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Aníbal

Gonzalo Torrente Ballester
© HEREDEROS DE GONZALO TORRENTE BALLESTER, 1987

Vivir es mantenerse en relación con la realidad. No sólo consiste en eso, pero lo implica. Y esta relación puede ser de aceptación o de repulsa. Quien está de acuerdo, desea conservar lo que hay, que es lo que tiene. Quien no, o se mantiene hostil o pretende cambiarlo.

Vivir es mantenerse en relación con la realidad. No sólo consiste en eso, pero lo implica. Y esta relación puede ser de aceptación o de repulsa. Quien está de acuerdo, desea conservar lo que hay, que es lo que tiene. Quien no, o se mantiene hostil o pretende cambiarlo. En el primer caso, es un disconforme; en el segundo, un revolucionario. Pero hay algunos seres, pocos, que escapan a esta clasificación, aunque en apariencia pertenezcan a alguno de sus apartados, sobre todo al de los disconformes o de los revolucionarios. Y digo en apariencia porque, en la teoría o en la esperanza, el revolucionario y el disconforme sospechan que, cambiando ciertas cosas (pocas o muchas), sobrevendría una realidad con la que conformarse, ideal o perfecta según su sensibilidad o su moralidad. Esos inclasificables que acabo de mencionar suelen llevar consigo su utopía. ¡Ah, si la realidad fuera así, yo sería feliz! Generalmente creen, esa creencia arrastra una esperanza, y la esperanza les ayuda a seguir. Pero la verdad es que, fuera como fuese el mundo, nunca se hallarían cómodos en él, porque su raíz es la inconformidad y su razón el no ser de aquí. ¿Seres angélicos? Muchos poetas lo fueron, y lo mejor que pudo acontecerles (y no son muchos los casos) fue encontrar en la poesía la respuesta y la justificación. Pero en su conducta siguen siendo angélicos: se les nota en algo indescriptible que va con ellos, que les acompaña o les precede, que a veces los penetra. Se les oye recitar unos versos, o intervenir en un debate público, o simplemente charlar en una esquina con el amigo con el que acaban de tropezarse. Son situaciones normales, cotidianas, tópicas, pero la presencia de éstos las priva de su vulgaridad, las eleva a la categoría de lo insólito. Se puede imaginar que, para estas gentes, la vulgaridad no existe, porque ellos redimen todos sus actos por la tensión de su propia vida, por ese calor al rojo vivo en que parecen estar irremediablemente instalados. Hay quien es poeta en los mejores momentos de su vida; hay quien parece condenado a serlo hasta en los más triviales. ¿Puedo decir que Aníbal Núñez era uno de éstos?

Los de esta casta (entendamos bien la palabra), igual que mantienen con la realidad una relación original y difícil, la mantienen con la muerte. Uno los ve, como se veía a Aníbal, transitar entre nosotros, intervenir en actos no acostumbrados pero no con el aplomo de los vulgares, sino como si pesase menos que el aire, como si fuera a salir volando, hecho él mismo poesía, pero de ésa que hace presentir la muerte, que nos hace palparla. Aunque no sea su tema, aunque el tema sea una afirmación de la vida. Pero, afirmar la vida, ¿qué significa? Todos sabemos que los poetas, al no disponer de otro lenguaje que el corriente, lo transforman, lo colman de significados diversos. ¿Qué quiere decir un poeta cuando proclama «vida» en uno de sus versos? No lo que hay en ella de realidad mostrenca, sino lo que contiene de esperanza puesta en algo que los poetas conocen y nosotros, no; lo que nosotros, en el mejor de los casos, presentimos merced a sus palabras. Del conocimiento al mero presentimiento hay una gran distancia, que se nota en el modo de andar, de portarse, de hablar a los demás, que se advierte en un cierto temblor indescriptible. Mi experiencia de Aníbal Núñez fue de esa clase. No muy reiterada, más bien escasa y azarosa, pero, en cualquier caso, excepcional. Me di cuenta, desde aquella vez que le conocí en una fiesta escolar, de que me las había con otra clase de hombre, que por mucho que yo intentase empinarme sobre mí mismo, nunca alcanzaría las cotas en las que él se movía normalmente. Quiero creer que su especial relación con la muerte era lo que nos lo ponía tan alto, lo que nos hacía estremecer. No quiero decir que la buscase, ni siquiera que la temiese, sino que la veía cara a cara, que la conocía. La experiencia de la muerte en vida, aunque sea una experiencia poética, caracteriza a esa clase, tan escasa, de hombres que nuestra superficialidad hace excepcionales y raros. Yo creo que se les reconoce por la mirada.

Para los que quedamos aquí, Aníbal Núñez será un recuerdo imborrable. Lo que le dejó la vida nos lo trasmitió a nosotros: un puñado de versos. ¿Casi nada? A primera vista, poca cosa. ¿Qué son unos versos en un mundo donde todo es gigantesco, desde las esperanzas hasta los disparates? Pero al verso le pasa como a las piedras preciosas: en ese breve puñado se encierra un enorme fulgor: en este caso, el que nos trasmite el testimonio de una vida que se vivió de veras, de una existencia auténtica.

Aníbal Núñez, poeta joven de Salamanca, «antes de tiempo y casi en flor cortado». Haya paz.

ANÍBAL NÚÑEZ

Obra poética (edición de Fernando R. de la Flor y Esteban Pujals Gesalí), Madrid, Hiperión, 1995

Casa sin terminar, Mérida, Editora Regional de Extremadura, 1991

Definición de savia, Madrid, Hiperión, 1991

Naturaleza no recuperable: herbario y elegías (1972-1974), Madrid, Libertarias, 1991

Cuarzo, Valencia, Pre-Textos, 1988

Cristal de Lorena, Málaga, Newman Poesía, 1987

Estampas de ultramar, Valencia, Pre-Textos, 1986

Clave de los tres reinos, Editora Regional de Extremadura, 1986

Alzado de la ruina, Madrid, Hiperión, 1983

Trino en estanque, Madrid, Cuadernillos de Madrid, 1982

Taller del hechicero, Valladolid, Ediciones Balneario, 1979

Fábulas domésticas, Barcelona, Ocnos, 1972

29 Poemas, Salamanca, 1967 [en colaboración con Ángel Sánchez]