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Ko Un escribe sobre Ko Un

Ko Un
Fotografías JOO MYUNG-DUCK   /   Traducción del inglés Xohana Bastida Calvo

La página web de Ko Un contiene una cronología que comienza… en el 1125 antes de Cristo. Tras haber sido una yegua a orillas del mar Caspio, un mercachifle en Samarcanda, un pastor en el interior de Mongolia o un granjero sordo aficionado a la bebida en la isla de Anmyon, Corea, entre otras muchas cosas, Ko Un ha llegado, por fin, a ser poeta. En este texto autobiográfico cuenta cómo ocurrió.

El comienzo es como la más oscura de las tinieblas. No era consciente de que seguir la senda de los escritores durante cuarenta y cuatro años pudiera hacerme sufrir tanto.

Un día, un colegial que recorría andando todos los días los cuatro kilómetros que le separaban de la escuela, recogió un libro de poesía de la cuneta cuando iba de vuelta a casa, al atardecer. Se quedó toda la noche despierto, leyendo, y fue entonces cuando soñó por primera vez con ser poeta. Se convirtió en una polilla atrapada en una tela de araña.

Aquel sueño comenzó a hacerse realidad después de que la guerra lo destruyera casi todo. En los años cincuenta, más de la mitad de las montañas y los campos se habían convertido en montones de ceniza y las ciudades estaban devastadas. Para quienes habían sobrevivido el futuro no existía. Todo el mundo comenzaba desde cero, las chabolas brotaban por todas partes. Parecía como si constantemente soplara un viento frío. Yo tenía veinticinco años y era poeta.

Por aquel entonces no tenía más que una tosca sensibilidad y un nulo dominio del lenguaje. La inspiración era una idea vaga. No era más que un niño perdido, un huérfano que nunca había entrado en el mundo de la poesía o en el reino de la escritura.

No era más que un muchacho con un único deseo –el sueño de ser poeta– al que le resultaba imposible dar la espalda a aquel mundo gris.

Mis experiencias de infancia habían sido sombrías, pues mis primeros años transcurrieron en un país colonizado por otro país.

Cuando empecé la educación primaria, tras haber asistido a una escuela privada en la que me habían enseñado los clásicos chinos, acababan de suprimir las clases de coreano y las habían remplazado por las de japonés. Y no sólo en la escuela, también en nuestra propia casa nos obligaban a hablar japonés en vez de coreano.

Antes de comenzar la educación primaria sabía leer el coreano gracias a las enseñanzas de uno de los criados de mi casa, además del chino que había aprendido en la escuela privada. Leía novelas coreanas prohibidas a los niños, como Juventud que no encuentra lugar al que acudir. Todavía recuerdo la estación de tren de Donamjeong que describía aquella novela, y los guantes grises que el protagonista compraba en los grandes almacenes Hwasin de Seúl.

Durante los primeros tiempos de su dominio imperialista, Japón puso en práctica una política destinada a despojar a la dinastía Joseon de su soberanía y sus recursos, dejando que la lengua se regulara sola. Más tarde, sin embargo, debieron de darse cuenta de que cuando un país pierde su soberanía, aparece un relato que rellena ese vacío, y que ese relato y la cultura pueden convertirse en el motor que impulse la recuperación de la soberanía perdida.

Cuando se intenta definir a un pueblo es natural preguntar si tiene lengua propia. Así, la lengua y la escritura coreanas pasaron a considerarse un legado que el cruel dominio colonial de los japoneses juzgó necesario expurgar.

La política de suprimir la lengua coreana fue paralela a otra destinada a transformar los nombres coreanos en nombres japoneses. Este proceso de cambio de nombres estaba en el núcleo mismo de la política colonial de Japón en mi país. Cuando empecé la educación primaria, mi nombre en la escuela era Dakkabayai Doraske.

A lo largo de la historia, la literatura coreana ha usado como lenguas de expresión tanto el chino como el coreano. Hasta que Japón eliminó la soberanía de Joseon, era tradicional en la literatura coreana escribir las poesías en chino y las canciones en coreano. Así, a partir de la Edad Media, las canciones coreanas populares y tradicionales, sin ser poesía como género literario en sentido estricto, eran poesía en forma de música.

