Pintura de historia
Un diálogo en torno a la representación con Félix de Azúa, Jordi Ibáñez, Francisca Pérez Carreño, Gerard Vilar, Chus Martínez, Boris Buden, Lars Bang Larsen y Jan Verwoert
Fotografía Minerva
«Género supremo durante dos siglos, la pintura de historia parecía haber desaparecido tras el largo periodo de las vanguardias o de la modernidad, con excepción de los países con regímenes totalitarios que lo usaron a porfía. Sin embargo, su recuperación por parte de las artes actuales o posmodernas no deja de ser paradójica y sorprendente». Con estas palabras presentaba Félix de Azúa «De las news a la eternidad», un curso dedicado a analizar las raíces ocultas de la producción artística contemporánea.
«El género que una parte de los artistas occidentales consideran más innecesario y kitsch, el de la pintura de historia, es sin embargo el fundamento del arte actual». Félix de Azúa, catedrático de Estética, sintetiza así las contradicciones en que se mueve la peinture d’histoire, cuyo punto de partida era una realidad exterior que el artista debía recoger fielmente, que poseía fuertes vínculos con el poder y que suponía el más perfecto reflejo de lo académico. Hoy, cuando ha reaparecido en nuevas y llamativas formas, lo hace para utilizar «consciente o inconscientemente el viejo género con intención política, ética o moralizante», pero también para plantear nuevas cuestiones sobre el artista y sus obras y sobre la misma crítica.
La representación en tanto concepto
En el fundamento de la peinture d’histoire está la necesidad del nuevo Estado técnico, instituido por Luis XIV, de transmitir a sus súbditos más influyentes las instrucciones precisas para apuntalar el proceso de transformación. «Y en una época en que no existen la televisión, la radio o la prensa, y entendiendo que el 90% de la aristocracia era analfabeta, el único vehículo de transmisión adecuado era la pintura». Para que el financiero de Lyon o el Burgomaestre de Lille puedan asimilar las ideas que el rey propugna, se hace necesario sintetizarlas en una serie de representaciones públicamente exhibidas. Y esa es una de las principales razones por las que la Corona instituye la Academia, poniendo en marcha así «el primer núcleo funcionarial de propaganda política de la historia».
Pero para que esa función pudiera cumplirse adecuadamente resultaba imprescindible llevar a cabo un par de tareas previas. «La primera, al igual que hará Clement Greenberg en el siglo XX, implicaba redefinir la representación pictórica en términos teóricos absolutamente nuevos, que desde entonces darán muy poca importancia a la ejecución material y una absoluta al contenido. Hasta ese momento, el valor de una representación pictórica se medía en buena parte por sus materiales: en la factura de una pintura, el importe del material era más elevado que el trabajo del pintor. A partir de entonces, el valor estará en la representación en tanto concepto».
En segunda instancia, también debe elevarse la categoría social de quienes han de desempeñar esa función. En la dicotomía entre artes liberales (abogados, teólogos, músicos en sentido geométrico) y artes mecánicas (sastres, carpinteros, etc.), propia del siglo XVII, el pintor pertenece a la segunda categoría. Y la diferencia entre ambas, señala Azúa, era abismal, «en tanto los primeros eran hombres libres y los segundos estaban sometidos a un gremio que les marcaba qué y cuándo pintar, cómo y dónde exponer, a quién y por cuánto vender. Hasta llegar al Barroco, casi hasta la Revolución Francesa, el trabajo está reglamentado de una manera mucho más feroz que en la actualidad». En consecuencia, ese pintor que pertenece a la escala más baja de la sociedad, la del proletariado artesanal, y que está sometido al dictado de los gremios, carece de la posición y del estatus adecuados para llevar a cabo una tarea que va a ser mucho más intelectual que manual.
