La pregunta por Heidegger
Fotografías de Martin Heidegger cortesía del Deutsches Literaturarchiv Marbach y de la ciudad de Meßkirch.
Durante el mes de mayo, el CBA, junto con otras instituciones culturales, organizó el congreso internacional Pensamiento, arte, poesía: Heidegger 30 años después. Con este encuentro se pretendía dar cuenta no sólo de las novedades en la interpretación del corpus del que es, en opinión de muchos, el filósofo más importante del siglo XX, sino también de algunos de los desarrollos originales del proyecto ontológico heideggeriano que, a día de hoy, siguen teniendo lugar, gracias al trabajo teórico de algunos de los pensadores más relevantes de la actualidad. Minerva recoge el coloquio que mantuvieron dos de los invitados al congreso, Felipe Martínez Marzoa, catedrático de la Universidad de Barcelona, y Arturo Leyte, catedrático en la Universidad de Vigo, que ha publicado recientemente su ensayo Heidegger. Asimismo, Minerva ha entrevistado a otro de los participantes en el encuentro, John Sallis, y ha pedido a Germán Cano un informe acerca de las novedades bibliográficas de y sobre Martin Heidegger que han aparecido en nuestro país.
LA ACTUALIDAD DE HEIDEGGER
FELIPE MARTÍNEZ MARZOA
Desde luego, la especial relación con la contemporaneidad nunca podría consistir en que cierto pensamiento sea «de actualidad» mientras que otros habrían pasado con su tiempo. Es verdad que todo pensamiento pertenece a un tiempo, pero esto es todo lo contrario de una limitación, porque es lo importante de cada «tiempo» lo que no «pasa» y ciertamente tampoco «permanece» en el sentido de que «siga valiendo», sino que, más bien –como he dicho en mi conferencia–, está por venir. Me refiero con esto a si realmente alguien cree que hemos entendido a Platón o a Kant, si se piensa que esos pensadores ya están ahí, alojados en la «historia». Lo que sí ocurre es que se han constituido los correspondientes clichés culturales; «todo el mundo» sabe (dependiendo sólo del nivel de cultura de cada uno) qué quiere decir «Kant» y qué quiere decir «Platón» (incluidas ciertas «diferencias de interpretación»); pero esto tiene muy poco que ver con que se haya entendido el pensamiento de Kant o el de Platón.
Así las cosas, la especificidad de lo contemporáneo (admitamos que Heidegger es un contemporáneo) tiene que consistir en alguna otra cosa. Por de pronto, desde luego, en que todavía no hay distancia suficiente para que podamos asegurar que se trata de uno de los grandes pensadores. Algunos creemos que en cierta manera sí, pero no hacemos de esto una tesis (y, de verdad, si alguien hace de algo así una tesis, es que la filosofía no es lo suyo). Por otra parte, la condición de contemporáneo significa que puedes hasta cierto punto, y sólo si lo sabes hacer bien, inmiscuirte en su propio discurso. Cuando lees a Platón, es esencial (y es parte esencial de su «actualidad» y de su importancia) el que tú entiendas cómo no podrías en ningún caso situarte allí donde él de manera natural está. Con Heidegger no es así, y por eso puedes (insisto: si sabes hacerlo) incluso discutirle su propio discurso.
ARTURO LEYTE
En la actualidad se está, y se está de tal modo que preguntar por ella como si se pudiera no estar presupone una falsedad original. Así, la pregunta por la actualidad de alguien se encuentra viciada de raíz: en realidad se pregunta por otra cosa, a saber, por la rentabilidad para una determinada «solución». La filosofía de Heidegger, su actualidad, también se pretende medir por ese criterio y deja de valer si no contribuye a la interpretación y el diagnóstico del presente. En todo caso, esa valoración ya se produce desde una idea previa de lo que tiene que ser ese presente, pero de modo que en realidad no hay tal «idea» del presente, sino su propia ejecución incondicional. Esto último es el sobreentendido que sumariamente define el significado de «contemporáneo».