Esa tradición se perdió cuando Corea cayó bajo el dominio colonial de Japón.

La literatura que se escribió durante el período colonial y tras la liberación del país en 1945, pronto empezó a parecer anticuada, después de todo lo que Corea había soportado durante la guerra. El modernismo de la década de los treinta resultaba demasiado dominante, mientras que los ritmos de la poesía moderna recordaban a la de una literatura nativa que había surgido de forma natural en Corea. El modernismo de los cincuenta representaba las emociones y la sensación de soledad de los habitantes de las ciudades, pero no logró alcanzar una perfecta madurez literaria.

Cuando un pueblo cae bajo el yugo de otro en una situación de colonialismo, la capacidad de formular una respuesta independiente frente a los tiempos modernos depende de que el pueblo sometido sea capaz de representarse a sí mismo de ma-nera coherente y de descubrir su propia identidad. Otra consecuencia trágica de la guerra de Corea fue la división del país.

Después de la guerra, la literatura coreana necesitaba un nuevo comienzo, al igual que los primeros hombres que se instalaron en las cavernas. En aquellos tiempos, el concepto más atractivo era el de «cero». No obstante, es imposible trazar divisiones temporales en la literatura. Por muy nuevo que pueda ser un comienzo, lo más probable es que tenga sus raíces en el pasado y que esté destinado a fluir hacia el futuro. Por eso podemos decir que la poesía de nuestro tiempo no es ajena a las canciones populares del valle del río Amarillo antes del nacimiento de Cristo o a los poemas épicos de Homero.

En cualquier caso, por aquel entonces yo no tenía ninguna posibilidad de experimentar plenamente el mundo de la literatura. Tras la liberación de Corea del yugo japonés, la lengua y la literatura coreanas volvieron a ocupar su justo lugar dentro de mi felicidad. Por lo demás, no sabía nada de la antigua canción llamada Jeongeupsa, ni de Yi Je-Hyeon, Kim So-Wol o Yi Sang.

En resumen, jamás pertenecí a ningún grupo de estudiosos universitarios de la poesía antigua o medieval. Cuando me di cuenta de que los poetas son personas que disfrutan de una libertad desenfrenada, liberados de los grillos y yugos de la tradición académica, descubrí que no era un alumno estudiando literatura coreana, sino un poeta.

El despertar llega a través de las penalidades que se experimentan al escribir poesía. Nunca precede a la escritura de una poesía basada en una experiencia verdaderamente propia. Espero que la experiencia de la que hablo aquí sea sinónimo de imaginación.

Soy poeta, pues llevo toda la vida explotando parte de nuestra lengua. Esto no sólo me proporciona esperanza, a menudo es también fuente de desesperación. El lenguaje puede ser la desesperación del propio lenguaje.

Mi poesía fluye. Es un flujo que puede estrellarse contra los acantilados, o crear ritmos con la ayuda de la luz y la oscuridad. Así, mis poemas son ecos. En una entrevista para The New York Times a finales de los ochenta, afirmé que la poesía era «la música de la historia». Cuando dije aquello, quise subrayar la música más que la historia.

Tal vez comprenderíamos mejor el sentido profundo de la literatura si la estudiáramos partiendo no de lo que leemos, sino de lo que escuchamos. Habría que recalcar que el poema, como texto escrito, no es más que un código que puede cobrar vida cuando se lo representa a través del sonido o la voz. Tal vez lo que vibra a lo largo de la historia de la poesía sea esa reverberación.

A pesar de mis convicciones, mis ecos a veces se basan en la técnica automática del laissez faire, o en el supernaturalismo, o en percepciones accidentales como el vago toque de alguna pintura de tinta china. En cierta ocasión escribí algunos versos en caracteres chinos, siguiendo una fórmula preestablecida. Eran estrofas de cuatro versos, con versos de siete caracteres.

