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Jaume Plensa. La poesía de la materia

César Rendueles
Fotografía Minerva

La sala Goya del CBA albergó el pasado invierno la exposición Sinónimos, en la que Jaume Plensa (Barcelona, 1955), uno de los artistas más internacionales de nuestro país, especialmente conocido por sus obras de arte público, mostraba una de sus facetas menos conocidas pero igualmente fascinante: la de dibujante. Además de la exposición, Plensa realizó una intervención en los ventanales del café del CBA, La Pecera, que produjo una sutil pero impactante modificación del paisaje urbano madrileño.

El estudio de Jaume Plensa está situado en una nave anodina de un polígono industrial de un pueblo de la periferia de Barcelona. Todo un anticlímax para quien se esperara un atelier romántico y, sin embargo, un marco adecuadamente prosaico para un artista obsesionado con la dimensión poética de la escultura. Encuentro a Plensa preparando una de sus cortinas de letras para una exposición en el IVAM. «Tenemos que unir varios miles de piezas», explica. «Hay cinco combinaciones posibles para agujerearlas y unirlas con un cable muy resistente que compramos en Inglaterra. Lo hacemos con una máquina especial que nos han construido». Plensa parece poco impresionado por semejante tarea. De hecho, está muy contento porque por fin ha encontrado cuatro piedras gigantescas que van a servir de base para las cuatro últimas piezas de sus series Soul y Shadows. «Llevaba mucho tiempo buscándolas», me dice. «Hay una coleccionista que lleva esperando dos años por esta escultura. Pero es que no daba con las piedras adecuadas».

¿Cómo fueron sus inicios artísticos? En alguna ocasión ha mencionado que en el transcurso de su infancia le influyó más la música que las artes plásticas.

No tuve una formación visual temprana y nunca me han obsesionado las imágenes. En cambio, con el paso de los años me he ido dando cuenta de que la música de piano que tocaba mi padre o los libros que había en mi casa me han dejado una huella importante. Distintos elementos que se han ido incorporando a mi obra de forma progresiva y natural tienen su origen en este mundo familiar volcado en la palabra y la música. En especial, recuerdo el olor del interior del piano, donde me metía cuando no me veía mi padre. Me fascinaba el polvo que se acumulaba allí y, sobre todo, el modo en que reverberaba. Después me he dado cuenta de que aquella vibración de la materia era pura escultura.

Lo cierto es que distintos aspectos del mundo musical reaparecen muy literalmente en su trabajo. Pienso no tanto en sus escenografías para ópera cuanto en dibujos recientes, como Bartok y Bizet.

Recuerdo que Anthony Caro estaba muy preocupado por la escala. Me decía, «Jaume, hay tres cosas fundamentales en escultura: la escala, la escala y la escala». Estoy de acuerdo, aunque sólo en parte. Mi aproximación a la medida es más abstracta. Creo que las palabras son un contenedor perfecto, pues tienen físicamente la medida exacta de su contenido. La palabra proporciona un registro físico común, un lugar abstracto compartido al que cada cual puede acceder con su propia memoria. Del mismo modo, la música es un lugar privilegiado para la abstracción, pues no genera imágenes descriptivas que bloqueen la posibilidad de ir más allá, algo que a veces sucede en las artes visuales. Por eso me ha parecido más oportuno escribir «Bartok» o «Bizet» que hablar de Bartok o de Bizet. Bartok no es un homenaje a Bela Bartok, sino la definición de un lugar, la palabra «Bartok», al que todos, cada uno con su propia memoria, podemos acceder.

Tengo entendido que de joven pensó en estudiar medicina. ¿Cuándo decidió que quería dedicarse a la escultura?

