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Un cuadro es una palabra

Eduardo Arroyo
Eduardo en Berlín I, 1975. Lápiz sobre papel, 73 x 51 cm
Cartel de la exposición Arroyo 15 novembre - 2 decémbre, 1961. Offset, 65,5 x 51 cm
Festoman, 1964. Offset, 100,2 x 71 cm
La vuelta de los exiliados, 1977. Óleo sobre lienzo, 220 x 180 cm
Esperanza y desesperanza de Ángel Ganivet 1, 1977. Acrílico sobre lienzo, 162 x 130 cm
Retrato de Walter Benjamin o la teoría de la cortina de humo I, II, III, 1992. Aguatinta, 145,7 x 27,4 cm (mancha) / 163 x 41,5 cm (papel) c/ u
Franz Villiers, 1966. Lápiz papel, 7 x 24 cm
Arthur Cravan después de su combate con Jack Johnson, 1994. Xilografía y punta seca (2 colores), 67 x 56,3 cm
Dos mil, 1987. Litografía, 66 x 100 cm
Madrid-París-Madrid, 1985. Litografía, 54 x 75 cm
Madrid-París-Madrid, 1986. Litografía, 50 x 64 cm

Yo me hice pintor en París, en 1958. Antes de esta fecha, había hecho todo lo que estuvo a mi alcance –salvo jugar al baloncesto– para convertirme en un escritor.

Yo me fui de España para poder escribir. Nunca pensé en hacerme pintor. El hecho de dibujar todos los días, desde mi infancia, no me había dado nunca la idea de emprender la aventura del cuadro. El dibujo era para mí un complemento simpático del sueño y de la ambición literarios.

Todo esto es bastante absurdo, es verdad, pero es así. Sólo la extravagancia de la época y lo incongruente de mi situación personal pueden explicar la necesidad absurda de exiliarme, alejándome así de la lengua en la que quería escribir... Afortunadamente, algunos han llevado a cabo esta experiencia, esta opción, con excelentes resultados, y han sabido mantener la escritura viva y la lengua alerta.

Pero la verdad es que exiliarse en París para desbrozar los primeros obstáculos de la escritura, era como organizar un viaje en automóvil y dejar el motor desmontado en un garaje.

Ya en Francia, sin raíces, sin formación clásica o moderna, sin haber visto un solo cuadro contemporáneo digno de este nombre, habiendo leído, devorado hasta que el libro se caía a pedazos, las traducciones argentinas, más bien malas, de Faulkner, Hemingway, Dos Passos, Caldwell, Lewis y el lacrimoso Saroyan, me fui dando cuenta, poco a poco, que me amenazaba un inexorable, definitivo y poco honroso fracaso literario.

¿Pero, cómo renunciar al dulce veneno de las palabras? La única solución era pintar... Escribir significa hablar. La pintura sustituiría a la palabra.

Estoy muy lejos de rememorar aquellos años en busca de un perfil autobiográfico, género peligroso y a veces aburrido. Si saco a relucir mis recuerdos de finales de los años cincuenta, es para ayudarme a reflexionar sobre esa dialéctica ambigua y fugitiva de la posible o imposible relación entre pintura y escritura, que me acompañará, estoy seguro, hasta mi última pincelada y mi última palabra.

Por eso yo no seré nunca lo que se llama un pintor-pintor. Para mí la pintura no es un conglomerado, un conjunto de pinceladas, aún menos un gesto y desde luego, jamás una caligrafía. No es ni una gramática ni un estilo, es una totalidad. Una decisión fuerte e irrevocable.

Jean Hélion decía que nuestras diferentes tentaciones literarias, nuestros flirteos con la escritura, nos habían llevado a dos situaciones contrarias: él pintaba lo que amaba y yo, por el contrario, lo que detestaba. Hasta cierta época de mi vida, es muy probable que mi antiguo colega tuviese razón. Cuando yo empecé a pintar, está claro que yo no quería ser sólo un pintor. Actualmente, sí que me atrevería a decir que sólo soy un pintor... incluso si a veces me dedico a poner una palabra tras de otra sobre una página.

