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Sam Peckinpah. El hombre que mató a John Ford

Gonzalo Suárez

El Cine-Estudio del CBA proyectó durante el mes de enero un ciclo de películas de Sam Peckinpah (California 1925-1984), director de culto donde los haya, renovador –o verdugo, según se mire– del western y autor de algunas de las películas más malinterpretadas de la historia del cine. Minerva recupera un artículo en el que el cineasta y escritor Gonzalo Suárez, amigo personal del director de origen indio y uno de los participantes en el coloquio que acompañó al ciclo de cine, nos ofrece las claves para acercarse de otra manera al cine de Peckinpah.

DEL GÉNERO GENERADO AL MITO MIMÉTICO

La cultura ya es industria. La industria dominante genera géneros para camuflar la sordidez histórica y aderezar el acontecer. Los géneros proponen realidades alternativas previamente codificadas. Uno de los ejemplos más flagrantes de realidad alternativa grata al poder es el western. Su maniqueísmo y su pragmatismo, o sea, su simpleza y eficacia, lo convierten en el género más emblemático de la industria cinematográfica norteamericana.

Pero cuando el género degenera revela su verdadera naturaleza encubridora y libera hijos no deseados. Yo conocí a uno. Se llamaba Sam Peckinpah.

Encarnaba el mito con mimética inocencia y simulada ferocidad que desembocaba en una desafiante extralimitación del sistema. Era un redomado estilista, dotado de impecable elegancia natural que la parsimonia de su deambular cadencioso y su pulcro atuendo, rayano en la coquetería, ponía de manifiesto incluso cuando estaba, y siempre lo estaba, just drunk. Héroe y villano, más masoquista que sádico, alcohólico y lúcido, lírico y violento, actor afectado y personaje auténtico, con el infierno en las venas y el cielo en la mirada, era un generoso exabrupto en la hipócrita falacia de la jungla hollywoodiense donde se debatía, con impotencia y rabia, entre ejecutivos petrimetres y prepotentes administradores de sueños ajenos. «Me mataron muchas veces y no he muerto ninguna», se jactaba. Pero vivía malherido. Y no de bala ni cuchillada.

Añoraba el México de su admirado Indio Fernández y la Asturias que compartimos durante días inolvidables. Pero no soportaba la felicidad, un billete falso que se apresuraba a hacer pedazos si aleteaba al alcance de su mano. Sólo la amistad era para él moneda en curso, aunque fuera para malgastarla. Y sólo la intensidad del instante cobraba sentido, a cualquier precio. Ahí radicaba una de las claves de su cine: la concatenación de planos para crear tensión, con desfasado énfasis, y la eclosión liberadora de la secuencia, con arrebatos más líricos que violentos, a mi entender.

No retrataba lo que veía, veía lo que sentía. «Tergiversaba», me dijo Howard Hawks, sin disimular la reticencia que las veleidades de mi amigo Sam le suscitaban. Para los adeptos al western clásico, Peckinpah era un impostor. Utilizaba el western como marco de un autorretrato en cuya turbulenta mirada se reflejaba el paisaje, a la manera de Van Gogh ante el campo de trigo, transfiriendo la emoción de la anécdota a la pincelada. Ése fue el código secreto que nos convirtió en repentinos cómplices cuando vio Aoom.

EL HOMBRE MALO

Dicho lo antedicho, me gustaría escabullirme con toda desfachatez del tema de los westerns y de las ínfulas míticas que convocan, porque siento un hastío retrospectivo y ninguna nostalgia. La autocompasión del héroe caduco, que antaño me emocionaba, me produce ahora cierto pudor retrospectivo. No quiero tampoco caer en la miserable argucia de ridiculizar un género que alimentó adolescentes ensoñaciones, incluso en años de supuesta madurez, y mucho menos disparar por la espalda al amigo que encarnó y compartió conmigo veleidades del lejano Oeste. Nada más lejos de mi talante que adoptar el retintín al uso de la frivolidad postmoderna, que me provoca náuseas. Pero la convencional afectación del western me resulta más patética que irrisoria en el contexto de un mundo que nos revela por brutal contraste la sospechosa intencionalidad de comportamientos ejemplares. La impunidad del bueno cuando mata al malo, el culto al pistolero más rápido, la lícita ejecución de la venganza, la justificación del tiro al indio hasta que, una vez exterminados, se les concede, con cautelar paternalismo y farisaico cinismo, un tardío protagonismo redentor. Este hipócrita ejercicio de lavar la mala conciencia con el detergente de la sublimación es tópico recurso retórico imperialista.

