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El oficio del tejedor

Miguel Marinas
Entre manos, 2011. Vídeo digital. Color / sonido, 7
Asa grande. 1977. Plomo y lana de acero. 80 x 50 x 10 cm. Colección ICO. Madrid

La trabazón que se puede suponer entre las diferentes palabras y conceptos de una lengua era llamada simploké por los griegos. Pleko es el verbo del tejedor. Como decir Weber en alemán.

¿Por qué esta metáfora del tejido, del anudamiento, de la trama nos acompaña siempre en nuestro oficio de pensar y nombrar?

La geometrización se hace imperativa, porque tiene que poder reproducirse, representarse, respaldarse lo que se piensa. Y esto, tras tanto tiempo de instancia subjetiva, tras el cartesianismo que deduce el mundo de nuestro aprehenderlo, pide de nuevo cosa. O mejor, pide atender al fundamento de la cosa, de las cosas. Al ser de los entes.

La tensión máxima se alcanza por la voluntad de hacer presente. Por la llamada metafísica de la presencia. Esa es la huella atribuida a Martin Heidegger. Esa es la huella de un tiempo que se saturó de representación, de metalenguaje. Y que pretendió entrarle al ser a cuerpo descubierto.

Pero la tensión de la mera presencia acosa a quien piensa. Por eso hay que tomar distancia, paciencia, pasividad aparente (el mero sentir) haciendo precisamente nudos. Ese parece ser el itinerario del psicoanalista Jacques Lacan. Que se sume en ese decaimiento de la representación que la época trae y se enfrenta con el mandato que él escucha (es la misma época quien se lo destina, no supongamos voces) de operar en la realidad misma. Más precisamente en lo real de la realidad.

Desde el viejo clamor del ir a las cosas mismas husserliano, sale ahora la convicción de estar matematizando la realidad, matematizando en la realidad.

Cuando decimos matematizando –si somos fieles al sentido acumulado en la palabra– en realidad estamos diciendo «convirtiendo en enseñanza» (matema de manthano, mathesomai: enseñar). El mandato es mostrar la realidad como enseñable. No sólo como geométricamente ordenada o, según Pitágoras, aritméticamente proporcionada.

Por eso lo raro, lo enigmático del nudo y a la vez la insistencia en su trasmisión didáctica. No parar de anudar.

Querer hacer presente, no sólo representar, la misma urdimbre de la realidad. Es un programa arrogante, seguramente el último arrogante. Con sus luces (dejar los metalenguajes y los prolegómenos y pensar con las cosas mismas) y sus sombras (el subidón de sentir que, cuando estoy diciendo, la realidad se compone de esta manera).

Los rabinos de la Mishnáh hebrea afirmaban que a medida que se van agregando intepretaciones (que son palabras nuevas que se ponen en el mundo) acerca de la Escritura, de Dios, va cambiando también el Dios que está en los cielos. Quizá este ejemplo bastaría para hallar un linaje más amplio al supuesto descubrimiento de Martin.

Pero los seres de palabra tenemos una relación difícil de precisar con el mundo… y con el propio lenguaje. Porque somos y tenemos lenguaje (somos y tenemos cuerpo, dualidad insoportable). Y así, echamos un manto sobre el mundo (lo decimos) pero al tiempo lo configuramos (lo hacemos). Las palabras dicen, pero también y quizá antes, hacen.

Esa es la tensión de los nudos que Eva Lootz explora con minucia de entomóloga. Porque cuando entra en un campo de objetos los hace: por eso es poeta plástica. Y previamente, o a la vez, los investiga (claro, la distancia entre estudiar y escribir, o entre investigar y pintar, va menguando) y lo hace a fondo. Con la parsimonia entretenida de quien junta canicas, cuerdas de peonza, mallas de bolsos de la compra, redes de botellas de coñac, medias de cabaretera… Todo el mundo de las mallas, de pescar, de cazar pájaros, de alisar peinados con rulos. Toda la trabazón de las redes de comunicar y de aislar, de juntarse y de manipular.

Quizá parezca entomóloga, porque se esconde, esconde la mirada humana. Deja que las cuerdas y los nudos sobresalgan. Incluso los nombra como a los personajes principales con sus nombres. Dice si es de tipo borromeo o en flor de trébol, si es verdaderamente simetría rotatoria o suspensión del movimiento. Se fija en Lacan, muy atentamente. Pero va más allá de la pretensión de los seminarios de Lacan.

Empecinado delirante y poderoso, que atrajo a sí el emblema trinitario de los Borromeo italianos y logró la aventura más descomunal de la fábrica surrealista: desmesurar un modelo, hacerlo variar, crecer, expandirse, decirse y desdecirse. Lacan que se vio no errando (al fin al cabo él era dupe, estaba un poco pallá respecto de la listeza académica) sino equivocándose con sus pretensión de anudar. Y lo reconoce en un momento dado. Ejemplar.

Eva nos invita a hacer un ejercicio de inmersión desprejuiciada en la realidad. En esa que comienza con las manos de mujeres que anudan, o de hombres que bordan. De varones tejedores y de mujeres cosedoras. De hilanderas y de trenzadores.

Es una delicia escuchar su voz diciendo un texto que acompaña los tejidos, los trenzados. Es una suerte acompañar una aventura en la que la plástica es llave de la cultura profunda. Caminando por el ser. Como Pedro por su casa.