El contratiempo de la libertad
Entrevista con Erri de Luca
Fotografía Eva Sala
La escritura de Erri de Luca (Nápoles, 1950), siempre tan contenida y rigurosa, posee sin embargo una alta graduación emocional poco frecuente en estos tiempos de cinismo literario. Él mismo tiene todo el aspecto de un personaje recién salido de alguna novela de Hemingway o Malaparte. En torno a los textos de Erri de Luca suelen orbitar cuatro elementos autobiográficos: su infancia en el Nápoles de los años cincuenta, su militancia en las organizaciones de extrema izquierda –fue jefe de seguridad de Lotta Continua–, la dureza del trabajo manual que ejerció durante años y el alpinismo y la escalada. En abril, Erri de Luca visitó el CBA con El Quijote y los invencibles, un espectáculo de música y poesía que recorre algunas de sus claves intelectuales a través de textos de Alberti, Brecht, Ungaretti, Nazim Hikmet o Boris Vian.
¿Sigue usted escalando paredes tan duras como la Grotta dell’Arenauta?
Ya no hago vías tan exigentes porque tuve un infarto hace un año y medio y no puedo realizar grandes esfuerzos. Pero al menos he vuelto a escalar bien, aunque sea paredes de menor grado. Escalar forma parte de mi mantenimiento físico, de mi disciplina. Si no recuerdo mal, la última ascensión que he hecho ha sido Torre Venezia, por la ruta Andrich.
En alguna ocasión ha descrito la escalada como «el régimen democrático del cuerpo».
Sí, la escalada me parece democrática porque te obliga a andar a cuatro patas, a utilizar también las manos para avanzar. En vez de hacerlo en horizontal, lo hacemos hacia arriba. Pero, respecto de la vertical, el culo está a la misma distancia de la superficie que la cabeza. La escalada es democrática desde un punto de vista estrictamente físico, corporal. Cuando escalamos, la cabeza no goza de privilegios panorámicos, ve lo mismo que el culo (risas).
También ha relacionado su talento tardío para la escalada con el endurecimiento que le produjeron sus años de trabajo físico.
La escalada es un tiempo de festividad corporal en el que tratamos de realizar el movimiento más preciso haciendo el menor esfuerzo posible, de modo que resulte fluido en vez de crispado o violento. El trabajo, en cambio, es el tiempo de la venta del cuerpo. Se suele decir que el oficio de prostituta es el más antiguo del mundo, su correlato masculino es el obrero que vende su fuerza de trabajo a cambio de un salario. Es un tiempo penal que las luchas obreras del pasado siglo lograron liberar parcialmente y dotarlo de una cierta dignidad. No sé si se repetirá en algún otro momento, pero en el siglo XX así ha ocurrido.
Sin embargo, en sus libros se observa cierta ambivalencia en la comprensión del trabajo manual. Hay una presencia constante de trabajadores tradicionales cuya tarea usted presenta positivamente, frente al trabajo fabril, a la mera venta de fuerza de trabajo.
Hay una nobleza especial en aquellos trabajos manuales en los que se completan todas las fases necesarias para terminar un producto final. El carpintero parte del árbol y lo convierte en un plato, muebles, una silla... La dignidad del trabajo depende de la integridad del conocimiento. En cambio, en la fábrica uno es una pequeña pieza de la cadena que monta el producto final. Uno se convierte en una parcela, una fracción, de modo que es más evidente la dimensión servil, sumisa, del trabajo.
¿Y esta diferencia tiene consecuencias políticas? Pienso en la crítica del trabajo que teorizó su generación política.