En este sentido, yo enfatizaría la reserva que expresa Felipe sobre la contemporaneidad de Heidegger: creo que se podría decir que no es contemporáneo, pero porque pretende leer qué se esconde bajo ese incondicional sentido de «actualidad». En todo caso, esa lectura tiene su punto de partida en lo que hay, en su tiempo. Yo diría que en el marco de lo que tópicamente se reconoce como «pensamiento contemporáneo», Heidegger es el que piensa su tiempo y reconoce que éste es sólo actualidad, de lo que se infiere que propiamente no hay tiempo sino sólo actualidad (donde «actualidad» significa cierta indistinción de pasado y futuro, igualados bajo el horizonte de un presente continuo).
Lo realmente decisivo y peculiar de Heidegger es que reitera aquello que inicialmente constituyó la filosofía –la pregunta por el ser–, pero en el horizonte contemporáneo, que a su vez se autodefine refractariamente sobre esa pregunta. La extrañeza, así, se encuentra servida.
LA RECEPCIÓN DE HEIDEGGER
FELIPE MARTÍNEZ MARZOA
Me pregunto si en el caso de Kant, Hegel, Platón o Aristóteles sí sabemos qué es lo que efectivamente plantearon o si tenemos un conjunto de tesis positivas de ellos. Como mínimo ocurre que cualquier tesis positiva, en sí misma, es de modo inmediato malentendida. Lo que sí ocurre con Platón, Kant, etc., es que han llegado a constituirse los que antes he llamado clichés culturales correspondientes a esos nombres. El que con Heidegger esto aún no haya ocurrido en medida culturalmente satisfactoria puede deberse a varias razones: que no valga la pena (porque la marcha de las cosas vaya a optar porque a Heidegger se le olvide), que todavía no haya habido tiempo y otras. En todo caso, no pienso contribuir a la forja del cliché en cuestión.
ARTURO LEYTE
Pero yo creo que la tarea consiste también en impedir la forja de ese cliché, y eso pasa por revelar la originalidad de Heidegger, que es muy extraña a la imagen habitual. A mi juicio, lo original reside en una tarea muy poco espectacular: reiterar lo que él llama la pregunta por el ser. Ya sólo esta meta presuponía y anticipaba una defectuosa recepción. Pero no porque esa pregunta sea muy difícil de contestar, sino simple y llanamente porque excluye la formulación de una tesis positiva (o un conjunto de ellas), que sería en todo caso lo que permitiría hablar de doctrina. Tal vez haya que partir del dato de que no hay «doctrina de Heidegger», pero lo decisivo es entender cómo a partir de la obra de Heidegger se va revelando que tampoco hubo doctrina en la filosofía pasada, en la historia de la filosofía, pero de modo que ese carácter (diríamos nosotros: ese «no haber…») es lo que propiamente define a la filosofía. Como dice Felipe, lo que tenemos, por ejemplo de Platón y Aristóteles, es una imagen cultural, que es la que habría precisamente que desmontar para poder leerlos. Se entiende así el extraño carácter de «lo de Heidegger» en relación con lo contemporáneo, que se puede caracterizar por haber reducido cualquier pensamiento a una cierta imagen –el cliché del que habla Felipe– que pasa como la doctrina constituida. Desde esta extrañeza, la dificultad de su lectura reside precisamente en que sólo hay obra (no doctrina recogida en tesis ordenadas), es decir, trabajo estructuralmente inconcluso cuya delimitación exige ya siempre una interpretación. La obra de Heidegger no es algo que se pueda recoger sin más, pero no porque lo impida el carácter y el estilo de sus textos, ya que carácter y estilo proceden ya de la dificultad y negatividad originales según las cuales la filosofía no consiste en doctrina.
En realidad, uno de los problemas más graves de su recepción se produce al positivizar de alguna manera esa «nada» y ese «no» implícitos en la interpretación de «lo que hay» –que es lo que Heidegger reconoce como «ser»– suponiendo, por ejemplo, que el ser es algo prenominal, antepredicativo, accesible sólo por una intuición especial y exclusivamente capturable desde lenguajes como el arte o la poesía. De esta versión se ha nutrido buena parte de la recepción de Heidegger que no ha pasado por la dificultad inicial, a saber, que de lo que nombra, sugiere o señaliza la palabra «ser» –que en cuanto tal palabra no es lo más importante– no se puede derivar nada o, si se quiere, que lo único que se puede derivar es la propia nada. Ciertamente, con esto se puede hacer poca teoría en el sentido contemporáneo.
