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Una biopolítica afirmativa

Entrevista con Roberto Esposito

Antonio Valdecantos
Fotografía Minerva

Roberto Esposito es uno de los pensadores que más está contribuyendo a la revitalización de la filosofía política contemporánea más allá de sus lugares comunes integrados o milenaristas. Esposito es profesor de historia de las doctrinas políticas en el Istituto Italiano di Scienze Umane, codirector de la revista Filosofia politica, cofundador del Centro para la Investigación sobre el Léxico Político Europeo y miembro del Collège International de Philosophie. Su obra reciente está teniendo una amplia repercusión tanto en Europa como, sobre todo, en América. En esta entrevista, el filósofo Antonio Valdecantos dialoga con él acerca de algunas de las claves de su pensamiento.

Su obra es, sin duda ninguna, de las más destacadas de la filosofía europea contemporánea y combina la atención a las grandes cuestiones de la política con una recia vocación teorética y especulativa. En cierto modo, como usted mismo sugiere algunas veces, su ubicación en el mapa del pensamiento actual no es sencilla de describir y quizá no sea un filósofo bien acomodado en las coordenadas habituales. ¿Qué relaciones de filiación, de parentesco o de conflicto, cree que pueden establecerse entre su obra y las grandes corrientes del pensamiento contemporáneo?

En efecto, toda mi obra filosófica se sitúa en la línea que une y a la vez distingue a la filosofía y a la política. La filosofía no es lo mismo que la política y viceversa, pero una no es posible sin la otra. Una filosofía que no se planteara la cuestión de la relación entre los hombres –de la communitas, en el sentido amplio y complejo que he dado a esta expresión– no podría considerarse tal. El punto de unión, y de tensión, entre filosofía y política estriba por un lado en la categoría de historicidad y, por el otro, en la de vida. Desde este punto de vista, los autores contemporáneos que más me han influido, aunque de maneras bien diferentes, son Nietzsche, Heidegger y Foucault. Pero mi interés por la relación filosófica entre vida, historia y política deriva también de la filosofía italiana que se dio entre Maquiavelo y Vico.

En el prefacio a la segunda edición de Categorías de lo impolítico habla de algunas circunstancias que rodearon a la aparición de este libro en 1988. Antes de él ya había publicado por lo menos otros tres, sobre Maquiavelo, Vico y Rousseau. Desde la perspectiva de 2009, ¿qué balance hace de sus primeras obras?, ¿qué rasgos de su formación intelectual cree que han sido más relevantes en su pensamiento?

Desde cierto punto de vista se trata de textos no del todo maduros todavía, si bien en Orden y conflicto, de 1984, hay algunos ensayos que, como el dedicado a Maquiavelo y Hobbes, conservan una cierta vigencia. Desde otro punto de vista, me parece que estos libros –y los autores a los que se refieren– anticipan algunos de los temas que he tratado posteriormente. Maquiavelo, por ejemplo, desempeña un papel importante en la teorización de la categoría de lo «impolítico»: de hecho constituye su inversión, por así decir, aunque también su supuesto previo. Además, tanto Maquiavelo como Vico, al igual que Giordano Bruno, sitúan en el centro de su propia obra la categoría de vida. En ellos –al igual que en buena parte de la filosofía italiana– filosofía, política e historia adquieren relevancia precisamente en su relación indisoluble con la categoría de vida. En este sentido puedo decir que, cuando comencé a trabajar sobre la biopolítica, llevaba ya sobre mis hombros una referencia implícita a aquel período del pensamiento italiano. El tema del conflicto –entendido como confrontación y enfrentamiento vital– también nace de la lectura de Maquiavelo, así como el de la relación crítica entre historia y origen surge del encuentro con Vico.

En áreas cada vez mayores de la Europa llamada continental y desde luego en España e Hispanoamérica (donde, sin embargo, gran parte de su obra ha sido traducida y muy leída), la reflexión filosófica sobre la política adopta crecientemente modelos anglosajones y una entonación predominantemente normativa. La suma de las éticas aplicadas, la filosofía política edificante, la retórica de las identidades, la inflación de los derechos y el ensayismo de baja intensidad casi agota el panorama. ¿Cree que esta santa alianza será duradera? ¿Estamos condenados a que éste sea el paradigma hegemónico en los próximos veinticinco años como en gran medida ha llegado a serlo ya?