Bueno, en realidad, esa crítica del trabajo fue muy práctica. Consistió en el sabotaje de las jerarquías dentro de los lugares de trabajo, en la inversión de las relaciones de fuerza del mundo laboral para introducir más democracia, más derechos. Para ser una generación revolucionaria, nunca hemos sido muy fuertes teóricamente. Por ejemplo, hemos sido de los revolucionarios que menos se han ocupado del problema del poder o, mejor dicho, de la toma del poder. Nuestro comunismo no era un proyecto de futuro, sino un proceso que se producía cada vez que se arrebataba el poder a la clase burguesa dominante. En cada interrupción, en cada contratiempo del poder, estaba el comunismo: por ejemplo, en una manifestación espontánea de obreros en una fábrica. En ese momento el lugar de trabajo enmudecía, cesaba el ruido, se apagaban las máquinas y empezaba un contratiempo obrero de voces humanas, escandidas. Ahí estaba el comunismo: la igualdad, la fraternidad e incluso el espacio de libertad que surgía al suprimir el peso del trabajo.
¿A eso se refiere cuando, en El contrario de uno, escribe «porque felicidad, para nosotros, ha sido un barrio insurrecto de improviso al lado y alrededor nuestro»?
Sí. En aquel momento fue una experiencia de comunismo, una palabra que no inventamos nosotros, que heredamos de las grandes revoluciones, pero a la que intentamos dar nuestra propia definición, nuestra consistencia. Yo denomino así a lo que hicimos y obtuvimos en aquella época. Puede ser que me equivoque y esté forzando el significado del término. Pero para un escritor resulta un poco molesto equivocarse con las palabras, así que prefiero pensar que es la correcta.
Precisamente antes he utilizado la expresión «generación política» porque usted siempre pone mucho cuidado en hablar de su periodo de militancia en términos generacionales, nunca en términos de clase o estratégicos. ¿Por qué?
Porque todos teníamos la misma edad, había pocos viejos y sólo estábamos nosotros. Éramos una generación bien definida, homogénea. Los que nacieron diez años después cosecharon lo que se hizo entonces.
En El Quijote y los invencibles habla de aquellos «a quienes ninguna derrota vencerá definitivamente». ¿Es una descripción de aquel esfuerzo político?
No. Mi generación ha sido material, militar y penalmente derrotada. Es algo de lo que nunca nos hemos repuesto. Ni los que siguen en las cárceles ni los que han cumplido su condena han vuelto a levantarse. Por lo tanto, no hemos sido quijotescos. Más bien hemos sido de la especie de Rocinante, nos hemos encontrado cargando sobre la grupa con el peso de un siglo que nos ha conducido en cierta dirección. Osip Mandelstam lo llamaba «fiera mía». Yo, en cambio, no siento ira contra mi siglo; es más, no permito que nadie hable mal del siglo XX.
¿Mantiene alguna relación con otros autores italianos que también han escrito sobre esa época, como Massimo Carlotto o Nanni Balestrini?
No. Mantengo el contacto y una buena amistad con las personas que estuvieron involucradas y siguen en las cárceles, pagando las consecuencias penales de todo aquello. Me siento vinculado a ellos y pienso que sólo me desvincularé cuando el último miembro de mi generación política salga de la cárcel. Entonces me podré liberar, no para refundar nada, sino sencillamente para liberarme.
En efecto, ha escrito con amargura sobre el final de aquel movimiento político: los juicios, las condenas desproporcionadas, los arrepentidos... ¿En qué hubiera consistido un desenlace alternativo?
En un país… razonable se habría producido una amnistía del bando vencido. Lo que ocurrió en Italia fue una auténtica guerra civil, una guerra de baja intensidad en lo que toca al número de muertos, pero de alta intensidad si se toma en consideración el número de presos políticos en una democracia: miles y miles de condenados a penas largas. Por eso lo razonable hubiera sido que esa época concluyera con un decreto de amnistía. En Italia, en cambio, los magistrados se han aprovechado de aquellos hechos para hacer carrera política, se han servido de la prolongación del rencor para mantener su legitimidad de vencedores. Tras la Segunda Guerra Mundial, un jurista alemán escribió: «Los vencedores se erigen en jueces sin dejar de ser enemigos». Esto es justamente lo que nos ha ocurrido: no nos han juzgado los jueces sino los mismos enemigos que nos derrotaron.
