Entre las ideas y los objetos
Una conversación con Jean-Hubert Martin
Fotografía Eva Sala
Jean-Hubert Martin es un personaje irremplazable de la escena artística internacional. En la actualidad es comisario independiente y realiza proyectos principalmente para el Centro Pompidou y para las Galeries Nationales du Grand Palais. Anteriormente fue director de algunos de los más importantes centros de arte contemporáneo de Europa; entre ellos, el Museum Kunst Palast de Dusseldorf, el Musée National d’Art Moderne de París, el Centro Georges Pompidou, la Kunsthalle de Berna o el Musée National des Arts d’Afrique et d’Océanie de París. Asimismo, ha comisariado exposiciones internacionales legendarias, como la primera retrospectiva de Picabia o las exposiciones París-Moscú o Magiciens de la Terre.
Su currículum es abrumador, pero entre todas sus producciones hay una con la que todo el mundo le identifica: la exposición Magiciens de la Terre, celebrada en el Centro Pompidou y en el Grande Halle del Parc de la Villette en 1989. Fue el primer intento de hacer una exposición de arte universal, de dar visibilidad a artistas de zonas marginales haciendo dialogar sus obras con las de los artistas occidentales consagrados.
A veces uno tiene la premonición de que lo que está haciendo va a tener algún eco. Mientras preparábamos esta exposición, yo tenía la sensación de que iba a resultar chocante aunque, por supuesto, no sabía exactamente en qué sentido ni cuáles serían las consecuencias. En ocasiones, cuando conozco a alguien, me da la impresión de que llevo escrito en la frente «Magiciens de la Terre». Esto, como se imagina, tiene aspectos positivos y negativos: te proporciona visibilidad pública pero difumina otros trabajos que has realizado. Seguramente, si hoy tuviera que volver a organizar esa exposición, lo haría de una forma completamente diferente. Entre otras cosas porque Magiciens de la Terre consiguió su objetivo, al menos en parte, e impulsó a muchos colegas a buscar artistas fuera de los países de la OTAN. Porque realmente los límites del mundo del arte se ceñían al entorno geográfico de la OTAN, ni siquiera toda Europa, sino sólo Europa Occidental y Norteamérica. Obviamente las cosas han cambiado mucho. De todas formas, sigo pensando que había una dimensión de Magiciens de la Terre que era muy importante para mí, que traspasaba con mucho las fronteras habituales de lo que se entiende por arte contemporáneo –la red de coleccionistas, galerías, museos…– y que todavía no ha sido comprendida.
Supongo que se refiere a su aspiración de romper las barreras que la modernidad ha construido para protegerse, a esa idea de que el arte no tiene que ver con el grado de desarrollo económico ni con la tecnología. En este sentido, en su trabajo muchas veces el arte se ha dado la mano con otras disciplinas, como la antropología.
Sí, aunque siempre es peligroso usar estos términos, porque entonces uno acaba teniendo el arte contemporáneo a un lado y todo lo demás al otro. Y eso es justamente lo que siempre he rechazado. La antropología, la etnología... deberíamos olvidar esas categorías del pensamiento occidental y pensar únicamente en términos de seres humanos que usan sus manos y sus cerebros para realizar objetos que se supone que han de comunicar algo. Esto ha sido así durante siglos y, de hecho, cuando esos objetos proceden del pasado sí que nos interesan. ¿Por qué entonces, cuando se trata del presente, no lo vemos o no queremos verlo? Todo lo religioso es sistemáticamente marginado y obviado porque no tenemos categorías para encuadrarlo.
Los grandes museos y los estudios académicos siguen centrando su interés en las llamadas bellas artes occidentales. Aún queda mucho por hacer, pero se han multiplicado los experimentos, más o menos fallidos, que intentan hacerse cargo de las manifestaciones artísticas excluidas del discurso hegemónico. Por ejemplo, en el Louvre se han expuesto algunas esculturas africanas.
Es un asunto complicado. El Louvre se resistió mucho a integrar el llamado «arte primitivo», aunque después se decidió a hacerlo por la presión política y, hay que decirlo, por el empeño personal de Jacques Chirac, que sí quería que este tipo de arte estuviera presente en el Louvre. Eran los días en los que se estaba creando el Musée du Quai Branly y se decidió exhibir algunas de sus obras maestras en el Louvre. Pero, curiosamente, éstas dependen del Musée du Quai Branly y no se han convertido en un departamento del Louvre, una cosa un tanto extraña. En cualquier caso, en términos de política cultural, es algo positivo porque, por supuesto, se trata del arte de los países que fueron antiguas colonias. Al mismo tiempo, lo que distingue al Louvre es que no es un museo enciclopédico, como el Metropolitan Museum de Nueva York, que tiene todo tipo de arte universal. Por ejemplo, en París, el arte de Asia está en el Musée Guimet, el arte de fines del siglo XIX está en el Musée d’Orsay, el arte moderno de los siglos XX y XXI está en el Centro Pompidou, etc. Justamente por eso se resistieron a la inclusión.
