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La poesía y la prosa

Ana Blandiana
Traducción Viorica Patea
Victor Brauner, Pensée Endogame, 1948. Óleo sobre lienzo. 65 x 54 cm

Empecé a escribir prosa después de cumplir treinta años y después de haber publicado cinco o seis volúmenes de poesía, en un momento en el que sentí que entre la realidad y la poesía había mucho más de lo que yo expresaba en las meditaciones que publicaba semanalmente en las revistas literarias. Más exactamente, me di cuenta de que si no intentaba describir todo lo que veía, todo lo que vivía, todo lo que entendía (lo que sólo podía hacer en prosa), la realidad que me rodeaba hubiera invadido los poemas, sin consultarme siquiera, con sus detalles sórdidos, sus acontecimientos promiscuos, sus personajes falsos y sus significados profanadores. Y no me resultaba difícil ver cómo los poemas se hundirían como unos barquitos de papel cargados con hierro.

Era una obligación que tenía por igual con la poesía y con la realidad, ya que resultaba evidente que tenía que exorcizar la realidad a través de la escritura. Si no recurría a los medios de imitación de la prosa, sólo asistiría al sacrificio de la poesía, obligada esta a ahuyentar los demonios y a transformarse en un ángel exterminador. De hecho, he tenido siempre la convicción de que, a pesar de su inmaterialidad, la poesía puede convertirse en un arma poderosa pero nunca en un medio para hacer limpieza. Y yo necesitaba purificarme de todos los residuos que la historia y la vida no cesaban de depositar sobre mí, necesitaba verterlos cada noche en una página para que al día siguiente pudiera depositar otros sin el peligro de hundirme en sus orillas contagiosas. Era una manera de repetir: «Reniego de Satanás», como en el sacramento del bautismo, y de sugerirle a la realidad que hiciera lo mismo. Aunque esta insinuación no fue casi nunca seguida por la realidad, sus huellas conservadas sobre el papel representan el intento de exorcizar la realidad y la resistencia de esta última a dejarse exorcizar. La descripción del mal le resta a este el poder de manipulación, y las sombras fantásticas que su silueta proyecta a la luz de la palabra lo desenmascaran y le confieren significado.

«Lo fantástico no se opone a lo real; es sólo su representación más llena de significados. Al fin y al cabo, imaginar significa recordar» («La primavera», Las cuatro estaciones). Estos fueron los supuestos de los que partí cuando empecé a escribir prosa, una prosa en la que no se describen acontecimientos sino obsesiones; que no se propone copiar la realidad, sino que se empeña en darle significado.

Cuando pasé de la prosa fantástica a la novela, este significado, antes de reflejarse en el libro, surgió de mi voluntad de transcribir una realidad difícil de soportar: no tenía derecho a publicar, un coche vigilaba nuestra casa, el teléfono no funcionaba con la excepción de aquellos momentos en los que unas voces desconocidas proferían insultos o amenazas, y el correo no llegaba, mientras que acerca de mí se vehiculaban rumores para aislarme. Me estaban machacando con sutileza e ingenio. En estas condiciones, la existencia de la novela que estaba escribiendo transformaba la existencia en la materia prima de lo que iba a escribir, y de este modo le confería significado. Además, cuanto más difícil de vivir me resultaba la vida, tanto más interesante y soportable se volvía la escritura. Estoy convencida de que he resistido psíquicamente a esta época porque, de este modo, la aberración de la historia se transformaba en una figura de estilo y, sin darme cuenta, la escritura misma en una terapia. La versión alemana de la novela fue publicada con el eslogan publicitario: «Un libro que me ha salvado la vida».

Escribir prosa me ha conferido la sensación de que de esta manera protegía a la poesía de la realidad y así, al encerrarla en un libro, me estaba protegiendo a mí misma.

Pero existe también un motivo de otra naturaleza que me ha determinado a escribir prosa.