Aparte de ese poema, nunca he escrito siguiendo formas poéticas fijas. Tampoco he aplicado jamás el principio del orden a la forma externa de mis poemas. Si la poesía es una forma de pensamiento representada a través de imágenes, debe constituir un sistema en sí misma. Sin embargo, mi poesía rehuye incluso ciertas normas de ritmo in-terno; es más bien como si mis poemas se abalanzaran hacia su desmoronamiento.

Soy un niño rebelde, hostil a todas las formas poéticas establecidas de la poesía china tradicional, que imponía cientos de normas y regulaciones a la escritura de poemas como un gobernante estricto. El poeta existe en soledad dentro del sistema vital del poema.

Ahora ya no puedo confiar en los caminos por los que han transitado mis poemas. El verso libre requiere una libertad aún mayor. Ahora que los versos se han liberado de todas las formas, lo que tradicionalmente no se consideraba un poema puede recibir el nombre de poesía.

Esto hace que los poemas sean criaturas vivas, que nadie puede definir pero que cualquiera podría definir. Por ejemplo, ¿quién podría hoy contradecir a quien dijera que la muerte de los códigos da vida a un poema, como sucede con los números pintados en los trenes que esperan alineados en las vías de la estación de Daejeon, unas cifras que han dejado de ser un código para convertirse en poesía?

Desde esta perspectiva, rechazo la tendencia moderna a interpretar los poemas como textos. No existe ningún poema que pueda considerarse simplemente como un texto. Los poemas no pueden estar sobre un escritorio o en la pantalla de un ordenador. En las antologías editadas no hay poemas.

El universo, el espacio, las inmensidades del tiempo: éste es el escenario de la poesía. Incluso la más corta canción amorosa o elegía es un poema del universo. Por eso los poemas deben cumplir fielmente sus obligaciones públicas para con el mundo.

La empatía va más allá del espacio unidimensional que existe entre los humanos. Por eso, en ocasiones, desprecio la expresión de las emociones personales, una tendencia muy popular en la poesía coreana desde antiguo. La voz de un poema no debería ser la del propio poeta quejándose porque sí. El poeta debería ser, más bien, un chamán capaz de construir un puente entre los espíritus de distintas personas.

Por eso siempre digo que los poetas son aventureros que retratan una porción máxima del universo con una cantidad mínima de palabras. Esto, sin embargo, no implica que podamos pedir a los poetas que obtengan de la nada el material de sus poemas. Los poetas deberían ser capaces de extraer sus materiales de las circunstancias que los rodean y proyectarlos de acuerdo con las necesidades del mundo.

En un poema, la voz puede ser la de un grupo de personas o la de un narrador representativo, pero los temas personales no pueden separarse totalmente de los públicos, y los asuntos públicos no deberían interponerse en los personales. Un poema sólo puede serlo verdaderamente cuando las cuestiones personales se solapan con las públicas.

Todavía conservo recuerdos de la época anterior a mi entrada en el mundo de la literatura. Si no hubiera emprendido el camino de la escritura, estos recuerdos no serían más que momentos fragmentarios del pasado.

Cuando tenía unos cinco años presencié un incendio. Las fuertes ráfagas del viento nocturno reavivaban las llamas que consumían la granja en la que nací y el bosque de bambú que había detrás. Los esfuerzos de la gente del pueblo por apagar el fuego acarreando cestos con agua fueron infructuosos. Vi cómo la casa de mis padres ardía hasta quedar reducida a cenizas. Aquel incendio, y las ruinas que dejó tras de sí, crearon un espacio extraordinario en mi conciencia.

De adolescente, las ruinas con las que me encontraba tras la guerra por todos los rincones de la península de Corea, a menudo se fundían en mi mente con los restos carbonizados de mi casa. La memoria de las personas no se encuentra únicamente dentro de ellas. Está ligada de un modo orgánico a los desastres de la historia; las experiencias de infancia se combinan con los traumas psicológicos que aparecen más tarde, y terminan por integrarse en el mundo interior del poeta.