En varios textos ha abordado la intensidad de la comunidad antagonista de aquellos años, pero también la dureza de los enfrentamientos. ¿Considera importante el paso al combate físico, no sólo ideológico, como un punto de inflexión en la liberación?
Fue una maldita necesidad. Era inevitable. Por otra parte, el siglo XX ha expresado así sus relaciones de fuerza: a través de luchas revolucionarias y resistencias armadas. Fue un paso obligatorio.
En cambio, respecto a los jóvenes de hoy, dice usted: «Esta generación admite soportar violencia pero no quiere ensuciarse reaccionando. Quiere que la agresión provenga de un solo lado, desnuda su derecho y lo enseña en su estado natural, como lo que realmente es: atropello».
Me parece lógico que las cosas se planteen ahora de otra forma. En el siglo pasado las revoluciones triunfaban, la lucha revolucionaria desembocaba en algo, tenía un porvenir, producía resultados. Hoy no y, lógicamente, ningún joven se siente impelido a atacar el poder frontalmente. Antes, en cambio, el mundo se movía a través de grandes conmociones: la revolución rusa, la revolución china, el movimiento de liberación que logró emanciparse de siglos de esclavitud...
Hablando de liberaciones, en La urgencia de la libertad habla del Jubileo como una experiencia de liberación radical que se presenta como un hecho de la naturaleza. ¿Qué nos enseña el Levítico sobre la naturaleza de la libertad?
Nos enseña que no hay propietarios de nada. Que el régimen legal que hace decir «esto es mío» constituye un abuso de confianza que, no obstante, está limitado por el hecho de que cada siete años debes dejar en paz tus posesiones, tus tierras, la naturaleza... Y cada siete veces siete jubileos, es decir, cada cuarenta y nueve años, tienes que devolver la tierra a la divinidad. La tierra no es tuya y debes restituirla. Era una legislación para un habitante del mundo que sabía ser un inquilino, un invitado y no un cacique. Era una buena norma para el uso de la tierra. Evidentemente las cosas ya no son así. Leemos ese libro y lo consideramos sagrado, es decir, un libro venerable pero inaplicable. Un poco como un viejo abuelo al que respetamos y cuidamos pero que ha perdido la cabeza y habla de sus cosas.
Ha insistido en la importancia de recuperar una versión más fiel de los textos bíblicos. ¿Por qué? ¿No conocemos el contenido exacto de la Biblia?
Conocemos la versión católica de la Biblia, que nunca ha sido muy escrupulosa con el original. Más bien ha considerado el Antiguo Testamento en hebreo antiguo como un producto en bruto que había que trabajar y refinar a través de los conocimientos cristianos. Yo, en cambio, propongo una lectura muy literal de ese texto. Por ejemplo, en la traducción más habitual de la Biblia la divinidad condena a la mujer a sufrir dolor: «la mujer parirá con dolor». Cuando lo cierto es que la palabra hebrea que aparece en el texto no es «dolor», la divinidad le dice a la mujer que parirá con esfuerzo, afán y fatiga. No niega que exista el dolor, pero no es eso lo que quiere subrayar. Lo que les está diciendo a la mujer y a Adán es: «Habéis comido el fruto del conocimiento del bien y del mal y os habéis sentido desnudos». ¿Y qué otra especie se siente desnuda? Ninguna. Con su desobediencia han modificado profundamente no sólo su conciencia sino también su biología, de modo que se han diferenciado del resto de las especies animales. Por eso la mujer ya no tendrá esa agilidad, esa naturalidad en el parto que tienen los otros animales y dará a luz con esfuerzo, afán y fatiga, e incluso los embarazos serán inciertos. Y Adán dice: «Maldita sea la tierra». Pero ¿por qué debería ser maldita la tierra? Pues porque Adán ya no se contentará con el fruto espontáneo de la tierra, sino que se dedicará a trabajarla para extraer más productos con su