Nunca he escrito versos cuando he querido. Nunca he cogido un lápiz y un papel decidida a escribir un poema. A lo largo de mi vida hubo períodos en los que escribí como en un trance, sin saber ni un minuto antes lo que iba a escribir, períodos de plenitud milagrosa, de felicidad casi violenta, que se acababan siempre bruscamente con el sentimiento de que no volverían a repetirse nunca. Esto era todo lo que me era dado y, ¡mira!, el papel contenía todo lo que yo era sin ser conciente de ello, toda la sustancia que nunca iba a ser capaz de regenerar. Y me había acostumbrado a vivir con esta falta de esperanza, pintada en colores contradictorios por el recuerdo de esa explosión que se volvía siempre más inverosímil y de cuya existencia me impedían dudar sólo las evidencias de esas páginas. ¿Era yo de verdad la autora de esas páginas, a pesar de que no podía explicarme cómo nacieron y tampoco era capaz de imaginarme otras?

Y, de repente, sin preguntarme, una nueva avalancha de palabras y de visiones me inundaba con una felicidad que ya no creía posible y, después de un tiempo, cesaba súbitamente del mismo modo que había empezado. Y así sucesivamente. Pero, es extraño, la repetición de todos estos flujos y reflujos no podía disminuir mi resignación ni convencerme de que se repetirían en el futuro, así como el hombre arcaico, a pesar de la recurrencia de las estaciones, no era capaz de darse cuenta de que el terror que se apoderaba de él en el invierno, ante la idea de que la primavera no volvería, era absurdo.

Es evidente que dependemos de unas fuerzas sobre las que no podemos influir. Me sentía humillada, a pesar de estar orgullosa de que me hubieran elegido como sujeto y materia prima para el funcionamiento de sus mecanismos maravillosos. Soñaba con ser escritora. Ya que, si ser poeta es un destino, una suerte o una desgracia, ser escritora es una profesión. Ser un escritor profesional es una calificación, pero ser un poeta profesional es un absurdo. Y para mí, ser un escritor de profesión significa sentarte en la mesa y escribir durante horas hasta que la mano que escribe y la columna vertebral que te sostiene en la silla están demasiado cansadas para someterse al cerebro cada vez más efervescente. Y, entonces, paras y te duermes y al día siguiente por la mañana te sientas con una gran taza de café delante de las páginas, lees las últimas líneas escritas la víspera y continúas consciente de que todo depende de tu voluntad y de tu fuerza. Eres sin duda alguna la autora de tus páginas.

Esto no significa que, al llegar a ser una escritora profesional, dejara de escribir versos. ¡Ni que hubiera dependido de mí! De mí dependió sólo –porque cada escritor profesional utiliza en el proceso de la escritura todo su ser– intentar transferir en prosa lo que había aprendido en la poesía: que las palabras no son tan importantes como sus sombras y que las palabras que han vendido su alma no tienen sombra.

Tal vez debería añadir que después de tantos años en los que no he escrito solamente versos, y a pesar de los ecos favorables con que la crítica ha recibido mis libros de prosa, incluidas las numerosas traducciones en otras lenguas, casi nadie me considera una prosista. Más allá de cierta frustración, queda el asombro. Sabía –y pensaba que sólo lo sabía yo– que ser poeta y prosista son dos nociones muy distintas, casi opuestas. Pero no había pensado nunca que desde fuera podían ser percibidas como incompatibles. Aunque no soy una escritora que también escribe versos, soy con seguridad una poetisa que también escribe prosa, y esta se inscribe y compite en condiciones iguales en todos los concursos de la prosa como si estuviera compuesta por alguien que es solamente una escritora. Pero eso no ocurre.

Así como alguien que tiene varias condenas debe cumplir sólo la más larga, a mí me toman en consideración solamente las páginas más misteriosas y más difíciles de explicar. Del mismo modo, los que leen mi obra sienten, quizás, que más allá de los acontecimientos, los personajes, las obsesiones y los recuerdos pormenorizados en mis relatos, queda siempre algo no formulado e indecible que puede ser atribuido a la poesía. Esta sería la posibilidad más bella, la señal de que aún existen individuos para los que todo aquello que palpita como una aureola invisible e inquietante por encima de las cosas es poesía. Del mismo modo que, por desgracia, hay mucha gente –y son una mayoría abrumadora– que ante todo lo que carece de sentido, de interés y de provecho exclama con desprecio: «¡Esto es poesía!»