Encuentro intemporal (Borges y yo)
Fotografía Luis Asín
El pasado 19 de junio, diversas circunstancias personales impidieron que Francisco Ayala tomara parte en la inauguración del congreso internacional Los mundos de Borges, tal como estaba previsto. No obstante, el escritor tuvo la inmensa gentileza de enviar una emotiva carta, a la que prestó su voz el poeta granadino Luis García Montero, y que ahora reproduce Minerva.
Querida María Kodama; queridos amigos todos, los sentados a esa mesa y los que están en la sala:
Quiero disculparme ante ustedes, y quizá más ante mí mismo, por no hallarme presente, como hubiera querido y era mi propósito, en esta solemnidad. Pero, a la edad que tengo y en mis circunstancias, no puedo contar con nada, ni asumir compromisos firmes. Así pues, espero que me perdonen, aunque yo difícilmente me perdonaría a mí mismo.
Tenía verdadero interés en rendir homenaje a la memoria de mi amigo Borges cuando se cumplen veinte años de su muerte y yo he sobrepasado por mi parte, con imprudencia que reconozco, el límite excesivo de los cien. Pero éstos me sirven de disculpa, y quiero por lo menos que la voz de un amigo, Luis García Montero, que es un gran poeta, les transmita mis palabras, que van a reducirse a un esquema muy sumario de los recuerdos que hubiera evocado, como puntos destacados, en mis relaciones con el hombre cuyo nombre estamos queriendo honrar todos aquí hoy.
La primera vez que yo fui a Buenos Aires, antes de la Guerra Civil española, él estaba ausente de aquella capital. De otro modo no hubiéramos dejado de encontrarnos, pues mi primera mujer y yo manteníamos amistad con su hermana Norah Borges, casada en Madrid con Guillermo de Torres. Vino la Guerra, se inició mi exilio como el de la mitad de los españoles, y yo volví a Buenos Aires, donde había dejado excelentes amigos. Al día siguiente de mi llegada, en agosto de 1939, se me presentó en el Hotel Bolívar, donde me alojaba, este hombre cuyo nombre es hoy famoso en el mundo. Se sentó a mi lado y empezamos a hablar… ¡de Literatura! Nuestra conversación nada tuvo de lo que hubiera podido esperarse dadas las circunstancias. Y esta significativa omisión fue la prueba de nuestro recíproco y hondísimo entendimiento que, sin duda, podrá parecer misterioso y –¿por qué no?– absurdo a la mayoría de la gente. Con él poníamos tácitamente en evidencia lo eventual de las circunstancias personales en que la Historia coloca a los hombres y que nosotros tácitamente superábamos. Creo yo que, a partir de ese momento, apenas tuvimos ya que aclarar nada entre nosotros, Borges y yo.
Por supuesto, sería interminable el relato, a lo largo de los años y en diversos lugares del mundo, de mi relación con Borges. Hubiera querido, como me proponía hacerlo, extenderme en algunos detalles por encima de las estúpidas e inofensivas anécdotas con que la popularidad de él nos castiga. Pero en verdad tengo que reducirme a evocar unos pocos momentos.
Primavera de 1969. La Universidad de Chicago, donde yo era catedrático, había invitado a instancias mías a Borges para que diera una conferencia magistral sobre Walt Whitman. Era éste un desafío cuyo resultado aguardaban con maliciosa expectación mis puntillosos colegas: ¡un sudamericano atreverse a discursear ante ellos sobre el archipoeta norteamericano! La conferencia, pronunciada en inglés, fue magnífica; los dejó aplastados y provocó en ellos la sana reacción de aclamar calurosa y prolongadamente a su huésped. Debo señalar en este momento que mi amigo Borges pasaba por su parte tiempos domésticos muy amargos a causa del penoso matrimonio que venía arrastrando. Aquella misma noche, reunidos para una pequeña cena en mi también mínimo apartamento, el anfitrión del departamento universitario con Borges y consorte, asistida esta por una necia consulesa peronista que ignoraba todo acerca del ilustre invitado, pronto las dos damas se enzarzaban en una charla porteña que provocó la inmediata fuga del profesor americano, dejándonos a Jorge Luis y a mí citar algún pasaje del Martín Fierro, o recordar la letra de algún tango.
Noviembre de 1977. Convocado por la UNESCO en la mansión bonaerense de Victoria Ocampo un «Diálogo de las culturas», del que Borges excusó su presencia, tuvo a bien mi amigo acudir en cambio a la recepción del Hotel Plaza donde lo vi aparecer de pronto en la sala y acercarse al rincón donde yo estaba sentado; apartados ahí los dos, tuvimos un diálogo, no como el de las culturas, que había sido burocrático y aburrido, sino muy íntimo y muy cordial, durante el cual Borges me recitó, delicado testimonio de amistad, el poema «Alhambra», que él había escrito recientemente y que yo conocía ya porque acababa de publicarse en La Nación de Buenos Aires. Es un poema, como todos los suyos, muy singular, cuya peculiaridad podría sintetizarse en la inversión de todos los términos: las delicias de Granada para un ciego no eran visuales sino auditivas y táctiles.
a quien abrumaron negras arenas,
Grato a la mano cóncava
el mármol circular de la columna,
Gratos los finos laberintos del agua
entre los limoneros,
Grata la música del zéjel,
Grato el amor y grata la plegaria
dirigida a un Dios que está solo,
Grato el jazmín.
Vano el alfanje
ante las largas lanzas de los muchos,
Vano ser el mejor.
Grato sentir o presentir, rey doliente,
que tus dulzuras son adioses,
que te será negada la llave,
que la cruz del infiel borrará la luna,
que la tarde que miras es la última.
Último encuentro. Poco antes de su muerte, hace veinte años, Borges y yo nos reunimos en el madrileño Hotel Palace. Iba él acompañado de María Kodama, cuya presencia aquí, ahora, me impide desplegar los elogios que en otras circunstancias he solido expresar acerca de la felicidad postrera aportada por ella a mi amigo.