GRECIA Y LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA
FELIPE MARTÍNEZ MARZOA
A eso que antes he llamado clichés culturales pertenece también la propia noción de una «historia de la filosofía», ya que ésta presupone la constancia del fenómeno «filosofía» a lo largo de toda esa historia. Y no sólo la noción, también la realización. De hecho la «historia de la filosofía» es la secuencia de esos clichés basada en esa presuposición de constancia, por más que algunos nos dediquemos a intentar estudiar estos o aquellos tramos de ella con un tipo de rigor y atención que no procede de ahí. Pues bien, en la génesis de este rigor y atención, algunas de las páginas exegéticas de Heidegger, de sus trabajos sobre ciertos textos, han sido decisivas y, desde luego, están por encima de toda la restante «historia de la filosofía» disponible. También es cierto que esos trabajos (o cada uno de ellos) son incluso intrínsecamente incompletos, es decir, afectados de una incompletitud que no procede meramente de que la tarea (como siempre) llegue sólo hasta donde llega, sino que tiene que ver con problemas de cómo Heidegger mismo ve su propio trabajo. La incompletitud no afecta sólo al punto hasta donde llega en su comentario, sino también al ámbito de medios y referencias a que está dispuesto a recurrir.
ARTURO LEYTE
Porque no es posible una tesis sobre el ser (el ser no es esto o lo otro o lo de más allá) es por lo que la filosofía no puede ni producir ni administrar significado (tesis o doctrina) y consiste en un mero «dar vueltas». Lo que ocurre es que este dar vueltas es de una índole muy compleja, porque no hay nada en torno a lo que dar vueltas: de ahí que la tarea, en suma, consista propiamente en interpretar esa nada (y eso, ciertamente, puede llamarse «nihilismo», pero en un sentido diametralmente opuesto al vulgar, que lo identifica desde una posición moral).
Así revoluciona Heidegger la relación con la historia de la filosofía porque, contra Hegel, que la reconocía ya desplegada y completa, reconoce su original incompletitud estructural: en efecto, la historia de la filosofía, como título que recoge la pregunta sobre el ser, es constitutivamente defectuosa y discontinua. En realidad, Felipe, más que perseguir la formación de una historia de la filosofía, en tu trabajo se hace relevante cómo ésta consiste y a la vez depende de la forma incompleta y discontinua de hacerla, pero no como si esto fuera un defecto.
Creo que con Heidegger –independientemente de lo que él hizo y quiso hacer– se puede aprender que no hay algo, el ser, que se pueda reconocer como tema sobre el que después se puedan producir interpretaciones; hay más bien «ser» (que no «el ser») y en este «hay» reside ya la interpretación. En realidad, «Grecia» –y es obligado poner la palabra entre comillas porque tampoco obedece a una realidad objetiva, pese a los libros de historia, sino que ella misma es ya también una interpretación– se caracteriza exclusivamente (y por medio de este adverbio se quiere indicar que todo lo demás –que es origen de nuestra cultura, de nuestra democracia y la base del pensamiento occidental, bla, bla, bla…– se puede dejar de lado) por el reconocimiento de este «hay ser» que se puede leer en unos textos fragmentarios (de Heráclito, de Anaximandro, de Parménides o, más tarde, de Platón y Aristóteles). Eso, como en alguna ocasión ha señalado Felipe, quiere decir que en Grecia se reconoce en todo caso la posibilidad de reparar en lo que ya está ahí, haciéndolo relevante, precisamente al decirlo; separándolo de todo, en cierto modo. Esto, que bien puede ser reconocido por los historiadores de la filosofía como «el hallazgo griego», adquiere en el caso de Heidegger un señalado matiz especial. Mientras que con este reconocimiento comienza para esos historiadores una historia que se va desarrollando y cumpliendo positivamente –amontonando hallazgos, por así decirlo– en la medida en que, bajo ese «hay ser», siempre se entiende algo (un significado: la idea, el yo, el espíritu, la naturaleza, la voluntad), lo que se expresa para Heidegger, en cambio, es que no hay nada y que, como se dijo más arriba, en ese «no haber» reside propiamente lo que se puede llamar «ser». «Grecia» significa así una referencia ineludible pero también irrebasable: es la expresión de una pérdida original, asunto que no tiene que ver con el mayor o menor grado de atención de alguien o de una cultura por repararla, ni siquiera con la cuestión de si realmente Grecia fue o dejó de ser históricamente así o de la otra manera; la pérdida es lo que justamente Heidegger reconoce como «ser», que desaparece en la medida en que justamente todo lo demás hace acto de presencia, precisamente como actualidad.