Tengo otro recuerdo, también de cuando tenía unos cinco años de edad. Mi tía me llevaba a la espalda. Era de noche. Aunque casi todos los vecinos eran agricultores, pasaban hambre, porque la mayor parte del arroz que cosechaban iba a parar a las manos de quienes les arrendaban las tierras o a los funcionarios gubernamentales. Lo mismo ocurría cuando recogían la cebada en verano.

El maíz que venía de Manchuria estaba racionado, y la mayor parte llegaba podrido. La gente del pueblo se afanaba en recoger algas de los estuarios para añadirlas a las gachas que hacían con harina de maíz. Mi madre iba a la desembocadura del río Man-Gyeong todas las mañanas muy temprano para recolectar algas. Le llevaba casi todo el día llenar media cesta de bambú, tantas eran las mujeres que recogían algas allí. Cuando volvía tarde, yo la esperaba en la oscuridad de la noche, hambriento, atado a la espalda de mi tía.

Fue entonces cuando vi por primera vez las estrellas. La visión del espacio entró en mis ojos de niño. Las estrellas me parecieron frutas que pendían en el cielo. Cogí un buen berrinche pidiendo impaciente a mi tía que me las diera. Aquel primer error –el pensar que las estrellas se podían comer– fue mi punto de partida cuando, más tarde, me convertí en un poeta que habría de cantar a las estrellas.

He pasado mucho tiempo escondiendo este recuerdo en lo más profundo de mi ser. Era algo así como un recuerdo vergonzoso, que no quería compartir con nadie.

En los años setenta se produjeron algunos cambios en mi mundo literario. Antes de aquella época, el nihilismo poético en el que estaba atrapado no dejaba espacio para cuestiones sociales o políticas. Pero terminé por darme cuenta de que la literatura no puede separarse de la realidad. Tuve una triste visión de mí mismo como alguien que estaba guardando lealtad al régimen imperante al aislarme totalmente de él y encontrar mi vía individual de escape de la realidad. Empecé a hacerme preguntas como, por ejemplo, qué podía hacer la literatura por los niños hambrientos, o si la literatura puede tener algún sentido cuando se enfrenta a una dictadura. Tuve la seguridad de que la amarga experiencia de confundir las estrellas con frutas era algo que necesitaba cantar en un poema. También confiaba en que experimentaría algo mágico y sublime cuando las estrellas propiciaran la unión de la comida y los sueños.

Sin aquella época de los setenta, mi mundo literario habría sido una noche oscura con un búho ululando sediento de sangre en un rincón de un valle, pero sin rastros de sangre. La ilusión de pureza y la doctrina de la participación son dos índices paradójicos muy importantes que sólo demuestran su poder para insuflar vida cuando van más allá de sí mismos.

Así, mi mundo literario es una sinfonía de dos mundos: el de la realidad y otro, situado más allá. La participación se convirtió para mí en otra tierra incógnita.

Tengo muy pocos recuerdos de mi familia. Tan escasos son, que me vi obligado a modelar con la imaginación el mundo de mi familia y mi pueblo natal. La serie de contratiempos que sufrió Máximo Gorki durante su infancia es algo más que imaginación, pero mi infancia fue tan árida que necesitaba desesperadamente algo de fantasía. La ficción reconstruye los hechos.

A diferencia de casi todos los niños de mi generación, yo no tuve hermanas, ni mayores ni menores. La tristeza que me producía este hecho me llevó a inventar una hermana imaginaria siendo ya adolescente. Las apariencias son fruto de las ansias y los deseos; debería existir algún tipo de reacción química capaz de generar algún tipo de verdad.

Las apariencias evolucionan. Mi estado mental, que era anormal o patológico, unido a la gran envidia que sentía por las personas que guardaban cama debido a alguna enfermedad, me transformaron en un muchacho enfermo dentro de mi mundo imaginario, aun cuando en realidad me mantenía razonablemente sano para mi frágil constitución física. A mis ojos, los pacientes eran personas que padecían las enfermedades del mundo en nombre de todos los demás.

