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ALAIN TOURAINE

Un nuevo paradigma. De una visión económica a una visión cultural de la sociedad

Alain Touraine

Sin duda, el tema que he escogido para mi conferencia puede resultar algo extraño: «los paradigmas». En primer lugar, porque prácticamente nadie sabe lo que es un paradigma –por lo menos en Francia, el público general desconoce la palabra– y, en segundo lugar, porque no se puede hablar de «marcos de referencia» de la misma manera que se habla de tal o cual problema concreto.

Sin duda, el tema que he escogido para mi conferencia puede resultar algo extraño: «los paradigmas». En primer lugar, porque prácticamente nadie sabe lo que es un paradigma –por lo menos en Francia, el público general desconoce la palabra– y, en segundo lugar, porque no se puede hablar de «marcos de referencia» de la misma manera que se habla de tal o cual problema concreto. Si bien la noción de paradigma procede de la gramática, es bastante más conocida por su empleo en la historia de las ciencias y por su relación con una conjetura que podemos aceptar con facilidad en el mundo de las ciencias sociales: la discontinuidad, es decir, la idea de que no hay evolucionismo, sino que siempre se pasa de una visión de conjunto a otra visión de conjunto, y la aceptación de la nueva no significa la eliminación de la anterior, sino su incorporación bajo un punto de vista diferente.

Generalmente, los conceptos con los que nombramos épocas, períodos, tipos de sociedad o modos de producción son simultáneamente cualitativos y cuantitativos, y en ellos suele apreciarse lo difícil que resulta eliminar totalmente la noción de evolución, de progreso. Naturalmente, no me refiero a progreso en un sentido moral, pero sí a la idea de que a medida que pasa el tiempo se produce un incremento de la productividad o una mejora de la posibilidad de comunicarse con más gente en menos tiempo o de algún otro indicador por el estilo. Habitualmente se intenta comprender las épocas y las sociedades a través de la definición de sistemas de producción, sistemas de organización del trabajo, tipos de gobierno y otros conceptos similares. Sin embargo, en lugar de definir una situación en términos objetivos (de producción, gobierno, etc.), también existe la opción de hacerlo en términos de construcción de la realidad, de marcos de referencia, de conjunto de categorías a través de las cuales, como si de lentes se tratara, construimos una representación de la situación social, de nuestra propia posición e incluso de nuestra personalidad. Veremos que este análisis, básicamente cualitativo, conserva también un cierto aspecto de continuidad evolucionista, a pesar de reconocer la necesidad de no avanzar en esta dirección.

Mi punto de partida será el siguiente: un día tuvimos la sorpresa –buena o mala, eso está por ver– de que el principio tradicional de unidad y de organización de nuestra visión del mundo había desaparecido. Dios se había muerto o, al menos, se había tomado unas largas vacaciones. De inmediato surgió el problema de cuál podría ser, en esta situación, el principio de integración de las experiencias, los debates o los conjuntos de ideas. Como todos ustedes saben, se llegó a un acuerdo por el cual el principio de unidad y la visión del mundo debían ser políticos. Así fue como el Estado se convirtió en el tema central de toda una época. Aunque en este aspecto estamos acostumbrados a reconocer como nuestro padre –o nuestro abuelo–, a un italiano un tanto extraño, Nicolás Maquiavelo, lo cierto es que también Tomás Moro o Jean Bodin y muchos otros autores –con ideas muy distintas–, estuvieron firmemente de acuerdo en que el mundo, la experiencia, la vida colectiva e incluso la vida privada tenían que ser pensados en términos políticos o en términos de Estado.

Pero, ¿qué significan, en un plano más concreto, este tipo de afirmaciones? Pues que, a partir de aquel acuerdo, el problema giró en torno a la disyuntiva orden frente a desorden, paz frente a guerra, violencia frente a regulación de la violencia, o en torno a términos pertenecientes a una misma familia como poder, contrapoder, ciudadanía, revolución o monarquía absoluta. Si acudimos a los grandes pensadores de este extenso período, especialmente a dos de ellos, Hobbes y Rousseau –a Locke prefiero dejarlo aparte–, veremos que ambos dan respuesta a un mismo problema: dado que hay violencia, dado que existe la guerra de todos contra todos, debemos buscar la manera de evitar esta lucha y fundar, al mismo tiempo, una colectividad, una comunidad.