La interpretación que Heidegger hace de esos pensadores (Heráclito, Parménides, Kant, Aristóteles o Nietzsche, por ejemplo) no es ni deja de ser históricamente verdadera, porque, para empezar, el que exige dicha prueba ya parte de un significado previo de qué significa eso de «históricamente», y ese significado no tiene generalmente nada de neutral. Incluso se podría aceptar que en Heidegger hay una «falsificación» de los pensadores leídos, pero una falsificación esclarecedora: de Heráclito, por ejemplo, reconoce que no tenemos ni la menor idea de cuál era el mundo de sus representaciones, por mucho que la historia filológica proceda científicamente con todo el rigor; en el caso de Nietzsche la falsificación ilumina más que lo que dicen muchos de sus intérpretes reconocidos, en parte porque Heidegger delimita con mucha precisión qué y cómo y cuánto está leyendo del texto que se trae entre manos. Tal vez con Heidegger y lo que entiende por «historia de la filosofía» no se pueda construir ningún edificio (ninguna «historia de la filosofía»), pero sí se puede desmontar patrañas como la que, siguiendo un discurso vacío y apolillado, presupone sin discriminación que, por ejemplo, nuestra ciencia y nuestra democracia proceden naturalmente de Grecia. No hay tal naturalidad. Lo que hay es historia, y ésta es justamente interrupción, fracaso y falsificación.
LA CRÍTICA DE LA TÉCNICA
FELIPE MARTÍNEZ MARZOA
Lo cierto es que no me fío nada de una recepción de Heidegger orientada directamente a la «cuestión de la técnica», y menos aún de una «valoración positiva» centrada en este punto tomado por sí mismo. Ese modo de recepción o valoración es, de entrada, sospechoso de un tipo de lectura al que el propio Heidegger ha dado pábulo con lo que en mi conferencia he llamado «afectación de rusticidad», «parafernalia campesina», etc.; también estos rasgos tienen que ver con cierta manera en la que Heidegger ve su propio trabajo. Ahora bien, lo que se llama «la cuestión de la técnica» (y que también podría llamarse de otras maneras) es en efecto (en contexto con todo lo demás) una consecuencia importante de lo que Heidegger hace; solo que no se trata en absoluto de rechazar (ni superar, ni dejar atrás, ni eludir) la racionalidad científico-técnica, ni menos aún de pensar que se podría estar en alguna otra parte; de lo que se trata es de intentar entender qué hay en el fondo de esa racionalización, qué es ella misma.
