Del territorio y de la religión de las Españas
Minerva recupera este artículo de Ramón Salas, contenido en Lecciones de derecho público constitucional para las escuelas de España, Madrid, 1821 [Lección IV, capítulos I y II, comentario del Artículo 12 de la Constitución de 1812].
El artículo 10 comprende una enumeración de los países que componen el territorio español, enumeración que por muchos motivos puede variar; y en efecto una nueva y mejor división de este terreno es un objeto que debe llamar la atención del gobierno luego que las circunstancias lo permitan, porque una buena división facilita mucho las operaciones de la administración.
El artículo 12 es el cargo más fuerte que hacen los publicistas extranjeros a la Constitución política de la monarquía española. Apenas es creíble, dicen, que los legisladores de una nación que se regenera en el siglo XIX; que unos legisladores que promulgan los mas sanos principios de la política, consagren en su ley fundamental la intolerancia religiosa.
La libertad de conciencia está establecida en todos los pueblos cultos: hasta en Constantinopla se permiten iglesias cristianas de todas las comuniones; y en Roma misma a la vista del jefe del catolicismo se erigen templos de culto protestante o reformado; ¿por qué fatalidad la fea e insoportable intolerancia religiosa ha hallado un asilo único, desterrada de todos los pueblos, en la hermosa España que la proclama y protege al mismo tiempo que hace profesión pública de unos principios políticos, que aun a muchos amigos de la libertad han parecido demasiado liberales? España, dice un escritor muy moderno y muy amante de nuestra Constitución, tiene muchas deudas atrasadas que pagar en punto de tolerancia; y cuando debía hacer todos los esfuerzos posibles para que se olvidase su inquisición, sus autos de fe, y sus Torquemadas, consagra la intolerancia, que por más que se haga nunca podrá mantenerse sin una inquisición, más o menos dura, más o menos violenta, pero siempre tiránica y opresora. Copio y no propongo una opinión mía.
«La nación, dice el artículo 12, protege por leyes sabias y justas la religión católica, apostólica, romana, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra»; pero suponiendo que las leyes que protegen exclusivamente un culto religioso y no toleran otro puedan ser justas y sabias, que es lo que se puede suponer, para cuidar de la ejecución de estas leyes, será preciso que esto se encargue a un tribunal, y cualquier nombre que se dé a este tribunal no será otra cosa que un tribunal del santo oficio, que no quemará, no desterrará, no confiscará los bienes, no aprisionará si se quiere, pero condenará y castigará; porque las leyes sabias y justas con que la nación proteja la unidad del culto católico, tendrán su sanción, es decir, establecerán penas contra los infractores, y alguno ha de aplicar estas penas. Me atrevo a decirlo, porque me conozco en estado de demostrarlo: con la intolerancia religiosa es de una necesidad inevitable un tribunal de inquisición con cualquiera nombre.
Los autores mismos de nuestra Constitución debieron tocar esta necesidad, pues cuando por un decreto abolieron el santo oficio, tuvieron que mandar que la jurisdicción que éste ejercía, pasase a los obispos a quienes correspondía por derecho; y últimamente si las noticias que se me han dado no son infieles, cuando se abrieron los calabozos y se hicieron públicos los horribles secretos del santo tribunal, se mandó que los procesos existentes en él se pasasen a los obispos, sin duda para que los continúen y determinen: pues a no ser para esto lo mas sencillo hubiera sido hacerlos quemar, y éste habría sido el único auto de fe justo que se hubiese celebrado desde que el celo teológico y sacerdotal por una religión toda amor y dulzura, inventó los autos de fe, que tan poco honor han hecho a España en el resto del mundo. La inquisición pues no ha dejado de existir entre nosotros: no existe a la verdad la inquisición de Torquemada acompañada de calabozos, de torturas, de hogueras, y de san-benitos; pero existe otra inquisición más suave, que no empleará sino las penas eclesiásticas, mientras sea posible; pero estas penas, cualesquiera que sean, exigen un juicio preliminar, en que el obispo, por decirlo de paso, será juez y acusador: estas penas se impondrán en público, pues toda pena impuesta en secreto es un acto de tiranía y no de justicia; porque no puede producir el ejemplo y el escarmiento, que es lo que se busca en la pena y lo único que la justifica. Serán por consiguiente infamantes estas penas, porque toda pena que se impone en público es infamante por su naturaleza; ¿y qué otra cosa es esto que la inquisición mitigada, pero siempre inquisición, que si se la permite no dejará de hacer progresos?
Y a la verdad la inquisición bajo de una forma o de otra no puede dejar de existir donde exista la intolerancia, y el legislador que quisiera establecerla al lado de la libertad, querría en vano conciliar dos cosas contradictorias que se excluyen mutuamente.
Se habrá observado que he dicho que la nueva inquisición no empleará más que las penas eclesiásticas mientras sea posible, y sin duda se habrá inferido de aquí que mi opinión es que no siempre será posible detenerse en las penas eclesiásticas, si se quiere que la ley intolerante sea ejecutada.
Así pienso con efecto, porque supongamos que algunos protestantes se reúnen en un cierto lugar a oír las instrucciones de un ministro de su comunión, a recibir de sus manos los sacramentos, a recitar sus oraciones y cantar sus cánticos devotos: supongamos que unos cuantos israelitas se juntan en una casa a oír a un rabino que les explica las profecías y los libros de la ley, y a comer el Cordero Pascual: todos estos hombres son delincuentes contra la Constitución y contra las leyes sabias y justas que protegen exclusivamente la religión católica, apostólica, romana, única verdadera. ¿Pues qué se hará con ellos? Claro está que las excomuniones y las demás penas eclesiásticas empleadas contra ellos serían ineficaces y aun irrisorias; con que si se obstinan en continuar sus prácticas religiosas prohibidas por la ley; si desprecian los avisos y amonestaciones, lo menos que puede hacerse es desterrarlos, y en verdad que el destierro es una pena temporal y tan grave, que a veces equivale a la de muerte.
