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Traducir

Jordi Doce

Si echamos la vista atrás, advertimos que escribir poemas ha sido durante mucho tiempo sinónimo de traducirlos. La historia de la poesía occidental es un palimpsesto de continuas reescrituras que han oscilado entre la traducción filológica y la versión libre, pero que en ningún caso han sabido resistirse a la tentación del hurto y el contrabando fronterizo.

Si echamos la vista atrás, advertimos que escribir poemas ha sido durante mucho tiempo sinónimo de traducirlos. La historia de la poesía occidental es un palimpsesto de continuas reescrituras que han oscilado entre la traducción filológica y la versión libre, pero que en ningún caso han sabido resistirse a la tentación del hurto y el contrabando fronterizo. Leer nuestro pasado literario es pasearse por un museo sin cámaras ni medidas de seguridad, caminar escoltado por obras perdurables que se ofrecen al visitante como los puestos de un mercado oriental. ¿Quién no querría llevarse algo, por mísero que fuera? La historia de la poesía renacentista y barroca es una historia de préstamos y robos más o menos disimulados, un trapicheo incesante de motivos, ideas y códigos compartidos. Un ejemplo, no de los más recordados: el famoso soneto de Quevedo que comienza «Buscas en Roma a Roma, oh peregrino» no es, en realidad, más que la traducción de un soneto de la serie Antiquitez de Rome, del francés Joachim du Bellay («Nouveau venu qui cherches Rome en Rome»), también traducido al inglés de la época por Edmund Spenser. Una comparación detallada entre los tres sonetos nos da una estimación muy precisa de la personalidad de sus tres autores; pero no puede vadear el hecho incontestable de su origen: los tres, inclusive el poema de Du Bellay (que parte de ciertos modelos de la poesía latina de la época), son traducciones.

Todo texto literario es la traducción de otro que lo antecede, incluso si no existe.

Son muchos los que se apoyan en el parcial o presunto hermetismo de cierta poesía moderna, o en la falta de entendimiento que a veces suscita en sus lectores, para negar la posibilidad de su traducción. A tales alegaciones habría que responder: «¿Puede afirmar sin lugar a dudas que comprende todo lo que lee o le dicen, o incluso lo que usted mismo cree pensar? ¿No le ha pasado alguna vez (mejor dicho, casi siempre) que cuando quiere explicar alguna cosa percibe que no le entienden o no se hace entender? ¿Significa tal cosa que la comunicación, con todo y con ser imperfecta (cosa que podemos muy bien aceptar), es imposible?»

Así también la traducción: no existe la traducción ideal como no existe la comunicación ideal; ambas están sujetas a ruidos e interferencias, a la esencial falibilidad del ser humano y la escasa disposición de nuestro entorno a colaborar con nuestra voluntad de comunicarnos o de traducir: en un caso es la resistencia del idioma, que hace naufragar muchos de nuestros esfuerzos traductores; en el otro es la acústica del aire o de la estancia que nos acoge, y en la que naufragan una parte importante de nuestros esfuerzos comunicativos.

La presunta dicotomía conocimiento/comunicación, tan virulenta en una etapa reciente de nuestra historia literaria, no tiene, a poco que se la examine, fundamento alguno. Si no hay comunicación no puede haber conocimiento, pues el conocer es siempre un acto transitivo, que implica alteridad y desdoblamiento, un ir y venir entre dos orillas, incluso si esas orillas están en uno mismo (lo que viene a confirmar que conocer es siempre un reconocer, la llegada de algo que nos interpela desde el momento mismo en que advertimos su existencia). Y viceversa: si no se traslada algún tipo de conocimiento, entonces no hay comunicación digna de ese nombre; dicho de otro modo, la acción de comunicarse trae aparejada la existencia de un mensaje, de algo comunicable y por tanto cognoscible a la luz de los sentidos o el entendimiento. Comunicación y conocimiento: ¿qué otro nombre podría darse a este binomio falsamente conflictivo sino el de traducción?