ARTURO LEYTE
Estoy completamente de acuerdo con Felipe: «lo de la técnica» es de esas cuestiones que genera el espejismo de sobreentender que se puede estar de acuerdo con lo que parcialmente se dice, sin estar comprometido con el núcleo fundamental del que surge lo que se dice. Para gran parte del pensamiento contemporáneo, la cuestión de la técnica resulta aprovechable y hasta rentable en ámbitos de discusión que nada tienen que ver con el origen de la preocupación en Heidegger, sobre todo cuando se interpreta lo que dice como una suerte de diagnóstico de la modernidad que, en su caso, pudiera solucionar o contribuir a la solución de un mal. Pero en Heidegger no hay una teoría de la técnica sino interpretación, es decir, descubrimiento de lo que en estas mismas páginas se nombró como «ser»: «técnica» es, en efecto, lo que hay, es decir, el modo de aparecer las cosas a partir de su propio descubrimiento y emergencia antes de cualquier plan, digamos, humano. Ciertamente eso es lo que Heidegger llama «técnica moderna», expresión en la que resulta decisivo ese carácter «moderno» que esencialmente alude a la emergencia del propio ser a partir del cálculo. Esta autonomía del cálculo, que no coincide con operaciones técnicas de las computadoras sino con la decisión que ha convertido el método en principio, significa el absoluto pre-dominio de ese método, de modo que antes de cualquier dominio –sea la naturaleza, la sociedad, la cultura o cualquier otra manifestación–, lo que ha decidido la forma de ver, de pensar y de hacer ya se encuentra ejecutado. Desde el punto de vista del análisis sociológico de la ciencia y del conocimiento, es obvio que la interpretación de Heidegger es tremendamente original, pero si el Heidegger de la técnica resulta fascinante no debería serlo por esa dimensión parcial y sólo aparentemente crítica, como si a resultas de dicha crítica se pudiera modificar algo o influir sobre algo para que, por ejemplo, las cosas cambiaran. Propugnar tales cambios, que haría de Heidegger un mal filósofo de la historia, podría atraer ciertamente a muchos acólitos, pero no sería filosofía. Filosofía es, en cambio, reconocer que la técnica, ese proceder infinitamente recurrente ante el que no se puede retroceder porque ella misma define y genera «ser», surge de una determinación finita del ser (en términos modernos, se podría decir: de una razón finita). Lo decisivo de la técnica moderna, pues, reside en esa suerte de independencia y autonomía respecto a su origen, pero de modo que ella misma se vuelve origen por medio de esa transformación de la finitud. Si este nuevo origen se puede reconocer como el proceso absoluto de racionalización –la racionalidad técnico-científica–, su revelación es la propia historia moderna, el tiempo moderno que, como sugirió Heidegger al principio de su obra, cuando enunció el título Ser y tiempo, no es de todos modos el tiempo.
HEIDEGGER Y LA POLÍTICA
FELIPE MARTÍNEZ MARZOA
La adhesión de Heidegger en su día al nazismo (y su posterior incapacidad para cualquier clarificación al respecto) hace muy difícil tocar el tema de la política. Una situación típica es, por ejemplo, una discusión con otras personas que, al parecer, estaban dando implícitamente por supuesto que ibas, si no a defender, sí al menos a disculpar algo, puesto que, cuando se percibe que ni defiendes ni disculpas nada, se enfadan mucho, quizá porque el implícito guión del acto ha quedado frustrado. El analfabetismo político de Heidegger (que no disculpa nada, puesto que es voluntario) tiene ciertamente su raíz en algunas de las características de su peculiar manera de ver su propio trabajo. Más allá de esto, cabe plantear desde Heidegger (aunque él mismo no lo haya hecho) qué cosa es el Estado y, por lo tanto, qué cosa es lo político (lo mismo que antes he dicho a propósito de la racionalización científico-técnica). Pero eso es un trabajo que tiene que hacer quien lo haga, no Heidegger.
ARTURO LEYTE
La desgracia no procede ya sólo, como señala Felipe, de la dificultad para tocar este tema, sino de cómo la afiliación nazi del personaje imposibilita que el título «Heidegger y la política» vaya más allá de la morbosa historia personal, alimentada en muchas ocasiones por los «defensores» de Heidegger. La historia del morbo se nutre de dirimir qué grado de nazismo representó la actividad académica del personaje, en qué grado de convicción personal respecto al nazismo se encontraba y, finalmente –y esto es lo más grave– cuánto de nazi hay en su obra. Esto último se lleva al extremo de preguntarse si su obra no se encontrará ya atravesada y hasta constituida germinalmente por la afiliación política. En ese sentido, Ser y tiempo, y no digamos escritos posteriores, representarían para algunos intérpretes algo así como una fundamentación de la irracionalidad como principio filosófico, frente a la filosofía del concepto. Cuando, además, se oponen estas dos perspectivas –irracionalidad y afectividad frente a concepto– al hilo de la oposición filosofía campesina y romántica (como ha señalado Felipe, generada y alimentada en muchas ocasiones por el propio filósofo) frente a filosofía urbana, el camino para malentender y maltratar la obra filosófica se encuentra ya abierto. Pero las cosas están así y lo cierto es que su afinidad política ha viciado su filosofía en conjunto y, en concreto, su utilidad para una crítica de la concepción contemporánea de lo político.
