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A vueltas con la memoria. Entrevista con Patricio Guzmán

Carlos Prieto
Fotografía Minerva

Patricio Guzmán (Santiago de Chile, 1941) fue testigo a principios de los años setenta de un proceso político fundamental para entender la historia latinoamericana reciente: la ascensión, auge y caída del gobierno de Salvador Allende, que narró en su monumental trilogía La batalla de Chile. La película se convirtió de inmediato en una referencia imprescindible del cine documental. Más tarde, Guzmán ahondaría en este tema en documentales como La memoria obstinada (1997), El caso Pinochet (2001) o Salvador Allende (2004). El director chileno participó en un coloquio en el Cine-Estudio del CBA durante una de las jornadas del festival Documenta Madrid.

¿Cuándo decidiste que querías dedicarte al cine?

Puedo hablarte sobre el momento en que decidí que quería dedicarme a hacer documentales. Siendo adolescente tuve la suerte de ver en el cine Morir en Madrid, de Frederic Rosiff, Noche y niebla, de Alain Resnais, o Europa de noche, de Alessandro Blasetti. El elemento principal de todas estas películas era la realidad. Y el público iba a verlas. Pensé que ese era el tipo de cine que me convenía hacer: yo solo mirando la realidad. Soy tímido por naturaleza y me asusta el mundo competitivo de las grandes producciones. No me gusta el proceso de fabricación del cine de ficción, donde la estructura del equipo de trabajo es vertical. Nunca me sentí cómodo en ese ambiente. Los equipos de rodaje de un documental son horizontales: realizador, cámara, técnico de sonido… y ya está. No necesitas gritar «acción», basta con decirlo al oído. Aprendí bastantes cosas haciendo prácticas con actores, pero la realidad es tan apasionante que prefiero filmar directamente la vida, descubrir la trama dramática que esconde cada situación cotidiana, más que interponer una historia. Me gusta que las cosas sucedan al mismo tiempo que las filmo. Eso no quiere decir que no exista escritura documental. Yo suelo escribir guiones imaginarios para convencer al productor y para profundizar e investigar en la historia que quiero contar. Pero durante el rodaje improviso mucho.

Entonces, lo que te incomoda de un rodaje de ficción es que te resulta atosigante…

Sí, terrible. ¡Qué tensión! Hice muchos anuncios cuando era joven para financiarme la carrera y sufría mucho en el plató. ¡Tomaba Valium y todo! Tienes que ser un líder carismático, siempre en tu papel, por encima de las circunstancias. Y los directores no somos líderes. Bueno, al menos yo no lo soy: cuando amanezco deprimido se me nota enseguida…

¿Cuáles crees que son las innovaciones formales más importantes introducidas en el mundo documental en los últimos años?

Hace unos quince años comenzó por fin a asumirse la subjetividad. Aunque esa mirada subjetiva estaba presente desde los tiempos de Flaherty, hace casi un siglo, nadie se había decidido a reconocerla. Las voces en off se hicieron más complejas y literarias; la reflexión sustituyó a la pedagogía; el silencio y la pausa se impusieron a la yuxtaposición y el ritmo; se empezó a planificar de una forma más cinematográfica, abandonando el estereotipo del plano, contraplano, inserto. En definitiva, el documental se convirtió en una fuente de riesgo. Directores como Johan van der Keuken, Frederic Wiseman, Robert Kramer o Nicholas Phillibert comenzaron a adoptar estas innovaciones. Los nuevos documentales eran mejores porque utilizaban mejor el lenguaje cinematográfico. Las entrevistas se transformaron en secuencias, la información se transformó en reflexión y el documental despegó hacia una región más cinematográfica que pedagógica. Se produjo el divorcio con el reportaje. Cuando yo era joven los documentalistas viajaban mucho: Chris Marker rodó en Vietnam, China o Chile. Hoy día parece absurdo ir a filmar a un país lejano cuando puedes hacer una película sobre los árboles que hay en esta plaza, o sobre la vida de tu ciudad, tu calle, tu familia, tus amigos o tu gato; es decir, sobre las cosas más pequeñas y cotidianas. Esta corriente coincidió con la fatiga de la ficción. La gente se cansó de ver el mismo esquema de acción repetido una y mil veces en las malas películas de consumo. Poco a poco, los espectadores se acercaron a ese cine humano, dubitativo y reflexivo que es el documental moderno.