sudor, por eso la condena. La divinidad simplemente está haciendo constataciones. Dice: «Habéis cambiado vuestra naturaleza, vuestra razón social y vital. Os habéis convertido en otra especie». La prueba de que no quiere castigarlos es que inmediatamente después se preocupa de cubrirlos con túnicas de piel de un modo sumamente atento y maternal: estáis desnudos y os cubro. Esto no es una interpretación mía, una lectura alternativa más o menos simpática. La palabra hebrea que se suele traducir como «dolor» aparece en las sagradas escrituras otras cinco veces, cuatro en los Proverbios y una en los Salmos. Y los traductores, todos, traducen esa palabra cinco veces de seis como «esfuerzo», «afán» o «fatiga». ¿Qué quiere decir eso? Que la iglesia ha puesto en boca de la divinidad una condena contra el cuerpo de la mujer en la que se basa toda su subordinación social. La traducción cristiana ha estado supeditada a un objetivo espurio. La cuestión es que simplemente remontándonos al original la divinidad se vuelve más... presentable, menos hostil con la mujer, a la que en las versiones posteriores hace sufrir mientras al hombre sólo le hace sudar. No está bien tratar así a la divinidad.
En En el nombre de la madre, una novela protagonizada por María, me han llamado la atención los detalles, por así decirlo, etnográficos: las leyes tribales, las relaciones de María con las demás mujeres del pueblo...
Bueno, la tradición cristiana ha tomado la figura de María y la ha puesto en un altar, la ha engrandecido, la ha agigantado. En cambio en mi texto, ella está todavía con los pies en la tierra, es aún una chica de Israel. Se trata de una historia que está ya en el Nuevo Testamento pero pertenece todavía por completo al tiempo del Antiguo Testamento. La tradición católica priva a María de ese suelo y la coloca en el cielo para hacer de amable recolectora de plegarias, de enlace con la divinidad.
Otro tanto ocurre con José, del que en ningún evangelio se dice que sea viejo. Por eso tenemos buenas razones para imaginarlo joven, bello, enamorado… Enamorado porque es él quien se preocupa de salvar a esa mujer convirtiéndose en su segundo marido y en padre de un niño al que reconoce y da su nombre.
Cambiando de tema, ¿por qué en sus libros hay tantas navajas?
Bueno, para un meridional los cuchillos tiene un antiguo significado, ¿no? Los italianos y españoles somos maestros cuchilleros y siempre los hemos llevado encima. Pero la razón de que aparezcan en mis textos no tiene que ver con el arma en sí, sino con que en la vida que he conocido siempre ha habido una cierta cuota de violencia que no quiero censurar en mi escritura. Siempre incluyo esa parte de sangre vertida en las historias que escribo como… homenaje a la vida, que ha sido así.
En su escritura también aparece a menudo Nápoles, pero siempre la de su juventud. ¿No le interesa la Nápoles actual?
Lo cierto es que no la he habitado. Sólo soy capaz de escribir historias que me han ocurrido o que se han desarrollado a mi alrededor. Viví en Nápoles hasta los dieciocho años, por eso sólo puedo escribir argumentos que se desarrollan en ese periodo. La Nápoles de ahora es otra ciudad, un lugar con el que no puedo emplear el verbo volver, al que sólo puedo ir. Para mí el verbo volver sólo es practicable con la escritura, ya no es un verbo de la geografía. Sólo a través de la escritura vuelvo a aquel lugar. Y como soy bastante visionario, lo puedo reconstruir entero, con todos sus habitantes, sus piedras, sus fantasmas.
Me ha llamado la atención que dos de sus novelas napolitanas –Montedidio y El día antes de la felicidad– tienen una estructura muy similar: la formación de un chico, con un maestro vital y un desenlace violento... ¿Por qué le interesa tanto este argumento? ¿Se había dejado alguna cuenta pendiente en Montedidio?