Supongo que mi interés por la medicina tenía que ver con mi interés por el cuerpo. Hace mucho que colecciono grabados anatómicos realizados desde una perspectiva, por así decirlo, intuitiva. Del mismo modo, yo entendía la medicina como una aproximación poética al cuerpo. Pronto supe que la escultura me lo daba todo. En primer lugar, la posibilidad de tocar, algo que para mí es una necesidad. Me gusta que la gente toque mi obra, que disfrute de esa dimensión epitelial. Pero, paradójicamente, también me atraía la capacidad que tiene la escultura para fomentar la abstracción. La escultura forma parte de mi naturaleza y supongo que siempre acabo haciendo escultura, con independencia del medio que utilice. Hace poco Javier Maderuelo publicaba en El País un texto acerca de mi exposición en el CBA que me pareció muy inteligente. Venía a decir que aunque aquellas obras parecían dibujos y fotografías, en realidad eran esculturas...

Sí, es cierto, ¿hasta qué punto se puede decir que las obras de Sinónimos son dibujos?

El dibujo me interesa mucho conceptualmente. Si quisiera crear una gran colección, sería de dibujos. El dibujo es el lugar donde realmente se crean tus estructuras de futuro. Eso es lo que lo define y no la técnica utilizada. En realidad, el dibujo es un laboratorio, un espacio donde desarrollar ideas con inmediatez y verificar intuiciones sin ninguna presión de tiempo o de lugar.

¿Supone entonces el dibujo una liberación frente a la complejidad técnica de la escultura?

La escultura es tan esencial como lo más primitivo de nuestro ser. Los niños empiezan enseguida a manipular las cosas con sus manos y, en la naturaleza, la formación de las montañas, las erupciones volcánicas, la solidificación de formas, la erosión o la transformación del paisaje… todo ello es escultura en estado puro. Antes, en el estudio, hablábamos de distintos problemas técnicos pero, en realidad, la escultura es de una gran simplicidad, es como si te miraras al espejo: tú y tu cuerpo.

Antes le preguntaba por su interés por la medicina porque parece haber tenido una considerable repercusión en su labor artística. Por ejemplo, en la serie Proverbs of Hell aparecen dibujos de órganos que evocan esas láminas anatómicas que ha mencionado antes o los esquemas frenológicos. ¿Le interesa el campo material que demarca la medicina como terreno para la investigación artística?

Vivimos una época en la que cada vez son más débiles las fronteras entre los distintos territorios del pensamiento, si es que no han desaparecido totalmente. A todos nos unen las grandes preguntas. A veces parece como si los científicos se dedicaran a dividir la realidad en fragmentos cada vez más pequeños, pero cuanto menores son esos pedazos, mayores son las preguntas que plantean. La medicina habita un territorio fronterizo y poético porque trabaja con el cuerpo que, por mucho que nos resistamos a aceptarlo, es lo que nos da una fecha de caducidad, lo que marca nuestra existencia. El cuerpo evoluciona a pesar de ti. La fuerza física se transforma en habilidad, la habilidad en sabiduría, la sabiduría… en nada.

Precisamente esas piezas de las que estamos hablando evocan tratados médicos precientíficos en los que está muy difuminada la frontera entre ciencia, literatura, filosofía, artesanía…

Claro, porque entonces era una disciplina muy intuitiva. Y mi aproximación al organismo es voluntariamente intuitiva. Durante muchos años he hecho dibujos de cerebros en los que inscribía palabras, conceptos. Siempre me ha fascinado el modo en que Gall, el padre de la frenología, localizaba en el cerebro las cualidades del alma. En realidad, todo gira en torno a la misma cuestión que planteaba Valente cuándo se preguntaba por la ubicación exacta del alma. El contenido de esta pregunta es el mismo para el artista, para el médico y para el poeta.

En otros casos ha utilizado técnicas menos intuitivas, como en Love Sounds, donde la gente podía oír una grabación de su flujo sanguíneo.