Los comisarios han asumido un papel muy destacado en el arte contemporáneo. En sus propias exposiciones siempre hay una impronta personal. ¿No se corre el riesgo de restar protagonismo a las obras de arte? En algunas exposiciones me da la sensación de que el marco conceptual llega a nublar la contemplación de las obras. Hay muestras en las que los argumentos son muy interesantes, pero las obras resultan decepcionantes. Pero también ocurre lo contrario. Hay exposiciones muy hermosas en las que el argumento es muy pobre. Ha de ser muy difícil encontrar el equilibrio.
Esa es la base de una teoría de la exposición, si es que algo así existe. Hay que conjugar dos terrenos muy diferentes: por un lado, los objetos físicos, tridimensionales, con o sin valor estético; y, por otro lado, las ideas, o lo que hoy en día se llama «el concepto», al que quizá se da demasiada importancia. Cuando preparo una exposición estas dos dimensiones se desarrollan conjuntamente y se retroalimentan. No comienzo con un concepto muy fuerte que después trato de ilustrar con las obras. Por supuesto, el punto de partida es una idea, pero va evolucionando a medida que voy encontrando obras que no se ajustan al concepto inicial y que te obligan a replanteártelo. Lo mismo ocurre con la escenografía de la exposición. Uno trabaja con una idea y en ocasiones las obras son más ricas que ella, la contradicen, y tienes que ver cómo manejas en el espacio esa tensión. La meta es imaginar cómo se puede presentar en términos espaciales el diálogo entre ideas y objetos. Como muchos comisarios, odio los textos explicativos en la pared. Una exposición realmente buena es aquella en la que las obras están ubicadas en el espacio de tal forma que el visitante es guiado y comprende lo que se quiere decir a través de las obras y de las emociones que provocan.
Para mí, una señal de éxito es que el visitante salga de la exposición discutiendo. Me resulta muy triste cuando uno no tiene nada que decir sobre una muestra.
Pero para lograr eso hay que salirse del consenso establecido. En cada momento histórico hay una tendencia a hacer las cosas de determinada manera, ya sea en el mundo de la escritura o en el de las exposiciones. Siempre es bueno estar un poco al margen, es entonces cuando comienza la discusión. Si siempre haces exactamente lo que espera de ti el público o los círculos intelectuales, tienes a todo el mundo aplaudiéndote, pero eso es todo. Cuando era director de la Kunsthalle de Berna, preparaba exposiciones monográficas sobre jóvenes artistas. Y me di cuenta de que cada vez que organizaba una de estas muestras había gente que venía desde el extranjero a la inauguración. Eran coleccionistas o personas que tenían algún tipo de vínculo con el artista, financiero, intelectual o institucional. En la inauguración siempre aplaudían mucho y estaban encantados de que yo hubiera organizado la muestra. Podía organizar docenas de exposiciones así y siempre contaba con el respaldo del lobby. Hay que ir más allá de esa actitud.
Imagino que hoy en día el peso del mercado, lo que demanda y ofrece, dificultará mucho esa tarea.
El mercado es muy poderoso, pero también hay contrapoderes que a su vez pueden tener consensos. En las últimas décadas ha surgido un nuevo tipo de artista que no existía hace cuarenta años. Mi impresión es que los artistas con fuerza en el mercado, los que figuran en las agendas de los museos y cuyas obras compran los coleccionistas, trabajan principalmente, y a veces exclusivamente, en contextos públicos. Tienen una residencia artística o una beca, enseñan en universidades, exhiben en museos financiados con dinero público y evitan trabajar para el mercado. Esto es algo nuevo y de lo que se habla poco. Es importante, porque esto es exactamente lo que los artistas reclamaban en los años sesenta. Aspiraban a ser capaces de crear arte fuera del mercado, sin tener que vender un objeto, y esto se ha conseguido. Pero también tiene su peligro, porque quiere decir que los clientes de estos artistas son los directores de los museos, y es aquí donde surge un nuevo consenso.
Sin embargo, al mismo tiempo, da la impresión de que los grandes coleccionistas particulares están empezando a dirigir las discusiones sobre historia del arte, en ocasiones con criterios pobres y gustos extravagantes que tienen que ver con sus propias obsesiones personales. Hace años eran los comisarios, los conservadores, los directores de los museos, los historiadores del arte, quienes establecían que un artista merecía la pena, y entonces los coleccionistas compraban sus obras. Ahora parece como si ese proceso se hubiera invertido.