A decir verdad no tengo esta impresión. En América Latina, por ejemplo, los filósofos europeos más traducidos y discutidos no son ciertamente los analíticos o normativistas. En los Estados Unidos, donde la filosofía analítica es también la filosofía oficial de los departamentos de filosofía, detecto un enorme interés por el pensamiento continental, sobre todo francés e italiano. Incluso tengo la sensación de que la filosofía analítica atraviesa una crisis cada vez mayor de público y de interés: está encajonada en giros académicos muy restringidos, entre autores que prácticamente sólo hablan entre sí. En todo el mundo, a la conferencia de un filósofo analítico apenas acuden una veintena de personas, mientras que a una conferencia de Negri, Sloterdijk o Badiou van centenares o a veces hasta millares. No por casualidad las principales editoriales apuntan hacia los continentales en una medida mucho mayor que hacia los analíticos. Una vez dicho esto, no creo que sea útil alzar una barrera insuperable entre ambos campos. Es posible –y también necesario– que los autores más inteligentes procedentes de los dos ámbitos abran un diálogo. Lo importante es no rebajar el nivel, la calidad ni la intensidad de la interrogación filosófica a causa de exigencias marcadas por la moda o por la simplificación del mensaje.

Alguna vez se ha referido a su obra como un conjunto de intentos de sorprender a los conceptos por la espalda en lugar de examinarlos de frente, conforme a sus usos más frecuentes y bien establecidos. Y ha dicho que en el interior de las palabras se produce a veces «un verdadero conflicto por la conquista del significado más intenso», una «guerra interior» que hace a las palabras «irreductibles a la linealidad de su significado superficial». Es verdad: muchas partes de su obra son una suerte de rescate de significados perdidos extraviados. Por acudir al ejemplo más decisivo: el sentido que, según usted, toma el munus en la communitas y la immunitas. Pero lo que llamamos actualidad quizá sea sobre todo una suma de conceptos o un diccionario. Y acaso el pensamiento consista, antes que nada, en revisar drásticamente algunas entradas importantes de ese diccionario oficial. Si lo anterior es cierto, su obra tiene algo de inactual (o de intempestivo), en un sentido que podría parangonarse con su concepto de lo impolítico. ¿Cree que entre la política y la historia podría hallarse una raíz común a partir de la cual pudieran emparentarse lo impolítico y lo inactual o intempestivo?

Creo que todas las grandes palabras de la tradición llevan en su fondo algo latente, algo que no emerge a la superficie a primera vista. En ellas a veces se confrontan –y también se enfrentan– significados contradictorios, como por otra parte saben bien los grandes lingüistas. Por eso es preciso realizar un largo y paciente trabajo de excavación de tipo a la vez filológico, etimológico y filosófico. La experiencia de Heidegger es, en este sentido, ejemplar. Pero ya Vico trabajaba de esta manera con resultados a menudo extraordinarios, aun cuando no siempre fiables. La misma idea de genealogía, adoptada por Nietzsche y después por Foucault, va en una dirección parecida. Para ambos el significado se estratifica en planos irreducibles los unos a los otros. El mismo significado de munus –hoy prácticamente desaparecido de la idea contemporánea de «comunidad», al menos hasta que yo mismo lo hiciera reaparecer– es cualquier cosa menos unívoco: se constituye en la confluencia entre tres significados diferentes, aunque relacionados, que son el de «don», el de «ley» y el de «oficio». Que existe una relación entre el concepto de «inactual», en el sentido nietzscheano, y el de «impolítico» (también tomado de Nietzsche) es evidente: se trata en ambos casos de romper la corteza de la superficie para llegar hasta una capa más profunda e invisible al ojo desnudo. Usted capta muy bien los nexos internos de mi obra, también porque en sus propios trabajos, que conozco bien, advierto a menudo una sensibilidad parecida y sus problemas no están lejos de aquellos que también yo trato de plantear.