Cuando surge la pregunta, por lo común algo maliciosa, de si alguien ha de ser poeta para traducir poesía, cabe responder algo parecido a esto: «Puede no serlo a priori, pero sí, por fuerza, a consecuencia de su trabajo de traducción. Olvidamos con demasiada frecuencia que el artista no es el productor de una obra de arte, sino su producto. No es el poeta el que hace el poema, sino el poema el que nos permite afirmar que su autor es poeta». Lo mismo es predicable de la traducción literaria, sea o no poética. Quien traduce poesía es libre de comenzar su tarea con la disposición que más le convenga, pero, si la culmina con éxito, se habrá convertido en poeta lo pretenda o no.

Para la tradición idealista alemana (a la que, en parte, se adscribe Ortega y Gasset), traducir un poema ha de suponer un forzamiento y apertura de la lengua a la que se traduce; o, lo que viene a ser lo mismo, un enriquecimiento de la propia lengua con los códigos y estructuras del idioma del poema original. De tal forma que un idioma, al abrirse a otros mediante el ejercicio de la traducción, se iría aproximando a esa lengua ideal, prebabélica, que está en el origen de la dispersión y fragmentación actuales.

Con todo, y aun si no creemos en ninguna lengua total o ideal que otorgue trascendencia a este esfuerzo de ampliación y forzamiento de nuestro pequeño idioma, cabe entender el ejercicio traductor como una variante o prolongación de la creación literaria: se trata, en ambos caso, de violentar la convención, fracturar los clichés petrificados por el uso y la rutina, volar los puentes mismos sin los cuales tales actividades serían imposibles. Escribir, traducir: tareas inmensamente sutiles y paradójicas, como mantener el equilibrio sobre un alambre, cuya única función es hacernos temblar y titubear en la seguridad de nuestros asientos. Podría decirse, a riesgo de incurrir en la exageración, que, del mismo modo que escribimos para mostrar la dimensión imperfecta y mendaz del lenguaje (convención a la que nos agarramos para no caer en el absurdo), traducimos para revelar, precisamente, la imposibilidad de traducir en el sentido lato del término, y demostrar, de paso, que no existe nada semejante a una traducción perfecta. Nadie, ni siquiera el lector más exigente, es más consciente que un buen traductor de las limitaciones de su trabajo.

Nada más prescindible, tal vez, que el diccionario cuando empezamos a traducir. En ese primer estadio, lo que menos importa es encontrar sinónimos o equivalencias léxicas, o comprender de manera profunda el sentido de ciertas frases y expresiones idiomáticas. Todas estas búsquedas no son nada sin la búsqueda fundamental de una lengua personal capaz de generar la traducción desde dentro de nuestro propio idioma. La mayoría de las traducciones literarias nacen mermadas fatalmente por esa carencia: el traductor puede ser alguien experto que domina tres lenguas, acostumbrado a manejar con perspicacia diccionarios y manuales, que ha leído biografías del autor y estudios críticos de su obra, pero todo este esfuerzo será en balde si no consigue forjarse una idea del estilo del original y plasmarlo en su trabajo. La traducción ha de ostentar la trabazón y coherencia orgánica que tiene el texto original, y el traductor debe lograr que el lector perciba ese cuerpo sensible antes incluso de entenderlo, de abarcar su significado más o menos literal. Si esto no es así, la traducción será invisible en la dimensión que más importa, la de los sentidos.

Traducimos porque de otro modo nuestro idioma nunca hubiera salido de su estadio primitivo, y así tampoco nuestra literatura hubiera dejado atrás la piel de la oralidad y la repetición ritual. Pero es la traducción precisamente la que permite que todos los cambios de que ha sido testigo el tiempo perduren como anillos en el tronco del idioma, para que nosotros podamos revisarlos a voluntad, contar sus años, que son también los nuestros.