Luis XIV, para enaltecer ese trabajo «crea un cuerpo de pintores, que ya no son obreros ni analfabetos sino funcionarios dignos». Por tanto, no sólo les proporciona cierto nivel social y material, sino también una formación acorde con las funciones a realizar. «En la Academia se instruyen, siguen cursos de filosofía, teología e historia. Los pintores son elegidos por su talento y por su formación, que luego se verá completada con la recibida en la institución. El resultado es un cuerpo de pintores que se ha transformado en un cuerpo de intelectuales».
Esta nueva situación, en la que lo decisivo es el contenido eidético de la representación, perdura durante y después de la Revolución Francesa sin apenas variaciones, ya que los cambios, que existieron, apenas alteraron su finalidad. Así se instituye plenamente la figura del artista: a partir de la segunda mitad del XVIII, la firma del autor aparece en los cuadros y comienza a privilegiarse lo auténtico, cuando hasta entonces lo normal era la copia. Aparecerá también la crítica de arte como tal y en 1790 se publicará La crítica del juicio de Kant, que inaugura la estética moderna. Por otra parte, se ampliará el espectro de los consumidores de imágenes, ya que el tableau d’histoire se dirigirá sucesivamente a la aristocracia, a la burguesía triunfante o al pueblo llano. Pero ninguna de estas modificaciones alteró un ápice la función del pintor.
El final de la pintura
Los cambios radicales no se producen hasta la llegada de las vanguardias, ya que «desde 1865 hasta 1965 la pintura no va a dedicarse a la representación conceptual sino a la representación ontológica». Como señala Azúa, lo que solemos llamar vanguardias históricas no son más que «las representaciones de investigaciones sobre el ser mismo de la actividad representativa, investigación en la que cada escuela va a elegir una pureza». En ese periodo, la pintura de historia desaparece. «Durante cien años va a ser muy extraño ver pintura de historia. La habrá, pero será muy rara y en cierto modo falsaria».
La excepción emblemática es el Guernica de Picasso que, marca muy claramente, «como una especie de epígono deslumbrante», asegura Jordi Ibáñez, profesor de Estética y Teoría del arte en la Universidad Pompeu Fabra, «la imposibilidad de la pintura de historia en la era de la fotografía y el periodismo. El cuadro encarna la idea de Breton de aguantar en medio de la prensa del día y ya no en medio de un campo de trigo, por ejemplo, como hacía la pintura, por así decirlo, impresionista o retinal».
La irrupción de la fotografía como testimonio, y de los medios de masas en general, parecían volver prescindible el uso de la peinture d’histoire, en tanto tenían a la mano formas más adecuadas para llegar a la misma meta. Además, obligó a reformular la posición del artista a la hora de mostrar imágenes de historia, tras la aparición de un nuevo actor, el reportero gráfico, que demandaba para sí las viejas funciones del pintor. Para Francisca Pérez Carreño, Catedrática de Estética y Teoría de las artes de la Universidad de Murcia, la diferencia esencial entre ambos radica en que «el artista tiene mayor libertad puesto que no está sujeto a la ilustración de la noticia. Puede ser testigo de aquello que de otro modo permanecería oculto o puede ser testigo desde puntos de vista que pueden resultar ambiguos o al menos no informativos desde la perspectiva periodística. El reportero gráfico es un testigo, en parte por el carácter indéxico de la fotografía, pero también por su implicación personal y su responsabilidad sobre la veracidad de su fotografía. Por otro lado, no está claro en qué consiste ser un artista hoy en día, también hay casos en los que el reportero gráfico puede serlo. En cualquier caso, ninguna imagen, ni pictórica, ni fotográfica, es por sí sola garantía de verdad. La contextualización de cualquier documento, el conocimiento histórico, da sentido a las fotografías, que de otro modo son parciales y especialmente propensas a la manipulación».