¿Ha perdido peso aquello de que sólo se puede captar la realidad mediante la objetividad?

En realidad la discusión objetividad/subjetividad viene de los años cuarenta. Cuando la televisión sueca compró La batalla de Chile me dijeron que les había gustado mucho pero que se trataba de una película desequilibrada porque había más opiniones de izquierdas que de derechas. No supe que decirles. Hoy se avergonzarían de su comentario. Hasta los más grises funcionarios televisivos se han dado cuenta de que en cuanto coges una cámara la subjetividad lo invade todo. No puedes pedirle a un pintor que pinte un cuadro utilizando las mismas dosis de azul, verde y amarillo. Es ridículo. Es bueno que esa polémica haya quedado atrás. Ahora puedes hacer una película subjetiva tranquilamente sin preocuparte de si te estarás o no «pasando».

¿No crees que el abandono del carácter pedagógico puede ser bueno para que los documentales «militantes» eviten caer en algunos de sus clichés habituales?

Cómo no. La pedagogía y el realismo supusieron durante mucho tiempo un lastre para el documental. Cuando empecé había que filmar en blanco y negro… y mal. Parecía que sólo los documentales con apariencia feísta tenían credibilidad. Eran puros estereotipos. Ahora muchos documentales tienen una factura excelente en lo que respecta al sonido, el encuadre o la iluminación. Hay que abandonar el lastre pedagógico y la falsa objetividad en favor de la subjetividad, la profundización en el terreno poético y la investigación de las relaciones ínfimas que se establecen en la vida. El contenido de un documental siempre será pedagógico porque la vida es pedagógica. Uno siempre está aprendiendo cosas pero eso no significa que tenga que demostrarlo cuando rueda un documental. Simplemente, das tu opinión. Hay un programa de pintura en la televisión francesa llamado Palettes que no está hecho por un especialista en arte, sino por un señor que decidió filmar sus propias críticas porque no entendía las de los expertos. Es el mejor programa de pintura que he visto nunca. Aprendes mucho gracias a una persona con sensibilidad que, simplemente, mira. A eso enseña el cine documental: a saber mirar.

En alguna ocasión has dicho que hoy día no se entrevista sino que se construyen personajes. ¿A qué te referías?

Existen muchos elementos narrativos diferentes: la descripción, que en el cine documental es más importante que en la ficción; la acción, que es un elemento tenso y dinámico; la voz en off; la música, y muchos más. La entrevista no es el único elemento que nos ayuda a conocer a un personaje, además de entrevistarlo hay que filmarlo en diversas situaciones –enfadado, contento, durmiendo, trabajando–, fotografiarlo, etc. Las entrevistas son interesantes cuando se transforman en secuencias cinematográficas, cuando el diálogo es profundo y se respetan los silencios, cuando el personaje se contradice. Si tratamos de forzar la situación e ir al grano, las entrevistan se trasforman en puro periodismo. Es bueno darle tiempo a las cosas para que se desarrollen por sí mismas.

Qué otras diferencias hay entre el documental de creación y el reportaje periodístico?

El documental es una historia de la realidad. La propia situación va indicando cuál es el ritmo que ha de tener la película. El reportaje es más funcional: hay que terminarlo rápido para llegar al cierre de edición. Eso lo cambia todo. En el documental hay más tiempo para reflexionar, para desdecirse. El reportaje es más práctico, más inmediato. En la historia del cine hay obras maestras de ambos géneros, así que no se puede decir que uno sea mejor que otro. Son modos diferentes de tocar el violín.