Dado que yo era un joven interesado en la literatura, la enfermedad que mejor se ajustaba a mis expectativas era la tuberculosis. Las enfermedades de ese tipo eran las que me interesaban, y no los problemas estomacales que aquejaban habitualmente a los habitantes de las aldeas apartadas. Por las noches me imaginaba que oía las toses de los enfermos de un sanatorio.

Aquella fantasía acabó por producir una fabulación que se convertiría en la base de mi mundo literario. En aquella ficción, tenía una hermana mayor muy hermosa que me cuidaba mientras convalecía de mi tuberculosis. Cuando ya me había repuesto, ella se contagiaba, caía enferma y moría. Con un amargo y doloroso sentimiento de culpa y añoranza, yo me marchaba llevando conmigo la urna que contenía sus cenizas y la arrojaba de noche al mar occidental, para retirarme después a un lugar apartado de las montañas.

Aquel escenario inventado evolucionó hasta ser algo más que una hipótesis; se convirtió en un teorema, no sólo para los demás sino también para mí mismo. Nadie pensaba que fuera falso.

Desde que decidí difundir este hecho, han surgido algunas teorías que interpretan la poesía de mis primeros tiempos como fruto de una obsesión o un complejo en torno a mi hermana.

Más tarde, a principios de los noventa, cuando me hice mi primer chequeo médico, descubrí que tenía un pulmón calcificado debido a un proceso de tuberculosis pulmonar. Hasta aquel momento no había sentido ningún otro síntoma de la enfermedad: nunca había tosido ni expectorado sangre. A pe-sar de ser un gran bebedor y de fumar más de dos paquetes de cigarrillos al día, estaba relativamente sano, exceptuando algunos problemas digestivos.

Cuando me revelaron que había padecido de verdad la tuberculosis pulmonar que tan desesperadamente había deseado, experimenté lo que es la identificación literaria.

A medida que fui cobrando consciencia de que las imágenes y las imaginaciones no son rostros reflejados en un espejo sino una forma de explorar la realidad, me fascinó descubrir que los hechos y la realidad podían nacer a la vida como nuevos hechos a través de las imágenes. Tal vez en la consciencia y la percepción de todo ser humano resida un poder de imaginación capaz de colmar el cielo y el infierno.

No quiero decir con esto que toda mi obra tuviera su origen en simulaciones de este tipo. Sin embargo, debo admitir que fue la fuerza de estas ficciones lo que me permitió sobrellevar el nihilismo romántico, la no existencia, la negación de la realidad y demás formas de sucedáneos de sentimiento durante los primeros pasos de mi carrera literaria.

La literatura no impone valores monótonos a los escritores. Antes bien, toda literatura autocomplaciente que se sienta cómoda en el lugar que ocupa, que no sienta preocupación por el fuego o no presente posibilidades de cambio, no es literatura. El camino que ha transitado mi mundo literario no discurre en una única dirección. Cierto acontecimiento con el que me topé al comenzar la década de los setenta me condujo por una vía totalmente diferente de la que había seguido hasta entonces. El nuevo sendero que tomé estaba lleno de peligros.

Aquel hito marcó un nuevo comienzo para mí. Hasta aquel momento y durante diez años había padecido un insomnio severo que ya me parecía imposible remediar. Los poemas que escribía de noche, borracho, solían ser demasiado exagerados, y me producían gran desilusión cuando los leía a la mañana siguiente. Al comienzo de mi temporada de insomnio, solía dormirme tras haber bebido tres o cuatro botellas de soju, pero incluso aquel remedio perdió su eficacia con el paso del tiempo.

Normalmente lograba dormirme hacia las cinco de la madrugada, pero pronto me asaltaban sueños tempestuosos y mi alma volvía a integrarse en las turbias corrientes de la vida antes de las ocho de la mañana.

Mi sitio favorito era Mugyo-Dong. El licor y los platos de pulpo especiado y picante que tomaba allí antes del toque de queda de medianoche me entumecían el estómago.