Aunque su obra es una suerte de asalto furtivo a los conceptos, en alguna ocasión se ha esforzado por distinguir lo conceptual de lo efectivo o real. Ha hablado, por ejemplo, de un «espacio del pensamiento» que a veces puede «anticipar lo que está ocurriendo y, a largo plazo, influir en ello», o de la autoprotección como una bisagra en torno a la cual se construye «tanto la práctica efectiva como el imaginario de una civilización», o de un «retorno a la persona» que constituye «una respuesta floja, tanto en el plano histórico como en el conceptual»? Pero si esos dos planos son netamente distinguibles, ¿qué relaciones mantienen? ¿Qué es cada uno para el otro? Cuando pensamos, ¿estamos condenados a pensar sólo en la mitad de cada cosa, dejando la otra mitad por impensable?

En el fondo, es la misma relación que se establece entre filosofía y política: aun no siendo inmediatamente política –y siendo incluso en cierto sentido impolítica–, la filosofía siempre tiene un efecto que, a corto o a largo plazo, también es político. Existe un concepto de la tradición occidental, un concepto empleado por vez primera por Aristóteles y después por otros autores (sobre todo en Italia y en Alemania), que remite precisamente a la indistinguibilidad entre conocimiento y realidad, entre sujeto y objeto. Se trata del concepto de «praxis», entendido como una forma de teoría que modifica el objeto, y también al sujeto, del conocimiento. Dicho concepto tiene a su vez un precedente nada menos que en la concepción viciana del verum-factum, es decir, en la idea de que el hombre puede conocer aquella realidad de la que él mismo es autor. A todo esto –aunque naturalmente en un léxico profundamente diferente– se le puede asociar la categoría, empleada por Foucault, de «dispositivo». Yo mismo, en Tercera persona, sostengo que el de «persona», más que un simple concepto, es un verdadero dispositivo: es decir, algo que produce un efecto determinado (en el caso de la persona, un efecto de separación, en el interior del género humano así como del individuo singular, entre una parte racional y voluntaria, personal precisamente, y una corpórea de carácter animal sometida al dominio de la primera).

Usted ha hablado de un «déficit de profundidad y de sustancia de la idea politológica de la democracia», un vicio que vendría a oponerse al «espesor semántico» de la comunidad. Muy a menudo se tiene la sospecha –reprimida pero recurrente– de que el pensamiento antidemocrático ha sido siempre filosóficamente más rico y profundo que el democrático. Es más: no está claro que los buenos regímenes políticos tengan que producir buena filosofía. Esta endeblez de la democracia por el lado conceptual, ¿tiene efectos en el otro plano, en el de «lo que está ocurriendo»? Alguien como Richard Rorty diría que no, y que a la democracia no le hace falta filosofía, pero tiendo a creer que usted no piensa lo mismo.

En primer lugar hay que distinguir entre el concepto clásico de democracia y, después, entre este último y los regímenes actuales que se autodefinen como democráticos. Mientras que la primera diferencia es evidente, la segunda está sujeta a diversas interpretaciones. Hay quien considera que hoy estamos frente a un simple déficit de democracia, frente a un defecto o un límite superable. Yo, personalmente, sostengo que la democracia, en el sentido específico de un régimen basado en la igualdad entre ciudadanos que son capaces de autogobernarse mediante su elección voluntaria y racional, terminó en los años treinta del siglo pasado y no se ha vuelto a dar. Naturalmente, esto no significa que se hayan visto menoscabadas las instituciones formales de la democracia: el parlamento, los partidos, las elecciones. Pero sí han sido totalmente vaciadas e invertidas respecto de su sentido originario. Así, la representación [rappresentanza] en el sentido de delegación se ha convertido en la representación [rappresentazione], en el sentido teatral, o más bien televisivo, de la expresión: la identidad entre gobernantes y gobernados se ha transformado en la identificación mimética con el líder de turno; y la voluntad del pueblo soberano se ha convertido en populismo. Por otra parte, en el horizonte biopolítico en el que vivimos ya desde hace tiempo, las diferencias –de etnia, de sexo, de edad– resultan bastante más significativas que las semejanzas. Lo cual no quiere decir que la filosofía no deba trabajar por una nueva idea de democracia, por una biopolítica democrática o una democracia biopolítica. Sino que, para hacerlo, debe renunciar al viejo léxico político de la soberanía, de la representación y de los derechos individuales, y construir un nuevo lenguaje, tanto filosófico como político.