No, no eran cuentas sin saldar, más bien me interesaba profundizar en dos momentos decisivos de una adolescencia. Montedidio trata sobre los trece años, una edad fatídica. Para los hebreos es el momento del paso a la edad adulta. Con trece años el niño se convierte en chico, en hombre: comienza a leer las sagradas escrituras en la sinagoga, es responsable penalmente y, en definitiva, empieza a formar parte de la comunidad. Es un momento en el que también el cuerpo se transforma, se produce el primer contacto con el propio sexo. Y hay adultos que guían este paso, en Montedidio está el padre, el zapatero jorobado, el carpintero... En El día antes de la felicidad, en cambio, el adulto es sólo uno y la edad de paso, los dieciséis años, es más comprometida. El protagonista completa su educación sentimental, civil y política a través del legado de un solo testimonio adulto, una vez concluida sólo queda la partida. La sangre es la firma de este paso, pero no es decisiva, podría haber tenido lugar también sin esa sangre.
La experiencia de la emigración parece ser otro de los temas que le han interesado últimamente, en particular la diáspora italiana a Argentina en los años cincuenta y los movimientos migratorios contemporáneos.
Creo que la emigración es el elemento histórico principal de nuestro tiempo. Por primera vez en la historia, se han desplazado millones de seres humanos de un continente a otro vaciando algunas zonas y llenando otras. En Argentina se instalaron tres millones de italianos y Nápoles era uno de los puntos de partida, un puerto que vivía de explotar la emigración. Siempre se habla de nuestra emigración a Norteamérica, pero también hay una grandiosa diáspora al sur del continente que a mí me interesa más. En general, la modernidad se ha caracterizado por esta clase de migraciones, desplazamientos de millones de seres humanos, pueblos enteros, que han cambiado la faz del mundo. En estos movimientos se encuentran las mayores narraciones épicas imaginables, esas vidas contienen gigantescos relatos de aventuras. El que escribe historias debería salir a pescar, ¿no? A mí me gustan esas grandes historias mucho más que la introspección psicológica que inventó la literatura del pasado siglo. No me interesa hurgar en las vísceras de las persona, me interesa lo que sucede ahí afuera.
Una última pregunta. ¿Cómo es el Himalaya?
El Himalaya es un santuario. Quienes amamos las montañas visitamos esas moles como peregrinaje religioso o sentimental, para respirar un poco de su aspereza, de su dureza, de su impracticabilidad. En el campo base somos mucho más precarios y frágiles de lo acostumbrado. La montaña es un lugar desconocido, un lugar extraño para nosotros. Los que empezaron a colonizar la montaña, lo hicieron porque escapaban del valle. Es un puesto fronterizo donde la especie humana se interrumpe y las fuerzas de la naturaleza más hostiles prevalecen. Es un lugar donde incluso la tierra se interrumpe. El alpinismo ha sido el último capítulo de la geografía: se habían visitado todos los puntos de la tierra, sólo faltaban algunas montañas.
© César Rendueles, 2009. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
El día antes de la felicidad, Madrid, Siruela, 2009
En el nombre de la madre, Madrid, Siruela, 2007
Tras la huella de Nives, Madrid, Siruela, 2006
La urgencia de la libertad, Madrid, Abada Editores, 2005
El contrario de uno, Madrid, Siruela, 2004
Montedidio, Madrid, Akal, 2004
Tres caballos, Madrid, Akal, 2002
Adelfa, arco iris, Madrid, Akal, 2001
Aquí no, ahora no, Madrid, Akal, 2000
Tú, mío, Barcelona, Muchnik, 2000
CABARET CÍRCULO DON QUIJOTE Y LOS INVENCIBLES
23.04.09
PARTICIPANTES ERRI DE LUCA • GIANMARIA TESTA (VOZ Y GUITARRA) • GABRIELE MIRABASSI (CLARINETE)
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