Además de las innovaciones formales ¿qué otras causas han propiciado el denominado boom del documental?

El documental de creación se ha desarrollado más libremente en los últimos años gracias al trabajo sistemático de países europeos como Holanda, Suiza, Bélgica o Francia, donde están los canales de televisión que han dado más espacio a estas películas: ZDF, ARTE o RTBF. No obstante, tampoco se puede decir que ARTE, por ejemplo, sea el responsable del auge, pese a haber producido películas importantes. Ya sabes cómo son las cosas: mañana hay cambios en la dirección de un canal, despiden a dos funcionarios determinados, y se acabó el canal tal y como lo conocemos –ahí están los casos del Channel 4 británico o de ZDF, que ha perdido fuerza últimamente–. Es decir, que no creo que dependa tanto de lo que haga uno u otro canal como de que los estados subvencionen los documentales igual que hacen con los largos de ficción. Si hicieran esto en España las cosas cambiarían inmediatamente. Pero aquí hay poca plata para esto. O sea, si José Luis Guerín pide una subvención, seguramente se la darán, pero si la pide un chaval desconocido… El documental europeo está muy subvencionado por el estado: hay toda una galaxia de pequeñas instituciones apoyándolo pero, si investigas a fondo, descubres que casi todo es dinero público.

Parece que se ha producido un trasvase de espectadores del cine de ficción al documental. ¿Crees que el público se ha acercado al documental de pasada, sólo por la novedad, o tiene intención de «quedarse»?

Me temo que se trata de una moda pasajera. En realidad, el documental nunca se podrá poner a la altura de lo que quiere el público, no se le puede exigir tanto. El documental no puede satisfacer a la industria, entre otras cosas, porque su elaboración es más compleja que la de un largo de ficción. No puedes hacer una película sobre un gran escritor en un mes y medio. Es imposible, no queda bien. El guión siempre está abierto. El riesgo es permanente. A diferencia de los actores, a los personajes de un documental no los puedes «conducir» del todo y no puedes adelantarte a los acontecimientos. El documental es un género que discurre a contracorriente del mercado. Es como fabricar automóviles de madera. Eso sí, al margen de la moda, es cierto que hay mucha gente que ha descubierto los documentales gracias a este boom, pero la demanda no está cubierta por la distribución.

¿Cómo está el tema de la distribución en España?

Salvador Allende tuvo ciento veinticinco mil espectadores en Francia… y cinco mil en España. Sin embargo, no debería haber tantas diferencias entre los dos países. Una de las causas de este abismo es que los distribuidores españoles no saben cómo «vender» un documental. Se conforman con poner dos anuncios en El País, convocar una rueda de prensa y citar a unos cuantos periodistas. Y se creen que con eso está todo hecho. El documental exige una mayor dedicación. Hay que salir a buscar al público. El distribuidor francés de Salvador Allende se molestó en contactar con todas las asociaciones de latinoamericanos de Francia, todos los organismos de derechos humanos, todas las facultades de periodismo e historia. Se anunció en los medios de comunicación adecuados, independientemente de su tamaño. Los distribuidores de documentales han sabido captar al público apropiado. Estamos hablando de los espectadores que van a ver películas como Memoria del saqueo, La pesadilla de Darwin o Invierno en Bagdad. Me pagaron una gira de presentación por treinta y cuatro ciudades de Francia y en cada ciudad hubo un debate posterior a la película… ¡de hora y media! En España muchos espectadores se levantan del asiento incluso antes de que acaben los títulos de crédito. El distribuidor español se queda mirando por la ventana sin darse cuenta de que la distribución de un documental requiere una actitud diferente. Es lo mismo que cuando pones un documental en televisión: no lo puedes poner sin más, tienes que crear una franja horaria especial y emitirlo sin cortes publicitarios, porque se trata de un producto distinto. En España se trata igual el documental que la ficción y por eso sólo se estrenan los documentales más estereotipados, léase Michael Moore o Buena Vista Social Club. Yo he visto películas de salsa holandesas mucho mejores que Buena Vista Social Club y, sin duda, a los espectadores españoles les gustarían estas películas, si tuvieran ocasión de verlas. Al menos en Madrid, Barcelona y Valencia podría haber un cine dedicado a la proyección de documentales. Pero no existe un empresario que se quiera hacer cargo de algo así. Y mientras no aparezca, estamos fritos.