Por fortuna, Sam Peckinpah, al decir de Hawks, «tergiversaba». Carecía de las virtudes inherentes al western clásico. En realidad, carecía de toda virtud. Ésa era su postura ética. Traicionar los presupuestos morales —y los otros—, desvelando la ambigüedad de la condición humana de la que él se erigía en representante. «Yo soy un hombre malo», me dijo un día, con inefable inocencia en un alarde de provocación. No lo era, pero se obstinaba en parecerlo, tratando de ocultar la exacerbada sensibilidad que le hacía vulnerable. Tampoco era precisamente un hombre bueno, porque la bondad resultaba siempre meliflua cualidad. Era el Randolph Scott de Duelo en la alta sierra y los hermanos Hammond, el general Mapache de Grupo salvaje y la cohorte de facinerosos, los miserables ladrones de La balada de Cable Hogue, los violadores de Perros de paja y todos los endemoniados dostoievskianos que pululaban en la pantalla de su alma, mientras trataba de mantener las ínfulas y compostura de los Joel McCrea, William Holden, Robert Ryan, Jason Robards, Steve McQueen, Robert Duvall, etcétera.

Cuando murió, una parte irrecuperable de mí mismo murió con él, y eso significó, a su vez, el final del western tal como lo habíamos míticamente vivido —y bebido— desde la singladura de nuestra amistad.

UN TESTAMENTO PREMATURO

La primera película de Sam Peckinpah que vi fue Duelo en la alta sierra. Por aquel entonces, todavía no lo conocía. Sin embargo, tuve la impresión de haberme topado con alguien, o algo, insidiosamente familiar. Esta declaración me parece tan sospechosa como las proclamas de enamorados, cuyo estúpido determinismo me repugna. El caso es que la película gravitó largo tiempo sobre mí.

Viejos amigos antagónicos, aprendiz petulante, chica indefensa, padre fanático, bichos humanos salidos de las entrañas de la montaña como en un delirium tremens, un itinerario-bumerán del banco al infierno, donde el oro es el Grial irrisorio; la honradez, pretensión extemporánea y la muerte, plausible redención, son los aditamentos de este western crepuscular, todavía no trastocado por la nervatura narrativa ni el denostado ralentí que pondrán más tarde en evidencia el temperamento exacerbado del legendario director. Por el contrario, Duelo en la alta sierra destila emoción contenida y una serenidad no exenta de amargura. De haber sido la última película de Peckinpah, hubiera conferido sentido retrospectivo a toda su obra para quienes le reprochan haberse descarriado. Pero no resultaba acorde con el carácter del autor ni con su vida dejarnos testamento, a la manera de John Huston en Dublineses. Él siempre quiso acabar mal, y en ese aspecto no se traicionó. Fue fiel, hasta el final, a su espíritu indomable y autodestructivo de auténtico y soberbio perdedor. Como sus personajes, nunca culminó la misión encomendada. Ahí radicó su rebeldía. Y cuando, siete años después, el éxito sobreviene con Grupo salvaje, surge el malentendido del que no logrará zafarse, a pesar del quiebro poético de su siguiente película, La balada de Cable Hogue.

EL TERGIVERSADOR TERGIVERSADO

La obtusa inercia de quienes homologan modas y suscriben opiniones gregarias, prefigurando tarantineces postmodernas, reduce el cine de Peckinpah al efectismo más obvio y superfluo, en detrimento de su más profunda y verdadera dimensión. El tergiversador será para siempre tergiversado.

Grupo salvaje es algo más que un western violento. Es, ante todo, cine. Excediendo el género, que toma como papel pautado, nos remite a un ejercicio fílmico en el que la cámara no se limita a retratar una historia, sino que la interpreta emocionalmente. Su pulsión poemática desaforada, a través del montaje y de las actitudes actorales, nos trae reminiscencias épicas de canción de gesta. No importa demasiado quién persigue a quién, ni adónde van ni de dónde vienen, la vivencia mítica es acontecer y cobra intensidad en la pantalla.

Los chorros de sangre y la utilización de la mal llamada cámara lenta son licencias poéticas que expresan y realzan el estupor de la muerte del que mata y del que muere. No se trata de una exageración gratuita, toda orgía es exagerada, denota más bien la percepción de quien ha conocido o intuido la descomposición del tiempo durante el lapso de una explosión o un accidente. Y toda muerte es eso: explosión y accidente.

El uso y abuso de sofisticados efectos especiales en la actualidad ha desvirtuado la eficacia retórica del recurso, por otra parte, imitado hasta la saciedad en películas menores, pero no seamos mezquinos. Rechazar Grupo salvaje por la distorsión deliberada mente provocativa de determinados excesos formales denota un prurito academicista incongruente con la propuesta innovadora que rompía, de una vez por todas, con el aséptico tratamiento de la muerte violenta en los westerns clásicos. Por otra parte, resulta comprensible la irritación ante el frívolo entusiasmo de quienes no vieron en el film más que esos aspectos. El éxito trae frecuentemente consigo nefastos malentendidos. No sólo los suscita, sino que se nutre de ellos. Es, en verdad, una serpiente venenosa que conviene mantener a prudencial distancia. Su mordedura resulta, a veces, incurable.

REMEMBRANZAS

La proverbial violencia de Peckinpah no reside tanto en los estallidos, con fuego de artificio a modo de orgasmo, como en la tensión psicológica de situaciones que producen creciente desasosiego. Esta característica de sus películas corresponde a rasgos definitorios de su siempre incómoda personalidad, pero no debe enmascarar el aliento melancólico, la solidaridad con los miserables, la mezcla de humor y tragedia, la serena belleza que impregna secuencias inolvidables.

