Eco. Semiótica de la cultura
A nadie le debe extrañar que, tras recibir la Medalla de Oro del CBA, Umberto Eco dictara una conferencia intitulada La semiótica de la cultura hoy. Eco, intelectual reconocidísimo, excelso profesor, bibliófilo, bibliómano, coleccionista de libros, defensor a ultranza de la memoria –hasta el punto de que quienes hemos estudiado y colaborado con él le hemos dado el epítome de Funes el memorioso, personaje de Borges–, sabio enciclopédico, novelista capaz de convertir en best seller una novela –El nombre de la rosa– situada en el Medievo, pletórica de disquisiciones teológicas y filosóficas y con un altísimo porcentaje de texto citado en latín, es, ha sido y sigue siendo un semiólogo.
A nadie le debe extrañar que, tras recibir la Medalla de Oro del CBA, Umberto Eco dictara una conferencia intitulada La semiótica de la cultura hoy. Eco, intelectual reconocidísimo, excelso profesor, bibliófilo, bibliómano, coleccionista de libros, defensor a ultranza de la memoria –hasta el punto de que quienes hemos estudiado y colaborado con él le hemos dado el epítome de Funes el memorioso, personaje de Borges–, sabio enciclopédico, novelista capaz de convertir en best seller una novela –El nombre de la rosa– situada en el Medievo, pletórica de disquisiciones teológicas y filosóficas y con un altísimo porcentaje de texto citado en latín, es, ha sido y sigue siendo un semiólogo.
Suele decir que la semiótica es una joven disciplina que tiene más de dos mil años de historia. Una disciplina que se ocupa, según él, de todo lo que sirve para mentir. Como semiólogo que hunde sus raíces en los síntomas de Galeno y de Hipócrates, en los signos, en los indicios, en las pistas, como un detective cualquiera, ha ido siempre indagando en torno al código del mundo. Quizá por ello se haya ocupado de la metáfora en Aristóteles, de la filosofía hermética, de los falsos en el Medievo, del árbol de Porfirio, de los laberintos, del modo en que Moctezuma logró definir los caballos que llevaron los conquistadores y que sus emisarios describían como ciervos, de la clasificación de un inclasificable ornitorrinco –que puede parecerse a un castor, a un topo o a un pato, pero no a un gato, un elefante o un avestruz– y, en general, de su comprensión de la semiótica como lógica de la cultura (tal y como estableció desde su primer texto, publicado en inglés –Towards a Logic of Culture–), que hoy analiza en términos de problemas de traducción y de fronteras.
Eco comenzó su carrera universitaria con una tesis sobre Santo Tomás de Aquino y la estética medieval. De aquel amplísimo conocimiento escolástico ha pervivido el elegante modus ponens, presente en su espíritu crítico, en su negativa a hacer concesiones a lo que se encuentre fuera de la razón y de sus límites, haciendo suyas aquellas palabras de Horacio: «Hay una medida en todas las cosas, hay en suma confines precisos más allá de los cuales no puede existir lo recto». Si se dio a conocer como brillante ensayista con Opera aperta –donde conversaba con la música contemporánea, con Luciano Berio, con Italo Calvino, con la teoría de la información–, años después escribiría un libro con el significativo título de Los límites de la interpretación, desoyendo el ocurrente aforismo de Lichtenberg: «El texto es un picnic donde el autor pone las palabras y el lector el sentido». El sentido, en cambio, nos dirá, se construye en esas «máquinas perezosas» que son los textos y hay límites en la interpretación. Un ejemplo contrafáctico: si Jack el Destripador hubiese sido detenido por sus nefandos crímenes y en el interrogatorio hubiera dicho «he hecho lo que he hecho tras la lectura de la Biblia», puesto que el texto Biblia no consiente esa interpretación, Jack hubiera «usado» ilícitamente en su interés el texto.
Eco nos ha enseñado que, si bien en una interpretación continua –semiosis ilimitada en Peirce– cabría pasar de /cosaco/ a /armado a caballo/, de /armado a caballo/ a /húsar/, de /húsar/ a /personaje de opereta/ y de /personaje de opereta/ a /viuda alegre/, no estamos autorizados a decir que existe parentesco semántico entre un cosaco y una viuda alegre. También cuando topamos con la palabra /ballena/, no vamos al diccionario para encontrar una voz que reza: «mamífero cetáceo», sino que activamos una enciclopedia, es decir, un archivo de todas las informaciones, una «librería de todas las librerías», que hace aparecer en /ballena/ a Jonás, a Moby Dick.
Modos, confines, límites, fronteras, umbrales, laberintos…, conceptos siempre presentes en la obra de Umberto Eco que remiten a la Enciclopedia, único medio con el que podemos dar cuenta, no sólo de cualquier sistema de signos, sino también de la vida de una cultura como sistema semiótico. Por eso, más allá de efímeras modas intelectuales, deconstruccionismos, derivas, multiculturalismos, aquellos malhadados estudios culturales, etc., la semiótica de la cultura, que junto al de Eco ha dado nombres tan indiscutibles como Jakobson y Lotman, permite describir espacios semióticos fuera de los cuales no existe la significación, no hay sentido. Y si algo nos ha enseñado Umberto Eco –lector modelo, en su amor por los libros, por las bibliotecas, por la memoria en general y por la cultura en particular– es que despreocuparse del sentido sería un non sense.