Entonces, no es un problema de falta de público…

Existe un gran público marginal que va a festivales como éste [Documenta Madrid]. Se trata más bien de un problema de configuración cultural general que va más allá de nuestras pequeñas dificultades. El documental representa la opinión crítica de un país respecto a la historia, la ecología, la política, la educación, etc. Si un país tiene carencias en todos esos campos seguro que al documental le va a ir mal. Es como si los problemas del documental fueran reflejo de un retraso más general.

Hablemos más de tus películas. ¿Cómo viviste el inesperado éxito de La batalla de Chile?

Cuando terminé de rodarla no sabía que había hecho una película universal. Sabía que lo que habíamos vivido tenía importancia para nosotros, pero no me había imaginado que pudiera tener una relevancia mundial hasta que empecé a recibir la respuesta del público. Hasta el día de hoy me siguen pidiendo la película en los lugares más insospechados. El año pasado se editó en DVD para Corea del Sur. Ahora va a salir en Brasil y dentro de unos meses se editará aquí gracias a una estupenda empresa de distribución barcelonesa. Pero también quiero que salgan las demás: el problema del éxito de La batalla de Chile es que al final todo el mundo te conoce por esa película y parece que se olvidan de lo que hiciste después. Eso sí, aún no he conseguido que la pongan en la televisión chilena, la han prohibido sistemáticamente.

En ese sentido, ¿las cosas no han cambiado en los últimos años?

Las cosas han cambiando un poco, pero sigue habiendo dificultades. Cuando acabé Salvador Allende hicimos unos pases de la película para los siete distribuidores importantes que hay en Santiago de Chile. Todos nos dijeron que era una película muy interesante –había formado parte de la Sección Oficial del Festival de Cannes– y que estaban pensando en distribuirla, pero después, poco a poco, se echaron atrás con diferentes excusas: «tengo demasiadas películas este año», «no sé como distribuir documental», «es un poco arriesgado»… Cuando había perdido toda esperanza de estrenarla en Chile sucedió una cosa curiosa. Estaba en el Festival de San Sebastián contando esto mismo en televisión cuando dos jóvenes chilenos que estaban viendo la entrevista salieron disparados a buscarme al hotel: «Nosotros somos las personas que estás buscando», me dijeron. Evidentemente, no les creí; no tenían ni oficina. Bueno, pues un año después compraron diez copias de la película con un préstamo (la Unión Europea te da diez mil euros de ayuda a la distribución de películas de carácter cultural en América Latina). Ya la han visto cuarenta mil espectadores y creo que podremos superar los cien mil.

¿Y La batalla de Chile?

Por fin, el año que viene, vamos a estrenarla en los cines chilenos… ¡treinta y cuatro años después! No obstante, las cadenas de televisión todavía no se han decidido a comprarla. Aún nos enfrentamos al problema de un país que no quiere reconocer su pasado. Yo filmé a los escoltas de Allende en el año 1996, durante el rodaje de La memoria obstinada. Estaban asustados. No querían contar todo lo que habían vivido porque tenían miedo de que los calificaran de terroristas; ¡pero si lo que habían hecho era defender el Palacio de Gobierno con el Presidente dentro! Era la primera vez que los entrevistaban, pese a haber sido los últimos defensores de la democracia, y ahora eran pobres que se dedicaban a desabollar coches en un garaje. Para curar a una sociedad enferma es necesario reequilibrar estas cosas. No puedes vivir siempre mirando atrás, pero la memoria es la identidad. Uno no se siente más sano por olvidar los problemas del pasado. Si no eres consciente de eso, pierdes energía. Y durante mucho tiempo Chile no tuvo esa energía.

