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Esa cosa llamada el documental español contemporáneo

M. Torreiro

Llevamos algún tiempo –algunos, como el que esto firma, varios años– hablando del documental español, y sin embargo, sospecho que no acabamos de centrar el tema. O para decirlo con propiedad, no logramos trascender más allá de unas cuantas líneas en los periódicos, algún artículo desafortunado y la general creencia de que los documentales son algo importante, que en España algo se está moviendo, y poco más.

Llevamos algún tiempo –algunos, como el que esto firma, varios años– hablando del documental español, y sin embargo, sospecho que no acabamos de centrar el tema. O para decirlo con propiedad, no logramos trascender más allá de unas cuantas líneas en los periódicos, algún artículo desafortunado y la general creencia de que los documentales son algo importante, que en España algo se está moviendo, y poco más. Como ha ocurrido siempre, no es precisamente el debate teórico en torno al documental lo que se ha contagiado a los medios, ni siquiera la urgencia de sus propuestas, la calidad de algunos productos realizados en los últimos cinco o seis años o las condiciones en las que se producen.

Esto es debido, sospecho, a dos factores diferentes: uno, a la tradicional pereza teórica hispana, que llevó a que tuviéramos que esperar nada menos que a ¡2001! para tener un esbozo general de la historia del documental en forma de libro; e Imagen, memoria y fascinación. Notas sobre el documental español es eso, un gran, generoso esbozo, pero poco más: sin debate teórico no tendremos eco en los medios, sin eco no se existe. Queda mucho aún por investigar, mucho aún por descubrir, muchas novedades que exhumar en archivos y filmotecas, películas en la que no nos cueste vernos representados, la regla de oro para consolidar una tradición que hoy por hoy no tenemos. Y, dos, a la época en que nos ha tocado vivir, urgida de novedades, pero al tiempo desdeñosa ante ellas; un tiempo en que una noticia desplaza a la anterior, un suceso a otro, y así hasta llegar a esa «sociedad líquida» de la que habla Bauman, en la que, como en el curso del agua, todas las gotas se mezclan y es tan difícil diferenciar la una de la otra.

Todo esto le viene muy mal al documental. Sobre todo, porque su ejercicio tiene que ver mucho con la paciencia, con la observación, con la práctica en ocasiones solitaria, con el trabajo de documentación, con el intercambio de experiencias: todo lo contrario de la prisa. También le ha venido mal a la consolidación del documental como una propuesta más en la cartelera, como un filme de ficción o como un dibujo animado, la insana costumbre del espectador hispano de consumirlo en televisión, sin pagar ni un duro por él, de manera que parece un contrasentido, para muchos, pasar por taquilla para dejar allí los seis o más euros que cuesta una entrada: «ya lo veremos por la tele, si tan interesante es», parecen decirse. Y además, la reducción de la edad media del espectador y el cambio brutal en los hábitos del consumo cinematográfico que hemos experimentado desde la entrada del siglo también tienen mucho que ver con el asunto.

De manera que aquí estamos: con productos que, cuando llegan a los 145.000 espectadores de En construcción (2000) de José Luis Guerín, los consideramos un triunfo y que cuando alcanzan los 377.000 de La pelota vasca de Julio Medem los calificamos de fenómenos sociales (¿hubiera alcanzado los mismos espectadores sin la descalificación censora de la entonces ministra de Educación y Cultura, la inefable Pilar del Castillo, que arremetió contra la película, en septiembre de 2003, en pleno festival de San Sebastián, después de afirmar olímpicamente que no la había visto?). Pero solemos olvidarnos que dos de los más premiados documentales españoles de los últimos años, Balseros (2002) de Carles Bosch y Josep Maria Doménec, que tuvo incluso una nominación al Oscar como mejor documental del año, y el notable El cielo gira (2004) de Mercedes Álvarez, sólo interesaron, respectivamente, a 16.000 y 36.000 espectadores; o que, aún más sangrante, uno de los filmes más revulsivos rodados en España en décadas, De nens (2003) de Joaquim Jordá, sólo llevó a 5.400 personas a las salas; o que El tren de la memoria (2005) de Ana Pérez y Marta Arribas –que además hablaba de un tema tan candente como la emigración para recordarnos cuando éramos nosotros quienes viajábamos a Alemania, en los sesenta, para buscarnos la vida– la vieron sólo 1.600 espectadores… Y hablo, insisto, de algunos de los más importantes títulos producidos en la España del siglo xxi…

Se podrá objetar, y de hecho es la estratagema que yo empleo para no deprimirme, que la importancia social del documental es siempre superior al número de sus espectadores; que no conviene juzgarlo con los mismos ojos que el cine de ficción, y mucho menos, contraponer sus recaudaciones con las del filme/espectáculo americano que tanto gusta a las plateas medias en estos tiempos. Pero es que la realidad es tozuda, y cuando alguien se acerca a una taquilla, debe pagar lo mismo por ver Poseidón, Cars o Alatriste que, por ejemplo, Niebla en las palmeras (2005) de Carlos Molinero y Lola Salvador, sin duda alguna, la propuesta más radicalmente innovadora del (falso) documental español en muchos años.

Urge, por tanto, redefinir el papel del documental en estos tremendos días nuestros. Para ganar confianza: porque en el terreno que nos ocupa es donde más plural se muestra el cine español, con propuestas de todo orden, con productos perfectamente encasillables en todos los géneros de esa macrocategoría que es el cine de no ficción. Porque en él están surgiendo nombres de cineastas así, a secas, sin otra adscripción que la de creadores audiovisuales, de la talla de Javier Corcuera, Mercedes Álvarez o Isaki Lacuesta (¡qué arrebatadamente bella es su última criatura, La leyenda del tiempo!), por no hablar ya del malogrado Jordá que, como siempre sucede en nuestro malhadado país, sólo recibió parabienes en las notas necrológicas.

Y hay que superar, en los terrenos que más importan, en la producción y la distribución, los resortes para lograr financiación pública para vender mejor los productos; para que cuando se estrenan lleguen precedidos por campañas de promoción que merezcan el nombre de tales; para crear expectación alrededor de los títulos clave que cada año se van produciendo; para lograr convencer al espectador joven, ese que garantiza la vida del cine, que ver un documental puede ser tan excitante como ver cualquier otro tipo de cine. Ese es el reto: porque en todo lo demás, en su calidad, en la pluralidad de sus temas, en la diferencia de sus escrituras, todo eso ya existe. Ya lo escribí alguna vez, pero aún a riesgo de repetirme, vuelvo a hacerlo: en el terreno del documental, los años por venir son inciertos, pero excitantes; habrá que corregir muchas cosas, pero seguramente, valdrá la pena vivirlos.