Resulta interesante ver cómo durante trescientos años más o menos se ha estado hablando de la realidad social, cultural, e incluso individual en términos políticos y, en particular, relacionados con el Estado. Esta situación cambió radicalmente hace ya mucho tiempo. De hecho, se puede considerar que el último capítulo de esta visión política fueron la Revolución Francesa y la Americana, y sus consecuencias y desenlaces por todo el mundo. Tanto en Norteamérica como en Europa se hablaba de revolución o de cambio político profundo, una transformación que permitiría modificar todos los aspectos de la sociedad, desde lo más macro hasta la vida moral individual.

Quisiera recordar ahora cómo terminó todo aquello refiriéndome a un país muy especial, en este caso, el mío. En febrero de 1848 tuvo lugar la última revolución: se abolió la monarquía, se creó una república que otorgó el derecho de voto a todos los «seres racionales», es decir, a los hombres, y todo ello se llevó a cabo manejando un vocabulario enteramente político. Cuatro meses después, tanto en París como en otras ciudades, obreros en paro que recibían del gobierno una cantidad mínima de dinero se sublevaron para intentar aumentar su remuneración, construyeron barricadas y el ejército disparó contra ellos. Se produjo un auténtico baño de sangre que marcó la que fue la primera revolución obrera. En este momento las categorías políticas habían dejado de funcionar y habían cedido su eficacia a categorías socioeconómicas: clase obrera, patronos, huelga…

Si miramos hacia un país mucho más importante en aquel momento, Gran Bretaña, vemos que allí la transformación no fue tan brutal, pero sí fue bastante rápida, ya que, con impulsos como el del cartismo, en diez años se pasó de una visión política a una visión económica y social. El resto de los países fueron cambiando con mayor o menor velocidad: los ingleses y los alemanes lo hicieron muy rápido mientras que franceses y americanos fueron mucho más lentos. Lo cierto es que Francia es un país interesante en este sentido porque siguió hablando en términos políticos mucho tiempo, mientras el resto del mundo hablaba el lenguaje socioeconómico. Esto lo entendió muy bien un observador tan inteligente como Karl Marx quien, hablando de los franceses –un pueblo por el que no sentía mucho aprecio–, dijo: «por lo que a la política se refiere son maravillosos y siempre han sido muy precoces. En cambio, cuando se trata de problemas socioeconómicos, no entienden nada». Y es tan justa su apreciación que, cien o ciento cincuenta años más tarde, todavía se ha seguido dando este fenómeno: recuerden a Françoise Mitterrand, toda una personalidad en la política y un hombre muy inteligente en muchos aspectos, pero que no entendía nada de economía ni de problemas sociales.

Probablemente no podamos apreciar en toda su magnitud lo profundo y brutal que fue el paso de un paradigma político a un paradigma socioeconómico, ya que durante un siglo y medio aproximadamente –mientras vivimos en la sociedad industrial– hemos aprendido desde la infancia el lenguaje socioeconómicos y nos parece absolutamente normal abordar las distintas problemáticas como lo han hecho los historiadores, estudiando primero los fundamentos económicos básicos. Mi maestro Fernand Braudel, por ejemplo, comenzó a estudiar a Felipe II y el resultado fue un libro en el que el personaje central era el mar Mediterráneo, no el rey.

La hipótesis que quisiera lanzar y someter al juicio del público no es sólo que en estos momentos vayamos a pasar a otro paradigma, sino que nos encontramos ya en un paradigma nuevo que todos conocemos, ya que manejamos su lenguaje: el paradigma cultural. Sin duda, el mundo está aquejado de problemas de naturaleza muy diversa y, sin embargo, por lo que toca al mundo industrializado y moderno (básicamente Europa y Norteamérica), me atrevería a afirmar que en estos momentos los grandes problemas que discutimos a diario, tanto en privado como en parlamentos y otros foros, son todos ellos de naturaleza cultural. Esto se aprecia claramente si pensamos en el que es, probablemente, el problema más visible de la actualidad: cómo combinar multiculturalismo y universalismo, es decir, cómo conciliar la diversidad de culturas con un concepto universal y único de ciudadanía. En mi opinión, éste el problema central de nuestra época, tan central como pudo serlo el problema del movimiento obrero y el enfrentamiento con la clase capitalista en la sociedad industrial.