Los vínculos de los museos con los coleccionistas y el mercado son permanentes. La vieja idea de Kahnweiler era que los museos no debían comprar obras de artistas vivos, tenían que evitar formar parte del mercado. Lo que ha ocurrido es justo lo contrario. Y lo cierto es que yo luché en esa dirección porque creo que es positivo que los museos traten con arte vivo. Eso implica que los vínculos con el mercado y los coleccionistas son siempre continuos y los conflictos de intereses son inevitables. El museo tiene que saber lidiar con ellos desarrollando estándares artísticos, estéticos, intelectuales y no financieros.
Junto a las bienales tradicionales, de Venecia y Kassel, han aparecido bienales periféricas (Taipei, Johannesburgo, São Paulo…) que están desempeñando un papel muy importante en la inclusión de manifestaciones artísticas de lugares hasta ahora marginales.
Cuando empezaron a crecer y llegaron a ser más de veinte o treinta, hubo quejas porque eran demasiadas. Pero ¿y qué? A mí me parece fantástico. Hay mucha gente en el mundo que no tiene acceso a las artes visuales y que, obviamente, carece de los medios necesarios para acudir a Venecia o a Documenta, dos ferias que estaban reservadas a una élite.
¿Qué opinión tiene sobre el boom del arte chino e indio? Ambos están muy de moda. Sin embargo, hasta hace poco no teníamos ni idea de que en China se hiciese arte experimental, como si la única producción estética fueran las pinturas maoístas.
Hace unos años pensé que el boom del arte chino era una burbuja, y me equivoqué. Es un fenómeno un poco extraño, porque en China hay muy pocos coleccionistas en el sentido en que entendemos la expresión en Europa y Norteamérica: gente que conoce las tendencias artísticas y tiene un interés real en el contenido de las obras. En China, la mayor parte de la gente pudiente compra arte únicamente por razones sociales. Esto pasó antes en Europa, por supuesto. Cuando la gente accede a grandes sumas de dinero y quiere tener cierto estatus social, necesita cuadros en las paredes. El arte chino se ha convertido en una especie de imagen para la exportación, que es respaldada en un gesto nacionalista. Por otro lado, el arte siempre se ha desarrollado a la par que la economía. La regla es que cuando hay un gran desarrollo económico, el arte florece, bueno o malo. Por eso es natural el auge de China e India. En cambio, Rusia está un poco olvidada, a pesar de que en Moscú hay una escena artística interesante y poco conocida. Pero curiosamente no parecen conectar muy bien con el mercado internacional. Tampoco hay coleccionistas locales importantes, los rusos adinerados prefieren comprar arte antiguo y no contemporáneo.
Resulta paradójico que en China e India muchos artistas y pensadores están lidiando con el nacionalismo y las cuestiones identitarias pero, al mismo tiempo, la diáspora desempeña un papel decisivo en la contemporaneidad asiática. Hay muchos artistas que podríamos considerar nómadas, que viven en Occidente y se muestran a la vez como asiáticos y occidentales.
Es algo que ya se nos planteó cuando preparamos Magiciens de la Terre. Por eso insistí en que en el catálogo se incluyeran tres elementos diferentes: el lugar donde el artista había nacido, su pasaporte o nacionalidad, y el lugar donde vivía. Y los tres lugares eran con frecuencia diferentes: el artista había nacido en un país, tenía pasaporte de otro y vivía en un tercero. Esto es importante porque el arte tiene que ver con las raíces pero, al mismo tiempo, hay algo estimulante en el hecho de estar en otro país y tener que vérselas con una cultura diferente. Es una tensión que lleva a muchos artistas a producir obras muy interesantes.
A Chen Zhen, por ejemplo.
Sí, es un buen ejemplo. En general, tiendo a encontrar el arte de la diáspora china más interesante que el de los artistas que viven en China. El grupo de París en torno a Huang Yong Ping es uno de los más fuertes, y Chen Zhen está influido por Huang Yong Ping.
Sin embargo, me parece que esta moda corre el riesgo de incurrir en una especie de neoorientalismo. Los artistas procedentes de zonas hasta ahora ajenas al discurso artístico dominante que se están haciendo famosos y que venden sus obras muy bien, son aquellos que reflexionan sobre problemas políticos. Ai Weiwei es un caso paradigmático, pero ocurre lo mismo con los artistas procedentes de culturas islámicas. Si eres árabe parece como si necesariamente tuvieses que plantear en tu obra el tema del velo de las mujeres o del terrorismo islamista. Es algo que nos agrada en Occidente como rasgo distintivo de los otros. Se trata de un nuevo tipo de exotismo, de una manera de establecer una vez más la superioridad de Occidente.