Desde luego, resulta importante valorar el error de Heidegger, pero a una luz distinta. Es posible que el error que aquí nos interesa tenga que ver en concreto con una decisiva confusión de Heidegger, si cabe mucho más grave por proceder de quien procede, entre la pólis griega y el Estado moderno, o más bien con la creencia de que históricamente la pólis griega era restituible en alguna medida y que esa medida la podía marcar el nacionalsocialismo. En cierto modo, Heidegger no fue fiel a su propia percepción de que el olvido del ser no sólo no es corregible sino que, por el contrario, resulta constitutivo: el olvido del ser no es algo que se pueda desvelar de modo que entonces todo sea memoria y se pueda así, recordando, hacer aparecer algo así como la democracia griega. En realidad no es sólo que ésta se encuentre olvidada sino que en su propia constitución, como también nos ha señalado lúcidamente en ocasiones Felipe, se encuentra ya su propia desaparición y olvido, porque, de algún modo, el espacio vacío que se genera –ese espacio de reunión constituido sólo por el decir (lógos), pero en ningún caso por un personaje (en ningún caso por el tirano o el dictador, ni siquiera por el parlamento)– acaba desapareciendo como tal al hacerse relevante –o, se podría decir, al convertirse en una institución–. Pero en este sentido, no es Heidegger quien peor malentiende la pólis griega, sino la propia filosofía moderna que surge como esfuerzo por hacer prioritariamente relevante –es decir, por convertir en institución–, a esa pólis que, como consecuencia, deja de ser pólis para convertirse en el estado político. Ocurre, sin embargo, que ese malentendido moderno resulta seguramente el único camino posible, lo que hace de él simultáneamente la mejor y la peor alternativa, la más liberadora pero también la más esclavizadora. Ciertamente, frente a este estado político y contra él se movió Heidegger (y lo de menos aquí son sus motivaciones), porque seguramente vio algo terrible en su desarrollo: que el estado político ejecutaba radicalmente la metafísica moderna en su forma más devastadora. ¿Y cuál es ésta? Siguiendo cosas ya dichas, se dejaría formular así: la consumación de esa metafísica pasa por la liquidación de una diferencia metafísica (entre el ser y lo ente, por ejemplo, o entre la verdad y la no-verdad) de la que resulta la pura indiferencia e indistinción, de modo que las grandes oposiciones clásicas (verdad/falsedad; belleza/fealdad; bien/mal) dejan de significar y tener sentido. Esa, digamos, igualación describiría el momento en el que ni siquiera tendría sentido, más que como un dicho más, eso del olvido del ser. Pues bien, para Heidegger, esta indiferencia, aunque él no lo formule expresamente en estos términos, coincide con la democracia.
Quisiera aventurarme, como sugiere Felipe, a indagar qué cabe pensar sobre lo político a partir de lo que pensó Heidegger. En este sentido, si la pregunta por la utilidad política del pensamiento de Heidegger tiene sentido, la única utilidad posible, a mis ojos, residiría en la potente crítica subyacente a la democracia precisamente como lo que es, a saber, «democracia moderna». En última instancia, ésta tiene que ver con lo que antes se llamó «la técnica», es decir, el descubrimiento total y original de la realidad, sea natural o histórica, bajo una unidad. La democracia es otro nombre para esa técnica; es, en cierto modo, su cara solidaria, pero bajo el presupuesto de que no hay más caras sino, si acaso, una operación de identidad que finalmente puede acabar indistinguiéndolas. Que la política es una técnica, pero que además se ejecuta mal (es decir, injustamente), es sólo una primera señal de algo más decisivo que tiene que ver con que ella se identifica con un puro operar (sin que importe de qué naturaleza sea esa operación: material, intelectual, cultural, científica, social…) y no con un decir, un decir que, de entrada, reclamaría sobre todo una detención más que un avance, una parada –la reflexión– más que un aumento –el cálculo–. Porque entretanto, el signo más evidente de la democracia no es precisamente, por más que tanto se reclame nominalmente, el derecho –que sería justamente la figura, la única figura posible de lo político–, sino la producción técnica de mercancías, de bienes sin los cuales seguramente el Estado (es decir, el estado de bienestar) se vendría abajo. Y seguramente declinaría, alcanzando