Indiferencia social en materias religiosas
Artículo del filósofo y clérigo catalán Jaime Balmes (1810-1848), publicado originalmente en La Civilización, en diciembre de 1841. Entre sus obras más conocidas se cuentan su Historia de la Filosofía, El celibato del clero, De la originalidad o Cartas a un escéptico en materia de religión.
La indiferencia del individuo en materias religiosas, es decir, un completo descuido del negocio que más le importa, un olvido de verdades terribles que al fin la muerte le ha de recordar, es cosa reprobada por la razón y el buen sentido; es un sistema funesto que se sigue, pero que no se aprueba, y el hombre que camina por ese sendero de perdición es el primero en reconocer que su conducta es insensata. Sea cual fuere el grado a que llegue entre los hombres la incredulidad, sea cual fuere el apartamiento en que vivan de las convicciones religiosas, sea cual fuere el dominio que sobre ellos ejerzan las pasiones, interesadas, como es claro, en ahogar el recuerdo de las severas verdades que las enfrenan, siempre es cierto, siempre es innegable, siempre está patente a los ojos, que el hombre muere, que su vida es muy breve, que más allá del sepulcro hay el temor de alguna realidad tremenda: temor que no han sido parte a disipar todas las cavilosidades de una escasa porción de sofistas, empeñados en desmentir las creencias de todos tiempos y países, en contrariar las tendencias religiosas del linaje humano, en borrar del corazón del hombre ese misterioso sentimiento de la otra vida, que, desplegándose en su alma desde que abre los ojos en la cuna, le acompaña en todos los períodos de su existencia, y se despierta más eficaz, más vivo, más pavoroso en el momento terrible en que va a pisar el borde del sepulcro. Por estas razones, la indiferencia del individuo en materias religiosas no se defiende en teoría, por más que se siga en la práctica; y cuando se reconviene a los indiferentes por su imprevisión y ceguedad, no encuentran otra respuesta que uno de aquellos indefinidos aplazamientos a que apela en su confusión e incertidumbre la debilidad humana.
Pero si esto sucede con respecto al individuo, no se verifica lo mismo cuando se trata de la sociedad: ésta, en juicio de algunos, debe mostrarse del todo indiferente en religión; desde el gobierno supremo hasta la última rueda de la administración, todo debe llevar el sello de este indiferentismo, y entonces dan los pueblos una relevante prueba de su adelanto, cuando se puede afirmar de ellos en toda la extensión de la palabra aquel famoso dicho: La ley es atea. Dejaremos aparte lo equivocado y funesto de semejante sistema, en sus relaciones con el bienestar hasta material de los pueblos, y con la conservación del orden y paz en los Estados, pues que bajo este punto de vista se halla ya la cuestión tan bien dilucidada, que es difícil añadir nada que pueda ilustrarla, y así entraremos en otra clase de consideraciones, que por lo común suelen tenerse menos presentes.
En este error han influido dos causas: una es la incredulidad disfrazada que se ha empeñado en desterrar la religión del corazón del individuo, aparentando que sólo la combatía en las instituciones públicas; siendo la otra la mala inteligencia que se ha dado a ciertas proposiciones generales, susceptibles, como acontece en tales casos, de mil sentidos e interpretaciones. La diferencia de las dos sociedades, la religiosa y la civil, es una verdad incontestable, que salta a la vista con sólo considerar sus respectivos objetos. La una se propone asegurar los destinos temporales del hombre, la otra los eternos; la una toma por esfera de su acción esta vida mortal y pasajera, y no se extiende más allá del sepulcro, la otra considera la mansión del hombre sobre la tierra como un tránsito para otra vida mejor, como un verdadero viaje, y le muestra ya desde su nacimiento los altos destinos que le aguardan después de la muerte; la una ejerce su acción sobre el hombre exterior, afectando su cuerpo o sus intereses y no obrando sobre el hombre interior sino de un modo muy indirecto, la otra influye directamente sobre el alma; a ésta se encamina sin rodeos, la busca en sus más recónditos arcanos, le inspira los pensamientos, le prescribe las intenciones, arregla sus deseos, señorea todos sus movimientos y no hay seno del corazón, por más obscuro y profundo que sea, donde no llegue su vista penetrante, donde no alcance su acción reguladora. La sociedad civil obrando sobre el individuo es el hombre que obra sobre el hombre; pero la sociedad religiosa es la acción de Dios sobre el hombre; y los hombres, según la expresión del Sagrado Texto, ven las cosas que se presentan exteriormente, Dios ve intuitivamente el corazón.