Hay otras cuestiones relevantes que son también de naturaleza cultural, como la necesidad de pensar el papel de la sexualidad en la vida privada y pública, o el hecho de que estemos pasando de una sociedad de hombres a una sociedad de mujeres. En las Cortes de casi todos los países modernos se está discutiendo sobre el matrimonio homosexual, la eutanasia, la situación de las minorías, etc. Y la hipótesis que yo planteo es que, a través de los medios de comunicación o a través de la política, nuestra vida cotidiana, tanto personal como colectiva, está ya dominada por y expresada en términos culturales.

Surge aquí la primera pregunta obvia: ¿por qué? El paso del paradigma político al paradigma socioeconómico resulta bastante fácil de comprender gracias a esas «razones de peso» a las que llamamos «sociedad industrial» o «capitalismo». En cambio, no resulta tan obvio entender por qué a partir de los años sesenta hemos pasado a otro paradigma. De hecho, lo cierto es que no tengo la respuesta completa, pero sí puedo al menos indicar dos transformaciones o dos fenómenos que, en mi opinión, han jugado y juegan un papel central. El primero es la famosa globalización: desde un punto de vista sociológico e histórico la globalización constituye, antes de nada, una forma de capitalismo extremo, es decir, una desvinculación radical de los actores económicos que operan incontroladamente a nivel mundial y las instituciones sociales que se mantienen en un plano local, regional o nacional, sin capacidad de control, por tanto, sobre esos actores económicos. El segundo, resultado a su vez de la globalización –al menos desde el punto de vista de un sociólogo–, sería lo que yo llamo «el fin de lo social», es decir, la crisis o la desorganización más o menos profunda de las grandes instituciones, de los marcos sociales y económicos. Esta desvinculación de lo económico y lo social hace que ya no tenga sentido seguir hablando de historia socioeconómica, al tiempo que plantea la cuestión de qué puede significar lo social cuando se encuentra separado de esa base material fundamental, de esa fuerza de organización que es la vida económica en todos sus aspectos.

En otras palabras, durante un siglo o dos vivimos bajo el imperio de la organización industrial. Aunque no todos fuésemos obreros, la producción en masa nos dominaba y el sufrimiento de millones de personas en determinadas condiciones de trabajo nos tocaba de cerca. En estos momentos, no es que no haya dominación en el terreno de la producción de masas, claro que la hay, lo que sucede es que también hay dominación en los ámbitos del consumo y la comunicación de masas de modo que, en lugar de entablar una batalla en tanto que ciudadanos o en tanto que trabajadores explotados, nos encontramos inmersos en una lucha en todos los frentes simultáneamente. En esta sociedad desorganizada sólo podemos intentar defendernos en tanto que personas, es decir, como individuos en todos los aspectos de nuestra experiencia personal y colectiva.

En definitiva, en el marco de esta desorganización de lo social, nos encontramos, por un lado, con la globalización y el individuo y, por otro, con el individualismo.

Ahora bien, ¿qué significan «individuo» e «individualismo»? En primer lugar está el sentido más sencillo y superficial de «individuo», aquel que lo equipara con consumidor. Pero el concepto tiene aspectos más interesantes que estudiaremos a partir del análisis de dos nociones opuestas a la de «individuo». La primera es la de «comunitarismo», y el puente que establece su relación con el concepto de «individuo» es, precisamente, la segunda noción: el tan peligroso concepto de «identidad» con el que, últimamente, parece haber cierta obsesión. La «identidad» siempre tiene que ver con ser miembro de una colectividad, pero no de una colectividad cualquiera, sino de una comunidad que es, de algún modo, única. De esta manera, el comunitarismo no es tanto la subordinación del individuo a la comunidad en general, cuanto la subordinación del individuo a una comunidad determinada, totalmente distinta de cualquier otra. Recordarán ustedes el papel de la noción de identidad en algunos de los dramas fundamentales del siglo pasado, en los que se apreciaba claramente cierta obsesión con la limpieza étnica. Bajo cierto punto de vista, la noción de comunitarismo sería, en el marco del paradigma cultural, el equivalente social de lo que representó, en el marco de la sociedad industrial, el leninismo o el maoísmo y la dictadura del proletariado.