La representación de la violencia
Ya fuera porque el periodismo absorbió las funciones de la pintura de historia o porque las vanguardias acabaron con toda pretensión de representar la realidad exterior, no fue hasta finales de la década de los sesenta, en el contexto de la guerra de Vietnam, que el arte reparó de nuevo en los acontecimientos históricos como motivo de sus obras. Como explica Jordi Ibáñez, «fueron las masacres que el ejército norteamericano perpetraba en Vietnam las que hicieron intolerable para algunos artistas vinculados al activismo de la llamada New Left y al arte conceptual que se expusiera el Guernica en el MOMA como si nada. La discusión, muy historiada y documentada, es interesante porque pone de manifiesto las dificultades para comprender una obra-documento como obra-monumento y viceversa».
Quizá por ello, la representación de la historia se vuelve fundamentalmente representación de la violencia. Con la guerra de Vietnam, además, los documentos gráficos de la guerra empezaron a llegar al público occidental de forma masiva. A partir de entonces las imágenes de la violencia nos acompañarán en la información cotidiana. Lo que antes era ausencia se hizo desde entonces permanentemente visible y obligó a replantear los términos de esa representación: por ejemplo, aquello que en el horror explícito que nos muestran los medios (y el arte) queda fuera de las imágenes que recibimos. Según Pérez Carreño, «las representaciones pueden ser incapaces de transmitir todo el horror de lo sucedido. Cuando se trata de una imagen fotográfica, el fotógrafo es ya un espectador, así que está en alguna medida separado del horror que representa; dar legibilidad, sentido, a la imagen exige también esa distancia. Sobre todo cuando se trata de representar el dolor ajeno, este hecho ha de ser tenido siempre en cuenta, y luchar contra la tendencia inmanente de la fotografía a convertir el dolor en espectáculo. El espectador no sufre el horror que tiene delante y por eso es siempre en cierta medida un intruso».
La segunda cuestión que los nuevos tiempos pusieron de manifiesto tiene que ver con la posibilidad (o la imposibilidad) de generar efectos sociales a través de la reproducción en imágenes de hechos traumáticos. La exposición asidua a imágenes dramáticas parece desembocar en una creciente anestesia, en una naturalización de la violencia. ¿Pueden y deben hoy las obras de arte tener consecuencias políticas? ¿Sirven para exaltar o denunciar o esas actividades también se han hecho imposibles? Acontecimientos recientes, como la difusión de fotografías de los presos de Guantánamo, subrayarían, afirma Pérez Carreño, que las obras de arte y la fotografía no artística también siguen teniendo cierta eficacia social. Pero, del mismo modo «el paso de la crítica o la denuncia artísticas a la acción es algo que ya no depende del arte. De hecho, nunca ha sido así, la conexión que el arte tiene con la acción es indirecta. En todo caso, el arte tiene un papel cognitivo, iluminador si se quiere, pero es iluso pensar que cuando se conoce la injusticia o el sufrimiento se actúa de inmediato para paliarlos. Tampoco un arte de tipo más edificante o dirigido a la emoción o la empatía tiene por qué tener efectos prácticos. En ambos casos podría tenerlos, pero no necesariamente. De hecho, el problema no es tanto la anestesia como la idea de que la respuesta emocional por sí sola o el conocimiento a través del arte nos hace mejores. La anestesia real convive con el sensacionalismo y el sentimentalismo. La opinión pública sigue siendo sensible a las imágenes, quizá demasiado».
La estetización de la protesta
Para Jordi Ibáñez la duda es si el arte conserva su eficacia donde el periodismo libre, o lo que queda de él, cumple ya una función clara de ilustración y documentación. «Al menos en la tradición moderna las relaciones del Gran Arte con el periodismo consistían en invertir o cruzar los parámetros de lo público y lo privado, y eso funciona aún en Picasso, y más concretamente en el Guernica. Cuando concluye el Gran Arte, tras el propio Picasso, Francis Bacon o Gerhard Richter, esta relación se acaba, y la pregunta entonces es qué demonios hace el arte, la neovanguardia, digamos, si no es jugar siempre en el límite de la institucionalización y la estetización de la protesta».