Pero, en el fondo, planteaba una cuestión poética relativa al sonido del cuerpo. Somos fisiológicamente incapaces de experimentar el silencio total. Nuestro propio cuerpo es el principal obstáculo que nos impide percibir el silencio. No podemos escapar del rumor que genera nuestro flujo sanguíneo y, sin embargo, no somos conscientes de él. Así que contacté con Toshiba y ellos amablemente vinieron a mi estudio con la maquinaria adecuada. Un técnico de sonido fue grabando los sonidos de mi cuerpo que me interesaban. Parece muy sofisticado pero, en el fondo, se trataba de aprovechar la vanguardia tecnológica para retornar a las preguntas más primitivas. Oímos el sonido de nuestra madre cuando estamos en su vientre, pero no nuestro propio sonido. Quería regalar ese sonido, de ahí el título de la exposición: Love Sounds. En general, la primera reacción de los visitantes era negativa, ya que son sonidos que al principio pueden resultar agresivos, pero después entendían que era un sonido muy familiar y de una gran belleza. El sonido de la sangre habla la misma lengua era el título de una instalación que hice en Roma en donde mostraba esa sinfonía. Si comparáramos el sonido de nuestra sangre con el de los demás, no encontraríamos ninguna diferencia. Esa orquesta es el sonido de la humanidad.

Varios de sus poemas hablan del cuerpo entendido como un lugar. ¿Por qué le interesa tanto esta dimensión topológica del cuerpo? Por cierto, es curioso que la definición que da el diccionario de «lugar» sea «espacio ocupado por un cuerpo cualquiera».

Valoro mucho la individualidad, que no el individualismo, el sentido de identidad personal. Nunca me ha interesado el grupo entendido gregariamente, sino como una asociación de individualidades. Me fascina vivir en una época en la que se habla de globalidad, por mucho que en ocasiones tenga connotaciones negativas: es un arma de futuro extraordinaria porque deja patente que el mundo es un mosaico de individualidades, como la propia naturaleza. Para mí, un lugar es un espacio donde ocurren cosas. Así que el cuerpo es un lugar porque las cosas que vives, sólo las vives tú. Veo a cada individuo como una geografía en tránsito, una isla con un perímetro de costas perfectamente delimitadas de las que se puede levantar una carta geográfica perfecta y que está en un océano común que permite navegar de una isla a otra.

Estudió en la Escuela de Bellas Artes de Sant Jordi. ¿Fue un periodo productivo? ¿Es usted partidario de la enseñanza artística formal?

Uno sólo puede hablar desde su propia experiencia. He sido alumno en una escuela de arte y a mí no me funcionó. He sido profesor en la Escuela de Bellas Artes de París y tampoco me funcionó. Creo en relaciones más dinámicas como charlas, seminarios o encuentros. Es importante comunicarse con los demás, hablar con gente mayor o más joven que tú. Lo realmente bueno de una escuela de arte es que puede ser un lugar de encuentro para gente con intereses similares. Pero lo que se pretende aprender allí se puede encontrar en otros sitios. De todos modos, aunque dejé la escuela, no me puedo llamar autodidacta. Uno encuentra sus propios profesores y los míos han sido extraordinarios. Hay una historia taoísta sobre un profesor que está con sus alumnos frente a una bandera que ondea. «¿Qué veis?», pregunta el profesor. «Una bandera, el viento la mueve», responde un alumno. «No, el mástil se mueve y mueve la bandera», sigue otro. Al final, el profesor dice: «No, es vuestro corazón el que se mueve». Shakespeare, Blake o Estellés me han ayudado a formarme. Han sido grandísimos profesores. Al igual que aquel herrero que me aconsejaba cómo forjar y que me explicó: «Cuando era niño mi padre me hizo estar todo un invierno pasando un hierro de cuadrado a redondo y de redondo a cuadrado».

En esta evolución por distintas técnicas y materiales, ¿ha cambiado también su forma de concebir el trabajo artístico?