Nosotros éramos muy pocos y estábamos completamente aislados. En 1960, nadie estaba interesado, ni de cerca ni de lejos, en una pintura llamada «figurativa», agresiva, provocadora, anec-dótica y, por qué no decirlo de una vez, «literaria».

Todo esto puede sorprender hoy. Como nos resulta sorprendente ver por todas partes cuadros «figurativos» y cada vez menos, o en cantidad escasa, obras informales, constructivistas o sencillamente abstractas.

Pero todo esto no es más que una digresión o, como dicen ahora los modernos, en Madrid, «eso es otra guerra». Sin embargo, me ha chocado leer recientemente en El País el anuncio del primer concurso de pintura no figurativa, así redactado: «La Sociedad General de Relojería, S.A. Geresa, invita a concurrir al premio Lassalle a artistas españoles o residentes en España exclusivamente».

El reglamento del concurso precisa que cada participante podrá presentar dos obras, pero que éstas deberán ser imperativamente abstractas.

Observo que este concurso contradice mi asombro en cuanto a la marginación de la abstracción hoy en día.

Benditos sean el momento y la hora, porque una empresa de relojería resucita otra: la que sin compromiso ni duda reanima las olvidadas rivalidades entre figurativos y abstractos, sirviendo así de despertador. ¡Que el timbre anuncie el principio del combate!

Yo soy sin duda un escritor truncado que ha pintado varias novelas y algunos relatos. Este afán literario me ha llevado a bañar en aceite de linaza una serie de historias y de cosas.

Este deseo, esta aspiración «narrativa», que define a mi trabajo, empieza siempre por un título.

Me es difícil concebir o imaginar un cuadro sin título. Dar un título a una imagen no me parece algo sin sentido. Poner un título a un documento, a una foto, es poseerla inmediatamente, designarla, adoptarla. Es hacerla entrar plenamente en el terreno de un comportamiento, de una actitud.

Mi pintura ha tratado de dar títulos a la realidad, pues he creído siempre en la fuerza de la imagen. Sé muy bien en qué trampas corro el peligro de caer al practicar la palabra maldita, exiliada de todos los diccionarios.

Los estudiantes Rafael Guijarro y Ruano Casanova tirándose por la ventana en el momento en que la policía entraba en su habitación, Constantina Pérez Martínez, mujer de minero, pelada al cero por los funcionarios de la B.P.S. de Sama de Langreo, en 1963, son tres títulos de nobleza que quedan plantados para siempre abajo y en el centro de una pintura-imagen. No sólo dan fe, sino también nombre a la vergüenza que a lo largo de cuarenta años, o poco menos, de dictadura ha cubierto este país: España.

Una vez adormecida la vieja polémica sobre las irritantes y desgastadas nociones de forma y contenido, quisiera decir que, en un cuadro, suele ocurrir de todo y puede pasar de todo. En un cuadro debiera de haber sitio para lo literario, lo anecdótico, lo poético y, en mi caso particular, lo tragicómico.

Dadá y el grupo surrealista supieron siempre nadar y pasar a través de las espesas mallas de la red del «vanguardismo», y, por eso, sobrevivir al dictado de las modas.

No es sorprendente que la savia literatura-pintura segregada por esos dos movimientos siga siendo un antídoto eficaz y sorprendente para combatir lo efímero. Poderosa vacuna para protegerse contra ese prejuicio tenaz de que es necesario estar siempre en la cresta de la ola, siempre in, siempre presente...

Vacuna infalible contra la ideología del tinte y la peluca, del «lifting» y el afeite.

Brauner, Bacon, Ernst, Giacometti, Picabia, De Chirico, Lidner, Oppenheim y algunos otros han sobrevivido perfectamente, y sus obras con ellos, a los años difíciles de la dictadura del informalismo, por la sencilla razón de que, a pesar de las contradicciones evidentes, las singularidades y las diferencias que les separaban, para todos ellos la obra estaba cargada de una importante cantidad de signos, de astucias, de símbolos, de deseos de decir, de ganas de definirse, de afirmar y de negar, es decir de literatura.

La vieja retórica arganiana sobre la muerte del arte en relación con la pintura está definitivamente archivada, y ha ido a acompañar en el olvido a otras banalidades del mismo autor (Giulio Carlo Argan).