la catástrofe, porque ese significado de «bien» implicado en la determinación de «bienestar» se ha entendido de una manera señalada, a saber, a partir de los «bienes», como cosas que hay que producir para que la democracia sobreviva. Y el que lo moderno no siga su propia figura –la del derecho–, sino la de la producción, desfigura igualmente eso moderno. Pero tampoco sería apropiado entender simplemente que hay algo así como un lado bueno, el derecho, frente a un lado malo, la técnica productiva, porque tal vez técnica y derecho modernos son fenómenos originalmente coincidentes que, de alguna manera, se encuentran indisociablemente el uno al servicio del otro (aunque a la postre, y ahí puede radicar la catástrofe moderna, estén al servicio del vacío, o sea, de la pura reproducción). Con todo, en Heidegger no se viene a reclamar algo frente a este vacío, por ejemplo, un fin, una meta, un valor supremo o algo así, como exigen los que piden una transformación política, porque en realidad esas metas, fines y valores no hacen más que alimentar el mecanismo de la reproducción. En realidad, desde Heidegger se podría decir, aunque suene muy paradójico, que de lo que se podría tratar, sin que esto se deba entender como una receta o algo así, es de cuidar la nada (y no simplemente aceptar el nihilismo), pero cuidarla realmente y no destrozarla convirtiéndola en algo, en una o en muchas cosas. Si la democracia atendiera a su principio seguramente no tendría otro camino –después de todo, el derecho, cuya fundamentación no remite a nada exterior a él mismo, es el reino de la nada, que no es otra cosa que el reino de la ley (frente a la naturaleza o mejor, cuando la naturaleza se ha vuelto también ley)–, pero tal vez ocurre que ese camino resulta intransitable porque a la postre siempre se quiere pisar y ocupar la nada, aunque así lo que se pise sea el vacío y no la nada, en cuyo cuidado debería consistir justamente eso que todavía seguimos nombrando como «político». Tal vez ese camino nos condujera fuera del estado de bienestar, hacia el bien y no los bienes, hacia aquel que ya Platón entrevió que se encontraba más allá del ser, porque tal vez era la nada.
HEIDEGGER Y LA RELIGIÓN
FELIPE MARTÍNEZ MARZOA
Del hecho de que en Heidegger se hable de dioses y de lo divino no cabe inferir que se esté hablando de religión. Estamos una vez más en la cuestión, ya apuntada, de los límites en la aplicabilidad de ciertas categorías (antes aludí a ello a propósito de «filosofía» e implícitamente de «ciencia»). Religión es un fenómeno helenístico, y es inadecuado emplear el concepto «religión» (o incluso el concepto «creer») para referirse, por ejemplo, a los dioses de la Grecia arcaica y clásica, como también es inadecuado (aunque en manera diferente) emplear esos conceptos para designar algo que pueda tener lugar hoy, salvo, quizá, si a lo que uno se refiere es al piadoso ateísmo (ateísmo por exigencia de la piedad misma) que hay en constatar que ya no queda ninguna posible invocación de Dios que no sea blasfemia.
ARTURO LEYTE
En algún sentido, la obra de Heidegger no deja de ser un eco original de la sentencia «Dios ha muerto» que él mismo recoge como expresión del proyecto de Nietzsche. Seguramente esa expresión no tiene ya nada que ver con la religión, sino con la filosofía, pero también es cierto que también en ella se delimita el momento en el que se puede pensar la religión y no simplemente sobreentenderla. Decididamente Heidegger no es un pensador religioso, ni siquiera oculto, como algunas críticas simplistas han sostenido. Y por eso lo que dice de Dios y de los dioses resulta serio, porque lo afirma desde el horizonte realizado del nihilismo (es decir, de la modernidad), una de cuyas perspectivas se deja caracterizar desde la des-divinización. Pero, según el mismo Heidegger, quien paradójicamente más ha contribuido a esa des-divinización, es decir, a que la ausencia de dioses se haga patente, es la teología, cuyo dogma expresa definitivamente la huida de Dios. Y como institución, la religión es otro nombre (y otra práctica) del nihilismo, es decir, de la conservación de un lugar vacío que se pretende llenar (por ejemplo, de valores). No hay en Heidegger tales valores ni el más remoto intento por restituirlos. Más decisivamente, lo que hay es el reconocimiento absoluto de que el sentido no puede pasar de ninguna manera por los valores, sean religiosos o morales.