Sí, entiendo lo que dice. Existe sin duda el peligro de reducir a cada artista a su propio territorio. Hace veinte años lo importante era hacer saber a los artistas de otras culturas que podían hablar, que podían introducir en sus obras su propia cultura, su propia historia, su propia filosofía; que eso era aceptable porque antes, de hecho, no lo había sido. Las cosas han cambiado y ahora deberíamos tener cuidado de no condenar a los artistas a hablar únicamente de eso. Hay gente que piensa que tengo proscritos a los artistas africanos o de otros continentes vinculados a la modernidad, y no es verdad. En cierto sentido, todo depende del valor de la obra. No tengo ninguna receta para los artistas de ninguna parte del mundo, solo cuando veo las obras puedo decir si me llaman la atención y si tienen algún valor para mí. De todas formas, pienso que muchos grandes artistas hablan de sus raíces, siempre acaban en la infancia, la educación, los traumas o las grandes emociones de la niñez. No es que todo el arte se reduzca a eso, pero desempeña un papel importante.
La infancia es el momento en que un artista se convierte en artista. Por ejemplo, para Anish Kapoor fue muy importante el primer viaje que hizo a India después de haber vivido mucho tiempo en Inglaterra. Se reencontró con el mundo de su niñez y redescubrió los colores, los olores, las texturas de la infancia. Otro caso muy significativo es el de Mona Hatoum, una artista que a mi entender sufrió una transformación en su obra cuando visitó por primera vez Palestina, la tierra de la que sus padres habían tenido que exiliarse… La producción artística en ambos casos se convierte en un medio para la asimilación de la propia identidad. Y, a propósito del arte como medio, usted ha organizado algunas exposiciones sobre objetos artísticos que son útiles en otro sentido, como Art that Heals [arte que cura] en 2002. ¿Considera que el arte debe tener un propósito?
Creo que es un tema con el que hay que ser muy prudente. Cada época trata de dar su propia definición del arte. Cuando yo era estudiante, una de las definiciones más habituales era que el arte se caracterizaba por no tener finalidad ni uso práctico. Sabemos, sin embargo, que esto no es verdad, ni siquiera en el caso del arte europeo y mucho menos en el caso de otras culturas. Art that Heals era algo diferente. Había invitado a Magicians de la Terre a Joe Ben Junior, un magnífico artista navajo que hace pinturas de arena. Siempre me ha asombrado que no tenga ningún reconocimiento en EE UU. He intentado varias veces sin éxito que el Whitney Museum le invite. A fin de cuentas es un museo de arte nacional, y sería una oportunidad estupenda para ellos contar con un artista indígena de tanto talento. Cuando se planteó esta pequeña exposición, pensé que era una oportunidad de hacer que Joe Ben exhibiera en Nueva York. Así que construí el resto de la exposición en torno a su obra. El hilo conductor era la idea del artista-chamán. Estas pinturas que los navajos crean en sus rituales curativos se utilizan colocando a la persona enferma o con problemas en el centro de la pintura. Por supuesto la pintura de Joe Ben es diferente, porque él no quiere cometer un sacrilegio. De modo que usa los motivos, el estilo y las formas, pero no reproduce en el contexto de una galería lo que su padre elaboraba en los rituales.
Hay quien piensa que el arte puede cambiar el mundo. ¿Cree en la idea del arte políticamente comprometido?
No creo que el arte pueda cambiar el mundo. No, al menos, directamente. En todo caso puede ayudar a cambiar la forma de pensar. El arte es un medio conductor, un vehículo para las ideas, que puede llegar a ser muy potente. Puede ayudar a que la gente reciba ideas nuevas y rompa con las ideas convencionales. En Occidente ha habido mucha fantasía acerca de lo que se ha llamado «arte político». He colaborado en un par de exposiciones con Hans Haacke, que es alguien que trata de política de la manera más seria. Lo respeto, porque para cada pieza hace muchísima investigación y siempre logra dar en el clavo. Pero también hay un montón de arte político que francamente... es regular. Al mismo tiempo, me indigna que no se entienda que parte del arte australiano aborigen es claramente político. Lo que pintan estos artistas es su territorio. Y muchas veces, como no tienen escrituras de propiedad, presentan esas pinturas en el juzgado para reclamar sus posesiones. Esto es realmente arte político. Esta gente lucha por su tierra, por su vida, sin embargo nadie aquí considera que eso sea política. Cuando se habla de arte australiano aborigen siempre se habla de vaguedades místicas: la naturaleza, los dioses, el retorno a la tierra… Un montón de trivialidades new age.