Creo que no. Lo que pasa es que mi obra ha ido transitando por distintos territorios técnicos en función de mis intereses conceptuales. El cuerpo siempre ha sido el lugar común. Ya fuera por referencia, por ausencia o por presencia visual, todo ha girado a su alrededor en esta evolución. Los materiales son vehículos que cambian según tu actitud hacia ellos. El hierro, tan oscuro y opaco, cuando es líquido pierde toda su pesadez y se vuelve sólo luz y energía. La Neige Rouge, por ejemplo, nació así, en uno de estos tránsitos.

¿Hubo un momento de inspiración similar con Sleep no More, donde incluyó por primera vez texto en una escultura?

Sí, fue romper con un prejuicio y entender que el texto era una materia más. Macbeth era el texto ideal para explorar este nuevo territorio y decidí incorporarlo de forma natural a mi trabajo. Nació Sleep no More, una obra en la que por fin las palabras –Macbeth contándole a Lady Macbeth que no ha asesinado al rey sino que ha asesinado su posibilidad de dormir– tomaron la sustancia física de la medida y el peso.

¿Y el sonido?

Fue un proceso muy parecido. Recuerdo que cuando presenté mi exposición en la Galerie Nationale du Jeu de Paume de París, su director me dijo: «Cuando veo tu obra siempre pienso en un texto de Rabelais». Y me envió una edición de Gargantúa en la que había señalado un episodio: era la historia de unos marineros que de pronto empiezan a oír palabras y sonidos inconexos. Se asustan mucho pero, entonces, Gargantúa les explica que son voces que han quedado congeladas en el aire y que al ser calentadas por el sol gotean en forma de sonidos inconexos que caen sobre el barco como piedras preciosas: diamantes, rubíes, esmeraldas. Aquella historia me conmocionó y me llevó a utilizar el sonido. Primero fueron palabras, pero después comenzó a inmiscuirse un maravilloso poema de Blake que dice «un pensamiento llena la inmensidad». Siempre he entendido los pensamientos como un rumor más de nuestro cuerpo. Así fue como empecé a trabajar con gongs, cuyo sonido es la propia materia en vibración, o con cortinas de letras, que al rozar generan ese sonido tan especial…

Ese episodio de Gargantúa alude a la materialidad del lenguaje, un tema muy presente en su trabajo. Decía en cierta ocasión que le obsesionaba el hecho de que las palabras impresas fueran pura frontalidad. ¿Cree que la contrapartida de esto es que su uso da una calidad narrativa a sus esculturas?

Yo creo que las palabras son un material. Mi aproximación al texto es física. Cuando abres un libro ves formas que, asociadas entre sí, producen ideas. Pero parece también como si esas letras estuvieran contra un paredón, permanentemente a la espera de ser fusiladas. Yo quería hacer una apropiación de esta materia, liberarla de su prisión y dejar ver su espalda.

¿Cómo elige los textos y los autores que emplea?

Son la gente que me rodea. En cuanto leí la primera línea de Elias Canetti entendí que era un hermano, no podía ser ni siquiera un amigo. Formalizaba de una forma perfecta intuiciones que yo siempre había tenido.

En su obra abundan las formas geométricas básicas: esferas, cubos, conos… En algún momento ha dicho «tiendo a entender la materia no como una finalidad en sí misma sino como una especie de contenedor» y «el abuso de la forma me resulta insatisfactorio». ¿Cree que la contención formal ayuda a multiplicar los sentidos de las obras?

Yo no sé nadar. Toda mi vida he estado delante del mar y toda mi familia nada perfectamente, pero yo no floto. Mi madre me llevó a muchísimas clases de natación, pero fue inútil. Hasta que, en uno de mis primeros viajes a Israel, unos amigos me llevaron al Mar Muerto. Fue una experiencia maravillosa. Flotaba, nadaba. Fue un día inolvidable. Me di cuenta de que no había ningún error anterior, simplemente no había encontrado mi mar. Con la forma y el contenido pasa un poco lo mismo. Estoy intentando nadar en mi mar y todo vale. Creo que en arte todas las trampas son buenas… si se muestran.