El problema teológico-político recorre su obra de principio a fin. Usted ha propuesto alguna vez como desideratum (quizá imposible) «salir del léxico teológico-político» y ha apuntado a la pugna entre los monoteísmos como una verdadera desdicha. Pero también ha sugerido que el monoteísmo secularizado no es mejor que sus predecesores. Si alguien sostuviese que el laicismo oficial de las sociedades liberales tiene mucho de teología política reprimida, ¿cómo juzgaría semejante afirmación?

La juzgaría muy digna de ser tomada en serio. La secularización no quiere decir la eliminación del núcleo teológico, sino su transvaloración dentro de otro lenguaje. Como Carl Schmitt ha explicado con acierto, todos los conceptos políticos actuales tienen un origen teológico, pues derivan del concepto de soberanía. Y diría más todavía: el problema actual –el que apresuradamente ha recibido el nombre de «conflicto de civilizaciones»– es precisamente el resultado de la secularización, es decir de la politización, de la idea de monoteísmo. En su origen hay un paralelismo entre un único Dios y un único soberano. Mientras los monoteísmos religiosos a veces conservan tesoros de espiritualidad (si bien de diferente manera), los monoteísmos políticos conducen necesariamente al enfrentamiento, pues creen que pueden, e incluso deben, imponer su propia verdad: en el caso del fundamentalismo islámico, la verdad escrita en el Corán; en el caso del fundamentalismo secularizado occidental, la verdad del dinero y de la potencia tecnológica. De este modo, a una verdad llena responde una verdad vacía, pero ambas se consideran como la única verdad a la que todo el mundo debe someterse. El resultado de este estado de cosas no puede ser otro que la guerra.

La teología política parece fundarse en una «matriz monoteísta» de lo político, pero quizás algunos aspectos de su pensamiento podrían ser reinterpretados en el seno de una matriz trinitaria. Porque la Trinidad parece consistir en un Dios que se personaliza, es decir, se escinde en personas, sacrificando a una (es decir, disponiendo de ella) para inmunizar a la humanidad. ¿No es, en suma, la Salvación una inmunidad definitiva y no es la Trinidad el espacio de violencia en el que esa inmunidad se prepara? Alguien podría entretenerse con la hipótesis de que un monoteísmo estricto quizá habría sido menos sangriento...

Ésta es una interpretación muy inteligente, pero también un poco arbitraria de mis textos. Es verdad que, de adoptarse el paradigma inmunitario, se podría llegar a sostener lo que usted afirma; por otro lado, el esquema dialéctico ternario asume ya una función inmunitaria en Hegel, en el sentido que usted mismo indica. Pero se podría sostener también la tesis opuesta, como hizo Erik Peterson en su discusión con Carl Schmitt, y afirmar que el cristianismo es el único monoteísmo que no puede traducirse en términos políticos de soberanía absoluta, precisamente porque se funda en el Tres y no en el Uno. Se podría sostener, prosiguiendo por esta vía –implícita en algunos textos de Agustín–, que la Trinidad desplaza el modelo personalista hacia la tercera persona. Aunque esta no es la tesis que he planteado en Tercera persona. Digamos que es un tema de extrema importancia sobre el que todavía no he reflexionado lo suficiente y que está abierto a hipótesis diversas e incluso contrapuestas. Espero poder volver sobre él de manera más detallada en un próximo trabajo.

Usted ha señalado, de manera tan elegante como explosiva, que «el liberalismo da la vuelta a la perspectiva nazi, transfiriendo la propiedad del cuerpo del Estado al individuo, pero dentro del mismo léxico biopolítico». Es fácil creer que el lenguaje de los derechos inmuniza contra toda aberración totalitaria, pero usted ha llamado la atención sobre las consecuencias tenebrosas que se siguen de cierta bioética liberal. Uno tiene la sospecha de que cualquier política tiene que fundarse hoy en la apelación a los derechos (que se han convertido en una suerte de metalenguaje universal) y de que, por tanto, esta apelación no constituye ya ningún freno de la barbarie. Aunque quizá sea éste un diagnóstico demasiado pesimista...

