todas las épocas y temáticas, desde la remota prehistoria hasta la actualidad más acuciante. Los «medios» de la sociedad de masas figuran en ellos, desde luego, como sucede con las cuestiones más imperiosas del mundo presente. Los artistas son detectores muy sensibles de todos los terremotos de la contemporaneidad, y es inevitable (pre)ocuparse de los asuntos que ellos tratan cuando se intenta exponer y comprender lo que hacen. Conclusión inevitable: la proliferación y la dotación de los nuevos museos, y su escoramiento hacia la actualidad, les ha obligado a dar un salto gigantesco, poniéndose a la vanguardia en la tentativa de hacernos comprender (y de intentar mejorar) el mundo en que vivimos.

¿Qué ha sucedido, mientras tanto, en los distintos niveles de la educación formal? La escuela ha asumido, claro está, los nuevos valores democráticos, y se están haciendo serios esfuerzos para que la tolerancia y el reconocimiento de los derechos de «el otro» formen parte de los programas educativos oficiales. En esta línea puede situarse la nueva y polémica materia denominada «Educación para la ciudadanía». Pero la oposición frontal a la misma por parte de la Iglesia Católica y del principal partido de la derecha política no significa que los agentes sociales disientan sobre la necesidad de profundizar en valores comunes, como los ya mencionados, o los que tienen que ver con asuntos como la ecología y la lucha contra la pobreza, ya que la discrepancia de fondo radica en torno al derecho (o el deber) del estado a tutelar una especie de formación moral laica, o si, por el contrario, esto debe quedar exclusivamente en manos de las familias y de la Iglesia. No hay, pues, diferencias sustanciales en torno a ciertos asuntos en las enseñanzas primaria y media, y también parece evidente que el discurso oficial en la educación superior se mueve en la misma dirección democrática, solidaria y civil.

Podría pensarse que semejante convergencia entre los valores de los museos y los de la educación formal produciría, de inmediato, una especie de idilio entre los centros de arte y las instituciones escolares. Pero no está claro que sea así. El hecho, fácilmente constatable, de que falta mucho por hacer en este terreno nos obliga a plantearnos qué está pasando y qué cuestiones deberíamos reformar.

Llama la atención, en primer lugar, la progresiva asunción por parte de los museos de tareas tradicionalmente encomendadas a los ámbitos educativos: conferencias, cursos de historia del arte, de formación de profesores, visitas guiadas, talleres de creación, etc., se organizan en unos centros de arte renovados, que no se conciben ya a sí mismos como meros contenedores de obras inmortales, sino como agentes activos en la transformación cultural de la sociedad. También es frecuente, por otra parte, que algunas actividades escolares propiamente dichas no se desarrollen en el aula, sino en las salas de los museos, o en algunas de sus dependencias. Así es como las instituciones artísticas más dinámicas de nuestros días son ya órganos de difusión cultural (suplantando a los lugares de entretenimiento juvenil y a los de la educación para adultos), así como aularios o talleres más o menos lúdicos para actividades escolares complementarias. También dice mucho de esa «voluntad imperialista» del museo moderno el hecho, ya mencionado, de que otros aspectos básicos de la formación cultural y moral se estén presentando en sus salas en forma de exposiciones temáticas, y no siempre con una coartada «artística». ¿Quién no ha visto, en los últimos años, desfilar por los museos asuntos como los recursos de la Tierra, episodios de la historia local, o arduas cuestiones relacionadas con la ciencia y las nuevas tecnologías?

Pero todo esto tiene un precio. El arte propiamente dicho tiende a oscurecerse, confundido en una avalancha de «eventos» heterogéneos. El regreso del discurso crítico hacia aquellas posiciones sociologistas que creíamos superadas hace más de treinta años puede deberse también a esta circunstancia. El sistema educativo, por otra parte, parece renunciar a asumir las tareas que mayor prestigio y visibilidad social le podrían proporcionar. Al delegar en los museos algunas de sus funciones tradicionales se enrocan cada vez más en esa marginalización y degradación progresiva que muchos analistas creen detectar en la educación formal.

Cabe preguntarse, en fin, si no ha llegado la hora de redefinir mejor los papeles para que tanto la escuela como el museo colaboren de un modo más efectivo. No parece muy bueno que el museo pretenda suplantar a la institución académica. Hay algo perverso en la concepción de los centros educativos como meros suministradores de un «público cautivo» que incremente las cifras oficiales de visitantes y anime las salas de exposición mediante la coercitiva obligatoriedad de asistencia propia de la enseñanza reglada. Pero, ¿quién tiene la culpa de esto? ¿Poseen las instituciones escolares (incluyendo las universidades) los recursos necesarios para programar actividades culturales atractivas y de calidad? ¿Quieren acaso mirar hacia la educación los políticos y los mecenas privados que financian, en cambio, con generosidad (muy ostentosa) los eventos culturales de los museos? No podemos evitar la sospecha, en fin, de que la era gloriosa que están viviendo los «centros de arte» pueda ser el fruto de una mala conciencia colectiva, como si nuestros principales agentes sociales estuvieran exhibiendo lo mucho que otorgan a la ciudadanía en las instituciones artísticas para disimular lo poco que hacen en el dominio de la escuela. No se trata, en el momento actual, de que los museos renuncien a sus programaciones culturales, pues eso sería poco menos que suicida (a fin de cuentas, estas instituciones sólo están intentando llenar huecos que nadie cubre). Pero la colaboración entre museo y escuela se puede incrementar y perfeccionar si se hace un esfuerzo más serio por conectar los objetivos de unos y otros, intentando sacar el máximo rendimiento social mediante la coordinación de los recursos existentes.