En el CBA ha expuesto tres series de dibujos: Anònims, Shakespeare y La ruta de la seda. ¿Cómo se han realizado? ¿De dónde proceden esas imágenes?

De antiguas fotografías de viajeros que iban en busca de lo exótico. Quería representar este mundo multiétnico desde el punto de salida, cuando aún mirábamos al otro como algo que no entendíamos. Conseguir un rostro estupefacto, congelado, ensimismado flotando en un no-lugar espaciotemporal…

Una parte de las imágenes de la exposición aparecen en la edición del teatro de Shakespeare que acaba de publicar Círculo de Lectores. ¿Cómo ha afectado a su trabajo las limitaciones que impone una edición comercial?

La verdad es que esperaba más complicaciones, pero el equipo del Círculo de Lectores me lo puso muy fácil. Yo no deseaba ilustrar a Shakesperare. Primero, porque no le hace ninguna falta y, segundo, porque con la ilustración ocurre siempre que, o bien el texto no es suficiente y hay que hacer dibujos para que se entienda, o bien los dibujos no tienen ninguna centralidad y no son nada sin el texto. Yo más bien quería entablar una conversación con él, un diálogo en el que mis dibujos dejaran hablar a Shakespeare y nunca ocultaran sus palabras. Tardé un año en realizar los cincuenta y dos dibujos, que se estamparon sobre papeles especiales transparentes entremezclados con los textos impresos sobre papel biblia por su carteo tan especial. Ha sido una labor editorial muy compleja para el Círculo de Lectores. Además, ha habido un trabajo maravilloso de Ángel Luis Pujante, que ha recolectado las mejores traducciones de las obras de Shakespeare, desde Moratín hasta hoy.

¿Qué añadía a la exposición del CBA la instalación de La Pecera?

Me encantan los bares y el café del CBA es uno de los más bellos de Europa. Es un gran lugar donde intercambiar ideas. Antes los bares eran así, sitios con techos altos que permitían que también las ideas volaran muy alto. Pero La Pecera no sólo es un gran café, sino que también tiene las ventanas más extraordinarias de Madrid. Así que era una oportunidad demasiado tentadora. Hacía años que tenía en mente un proyecto así, el problema es que no encontraba las ventanas adecuadas. Se trataba de reelaborar la idea de las vidrieras de una catedral. A través de los dibujos se veía la vida real de Madrid y la vida real del bar. Al no ser opaca, la obra se convierte en una especie de llamada de atención. En las culturas sintoístas la gente antes de empezar a orar da palmas para llamar la atención de los dioses. Yo creo que estos dibujos de las ventanas tienen un poco esa dimensión. Nos dicen: «Eh, la vida real existe».

¿En qué medida influye en una obra de arte público el hecho de que vaya a estar situada en un lugar no dedicado exclusivamente al arte y de que en su recepción participe un público que no acude habitualmente a galerías y museos?

Un proyecto en un espacio público es algo de suyo muy ambicioso que entraña una gran responsabilidad. Primero, porque la gente que de verdad lo va a utilizar no te lo ha pedido y, segundo, porque puede fomentar la regeneración y la relectura de un lugar. Un proyecto en el espacio público es como la base de un perfume. Como sabe, para que un perfume preserve su aroma se usan productos que fijan su olor. Del mismo modo, la obra de arte en el espacio público, puede ser el elemento que ayude a fijar el perfume evanescente de la sociedad, de la gente que lo ocupa. Tal vez por eso mis proyectos buscan la relación con la gente, crear lugares de encuentro, puntos de catalización que, además, puedan hacer sentir a la sociedad que los usa un cierto orgullo, el sentimiento de que también el espacio público es su hogar.

EXPOSICIÓN
JAUME PLENSA. SINÓNIMOS


01.02.07 > 15.03.07

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