He partido de una hipótesis sugerida por Foucault, a saber: la idea de que, al contrario que la democracia, tanto el nazismo como el liberalismo nacen en un horizonte biopolítico. Como es natural, de formas opuestas y con efectos absolutamente diferentes. En el momento en que se da por hecho que el cuerpo está a disposición de la persona que lo habita (quien puede por tanto suprimirlo, venderlo, desfigurarlo y demás), nos encontramos en un ámbito bien diferente del nazi, para el cual el cuerpo individual, como el cuerpo mismo de la comunidad alemana, pertenece al Estado. Sin embargo, también el liberalismo separa la vida de sí misma, sometiéndola al dominio de la persona. No sólo eso, sino que además, en sus últimos resultados «bioéticos», distingue entre unos seres humanos de rango personal y otros desprovistos de las características de la persona, poniendo a estos últimos a disposición de los primeros. En cuanto a los derechos considerados universales, observo que estos siempre han sido atribuidos a algunos más bien que a otros y que incluso cuando, en el plano teórico, se atribuyen a todos, resultan siempre inefectivos. Lo cual no quiere decir que debamos, ni siquiera que podamos, desentendernos de la noción de «derecho»: ninguna sociedad podría renunciar a ella sin autodestruirse. Sólo significa que debemos huir de la indiscriminada apología de los derechos y repensarlos profundamente, tanto en su definición como en sus efectos.

Al igual que nadie se atrevería a montar un discurso político que prescindiera del lenguaje de los derechos, sería inconcebible pronunciarse en contra de la calidad de vida o en contra del bienestar. Aristóteles habló de la coincidencia entre el eu zên o «bien vivir» y el eu práttein o «bien obrar», mientras que la ideología contemporánea parece haber reducido lo segundo a la forma más rudimentaria y desnuda de lo primero. El político se presenta meramente como un gestor de la calidad de vida del súbdito y la mala política no es más que la mala gestión del bienestar. Usted ha abogado, sin embargo, por una recuperación positiva de la relación entre «vida» y «política». ¿Pero no ocurrirá que el concepto mismo de «vida» en su uso político está, por hablar en lenguaje inmunitario, infectado? ¿No habrá pasado a ser, sobre todo, una suerte de obstáculo conceptual?

Y, efectivamente, así ha sido durante mucho tiempo. Al menos a lo largo de todo el siglo XX –pero también antes– la referencia a la vida biológica como horizonte de sentido de la política ha dado lugar a efectos contraproducentes según la lógica inmunitaria que hemos examinado. Con los nacionalismos y los racismos este efecto destructivo se ha radicalizado, transformando la biopolítica en una auténtica tanatopolítica. Desde el momento en que se proclama que la vida de un determinado pueblo constituye el valor máximo y absoluto, se le puede sacrificar a dicho pueblo la vida de cualquier otro que parezca infectarla desde el interior o desde el exterior. Como es bien sabido, el resultado de esta obsesión bio-tanatopolítica han sido los cincuenta millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial y todos los genocidios que la han precedido y seguido. Una vez dicho esto, creo que hoy ya no es posible salir del horizonte, simbólico y material, de la vida; que la vida es, en todo caso, el trascendental –es decir, la categoría constitutiva de la que resultan todas las demás– de nuestro tiempo. Por supuesto hay que tratar de cambiarle completamente el sentido. Eso es lo que pretendo hacer con la expresión de «biopolítica afirmativa», o también con la de «política de la vida» en tanto que contrapuesta a la de «política sobre la vida». Cuál pueda ser el sentido de esta expresión no es algo que pueda decirse en pocas líneas. Ni siquiera es concebible que pueda emerger en el trabajo de un solo autor. Se trata de una tarea, quizás de la tarea filosófica de nuestra generación.