Sin embargo, no fui capaz de encontrar refugio en las tascas y tabernas de la ciudad. Solía burlarme de las verdes praderas del Antiguo Testamento: yo me sentía mucho más cómodo entre la multitud de borrachos que se congregaban en aquellas salas iluminadas por luces fluorescentes y cargadas de humo de tabaco. Parecían consumir y maltratar sus vidas sin ninguna razón concreta.

En aquellos tiempos, no era raro que el toque de queda me sorprendiera en algún bar. Entonces me pasaba toda la noche tumbado en una mesa, a pesar de las ostensibles muestras de fastidio del dueño.

Un día, entre la basura que había esparcida por el suelo, bajo las mesas, encontré unas cuantas páginas de periódico junto a unos bolígrafos. Uno de los artículos atrajo mi mirada divagante. Era un suelto sobre un obrero que se había suicidado prendiéndose fuego.

Por aquel entonces yo ya había intentado suicidarme en cuatro ocasiones, todas infructuosas. Para el cuarto intento me había preparado a conciencia. Tenía cien píldoras de un somnífero que un conocido había logrado reunir comprando unas pocas cada día en diferentes farmacias, presentando su carné de identidad. Me adentré en un valle del monte Bukhan, me tomé todas las pastillas de una vez y me tumbé en el suelo. Aquella zona era por entonces un área de seguridad en la que no era raro encontrar espías, por lo que pasaban a menudo patrullas de protección civil. Fui descubierto por uno de aquellos patrulleros, inconsciente y cubierto de nieve, y las autoridades decidieron investigar mi caso para determinar si era un espía enviado por los norcoreanos. Estaba en coma, pues me había tragado las cien píldoras ayudándome con una botella de soju. Justo cuando iban a archivar mi caso, clasificándome como un «hombre sin identificar fallecido junto a un camino», el inspector jefe ordenó que me llevaran a la sección de urgencias del hospital de Jeongreung. Allí, tras un lavado de estómago y otros tratamientos, desperté treinta horas más tarde. Cuando mis amigos iban a visitarme, les decía bromeando que mis manos eran las de un mensajero de la tierra de los muertos.

El haber pasado por aquellas experiencias me llevó a interesarme por el suicidio del obrero. Aquel interés me llevó a conocer la realidad en la que se veían obligados a subsistir los trabajadores, las pésimas condiciones laborales de la década de los setenta y, más allá, las contradicciones de la sociedad en un país dividido.

Me aproximé así a un mundo muy distinto de aquel en el que había vivido hasta entonces. O más bien debería decir que, por primera vez en mi vida, empecé a existir en el mundo real, tras haber vivido dándole la espalda durante tantos años.

Me uní tímidamente a otros escritores que estaban participando de forma activa en las protestas contra el régimen militar dictatorial, oponiéndose a quienes trataban de permanecer en el poder indefinidamente por medio de enmiendas a la Constitución. Una vez entré en este terreno, le dediqué todo lo que tenía, como un caballo al que le hubieran quitado el freno.

Este cambio de «clase social» me produjo una gran felicidad, y el insomnio que había convertido en un infierno cada una de las noches durante los diez años anteriores desapareció.

No obstante, mis poemas no cambiaron de la mañana a la noche. El poeta corría más rápido que su poesía. La poesía seguía al poeta, sin aliento. Ese fue el período «postnihilista».

Yo era una de esas personas sometidas a un seguimiento especial, no sólo dentro de los círculos literarios, sino en todos los ámbitos y tanto dentro como fuera de mi país. Figuraba en una lista de gente involucrada en el movimiento democrático que se oponía al régimen imperante en Corea, y en el extranjero se me consideraba un disidente. A veces me daba la sensación de que no tenía nada que ver con el mundillo literario. De hecho, por aquel entonces, los círculos literarios estaban controlados por el poder y aceptaban de buen grado que la Constitución fuera modificada para permitir que el dictador gobernara indefinidamente. En suma, formaban parte del sistema establecido y no contemplaban con mirada crítica la sociedad de la época. Me sentía mucho más cercano al grupo de personas que resistían frente al poder, un colectivo compuesto de sacerdotes, profesores despedidos, periodistas destituidos, líderes políticos de la oposición y estudiantes universitarios expulsados de sus facultades o vetados de ellas tras haber pasado por la cárcel. Aquellas personas se convirtieron en una especie de familia para mí.