Todo esto es de una verdad y certeza indisputables; y si de aquí se infiriese la diferencia de las dos potestades, las diversas esferas en que deben obrar, los diversos medios de que se deben valer, nada se encontraría que no estuviese muy conforme con la razón y con las sanas doctrinas religiosas. Pero desgraciadamente se trastornan de tal manera las ideas, que muchas veces sólo se hace servir la diferencia indicada para vigilar con excesiva suspicacia las invasiones del poder espiritual sobre el temporal, y para dejar en lamentable descuido las obligaciones de la sociedad civil con respecto a la religiosa. Enemigos somos de que la potestad civil se entrometa en los asuntos religiosos, ni que bajo ningún pretexto se salven las barreras que son una garantía de la conservación de la religión, de la tranquilidad de las conciencias y del buen orden y paz en los estados; sabemos muy bien que en este camino hay una pendiente resbaladiza, que empieza por una exageración de las regalías y acaba en la supremacía religiosa de Enrique VIII; pero si bien aplaudiríamos a todo gobierno que observase en esta parte una conducta prudente y mesurada, creemos también que sería muy funesto que el poder civil, lejos de mirar con rivalidad y celos el poder religioso, no pensase siquiera en él, abandonase a merced de las circunstancias los intereses religiosos, poniendo en planta un sistema de completa indiferencia.
Una cosa es no traspasar los límites que deben respetarse, otra cosa es no obrar cual conviene dentro del círculo de la acción respectiva; y así obraría un gobierno que, sin hostigar las conciencias ni entregarse a ningún género de persecuciones, no dispensase la debida protección a los ministros del culto, permitiese que por la enseñanza se propagasen doctrinas irreligiosas, que por medio de malos libros se atacasen las verdaderas creencias, difundiéndose de este modo la irreligión y la indiferencia, y que, no vigilando cual debe sobre la educación de la niñez, tolerase que se le inocularan máximas funestas que, deslumbrando su candoroso entendimiento, emponzoñase su tierno corazón. Apelar entonces a la diferencia de los dos órdenes, civil y religioso, pretextar que la parte moral y religiosa no es de la incumbencia de la potestad civil, sería confundir monstruosamente las ideas, sería olvidar los deberes más sagrados, sería dejar que se esparciesen semillas que un día habrían de ser funestas a la misma sociedad y al mismo gobierno que lo hubiese consentido. [...]
Supóngase una sociedad donde el bienestar material sea llevado al más alto punto que imaginarse pueda, donde, a más de la satisfacción completa de todas las necesidades, se disfruten todos los goces que halagan nuestros sentidos y pasiones; si están en ella tan descuidados los intereses religiosos que los individuos vivan en un entero olvido de los destinos eternos, si al descargarse la sociedad de las generaciones que se van sucediendo las envía al sepulcro para hundirse en un abismo de penas y desdichas, ¿no se podrá afirmar con razón que la sociedad en que vivieron, y que contribuyó a su perdición, fue para ellas una atmósfera envenenada, que mejor les era no haberla conocido, o haber pasado la vida en otro país menos dichoso, pero más propio para guiarlos por el camino de otra dicha sin fin? Porque el hombre que ha de vivir en la otra vida es el mismo hombre que vive aquí; y es absurdo el decir que sea un bien para él lo que, proporcionándole algunos goces en esta vida perecedera, le conduce a una infelicidad eterna.
Pero, ¡ah!, la suposición en que estribamos de una sociedad civil donde se satisfagan completamente todas las necesidades, donde se obtengan en abundancia todo linaje de goces, es una suposición arbitraria, sin fundamento en la realidad, porque en cualquiera sociedad adonde dirijamos nuestros ojos vemos un sinnúmero de desgraciados que vegetan en el abatimiento, en las privaciones y en la miseria; que nacen, viven y mueren en la desventura y en el dolor. Si para estos desgraciados no hay esperanza de dicha en la otra vida; si miembros de una sociedad que no puede sacarlos de la miseria, que apenas alcanza a proporcionarles algunos harapos y mendrugos, todavía tienen la mala suerte de que nadie cuide de su educación moral, de que nadie los prepare para alcanzar después de la muerte una vida más feliz; si la sociedad en que viven no ha cuidado de proporcionarles los debidos conocimientos en cuanto estaba en su mano; si antes bien, con un sistema de culpable indiferencia los ha dejado que atravesasen el breve trecho de esta vida sin religión, sin moral, encenagados en la corrupción y quizás manchados con el crimen; si al cerrar los ojos en su última agonía pasan del lecho del hospital a una mansión de infortunio, ¿qué habrá sido para esos hombres la vida?, ¿qué la sociedad?, ¿qué el poderío y el esplendor del imperio bajo cuyas leyes han vivido? [...]
Leyendo la historia de la humanidad, es decir, la historia del dolor y del infortunio, salta a los ojos con toda evidencia la necesidad de otra vida, salta a los ojos que no ha podido ser criado el humano linaje para ser en su mayor parte la víctima de toda clase de padecimientos, para ser el juguete de unos cuantos malvados, como en casi todos tiempos y países le han hecho servir de instrumento a su ambición, a su codicia y otras pasiones; salta a los ojos que la organización de una sociedad donde se prescinda de los destinos eternos, donde domine el sistema de indiferencia en religión, donde se procure adormecer a los hombres con un lamentable olvido de lo que más les importa, es una organización inhumana, que contradice las más sanas nociones de la razón, que huella los preceptos de la Providencia y que, bajo una engañosa apariencia de felicidad, conduce a sus asociados a un abismo de desdichas.