No se trata sólo de que la religión se encuentre excluida de su proyecto filosófico, sino de que éste surge ya del reconocimiento de esta exclusión. No se pregunta por Dios o por los dioses sino a partir del reconocimiento de su absoluta ausencia, pero –y ahí reside lo decisivo respecto a una posición meramente moderna– no bajo la intención de sustituir esa ausencia por una presencia; no, por así decirlo, para llenar esa ausencia con lo que él llama Dasein, por ejemplo (al modo en que cierta interpretación de la modernidad entiende que en ella se pone al Yo, al Hombre, en lugar de Dios). Pero esa expresión, Dasein, cuyo sentido y alcance aquí no se puede ni bosquejar, fundamentalmente significa y se refiere a la finitud (no al hombre), a una finitud que no se enfrenta a lo infinito (por ejemplo a Dios), sino que constituye el ámbito en el que en todo caso podría algo así como aparecer… lo sagrado, o las cosas… o ambos conjuntamente. Pero esto ya no tiene nada que ver con la reificada forma de entender lo divino y sagrado. Que en Heidegger lo divino aparezca vinculado a la propia aparición de las cosas –entretanto desaparecidas bajo la determinación metafísica moderna– no apunta a una suerte de tiempo de espera en el que las cosas se restablecerán como tales y llegará Dios. Pero, por eso mismo, porque todo ha quedado vacío y no caben ya las cosas ni el dios ni cualquier modo laico de conservar lo religioso –la posición incondicional del yo tiene un carácter teológico, incluso la reificación de lo psicológico como una dimensión propia y real–, por eso mismo cabe la posibilidad de que lo sagrado sea. Pero entiéndase bien: no de que se vea o se intuya o se piense; no en definitiva visto a partir de la perspectiva psicológica o humana, cualquiera que sea esa perspectiva, sino simplemente de que sea.
Qué signifique eso es ya un modo inadecuado de preguntar, que equivale a presuponer que «ser» tiene significado. Revelar que no lo tiene constituyó buena parte de la tarea de Heidegger, que también comenzó a partir del reconocimiento de que los dioses habían desaparecido y de que la religión, incluso bajo la forma del ateísmo, no era posible.
FELIPE MARTÍNEZ MARZOA
El saber de la comedia, Madrid, Antonio Machado Libros, 2005
Lingüística fenomenológica, Madrid, Antonio Machado Libros, 2001
Heidegger y su tiempo, Madrid, Akal, 1999
Lengua y tiempo, Madrid, Visor, 1999
Ser y diálogo: leer a Platón, Madrid, Istmo, 1996
Hölderlin y la lógica hegeliana, Madrid, Visor, 1995
Historia de la filosofía, Madrid, Istmo, 1994
De Kant a Hölderlin, Madrid, Visor, 1992
Cálculo y ser. Aproximación a Leibniz, Madrid, Visor, 1991
De Grecia y la filosofía, Murcia, Universidad de Murcia, 1990
Releer a Kant, Barcelona, Anthropos, 1989
Desconocida raíz común. Estudio sobre la teoría kantiana de lo bello, Madrid, Visor, 1987
Heráclito-Parménides: bases para una lectura, Murcia, Universidad de Murcia, 1987
El sentido y lo no-pensado: apuntes para el tema «Heidegger y los griegos», Murcia, Universidad de Murcia, 1985
La filosofía de «El capital» de Marx, Madrid, Taurus, 1983
ARTURO LEYTE
El arte, el terror y la muerte, Madrid, Abada Editores, 2006
Heidegger, Madrid, Alianza Editorial, 2005
Una mirada a la filosofía de Schelling, Vigo, Universidad de Vigo, 2000
Heidegger, hermeneutika eta funtsezko ontologia, Donosti, Jakinkizunak, 2000
Las épocas de Schelling, Madrid, Akal, 1998
Ensaios sobre Heidegger, Vigo, Galaxia, 1995