La vitalidad actual de la imagen da razón a los que piensan que es, para la historia, a la vez un medio de manifestarse y un elemento vivo que la construye y el vector que la propulsa. Compleja, expresiva, próxima: la imagen es historia.

Considerar que un cuadro es un terreno de argumentación, darle cada vez más armas, enriquecerle con símbolos, darle contenido y aceptar la disciplina que él mismo impone, quizás nos permita encontrarnos en una posición mas favorable para luchar contra esa división agonizante en sectores que convierte la historia del arte en un viaje en tren con sus esperas, sus retrasos y sus estúpidas aceleraciones.

Al cuadro hay que tomarle con prudencia y en pequeñas dosis, como los medicamentos. Es conveniente dejarle para volver a él en mejor estado de salud. Es necesario –al menos en lo que me concierne– alejarme de la costumbre y del hábito que produce el lienzo.

De aquí la utilidad de la quimera literaria en esta aventura de la distanciación. Permite huir del amigo-enemigo.

Mi forma de hacer es voluntariamente incoherente y desordenada. Los diferentes materiales utilizados y la indiferencia respecto a lo que se suele llamar el estilo, me permiten, según creo, escapar de los peligros y las trampas que el propio cuadro anuncia.

En 1974 pinté a varios amigos, con el deseo de toparme con esa fascinación por los materiales y soportes diversos. Diría que traté su cara, su rostro, y su carácter, con una materia y una superficie que pudieran expresarles, dejando que sus respectivas personalidades complementaran el retrato.

A uno le hice un retrato al óleo. Para otros me pareció que les iría mejor el dibujo o el «collage». Utilicé también la fotografía o la cerámica. A los más «cuadrados» les inmortalicé, como suele decirse, en esculturas de piedra y de bronce.

Al más exótico, al más viajero de todos, intenté traducirle en marquetería, utilizando sin el menor escrúpulo maderas preciosas africanas y de América del Sur. Seguramente me visitaba el espectro de Pierre Loti en aquella época.

Lo deseable sería que el retrato pudiera pegarse al personaje. El modelo es quien guía a la obra, impone su carácter y debe influir directamente en el resultado.

A algunos amigos, como a Rougemont, los representé de espaldas. En ningún caso deben estar completamente descubiertos; deberán de aprovechar la posibilidad de pasar desapercibidos para estar terriblemente presentes.

Un retrato debería ser la imagen de un personaje, como la de un acontecimiento, el still-life, o el paisaje que caracteriza a su universo. También debería gozar de un estatuto de intemporalidad, destacar lo imperceptible y sugerir lo inmaterial.

Existe sin duda una parte visible y otra más secreta, más literaria en el retrato; es esta segunda parte la que prueba que se conoce al modelo. Sólo el resultado nos dirá si nuestra mirada dio en el blanco o si, por el contrario, el tema de nuestras preocupaciones se nos quedó entre las manos como al alegre doctor a quien su paciente dice adiós con un rictus más o menos amable en plena operación quirúrgica.

Más tarde, pinté una serie de figuras no identificadas de emigrantes o de deshollinadores. Yo no los conocía individualmente, pero creo que pude representarles e imaginarles a todos... Tienen toda mi estima.

Me agradaría que nadie viese aquí ni la menor sombra de teoría. Estas líneas están llenas de interrogaciones y de comillas. De ellas se desprenden, con toda seguridad, más dudas que certidumbres.

Pero volviendo ahora a la idea de la pintura-literatura, podríamos decir que, cuando estamos sin gasolina, hay que pedir socorro a la poesía y al diario. Una palabra es una imagen, un cuadro – y ¿por qué no?–, un cuadro es una palabra.

Hoy estamos viviendo un lamentable divorcio entre pintamonas y plumíferos. Es difícil sin embargo imaginar a un Léger sin Cendrars, a un Braque sin Reverdy y viceversa.

Actualmente, el escritor no necesita más que una buena difusión: es inútil que pida ayuda a la imagen. Todo esto da la razón a ese proverbio trivial que dice: «cada mochuelo a su olivo» o, lo que es lo mismo, los pintores a sus pinceles y los hombres de letras a su cuartilla en blanco.