Existe además otra noción de individualismo, que es tan evidente como antigua: se trata de la idea de que el individuo sea la fuente o la base de su propia legitimidad. Este concepto aparecía perfectamente expresado en muchas de las conversaciones que mantuve en mis investigaciones recientes, cuando preparaba mi último libro sobre las mujeres. Cansado ya de escuchar que las mujeres son víctimas dominadas por los hombres –algo que, naturalmente, tiene mucho de verdad–, cuando me decidí a hablar con las mujeres descubrí que muchas se veían de una manera muy distinta; a pesar de considerarse también víctimas, sus declaraciones tenían más o menos esta forma: lo primero que decían era «yo soy una mujer», definición afirmativa; en segundo lugar, afirmaban «para mí la cosa más importante es construir mi vida como mujer», es decir, la mujer aparece como lo que hay que construir en una suerte de sistema de autolegitimación por el cual no se tienen derechos como mujer sino porque se es mujer; en tercer lugar, la enorme mayoría dijeron «construirme como mujer depende de lo que pasa en el terreno de la sexualidad». Naturalmente, no voy a entrar ahora a analizar este último tema, de importancia fundamental, pero sí quisiera hacer hincapié en el hecho de que la referencia en este caso sea un tema de orden cultural y no una cuestión socioeconómica.

Este ejemplo aporta una imagen muy clara de esta última noción de individualismo que estábamos comentado, la del individuo como base de la construcción de sí mismo, lo que yo llamo «el sujeto». El sujeto es la voluntad y la capacidad del individuo de ser un actor y de alcanzar una legitimidad que procede de su propio movimiento de autoconstrucción como individuo.

Por lo demás, de la misma manera que hay una crisis de desorganización de las grandes instituciones, también hay una suerte de crisis de las formas tradicionales de definición del individuo, que se refleja en el hecho de que el papel determinante no lo juega ya el espacio, el terreno en el cual vivimos, sino, cada vez más, los flujos (de inmigración, de recursos…). Esto contribuye también a explicar el declive de las definiciones socioeconómicas.

En definitiva, nos encontramos con un cambio profundo, que no es sólo de enfoque o de marco de referencia, sino que es un cambio de cultura, ya que el paso a una visión cultural de nuestras vidas implica de por sí una transformación en la cultura misma. Y, ¿cuál es este cambio que todos vivimos y del cual somos, por lo general, bastante conscientes? Como es bien sabido, en esta parte del mundo que acostumbramos a llamar Occidente se inventó un tipo de modernización muy especial, que rompía totalmente con el esfuerzo constante por mantener el equilibrio que reinaban en otras grandes civilizaciones como la china o la árabe. Y si Occidente se apartó tanto del resto de culturas, fue a través de un único movimiento que presenta dos aspectos fundamentales: por un lado, concentramos de manera inédita todos los recursos cognitivos, económicos, éticos y políticos en manos de una elite, digamos, de caballeros a caballo, de guerreros que conquistaron las riquezas, el territorio, las armas, la ciencia y todo. Por otro lado, las demás personas fueron definidas como inferiores frente a esta elite. Y no es que las mujeres, por ejemplo, fueran sólo consideradas inferiores, sino que la mujer misma aparecía como una figura de la inferioridad, al igual que los trabajadores o los niños, lo cual es mucho peor.

Occidente ha inventado, pues, un sistema que funciona con un máximo de tensiones y que por fuerza debe estallar de vez en cuando. La metáfora clásica para resumir y representar este tipo de sociedad es la de la máquina de vapor, que ya utilizó Lévi-Strauss: en la máquina de vapor hay un polo frío y un polo caliente y cuando la diferencia de potencial es máxima es cuando más energía se produce. Así funcionamos nosotros, aumentamos las tensiones, los conflictos y las desigualdades al máximo nivel para conseguir más energía y conquistar el mundo en poco tiempo. De ahí la necesidad permanente de conquistar territorios nuevos, de acumular incesantemente y de trabajar sin descanso.