Claro que, en otro sentido, la estetización, según Pérez Carreño, es difícilmente evitable en nuestra época, en la medida en que necesitamos más que nunca que la imagen nos ofrezca una experiencia clara y legible del mundo y, para ello, «seleccionamos y encuadramos los acontecimientos, los momentos, los lugares, para que la imagen parezca tener sentido por sí misma. Es decir, al final tiene sentido porque la hemos preparado para que lo tenga, es impactante porque la hemos preparado para que impacte. Lo que se presenta como independiente de nuestra voluntad está en realidad creado para nosotros, para nuestros ojos. Esto es la estetización». En ese sentido, el único modo de salir de la trampa es «mostrar su carácter incompleto, necesitado de contexto, o no ocultar su carácter preparado».
En tercer lugar, y por último, este reposicionamiento también nos trajo nuevas preguntas acerca del lugar que ocupaba el artista. Si el pintor de historia, con la puesta en imágenes de un concepto pretendía producir efectos tanto en sus receptores individuales como en el conjunto social, los nuevos tiempos comienzan a cuestionar la legitimación del artista para formular estos juicios. Según Pérez Carreño, «el artista hoy puede del mismo modo que antes representar, denunciar o desvelar y adoptar una posición propia seria frente a este o aquel poder, el político, su público, la prensa… Lo que parece difícil es contentar a todo el mundo, o pensar que es posible un arte que se realice desde ninguna posición, por encima del bien y del mal. No creo que el artista deba buscar el efecto inmediato de todas formas, usar sus obras como medios directos de presión. ¿Por qué habría de confiar más en la decencia, en el conocimiento, en la prudencia de un artista que de un historiador, por ejemplo? ¿Buscaremos al artista por su posición política?»
Usos de la historia
La cuestión de la historia en el arte reciente no sólo ha suscitado discusiones sobre el estatuto del artista, la influencia social de las obras o lo que es posible reflejar en ellas. El pasado y la memoria han llegado a constituirse en la materia creativa más frecuente en nuestra época. Y hay que preguntarse si esta elección no es fruto, ante todo, de un movimiento reactivo. En lugar de pensar en un porvenir cargado de promesas, como hizo la modernidad, nuestra época ha invertido la dirección, subrayando la función del pasado como fuente de aprendizaje sobre los riesgos que nos acechan. El futuro ha dejado de ser un tiempo de realización, se ha negado toda posible mejora colectiva (sea en forma de progreso o de utopía), para privilegiar el apuntalamiento del presente. Este continuo recurso a la historia también tiene sus excesos, siendo el principal la cristalización del presente, esto es, la negación no ya de un futuro utópico sino de la misma idea de futuro. Como explica Gerard Vilar, Catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Universidad Autónoma de Barcelona, «en el mundo del arte, la postmodernidad significó el fin de las vanguardias y una continuación crítica del arte moderno. El proceso de revisión crítica de la propia tradición moderna y de su proyecto transformador hizo que la mirada hacia el pasado fuera dominante y que, en términos muy generales, pueda hablarse de un eclipse del futuro en el arte postmoderno. El impulso utópico y transformador, cuando ha existido, se ha centrado en el pasado y en el presente, desligado ya de proyectos transformadores y de la política real. Así, el pasado se ha convertido en estos últimos treinta años en el material principal con el que han trabajado los artistas».
Vilar ha encontrado en las prácticas artísticas actuales tres clases de abusos. En primer lugar, por parte «de aquellos que hacen arte sobre la historia del arte moderno; un caso extremo son los artistas apropiacionistas de los años ochenta y noventa, como Sherrie Levine». El segundo abuso es el de los artistas dominados por el impulso archivístico, «una obsesión que llega en ocasiones a asemejarse al síndrome de Diógenes», y cuyos mejores ejemplos son «Christian Boltanski y Tacita Dean». El tercer caso es el de «los ironistas que tienden a convertir el pasado en espectáculo, como los hermanos Dinos y Jake Chapman».