En el cine no recordamos tanto los temas y argumentos sino los instantes y sensaciones, actos y gestos fuera de contexto. En eso se asemeja a la vida, que no tiene tema ni guión establecido. La verdadera dimensión de las películas de Peckinpah debemos buscarla en la memoria del corazón.

La muerte de Joel McCrea en Duelo en la alta sierra, solo y replegado sobre sí mismo, doblando lentamente el lomo hasta casi desaparecer en la parte inferior del cuadro, es la muerte violenta más sobria y noble que jamás se ha filmado. Nadie como Peckinpah ha sabido mostrarnos la muerte en la pantalla y ningún héroe de western ha muerto con tanta dignidad.

La cabalgada de los muertos en Grupo salvaje, al final de la película, en la que volvemos a verlos reír como antes, avanzando juntos en su marcha incesante hacia ninguna parte, mientras escuchamos la canción mexicana La golondrina, es el más bello epílogo de la historia del western y el más triste adiós a un mundo y un género que queda para siempre atrás.

La conversación con Dios de Jason Robards, durante los títulos de crédito iniciales de La balada de Cable Hogue, sediento y perdido en el pedregoso desierto hasta que introduce, trastabillante, un pie en el barro y encuentra agua, es uno de los comienzos más entrañables y sutilmente humorísticos de una película del viejo Oeste.

El desafío de Steve McQueen en Junior Bonner, en pos de la pírrica gloria que supone mantenerse algunos segundos a lomos de un toro, es una irónica parábola sobre el efímero premio al esfuerzo humano y la fugacidad de los resultados, así como una lúcida y nostálgica reflexión sobre la desgarradora inutilidad del gesto que sobrevive al sentido perdido. Las palabras de don Quijote agonizante vienen a colación: «En los nidos de hogaño ya no hay pájaros de antaño».

Exceptuando Convoy, cuya traslación a una historia de camioneros desvirtúa, en mi opinión, el espíritu del western sin que el humor pueda soslayar la caricatura, la última historia del Oeste que Peckinpah ha filmado es Pat Garrett y Billy the Kid. Se observará que he omitido Compañeros mortales, porque él me prohibió verla y he cumplido su deseo. Tampoco he incluido Mayor Dundee, para no atormentar a Sam en su tumba; odiaba a un tal Bresler y a un tal Rosenberg y a la Columbia Pictures por las crueles mutilaciones que infligieron a la película. Volvamos, por tanto, a Pat Garrett y Billy the Kid y recordemos a un desgarbado Coburn sentado en la noche bajo el porche; tras haber matado a su amigo Billy, la melancólica mirada interroga a las sombras hasta el amanecer. Rara vez en un western se ha retratado el dolor del pensamiento y el sentimiento desolado con tanta quietud e intensidad.

Bastarían estos retazos rememorados para convertir a Sam Peckinpah en uno de los grandes. Ha sido un privilegio para mí haber sido su amigo y haber trabajado, en ocasiones, con él. Un ex marine que nunca entró en combate, salvo consigo mismo.

SAM PECKINPAH

Clave: Omega, EE UU, 1983

La cruz de hierro, EE UU, 1977

Convoy, EE UU, 1977

Los aristócratas del crimen, EE UU, 1975

Quiero la cabeza de Alfredo García, EE UU, 1974
Pat Garret y Billy The Kid, EE UU,1973

El rey del rodeo (Junior Bonner), EE UU,1972

La huida, EE UU,1972

Perros de paja, EE UU,1971

La balada de Cable Hogue, EE UU, 1970

Grupo salvaje, EE UU, 1969

Mayor Dundee, EE UU, 1965

Duelo en la alta sierra, 1962

Compañeros mortales, EE UU, 1961

* * *

GONZALO SUÁREZ

Oviedo Express, España [estreno en septiembre 2007]

El candidato, España, 2002

El portero, España, 2000

Mi nombre es sombra, España, 1995

El detective y la muerte, España, 1994

La reina anónima, España, 1992

Don Juan en los infiernos, España, 1991

El lado oscuro del deseo, España, 1990

Remando al viento, España, 1988

Epílogo, España, 1984

Cuentos para una escapada, España, 1979 [dirige Miniman y el superlobo]

Reina zanahoria, España, 1977

Parranda, España, 1977

Beatriz, España, 1976

La loba y la paloma, España, 1974

La Regenta, España, 1974

Al diablo, con amor, España, 1973

Morbo, España, 1972

Aoom, España, 1970

Ditirambo, España, 1969

El extraño caso del doctor Fausto, España, 1969

Ditirambo vela por nosotros, España, 1967

El horrible ser nunca visto, España, 1966

CICLO DE CINE
HOMENAJE A SAM PECKINPAH: IF THEY MOVE, KILL’EM


23.01.07 > 28.01.07


COLOQUIO
EN TORNO A SAM PECKINPAH


25.01.07

PARTICIPANTES ROBERTO CUETO • GONZALO SUÁREZ
ORGANIZA CBA