Las actividades de estos movimientos durante veinte años cuajaron en el levantamiento de junio de 1987. Durante la revuelta, estuve en primera línea de las manifestaciones, agitando al público como miembro del Movimiento del Pueblo.

A principios de los noventa, cuando un gobierno civil ocupó el lugar de la dictadura militar que, encabezada sucesivamente por tres generales, había dominado el país hasta entonces, recibí por vez primera un pasaporte que me permitía viajar al extranjero. Justo antes de aquello, había sido amnistiado como preso de conciencia.

La literatura siempre parece estar en tensión con la realidad o con la historia, y en todas las épocas la realidad requiere que la literatura esté a la altura de sus condiciones. Yo me dispersé demasiado en mi literatura, abrumado por un exceso de emociones, hasta que me fue encomendada la misión de controlarlas y desviarlas en beneficio del pueblo, el público y la sociedad en su búsqueda de la libertad y la igualdad. En otras palabras, nací poseyendo un romanticismo que desapareció más adelante, cuando adquirí el realismo, y a ambos intenté sobreponerme.

En ese proceso interactivo, la necesidad de superar la división de mi país y las contradicciones sociales debía pasar por el largo camino de la confrontación, hasta alcanzar finalmente el punto de soñar con una complementación mutua y la conversión en una sola entidad. Es ahí donde podemos encontrar la esencia de una liberación superior del espíritu, lo que en el budismo se conoce como Hwa-yen.

Sin embargo, en lo tocante a la literatura, jamás busqué una respuesta. Si la literatura sueña con arrojar como fruto algún tipo de sabiduría perfecta o algo similar, tal vez sea porque ya está muerta.

Mientras tanto, la vida que hay en el interior de mi ser rechaza cualquier conciliación, cualquier compromiso poco claro. No puedo imaginar nada más ridículo que el gesto solemne de volver la mirada a los días pasados. Hay cosas de las que me arrepiento, pero no quiero rodearme de la compasión de los demás. Antes bien, creo que el poder de la contradicción que me ha sido concedido parece sostener mi vida y mi destino. Por eso siempre he sido tanto esto como aquello.

La literatura empieza allí y acaba allá. La metáfora me hace histórico y artístico. Luego, el cadáver de la metáfora desaparece enseguida. Si mi literatura pudiera servir como infraestructura de apoyo para una cierta realidad o ideología, debería luchar contra ello. Por eso sólo soy verdaderamente libre cuando estoy en la literatura, a menudo haciendo caso omiso de las muchas simas que hay en su exterior. La sociedad me proporciona el escenario en el que vivo mi vida pero, al mismo tiempo, es una asociación que consume mi existencia como si de una de sus células se tratara.

La libertad puede expresarse de maneras diferentes. Mi pluma ha recorrido la poesía, la novela, la crítica, la prosa. En tiempos escribí también historias que aparecían por entregas en publicaciones de periodicidad diaria, semanal o mensual.

¡Qué rápido escribía! ¡Qué deslumbrante me parecía la vida solitaria y calma que sucedía a aquella velocidad!

A partir de los años setenta sentí una desesperada necesidad de historia. Tal vez fuera porque no me había involucrado conscientemente en el mundo de la historia desde que Corea se había librado del dominio colonial, pero, al mismo tiempo, necesitaba sentir la historia para poder superar la realidad cuando ésta se me impusiera con toda su violencia y su fuerza.

Por eso la literatura y la historia eran una sola cosa, en lugar de dos conceptos distintos y separados. Desde el punto de vista fundamental, la descripción de la historia no es más que la literatura misma. La literatura lo abarca todo. No puede confinarse en los límites de una definición simple y única.

Desde el rincón de nuestra historia en el que me encuentro, no puedo rechazar la imaginación. En ocasiones es algo profundamente estético, o se representa como un simple sentimiento contrapuesto a la realidad. Tal vez la literatura sea una alegoría de la forma creada por ese sentimiento. En este sentido, a veces me siento más atraído por Homero que por Maha Kassapa.

