Proceso a la modernidad
Deliberadamente ambiguo, el título de este breve texto quiere evidenciar la tensión que a lo largo del siglo XIX y con prolongaciones notorias en el pasado siglo XX afecta a las relaciones entre España y la modernidad. E incide en uno de los puntos que, desde la Constitución de 1812, particularmente desde su decimosegundo artículo (el 12 de la del 12), ha sido permanente causa de litigio, quizá no del todo olvidado. Se trata, obviamente, de la cuestión religiosa, de las relaciones entre la religión –cristiano-católica, por supuesto– y la nación –española, por descontado–.
Deliberadamente ambiguo, el título de este breve texto quiere evidenciar la tensión que a lo largo del siglo XIX y con prolongaciones notorias en el pasado siglo XX afecta a las relaciones entre España y la modernidad. E incide en uno de los puntos que, desde la Constitución de 1812, particularmente desde su decimosegundo artículo (el 12 de la del 12), ha sido permanente causa de litigio, quizá no del todo olvidado. Se trata, obviamente, de la cuestión religiosa, de las relaciones entre la religión –cristiano-católica, por supuesto– y la nación –española, por descontado–.
Proceso a la modernidad: en la constitución del 12 había elementos de proyecto y progreso; indicios de avance en consonancia con una modernidad que ya había impreso su impronta y su huella en Europa. Proceso a la modernidad: los sectores reaccionarios de la sociedad española, triunfadores al fin de muchos cabos, emitieron contra esa misma modernidad un veredicto inequívocamente condenatorio. No podemos exponer todos los matices de esa sentencia, tampoco repasar las actas del juicio. Sí presentar alguno de los testigos de ese litigio cuya duración ha sido más que secular.
«El Catolicismo ha sido la verdadera Patria. Como nación, fuimos forjados por la Iglesia. (...) No es que involucráramos los valores religiosos y los políticos, sino que conjugamos de tal suerte ambas vivencias, que se compenetraron en la misma unidad, y las agresiones a la conciencia católica fueron consideradas siempre como heridas en el propio corazón de la Patria. La Santa Inquisición es el reflejo de esta situación comprometida. Herejía suena a alta traición».
Así se expresaba, en 1944 y en un texto con título intimidatorio –Motivos de la España eterna– José Corts Grau, en una enfática apología de «la Cruzada» como aventura de reconquista de la esencia y sustancia de España.
El cuestionamiento de la verdadera Patria, del catolicismo, había comenzado con el debate que suscitó el «prudente» artículo 12 de la Constitución de Cádiz, que ratificaba la centralidad de la religión católica: «La nación protege por leyes sabias y justas la religión católica, apostólica, romana, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra». La controversia que ese enunciado suscita pone en evidencia la pluralidad del liberalismo español, o la diferencia entre la interpretación «moderada» y la versión «radical» del principio liberal. Canga Argüelles, el Conde de Toreno, Alberto Lista y Ramón Salas, entre otros muchos, participan en un debate público en el que está en juego la definición religiosa (o no) de la nación, la defensa de la tolerancia, la libertad de conciencia y de culto... El texto de Ramón Salas que aquí reproducimos es una muestra –lúcida– de cómo se planteaba, en 1821, una controversia que tiene su origen en el mencionado artículo de la Constitución gaditana.
Pero la polémica dura y se endurece, se radicaliza hasta extremos que únicamente mostrarían su violencia, no sólo retórica, en el siglo XX. Y no enfrenta fundamentalmente posturas divergentes en el lado liberal, sino que moviliza un pensamiento reaccionario que encuentra en los textos y discursos de Jaime Luciano Balmes, Donoso Cortés o Menéndez Pelayo su prosa más convencida y precisa, su cadencia más militante.
No se trata, o no se trata únicamente, de una defensa de la religión contra los ataques del ateísmo o contra las exhibiciones, públicas y privadas, de indiferencia. Se trata –el texto de Balmes lo muestra, pero hay muchos otros que lo exponen con mayor virulencia– de defender una idea de nación de la que es inseparable la autocomprensión católica. Y la de un catolicismo, cabe añadir, abiertamente intransigente.
En esos textos, en esos discursos, en esos debates –incluso en sede parlamentaria– se presentan las credenciales de una religión política, se perfilan, también, las sutilezas de una teología política. Y, sin duda, se conjugan y declinan todas las variantes de un dogmatismo que deja huella. El «nacionalcatolicismo», vinculado por rutina a la dictadura franquista, hunde sus raíces en esa disputa decimonónica.
Y en el siglo XXI, la polémica no cesa. Religión y nación parece que vuelven a cruzar sus destinos. O tal vez nunca han dejado de hacerlo. Varias religiones y muchas naciones. Una muestra del debate del siglo XIX español puede servir, todavía, como acicate para la reflexión. De aquellas voces proceden muchos ecos: intransigencia de la hipérbole o hipérbole de la intransigencia; el de Corts Grau, con el que cerramos esta introducción, es significativo; de una identidad nacionalcatólica exaltada hasta el extremo: «El nombre de España va unido al de Contrarreforma. La Contrarreforma tiene aquí un sentido mucho más profundo que el de reacción circunstancial. Trento está en nosotros mucho antes de que se convoque el Concilio, porque somos más papistas que el Papa, con ese ímpetu extremado de nuestras reacciones. Reacción afirmativa de la verdad contra el error, del orden contra el desorden, de la moralidad, que es veritatem agere, contra la Inmoralidad, que es corrupción. Lógica en su última raíz. No concebimos la clerecía sin santidad, ni la hidalguía sin ascetismo, ni el amor sin la abnegación rayana en la muerte».