Es, pues, un deber de toda sociedad civil, o, lo que es lo mismo, es un deber de los que la dirigen el no olvidar los intereses religiosos, sin que sean parte a eximirlos de una gravísima responsabilidad, ni el pretexto de la tolerancia, ni de la diferencia de los órdenes civil y religioso. Manténgase enhorabuena cada potestad en sus límites, no se entrometa la una en las atribuciones de la otra; pero, a pretexto de la diferencia de los objetos que deben ocupar a las dos sociedades, no se hagan abstracciones imaginarias; no se considere al hombre del tiempo como si fuera un ser totalmente diferente del hombre de la eternidad, al paso que se cuida de su cuerpo no se le mire de manera como si careciese de alma; mientras se promueven sus intereses materiales y terrenos no se proceda de tal modo que se los ponga en contradicción con los espirituales y eternos. La religión cuida de los negocios espirituales, su objeto es cuidar del alma, pero ¿olvida acaso el cuerpo? ¿No está cubierta la tierra de establecimientos de beneficencia que manifiestan hasta qué punto sabe aliar el celo por la salvación de las almas con el cuidado del bienestar aquí en la tierra? Cuando manda a los hombres que se amen en Jesucristo, como hijos de un mismo padre, como herederos de un mismo cielo, como que han de cohabitar en la misma morada de felicidad eterna, no les prescribe un amor estéril en los negocios terrenos, sino que quiere, exige que se amen con un amor práctico, socorriéndose mutuamente en sus necesidades, no sólo espirituales, sino también corporales. Y es que la religión cristiana concibe muy bien que el hombre está formado de alma y cuerpo; que si tiene destinos eternos en otro mundo, también tiene destinos temporales en éste; que cuidar de lo uno sin atender en nada a lo otro es obrar prescindiendo de la realidad de las cosas, es querer reducir a la práctica abstracciones que sólo pueden tener cabida en nuestro entendimiento, es impropio de una institución que haya de producir a la humanidad bienes sólidos y verdaderos.
He aquí una pauta para la sociedad civil, he aquí un ejemplo que imitar y que está patente a sus ojos hace ya dieciocho siglos. Si la religión cristiana, pretextando que su objeto es el alma, que el destino adonde se propone dirigir a los hombres es el cielo, no prestase ninguna atención a las necesidades de esta vida; si el amor que prescribe a los hombres fuese únicamente con respecto a las cosas espirituales y a la vida de la eternidad, ¿qué diríamos de ella? Pues análogamente se puede hablar de la sociedad civil donde, so pretexto de que el objeto de ésta es la paz y el bienestar temporal, no se considerase al hombre sino en cuanto vive en este mundo, planteando instituciones y sistemas que hiciesen completa abstracción de que el alma sobrevive al cuerpo, de que a más de los destinos de esta vida nos están reservados otros más altos, más importantes, más duraderos para más allá del sepulcro. Proceder de otra manera es olvidar un deber sagrado, es dejar abandonados los mismos intereses del orden civil, es no comprender al hombre ni a la sociedad, es mirar las cosas desde un punto de vista muy bajo, es contemplarlas en un círculo muy reducido, y lo que es más sensible, es envenenar la atmósfera en que vive la humanidad, para dejarla sin esperanza de mejora en su suerte, después de tantos infortunios como la trabajan en esta mansión de dolores.
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En España, donde tenemos la dicha de conservar la unidad religiosa del catolicismo, única religión en que se encuentra la verdad, única religión que puede conducir a los hombres a la eterna salud, es de la mayor importancia el dilucidar a fondo semejantes cuestiones, porque así se fijan mejor las palabras, y se puede impedir quizás que no cundan en el pueblo ideas equivocadas que le predispongan a innovaciones funestas. Es preciso repetirlo: ser tolerante no es ser indiferente; y la religión católica nada tiene que no pueda conciliarse muy bien con las tendencias del siglo en todo lo que abrigan de justo, de suave, de generoso. ¿No se predica la fraternidad universal, no se inculca la necesidad de sufrirnos unos a otros, de que la humanidad sea como una gran familia, trabada suavemente con lazos de paz, de beneficencia y de amor? Pues, ¿quién puede reunir estas condiciones en más alto grado que los hombres que profesan una religión cuyo principal precepto es la caridad?, esa caridad que, según el Apóstol, es «sufrida, es dulce y bienhechora; que no tiene envidia, no obra precipitada ni temerariamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal, no se huelga de la injusticia; complácese, sí, en la verdad; a todo se acomoda... y todo lo soporta». Nuestra religión divina está fundada sobre la cátedra de San Pedro, de aquél a quien Jesucristo, antes de encomendarle su rebaño, le exigió como por prenda el amor, le preguntó si le amaba: «Pedro, ¿me amas?», y que después enseñaba en sus cartas a los fieles ésta tan hermosa, tan dulce como sublime doctrina: «Sed todos de un mismo corazón compasivos, amantes de todos los hermanos, misericordiosos, modestos, humildes; no volviendo mal por mal, ni maldición por maldición; antes al contrario, bienes o bendiciones; porque a esto sois llamados, a fin de que poseáis la herencia de bendición celestial».