Usted ha desmontado la idea habitual de la comunidad (presente en más de una tradición de pensamiento y en más de una ideología) como una suerte de proprium commune o de expresión colectiva de lo propio. Pero, ¿qué decir de la idea de comunicación, ese término sin el cual la cultura contemporánea no sería lo que es? Comunicarse es transmitir aquello que puede ser objeto de apropiación porque se supone que cabe en el molde preestablecido que el otro tiene para recibir mis mensajes. La apropiación recíproca en que parece consistir la comunicación se defiende aquí y allá como un bello ideal no alcanzado, aunque quizá sí que se haya realizado del todo y ya no quede nada más que comunicar. Quizá hayamos llegado a una era de la comunicación total. ¿Estamos condenados a tener que prescindir de ese concepto o cree que cabe una recuperación positiva? Al igual que es pensable la comunidad de quienes carecen de comunidad, ¿sería concebible una comunicación entre quienes se resisten a usar las palabras para llenar moldes o huecos? ¿O es también un concepto infectado?

Es un tema complejo sobre el cual es difícil ofrecer una respuesta simple o definitiva. Es obvio que existe una relación –incluso etimológica– entre comunidad y comunicación. Ambas implican una salida de sí mismo y una relación con el otro. Ambas rompen el aislamiento de la primera persona y la exponen a una confrontación con la segunda. Y sin embargo, las diversas etiquetas aplicadas a la comunicación tienen algo que suena retórico o falso en un período como el nuestro en el que la comunicación misma ha asumido una función inmunitaria, de neutralización de los conflictos y de los problemas reales (como explica, por ejemplo, Luhmann). En la sociedad del espectáculo, comunicar a menudo significa integrar en el interior de un lenguaje prefabricado todo cuanto resalta, cuanto causa escándalo o lo que es inaceptable. Esto, naturalmente, no quiere decir que la comunicación deba ser abolida o evitada. Más bien, debe ser sustraída al mecanismo que la transforma en su contrario. En una sociedad que no hace otra cosa que comunicar a todos los niveles y mediante cualquier instrumento, hay que recuperar también un espacio de silencio, de lo no dicho, un fondo hueco que correspondería al munus común más que cualquier otra palabra consumida y banalizada por el uso.

Para concluir, profesor Esposito, ¿cuáles son sus proyectos intelectuales en curso?

Un libro sobre filosofía italiana, sobre su origen y su futuro. Hoy, en el mundo, tiene lugar un renacimiento del interés por el pensamiento italiano contemporáneo, sobre todo de tipo filosófico-político y, más en concreto, biopolítico. Y esto en un momento en que otras tradiciones filosóficas –como la analítica angloamericana, la hermenéutica alemana y la deconstructivista francesa– muestran ya algunos indicios de agotamiento. Mi impresión es que la razón de semejante interés habría que buscarla en las cualidades originarias de la filosofía italiana y, en particular, en la centralidad que en ella tuvo la compleja relación entre vida, historia y política. Pero no quisiera anticipar demasiado el tema sobre el que versará mi próximo libro. Más bien le agradezco que me haya permitido, con sus pertinentes y penetrantes preguntas, clarificar algunos puntos y sentidos de mi trabajo.

Comunidad, inmunidad y biopolítica, Barcelona, Herder, 2009.

Tercera persona: política de la vida y filosofía de lo impersonal, Buenos Aires, Amorrortu, 2009

Bíos: biopolítica y f ilosofía, Buenos Aires, Amorrortu, 2006

Categorías de lo impolítico, Buenos Aires, Katz, 2006

Immunitas: protección y negación de la vida, Buenos Aires, Amorrortu, 2005

Communitas: origen y destino de la comunidad, Buenos Aires, Amorrortu, 2003

El origen de la política ¿Hannah Arendt o Simone Weil?, Barcelona, Paidós, 1999

Confines de lo político: nueve pensamientos sobre política, Madrid, Trotta, 1996

CONFERENCIA COMUNIDAD Y VIOLENCIA


05.03.09

PARTICIPANTES ROBERTO ESPOSITO • MANUEL CRUZ • ANTONIO VALDECANTOS
ORGANIZA UNIVERSIDAD CARLOS III • CBA