Frente a esta continua utilización/reutilización del pasado, Vilar propone una memoria que no se emplee únicamente como reciclaje o como ironía, una memoria que posea dimensión futurista y «que no sólo nos sirva para saber de dónde venimos y qué catástrofes nos han traído hasta aquí, sino también para pensar a dónde queremos ir, cómo queremos ser gobernados y si podemos aprender de las catástrofes». Y, en esa tarea, tal vez los medios artísticos tradicionales no sean los más adecuados. «El vídeo y el cine, en cambio, son medios con un potencial enorme para pensar el mundo hacia el que podríamos ir si nos tomáramos en serio el futuro».
La imposibilidad de testimoniar
Coincide Chus Martínez, conservadora jefa del Museu d´Art Contemporani de Barcelona (MACBA), en que vivimos en la saturación de la memoria, en una invocación constante al recuerdo y al reconocimiento particularmente negativa en la medida en que mantiene la ilusión, como hacía la vieja pintura de historia, de que hay una realidad sólida ahí fuera, de que existen contornos totalmente definidos que el arte simplemente habría de representar. La imposibilidad de testimoniar la realidad no sólo afecta a la pintura, también a un género como el documental. «Nunca fue posible atrapar la Historia. No existe ninguna película que documente en tiempo real. El documental es un género narrativo que hace referencia a la posibilidad de que la cámara estuviese grabando en tiempo real acontecimientos relevantes históricamente. Es una hipótesis plausible puesto que tras 1969 y con el invento de la portapack, la primera cámara portátil, se puede salir a la calle, grabar y emitir en un tiempo record. Sin embargo, el documental siempre es un collage, siempre necesita elaborar el testimonio recogido por la cámara con el recuerdo y el evento reconstruido. Lejos de ser un problema, en ello estriba la riqueza de un recurso que garantiza la pluralidad de puntos de vista y que sitúa la Historia no como un territorio monolítico sino como un material en constante transformación».
La manera contemporánea de acercarse a la historia está mucho más cerca del juego, esto es, de la generación de distintas formas de abordaje de lo existente, que de la obra de arte como espejo de la realidad. Se trata de mostrar, antes que un conjunto de hechos perfectamente delimitados, distintas experiencias de la historia. La función de las obras de arte es ofrecernos «una reflexión sobre los diversos modos en los que nos aproximamos a la Historia. De hecho, se trata de hacer hincapié en que no hay una Historia sino muchas y que debemos afinar nuestra capacidad de interpretarlas y de interrelacionarlas».
La imposibilidad de dar una lectura definitiva a los hechos, de establecer una única historia como la verdadera, resulta aún más evidente respecto de los sucesos del pasado reciente. El mejor ejemplo es la caída del Muro de Berlín, el acontecimiento más significativo de los últimos años, que no puede ser entendido simplemente como el triunfo de un sistema político sobre su opuesto. Más bien al contrario, según el escritor y periodista Boris Buden, ambos resultaban complementarios, ya que «el colapsado comunismo histórico y el capitalismo existente pertenecen al mismo paisaje modernista. Y eso incluye la producción cultural y artística de ambos sistemas». La caída del Muro no sólo fue el final de la Guerra Fría. También trajo consigo la desaparición de «un elemento importante de totalización y unificación de la realidad histórica. Lo que tenemos en su lugar es un paisaje que esencialmente se ha conformado a través de una interminable proliferación de diferencias culturales. Así que la realidad del capitalismo global, a pesar de su enorme poder de unificación, aparece necesariamente en la forma de la diversidad cultural. Dentro de este horizonte, la producción cultural del comunismo histórico (socialismo) es retroactivamente percibida como atrasada, esto es, como una expresión del así llamado modernismo tardío. Este es un momento de exclusión que además produce la impresión retroactiva de que sólo el capitalismo o la cultura occidental han sido siempre universales. Paradójicamente, esta forma de división es más profunda que la de la Guerra Fría».