Hoy día, en cambio, esta visión está en declive, y estoy seguro de que lo que más nos interesa a todos nosotros es una cosa muy distinta que tiene mucho que ver con esta noción de individualismo que estamos analizando: lo que nos interesa es construirnos como personas, como sujetos. Cuando Michel Foucault rompió con su gran proyecto de estudiar sistemas de dominación, dejó de escribir y volvió a estudiar latín y griego. Era la época en que comenzó su Historia de la sexualidad. Foucault señaló que en el mundo de la Grecia clásica se daba un papel fundamental a la construcción de uno mismo o, como se expresó más tarde en latín con una fórmula muy clara, cura sui. Esta preocupación por el cuidado de sí, que procede de Platón y no de Aristóteles, vuelve ahora con fuerza, después de un período, digamos, aristotélico, de descubrimiento de la verdad, de racionalización y dominación del mundo. La preocupación preponderante en nuestra época, en efecto, es esta capacidad de crearse, de afirmarse, de autolegitimarse y defenderse como individuo, es decir, como «sujeto».

Nos encontramos, así pues, ante un nuevo modelo que, sin ser estrictamente femenino, sí debe mucho a la labor de las mujeres, que son quienes han sabido construirlo y defenderlo, precisamente porque estaban privadas de subjetividad. El punto de vista femenino es el de la reconstrucción de ese mundo, que fue polarizado y destrozado siguiendo el ímpetu conquistador de la tradición europea u occidental, para dar lugar a un nuevo modelo capaz de sustituir al anterior.

Entrevistando a numerosas mujeres para escribir mi libro, una de las preguntas que les hice fue si, al compararse con los hombres, consideraban que contaban con alguna cualidad superior y su respuesta, en la mayoría de los casos era un «sí»: «nosotras sabemos hacer varias cosas a la vez y los hombres solo una». Lo que querían decir con esta frase era que ellas sabían combinar la vida privada y la vida pública. Y éste es un rasgo fundamental de este nuevo modelo que allí donde el mundo antiguo sólo sabía decir «o», planteando una disyunción excluyente, logra decir «y», en una inclusión que, naturalmente, presenta ambivalencias e incluso frustraciones. Por tanto, se puede apreciar que estamos viviendo en un mundo que se mueve ya con un nuevo paradigma.

En definitiva, estoy hablando de una transformación muy profunda que tiene su reflejo en la forma que adquiere el pensamiento social en general y las ciencias sociales en particular. Durante mucho tiempo consideramos que la tarea del sociólogo consistía en explicar ciertas conductas a partir de situaciones concretas que hacían que los actores sociales actuaran de distinta manera (los ricos y los pobres, los viejos y los jóvenes, los capitalistas y los obreros, etc.). Después, a este análisis sumamos el de las conductas dirigidas a transformar las situaciones sociales; por eso el tema central de la segunda parte de mi vida fue el de los movimientos sociales. Por último, creo que ya se puede decir que está en marcha un tercer tipo de análisis que, sin pretender restarle importancia a los otros dos, parte del punto de vista de la construcción del sujeto. En esta nueva situación lo que evaluamos como positivo o negativo no es, como antes, lo que integra la sociedad o lo que cambia las relaciones de fuerzas, sino lo que aumenta o disminuye nuestra capacidad de actuar como sujetos.

El retorno, un tanto inesperado, del concepto de derechos humanos puede ayudar a esclarecer lo que acabo de exponer. Los derechos humanos desaparecieron con la sociedad industrial –especialmente con el marxismo– y ahora vuelven con gran fuerza, no ya sólo en las actuaciones de carácter humanitario, sino también en un nivel más fundamental. Este nivel profundo es el que se pone de manifiesto hoy día cuando tratamos de analizar qué es lo que mueve a la gente, qué es lo que todos consideramos lo más importante, y que resulta ser algo que se expresa en términos de exigencia de respeto, de lucha contra la humillación o de deseo de ser tratado como un ser humano, aplicando los derechos individuales de tipo universal.

En esta situación, tenemos por delante la compleja tarea de reconstruir el pensamiento social –que se traduce en el pensamiento de cada uno de nosotros– otorgando prioridad no a la justicia, ni al progreso, ni a la modernidad sino a los derechos concretos, como lo ha expresado Amartya Sen, y a la capacidad para aplicarlos, defenderlos y lograr que sean respetados. Este concepto de derechos humanos que tanto se oye últimamente me parece la noción más significativa de este nuevo paradigma, y por eso será también mi última palabra en esta conferencia.

BIBLIOGRAFÍA

Un nuevo paradigma: para comprender el mundo de hoy, Barcelona, Paidós, 2005

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