No estaría mal, para empezar, que se programaran más exposiciones de carácter didáctico general. La que se ha celebrado recientemente en el CBA, dedicada a los «momentos estelares» de la fotografía en el siglo XX, es un ejemplo del camino que se podría seguir, una clara demostración de que no hay incompatibilidad entre la claridad y el interés objetivo de lo presentado. Quizá no haya sorprendido mucho a los especialistas, pero, ¿quién dice que todas las exposiciones han de dirigirse a los entendidos? Deberían tenerse más en cuenta las programaciones escolares, generándose actividades conjuntas que atiendan a necesidades pedagógicas específicas. Esta consideración es válida para todos los niveles educativos. Los gabinetes didácticos de algunos museos podrían subespecializarse creando secciones para los distintos sectores de la enseñanza.

Un caso concreto de este tipo de colaboración se presenta con los ciclos de conferencias que organizan habitualmente algunos centros de arte. A los alumnos que asisten se les reconocen, a veces, algunos créditos «de libre configuración», lo cual es una manera de integrar la actividad del museo en la vida universitaria. Pero pocas veces se cuenta con las instituciones educativas a la hora de programar estos ciclos, y faltan intentos serios de integrarlos en la oferta académica como asignaturas de pleno derecho. La rigidez burocrática de las universidades se alía aquí con el deseo algo pueril de independencia que exhiben los museos a la hora de producir programas que, aun siendo muy interesantes, serían mas eficaces si se coordinaran de verdad con los entes educativos. Son muy prometedores, en este sentido, los másteres conjuntos entre universidades y museos que se están organizando en los últimos tiempos. Ojalá consigan sus objetivos y estimulen otro tipo de colaboraciones, en todos los niveles de la educación.

En el campo concreto del arte hay que insistir para que los museos se comprometan más activamente en la educación, tal como ésta se da en cada lugar concreto. Ellos deberían ser los primeros interesados en que se remediasen algunas deficiencias de los planes educativos: la historia del arte (diferenciada de la educación plástica) debería implantarse en los programas oficiales de la enseñanza infantil y primaria, y ser también, al menos, una materia optativa para todos los bachilleratos (ahora está recluida en las especialidades humanística y artística). No se trata de una exigencia corporativa sino de un mero ejercicio de coherencia profesional: el museo por sí solo no puede cubrir las múltiples lagunas de la educación formal, y siempre serán insuficientes todos sus esfuerzos por lograr una verdadera educación artística si no vienen acompañados por un trabajo serio en la escuela. Otro aspecto a considerar es el de la elaboración de instrumentos didácticos como cuadernos de actividades, libros escolares, juguetes, recortables, programas de ordenador, etc. Hay en el mercado mucho material de este tipo, pero es muy heterogéneo y de calidad desigual. Las mejores herramientas son, con frecuencia, inencontrables. Cabe imaginar la posibilidad de crear talleres conjuntos entre los consorcios escolares y los de los museos con el objetivo de producir los materiales que una verdadera educación artística requeriría. Se trata, en suma, de hacer cosas efectivas, no de operaciones cosméticas o meros gestos para la galería. Los museos y la escuela, trabajando juntos, tienen mucho que ganar.

RAMÓN MASATS

Cuenca en la mirada, Cuenca, Departamento de Publicaciones de la Diputación Provincial de Cuenca, 2007

Ramón Masats: magia y realidad, Madrid, La Fábrica, 2000

Ramón Masats: fotografía, Barcelona, Lunwerg, 1999

Un paseo por Madrid, Barcelona, Lunwerg, 1985

Los Sanfermines, Madrid, Espasa Calpe, 1963

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JUAN ANTONIO RAMÍREZ

Edificios-cuerpo, Madrid, Siruela, 2003

Corpus solus. Para un mapa del cuerpo en el arte contemporáneo, Madrid, Siruela, 2003

Dalí: lo crudo y lo podrido, Madrid, Antonio Machado Libros, 2002

La metáfora de la colmena. De Gaudí a Le Corbusier, Madrid, Siruela, 1998

Cómo escribir sobre arte y arquitectura, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1996
Arte, resquemor y pavesas errantes del 92, Madrid, Lápiz, 1994

Duchamp, el amor y la muerte, incluso, Madrid, Siruela, 1993

Arte y arquitectura en la época del capitalismo triunfante, Madrid, Visor, 1992

El arte de las vanguardias, Madrid, Anaya, 1991

Arte prehistórico y primitivo, Madrid, Anaya, 1989

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25.09.07 > 18.11.07

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