En mis esfuerzos por alcanzar la mejor forma de literatura a través de la épica y los ecos líricos, caminé como un cangrejo al bajar la marea en un estuario.

Mi pasión no es confuciana, o tal vez sería mejor decir que es contraria a la dinastía Joseon. En este aspecto, el rostro de Heo Gyun –autor del relato de Hong Gil-Dong– parece solaparse con el mío. Por el bien de la literatura y la vida que anhelo, considero el pasado un material bello, pero totalmente libre de absolutismo. La falacia que nos dejó Aristóteles al decir que no hay antecesor para la criatura viviente me complace.

Reconozco el comienzo de un mito, pero no puedo decir que sepa nada del comienzo de la historia o del sistema de los antepasados. Disfruto pensando en el mundo de los dioses, pero creo que la existencia de un Ser Absoluto subordina en exceso a los humanos. El que todos dieran la espalda a Emerson cuando afirmó que Dios era una creación humana me lleva a sentir cierta empatía con él.

No tengo nada que ver con los fundadores de sectas budistas o los funcionarios confucianos. No necesito ningún maestro. A veces reflexiono sobre la iluminación solitaria que consiguen los budas pratyeka. Estoy en camino de ser un monje sin maestro.

Inevitablemente, elijo la opción de ser un huérfano que se aleja de un pasado cercado por doctrinas, evangelistas, autoridad y misterio. En otras palabras, quisiera destruir el período de aprendizaje que me hace dependiente del pasado.

La literatura de una nueva era no es la que, simplemente, desciende del pasado, sino la que acaba de brotar, con sus raíces en el terreno del pasado. La verdad que nos transmite un amigo se aproxima mucho más a la auténtica verdad que la que nos comunica un maestro. Los poemas que simplemente surgen de ninguna parte, que no están sometidos al yugo de la tradición, susurran otros poemas recién nacidos. Esta literatura, este coro capaz de mantener creativamente la relación horizontal, es lo que sueño con conseguir.

Espero que mi literatura vague por todo el mundo, que no se quede inmóvil. El nirvana con el que sueño es un nirvana sin permanencia. Es un sueño que no deja vestigios tras de sí.

El presente es un resplandor instantáneo, un momento que se mueve desde el pasado ilimitado hacia el futuro indefinido. A veces veo mis vidas anteriores. En muchas de esas vidas fui incapaz de resistir el impulso de ser poeta, igual que en mi vida presente. Hubo tiempos en los que estuve menos castigado de lo que estoy ahora. Alguien lloraba iluminado por el sol poniente. ¿Era yo? A medianoche, cuando la nieve cae en silencio sin que nadie lo advierta, soportaba los ecos de su corazón, incapaz de dormir. ¿Era yo?

Es mediodía. Hay un hombre que ha caído al suelo y que ha contado muchas mentiras. En algún rincón, bajo el sol, hay un niño sin madre que va haciéndose más alto cada día. Hay una mujer sin patria, con el pelo agitado por el viento.

La oscuridad de la madre osa que parió un osezno mientras hibernaba durante el invierno y el brillo del viejo asceta que fue cegado por el blanco resplandor de la nieve del Hi-malaya, todo aquello fue un juego de dolor.

Ayudé a las estrellas a brillar a lo lejos como un animal salvaje, una ameba o un fantasma. Las estrellas mitigaron mi dolor brillando en la bóveda celeste.

Mis vidas permanecieron en relación con muchas cosas.

Quise ser poeta. Y me hice poeta.

Me aferro a mi nombre de poeta por los muchos pecados que cometí perdiendo el tiempo en mi vida presente y en las pasadas. Ser poeta es una cadena perpetua, más que una elección.

Tanto cuando tenía dieciocho años como ahora, la poesía era y es mi estrella polar. Cuando alguien dice que estaba destinado a ser poeta, anhelo no acabar mi vida como poeta. En otras palabras, quisiera ser un poema al final del poeta. Un poema, ¡no un poeta!