La tensión del combate
Una entrevista colectiva con Eduardo Arroyo
Fotografía Eva Sala
En las obras de Eduardo Arroyo brilla una peculiar aleación que une lo culto y lo peculiar, lo aristocrático y lo callejero, lo kitsch y lo castizo, bajo una sensibilidad que, sin ocultar su vinculación inicial a la estética pop, hunde sus raíces en el barroco español y recoge ciertas vetas del surrealismo. Arroyo es un artista de una inteligencia implacable, que a menudo le ha convertido en una figura incómoda, difícil de asimilar por las corrientes dominantes del arte contemporáneo. En esta entrevista colectiva interrogan a Eduardo Arroyo, cinco personas que conocen de primera mano su trayectoria: Juan Barja (director del CBA), Juan Cruz (periodista), Ferrán Barenblit (director del Centro de Arte Dos de Mayo), Gerard Mortier (director Artístico del Teatro Real), Laura Manzano (responsable de Artes Plásticas del CBA), Mario Muchnik (editor), Fernando Castro Flórez (historiador y crítico de arte), Luis Gordillo (artista) y Manuel Borja-Villel (director del Museo Centro de Arte Reina Sofía).
Juan Barja. En sus pinturas, en sus escenografías, en sus escritos, aparecen a menudo calaveras. ¿Qué papel desempeña la muerte en su obra?
Estoy fascinado por las vanitas en general. Y en particular he hablado mucho y he escrito bastante a propósito de la pintura de Jacques Linard que está en el museo del Prado. Es cierto que esta figura de la calavera es emblemática de un planteamiento pictórico, y hasta filosófico, que nos preocupa a todos. También es un objeto con una fuerza plástica sorprendente.
No creo que la noción abstracta de la muerte desempeñe un papel específico en mi trabajo. Pero sí me interesan los escritores y los pintores que viven y acaban muriendo fuera de su país como Ángel Ganivet, José María Blanco White, Walter Benjamin o Richard Lindner. También me han interesado los suicidas.
Los 4 dictadores
Trépanation au Val de Grâce
La colombe est étranglée
Vivre et laisser mourir
son cuadros que están directamente ligados a la muerte.
En el teatro o en la ópera es distinto; dada mi relación compleja con este mundo, me conformaba con el método de Klaus Michael Grüber: la asistencia a todos los ensayos y sobre todo un diálogo intenso, largo, dinámico, que me dejaba libre, donde mi imaginación podía intervenir. Yo no «traducía» la idea de la muerte, me contentaba con «exteriorizar» el texto, darle vida. En Desde la casa de los muertos, el árbol definía un espacio melancólico y amenazador que generaba angustia. Splendid’s estaba lleno de calaveras.
Juan Cruz. ¿Qué es la nobleza? ¿Qué tiene que ver la nobleza con recordar? Me refiero, claro, a la nobleza de las personas, no a la realeza.
Noble art: boxeo.
Químicamente inactivo, difícilmente atacable, permanece inalterable.
Wilder, Matarasso, Manolete.
Generoso, singular, leal.
Ferrán Barenblit. A usted, como a muchos intelectuales a lo largo del siglo XX, le interesa el boxeo. ¿Qué paralelismos puede trazar entre boxeo, arte y vida? ¿Qué significó el personaje de Arthur Cravan?
¿Acaso pueda decir que todo es una cuestión de estilo? ¿Y también de condena?
Mi pasión por el boxeo ya se ha hecho pública; de todos es sabido que siempre salgo en defensa de lo que yo llamo arte, un arte cruel, en relación total con el oficio del pintor. Ambos oficios, el del boxeador y el del pintor, se desenvuelven en la soledad, bajo la luz eléctrica, con mucha tensión, con el cuerpo que se agota. El ring y el lienzo tienen muchos parecidos. Es necesario que el combate valga la pena.
Los boxeadores son gente sensible e interesante y a veces, cuando ya no están en actividad, son como sonámbulos. Son los protagonistas de la magnífica literatura pugilística, esa literatura de los bajos fondos que me interesa tanto.
Arthur Cravan era boxeador y poeta, era un personaje enigmático que murió misteriosamente y vivió de manera escandalosa. Como soy amante de las listas podría empezar aquí una enumeración sin retórica: sobrino de Oscar Wilde, gigante, ladrón, mentiroso, Edouard Archinard, aventurero, Fabian Lloyd… Me fascinó tanto que le hice varios retratos y una escultura, incluso uno de mis proyectos, que no llegó a ver la luz, fue escribir un relato donde yo demostrara que no murió en 1918 sino en el más cruel de los anonimatos, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial en Castelldefels.
Gerard Mortier. ¿Por qué le interesa a usted crear escenografías para el teatro?
Me interesa porque mi mirada es curiosa. Me interesa porque me permite olvidar mi extraño oficio de pintor; es una salida a la obsesión pictórica, un terreno ocasional donde se establecen intercambios con la pintura. Es como un respiro porque en el teatro se conoce todo, se sabe cómo terminará el simulacro de la acción que se desarrolla en el escenario.