Ha realizado varios proyectos en los que ha hecho dialogar el arte tradicional y el arte contemporáneo. Estoy pensando, por ejemplo, en la exposición en la que juntó a Richard Long y a Jivya Soma Mashe. En aquel momento, a finales de los ochenta, los pintores de la tribu de los Warli eran desconocidos en Occidente. Empezaron a hacerse famosos precisamente con esta muestra.
Creo que fue una buena exposición. Al menos fue muy seria. Richard Long viajó a la aldea de Jivya Soma Mashe y estuvo dos semanas con él. Hubo comunicación entre los dos artistas, aunque no produjeron obra conjuntamente. Pero en cierto sentido es una pena que para que la gente acuda a una exposición de un artista indio, tengamos que poner junto a él a un artista europeo famoso. Es lamentable, pero no se puede hacer de otra manera. Si haces en Düsseldorf una exposición sobre Jivya Soma Mashe, no acudirá nadie.
Recuerdo que en India hubo una gran polémica porque los pintores warli eran tradicionalmente mujeres, y sus representaciones forman parte del ámbito doméstico y del entorno femenino. Sin embargo, en el momento en que se dieron a conocer sus obras en Occidente y en los circuitos comerciales, fueron los hombres quienes empezaron a hacer las pinturas y a comercializarlas. Hay algo resbaladizo y difícil de calibrar en estas acciones que suponen en cierta medida una injerencia en la vida de las poblaciones rurales y que pueden llegar a transformar sus maneras de trabajar. La mayoría de la gente en Occidente piensa que no deberíamos hacer estas cosas. Lo que yo veo es que esa no es la opinión de los indios o de otros pueblos, que generalmente se muestran mucho menos conservadores y puritanos respecto a las tradiciones ancestrales y su evolución y adaptación a los tiempos.
Con mucha frecuencia somos demasiado estrictos en este tipo de juicios. La gente del mundo del arte es con frecuencia mucho más papista que los propios artistas. Se oye muchas veces: ¿cómo se le ha ocurrido al artista hacer esto?, ¿no debería hacer aquello? Apreciamos la obra de un artista en un momento dado, pero eso no se puede convertir en una norma absoluta, el artista tiene derecho a cambiar y evolucionar. Pero muchas veces se derivan reglas de los comienzos de un artista y se juzga el resto de su obra según estas reglas, como si el artista no pudiera desviarse de ellas.
Es curioso, esperamos del artista que sea coherente y responsable. En mis clases, en la Universidad, cuando hablo de una obra muchas veces mis alumnos me dicen: «¡Pero es incoherente! ¡Se contradice!» ¿Y por qué un artista habría de ser coherente? ¿No nos contradecimos todos? Nos aferramos en exceso a la teoría, a los discursos establecidos, a las periodizaciones y tendemos a buscar en el arte principios y normas que nos libren de la libertad, la improvisación o el juego que nos ofrece. Algo parecido ocurre con todos estos discursos y estudios postcoloniales que de alguna manera han venido a poner en palabras los esfuerzos transnacionales de muchos artistas. Se habla mucho de Edward Saïd, Homi Bhabha, Spivak o Stuart Hall al hacer referencia al arte del mundo globalizado. ¿Qué papel cree que desempeñan estos teóricos, filósofos, sociólogos en la historia del arte?
Es cierto que muchos escritores y críticos de arte utilizan estas teorías para interpretar el arte de otras culturas, y sin duda desempeñan un papel importante en la manera en que vemos e interpretamos el mundo hoy día. Pero los críticos de arte contemporáneo tienen una tendencia un tanto excesiva a perderse en discusiones increíblemente sofisticadas que, al final, se quedan en mera retórica. Me interesa el debate y a menudo discuto con artistas sobre asuntos muy complejos, pero no me gusta la retórica. Escribo muy poco, me interesa más hacer exposiciones. Hay tanta exégesis sobre el arte... Aunque mantengo la idea de que el propósito del museo ha de ser mantener los estándares y valores artísticos y estéticos, otra meta importante es poner al visitante frente a la obra de arte real, no una reproducción. Por eso me gusta ubicar las obras en el espacio de manera que transmitan una cierta interpretación y un significado. Me parece algo mucho más poderoso que toda esa escritura académica. Me pregunto quién la leerá, aparte de unos cuantos estudiantes que se ven obligados a ello porque tienen un examen.
© Eva Fernández del Campo, 2012. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
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