Vuelvo a los obispos, nuestros últimos inquisidores. Yo no sé por qué se ha pretendido que la jurisdicción que ejercía la inquisición pertenece a los obispos: esta jurisdicción absurda a nadie pertenece ni puede pertenecer a no ser que los tigres lleguen a formar un tribunal. Los obispos son los jueces naturales de la doctrina: sea esto verdad; pero esto no quiere decir que puedan procesar y castigar a los que observan un culto contrario al suyo, y cuyas opiniones no son como las suyas, sino solamente que a ellos toca declarar cuáles doctrinas son ortodoxas y cuáles no. Podrán atraer con la persuasión y la dulzura a los que se extravían de la buena doctrina; pero no se diga que los inquisidores usurparon a los obispos un poder que éstos nunca tuvieron.
Se teme que la libertad de culto produzca controversias, disputas y altercados que alteren la tranquilidad pública, pero una experiencia tan general como la que tenemos de lo contrario, ha debido desvanecer este temor. No conozco un pueblo en que hoy esté autorizada la libertad religiosa, si no de derecho, a lo menos de hecho, que para el efecto de que tratamos es lo mismo; y los sectarios de todos los cultos viven en paz y tratan entre sí sus negocios sin tomarse el trabajo de informarse de la comunión a que pertenece la persona o personas con que tratan. Acaso esto más que a las leyes se debe a la filosofía que ha logrado al fin que se miren a lo menos con indiferencia, aquellas controversias teológicas que en otro tiempo ensangrentaron la tierra: ya nadie quiere matarse por lo que no le importa ni entiende.
Digamos la verdad con franqueza, pues que ya es lícito decirla en España: este artículo 12, ¿no podría ser reemplazado por otro que dijese sencillamente: todos los cultos gozarán en España de una igual libertad y protección? Yo copiaría esto de la Constitución francesa; pero no copiaría del mismo modo la declaración que se hace en seguida de que la religión católica apostólica romana es la religión del Estado; porque, ¿qué quiere decir esto?, ¿que la religión católica es la del rey? El rey no es el Estado. ¿Que la religión católica es la religión del mayor número de los individuos que componen la nación? Esto, que es cierto hoy, puede ser falso mañana; porque de un día a otro muchos católicos pueden hacerse protestantes, supuesta la libertad de conciencia. El Estado, ente moral que no existe en abstracto, no tiene religión, y cada individuo podrá elegir la que sea conforme a su conciencia, supuesta la libertad de cultos.
Esta declaración de una religión del Estado, donde todos son igualmente protegidos por la ley, tiene además el inconveniente gravísimo de que una religión dicha del estado, se cree superior a las otras, trata de oprimirlas, y se hace intolerante.
Parece que en España había una razón más que en otros pueblos para establecer la tolerancia religiosa, que es la escasa población del país, y lo atrasada que en él está la industria. En estas circunstancias una política racional y bienhechora exige que se tomen todas las medidas oportunas para atraer a los extranjeros, y éstos no irán a establecerse en un país donde no se les permite el culto libre de su religión, y están expuestos a todos los males que siempre resultan de la intolerancia de una religión protegida exclusivamente por las leyes, por los magistrados y por la fuerza pública. Los extranjeros no católicos por su desgracia, huirán de un país que ha sido famoso en el mundo por los horrores de su inquisición, cuya memoria execrable aún inspirará temor por largo tiempo, y mientras pueda dudarse si el monstruo vive todavía, o no está mas que amortiguado. ¿No bastaría en España que el estado pagara únicamente a los ministros de culto católico?
Éste es el partido que en Francia ha tomado la Constitución, mandando que el tesoro público solamente pague a los ministros de la religión católica apostólica romana y no a los de los otros cultos cristianos, lo que ha descontentado a los filósofos imparciales que no creen justo que de las contribuciones que pagan los judíos, como los otros ciudadanos, se tome para pagar a los ministros de la religión cristiana, y no a los de la suya, y ha descontentado del mismo modo al clero católico esencialmente intolerante y exclusivo, y al clero protestante, cuyos ministros se quejan de que la Constitución los ha hecho mercenarios como los ministros católicos, en lugar de los que antes ejercían noblemente su ministerio, y vivían como los apóstoles de las oblaciones voluntarias de los fieles de su comunión, que nunca dejaban de suministrarles lo necesario para vivir sin lujo, pero con decencia según su estado.
Así, sacrificando los principios a las preocupaciones y al deseo de ganar el partido mayor, se ha descontentado a todos los partidos, que es el efecto ordinario y casi infalible de los términos medios, o de las medias medidas. Por lo demás, el autor de la Constitución francesa sabe por qué ha preferido a todas las religiones la católica apostólica romana; yo pienso que por la misma razón que no la quieren los ingleses, que no son partidarios de la sumisión y obediencia pasiva.
Lo que hemos dicho de la intolerancia religiosa debe aplicarse a la intolerancia política. Yo nada conozco más injusto, más tiránico, más absurdo que la persecución por una opinión especulativa cualquiera que sea. ¿Qué importa que un hombre piense como quiera de una ley o de una reforma, si su conducta es conforme a las leyes, y en nada se opone a las innovaciones contrarias a su modo de pensar? El fanatismo político no es pues menos perjudicial que el fanatismo religioso.