Pero también es un enfrentamiento, un inmenso esfuerzo que no deja ningún rastro; es una experiencia completamente opuesta a la pintura.
Lo cierto es que no soy un especialista. Soy un interino y participo en una obra teatral como en un atentado. No puedo olvidar que Klaus Michael Grüber, después de haber visitado una exposición mía en Milán, me pidió que hiciera el decorado de Off Limits para el Piccolo Teatro.
Por encargo de Burkhard Mauer, que dirigía el teatro de Nuremberg, he escrito una única obra de teatro que titulé Bantam. Durante su montaje me encontré relegado al apartado de autor dramático. Fue un papel difícil pero una manera rotunda de luchar contra la especialización.
Fernando Castro Flórez. Como uno de los miembros del «contubernio» (llamémoslo así) que perpetraron el asesinato de Marcel Duchamp y luego fueron capaces de jactarse pictóricamente de ello, me animo a preguntarle (al haber visto de cerca el «cuerpo del delito») ¿qué síntomas agudos o leves piensa que ha ocasionado la «duchampitis»? Y, sabiendo que no es usted precisamente de los que se muerde la lengua, ¿qué opinión le merece aquella salida de tono de ese dandy que no quería ser «tonto como un pintor»? Parece ser que contemplando una hélice de un avión repitió el tópico de la «pintura está muerta». ¿Podrá reanimarse en una época de empantanamiento en lo banal o, para ser más preciso, cuando lo insignificante ha sido pedestalizado?
La duchampitis ha ganado la batalla. Nos ha infectado y los museos se han convertido en ambulatorios.
Luis Gordillo. ¿Conoció usted al llamado Marcel Duchamp? ¿Lo asesinaría realmente y con sangre? ¿Cree usted que el orinal llamado «La fuente» fue utilizado por él o por algún amigo? ¿No cree que «La fuente», al ser instalada en los museos, debería ir acompañada por el apabullante olor que ese objeto y la obra de arte adquieren con el uso? Normalmente el asfixiante hedor es mucho más artístico que el funcional objeto…
Sí.
No.
Mi amigo el artista Pierre Pinocelli primero orinó dentro, luego le dio un martillazo. El Estado francés lo persiguió con saña e intentó castigarle duramente aunque no se trataba de la pieza original sino de una copia editada por Arturo Schwarz.
No me parece necesario.
Puede ser…
Luis Gordillo. Cuando va a un urinario público y constata que los orinales son iguales que la genial obra de Marcel Duchamp, ¿se niega a servirse de ellos? ¿Se ha sentido alguna vez culpable al orinar? ¿Ha tomado alguna vez champán en un orinal?
Francamente no lo he pensado pero estoy seguro de que la genial obra de Marcel Duchamp no es tal.
No veo ningún delito en este asunto.
Me gusta tomarlo en una copa de cristal.
Manuel Borja-Villel. ¿Qué obra no haría si volviera a empezar?
Varias. Todas las que me han producido desazón y, a la vista del resultado, angustia. Una vez una de mis esculturas en piedra, con el título de Unicornio, se perdió no se sabe cómo. Es como si no la hubiera hecho. Tampoco pasa nada.
Laura Manzano. Recientemente ha publicado usted una guía muy personal del Museo del Prado. ¿Qué opina de la didáctica en el arte? ¿Cree que puede llegar a coartar la libertad del visitante que entra en un museo? ¿Cree que es preciso indicar al público el recorrido que debe hacer en cada una de las exposiciones y espacios museísticos para que entienda las colecciones?
Estaba de acuerdo con la recomendación que hizo Eugenio d’Ors de visitar el museo del Prado del brazo de un amigo, pero no me fío de la docencia. Para mí el museo es la casa de la incoherencia y del caos; al mismo tiempo llama a la confidencia y a la conversación, no es una sala de clase.
Recuerdo que pinté en el Museo de la Villa de París en 1963 mis Cuatro dictadores cuando, al fin y al cabo, no se ponían tantos límites a la libertad de moverse por estos «espacios».
Mario Muchnik. En torno a su último libro, Al pie del cañón. Una guía del Museo del Prado, a menos que los antiguos egipcios llamaran derecha a la izquierda y viceversa; o que Cleopatra tuviera los pezones desplazados de manera que el izquierdo ocupara el lugar del derecho y el derecho lo llevara en la espalda; o que, a la manera de Velázquez, Guido Reni hubiera pintado este cuadro reflejado en un espejo; o, en fin, que el editor hubiera metido la pata y hubiera impreso esta reproducción girada horizontalmente izquierda-derecha, la afirmación de Eduardo Arroyo «sostiene la pequeña lombriz venenosa con sus delicados dedos y la dirige hacia su pezón izquierdo» (página 82) está equivocada: la dirige hacia su pezón derecho. ¿O no?
No: antes estuvo tomando un feca con chele y bailando el gotán. Luego todo estuvo al vesre.
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