En La memoria obstinada filmaste a los estudiantes chilenos viendo La batalla de Chile. ¿Cómo surgió esa idea?

Cuando no hago películas me gano la vida dando clases de cine. Un día pasé la segunda parte de La batalla de Chile en un seminario en Santiago. Cuando se término la película todos los alumnos se quedaron callados. El aula estaba a oscuras. Lo primero que pensé fue que no había puesto la película adecuada: era una colegio de pago con alumnos de clase media. Me equivoque: ¡no es que estuvieran callados, es que estaban llorando! Esa emoción duró como seis minutos. Fue increíble. Nadie podía hablar y yo también me emocioné. Entonces pensé que podía intentar repetir algo similar durante el rodaje de La memoria obstinada. Y así fue, se produjo exactamente la misma reacción. Pedí permiso para proyectar la película en cuarenta y dos colegios, pero sólo me lo dieron en seis. En todos lados me decían lo mismo: «nosotros no podemos recrear hechos dolorosos», «somos un colegio que mira hacia el futuro», «lo que usted propone es muy positivo pero tenemos que pedirles permiso a los padres porque éstos son hechos muy graves». ¡Imagínate!

¿Crees que tu condición de exiliado te impide afrontar proyectos sobre el Chile contemporáneo?

El exilio es una condición complicada. Te podría estar toda la tarde hablando de esto. Tengo la sensación de que siempre he llevado el país sobre mis espaldas. Si encima te toca vivir unas circunstancias espectaculares como las que yo viví, estás frito. No puedes olvidarlo. En la casa donde vivo, en Francia, somos nueve vecinos y para ellos soy «el cineasta chileno». Nunca dirían otra cosa. Ya estoy acostumbrado a ser un chileno que vive fuera. Cuando voy a alguna televisión dicen: «Ya viene éste a vendernos otra película sobre Chile. Atiéndele tú que yo no quiero hablar con él» [risas]. En Chile, durante veinte años, la discusión sobre Pinochet y Allende no se movió ni un milímetro: que si los desaparecidos, que si Pinochet hijo de puta, etc. Esa dicotomía se mantenía intacta, era una discusión congelada y dramática, porque el país no avanzaba hacia ningún lado. No obstante, en los últimos dos o tres años se están moviendo algo las cosas. El ex presidente Ricardo Lagos promovió la denominada lista de los treinta y cinco mil presos. Yo fui a declarar a una oficina donde te preguntaban dónde estuviste detenido o si fuiste torturado. El hecho de que las madres de los desaparecidos sean bien tratadas es un síntoma de recuperación de la sociedad civil. Así que me gustaría ir a Chile más a menudo para no perderme todos los matices de esta evolución. Una universidad me ha contratado para dar un seminario tres meses al año, así que empezaré a vivir allí temporalmente. En realidad, me gustaría volver definitivamente pero supongo que tendría difícil encontrar de qué vivir. Ninguna televisión ha pasado una película mía. Ni una. Pero, ¡si hasta he hecho películas sobre Julio Verne y Robinson Crusoe! Pues ni esas. No se, igual cuando me haga viejo…

Se apiaden de ti…

Sí, y me den una pensión [risas].

Mi julio Verne, 2005, 52’

Salvador Allende, 2004, 100’

Madrid, 2002, 41’

Caso Pinochet, 2001, 110’

Isla de Robinson Crusoe, 1998, 43’

La memoria obstinada, 1997, 60’

Pueblo en vilo, 1996, 52’

La cruz del sur, 1989-92, 80’ y 3 x 55’

En nombre de Dios, 1987, 95’

La batalla de Chile I, II y III, 1973-79, 272’

El primer año, 1971, 100’