El arte tras el fin de la sociedad
En segundo lugar, el fin del régimen comunista también trajo consigo, según Buden, la deconstrucción ideológica y la destrucción política de la sociedad a través de un giro neoliberal que «ha provocado cambios radicales. Ya no podemos decir que seamos una sociedad en un sentido coherente». Por eso, la pregunta pertinente no es cómo hacer arte cuando hemos llegado al fin del arte, sino cómo hacerlo cuando ya no hay sociedad. En ese sentido, «hoy es esencial que el arte piense en sí mismo como una fuerza productiva que da forma a la realidad y que no sólo la refleja. En la era del posfordismo, el arte y la crítica de arte no pueden volver a las clásicas demandas de justicia social (distributiva), identificadas con el interés de una clase negada y que acontecían dentro de una sociedad dada. Más bien, deberían ser críticos con su propio papel y estar atentos a las oportunidades políticas que implica ese rol. Las obras de arte las produce una clase, la de los trabajadores cognitivos, y no individuos excepcionalmente talentosos. Éste podría ser un punto de partida para repensar el significado político y social del arte y de la crítica de arte».
En ese sentido, se hace indispensable no sólo reparar en los aspectos materiales de la producción sino también tomar en consideración el conjunto de procesos que tienen lugar hasta que los productos llegan a su destinatario final. Como apunta el escritor y periodista Lars Bang Larssen, estamos en un contexto en el que la producción ha perdido el protagonismo en beneficio de la distribución: nuestro orden cultural está definido por la logística. Así, «los métodos de mediación o logísticos ya no son simples herramientas organizacionales sino que se han convertido en modelos para las funciones culturales ante la relativa ausencia de un orden global cultural como era el burgués, en el que todo lo que podía ser intercambiado tenía valor». Nuestro orden, sin embargo, encuentra el valor sólo en lo que puede ser comunicado, lo que está afectando a los modos de pensar y a la producción estética. Y más aún en tanto que «somos capaces de entender cómo funciona este nuevo régimen pero nos sentimos impotentes para encontrarle algún sentido, ya que la logística carece de verdad o de transparencia».
En el nuevo orden de la distribución, se hace indispensable definir correctamente la actividad mediadora. Y Lars Bang Larsen encuentra su mejor plasmación en la obra de los sociólogos Boltanski y Chiapello, quienes afirman que la mediación es una relación distributiva que se vuelve valiosa por sí misma. En ese sentido, «podemos decir que el traductor no es un mediador, ya que crea una nueva versión del texto; tampoco el autor es un mediador porque, de acuerdo con la definición de Foucault, funciona al tiempo como selector e inhibibidor del vasto archivo cultural. Si eres un agente cultural y piensas que eres un mediador, reconsidéralo, porque no es posible que la agencia cultural sea transparente. Definida como una relación distributiva que se autovaloriza, la mediación es de hecho algo bastante específico».
Para Larsen, el arte no debe reproducir el presente sino mirar al futuro, una manera de subrayar que está estrechamente conectado con la cultura circundante y que «hay toda clase de impulsos institucionales y económicos que están siempre trabajando para desconectar uno y otra. El arte puede ser un motor poderoso para reimaginar el estado de las cosas, para expresar e informar la cultura como un estado de transformación».
Y es una tarea que también compete a los críticos, según el historiador y crítico de arte Jan Verwoert. Porque lo importante no es ya producir conocimiento; no se trata, como ocurría con la vieja pintura de historia, de ilustrar a quienes ven/escuchan/leen con juicios de autoridad, sino que el trabajo de los críticos, como el arte mismo, consiste «en hacer que situaciones no decididas se hagan potencialmente decidibles a través de un trabajo analítico pero también divertido. Se trata de construir un marco, una pantalla, en la que cada cual pueda proyectar las soluciones que encuentre».
© Esteban Hernández, 2009. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
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