Insisto para que en ciertos momentos la pintura tenga tanta fuerza como la palabra, pero no queda más remedio que reconocer que el poder de la pintura es limitado, incompleto y a veces inexistente.

Hace veinte años, el grupo de pintores que giraban en torno al Salón de la joven pintura, la revista Rebelote y el Taller de carteles de la Escuela de Bellas Artes en huelga, en Mayo del 68, y del que yo formaba parte, creía que la pintura era un medio de acción privilegiado. Es posible que lo haya sido en cierto sentido, pero no de la forma en que lo habíamos imaginado.

Las proclamaciones colectivas, los discursos duros, escandalosos, provocadores, las numerosas acciones en las que todos nosotros participamos: la Sala verde, Vivir y dejar morir o el trágico final de Marcel Duchamp, la Datcha, Una pasión en el desierto, o también la Sala roja para Vietnam, para no citar sino las más polémicas, levantaron una considerable polvareda y provocaron grandes escándalos... Todas esas manifestaciones, de todos modos, sirvieron más para airear un poco el ambiente y para mover las cartas que para dar a los cuadros una intensidad que, ahora vemos retrospectivamente, les faltaba.

A veces se consigue excepcionalmente, muy pocas veces, que el espectador, el observador, el mirón, baje la voz delante de un cuadro.

Observando a este espectador con atención, podemos entonces adivinar y deducir que está como ausente, en otra parte, desarmado y seducido. Yo creo vivir siempre cerca de esos interrogantes y de esas esperanzas. Es cierto que el cuadro, en varias ocasiones, no se presentó a la cita que yo le había dado, me dejó con un palmo de narices, me dio esquinazo. Yo no fui capaz de arrancarle una sola palabra, ni siquiera un gesto perceptible: me dejó huérfano de lenguaje.

Hace algunos años, ocho exactamente, el fantasma de Alfonso Teófilo Brown, más conocido en los medios pugilísticos como «Panamá» Al Brown, empezó a agitarse a mi alrededor, pidiéndome que un poco de luz iluminase su recuerdo.

Yo le había pintado en 1971, en Milán. Su retrato formaba parte de una serie de cuadros de boxeadores agrupados bajo el título de La fuerza del Destino. El cuadro no agotaba el tema: por medio de él no fui capaz de exorcizar a Alfonso. Por eso Alfonso se me había quedado atravesado en la garganta. Un personaje cada vez más exigente, cada vez más presente, y que pedía –lo repito– aún más luz.

Cinco años después, el libro apareció en francés. Se trataba de una mirada atenta, de un cuadro de doscientas cuarenta páginas, dedicado a Alfonso, nacido en la ciudad de Colón en 1902 y muerto en la miseria en Nueva York el 11 de abril de 1951.

En vísperas de su muerte, Alfonso dictó una carta destinada a Lew Burston, uno de sus viejos apoderados, en la que decía: «Estoy otra vez en el hospital desde hace dos semanas. Cada vez estoy peor. Mi estado es grave. Creo que voy a perder el combate de mi vida y que el final se acerca».

Podríamos añadir a estas palabras lo que escribió Nijinski en las mismas circunstancias en la última página de su diario: «Soy un hombre, quiero a todo el mundo. Tengo mis defectos. Soy un hombre, no un dios».

En esa época, yo iba cada vez con más frecuencia a Madrid. Las viejas heridas empezaban a cerrarse poco a poco. Mi lenguaje se enriquecía y yo encontraba algunas expresiones de mi infancia que había olvidado. Estas visitas cada vez más frecuentes a mi ciudad me daban la ilusión de la posible recuperación de la lengua perdida.

Vana ilusión, lo perdido no se recupera. Tras de haber escrito las primeras páginas en castellano, me di cuenta muy pronto de que me resultaba imposible continuar. Nada convenía. Todo estaba atrofiado, empobrecido. Tenía que volver a empezar. Alfonso, lo escribí en francés. Y por eso decidí respirar el mismo aire que «Panamá», buscar su existencia entre sus viejos recuerdos, recorrer los mismos caminos que él y, en la medida de lo posible, hospedarme en los hoteles en los que había vivido a lo largo de su desesperado itinerario, para reconstruir sus ilusiones perdidas.

¿Pero quién fue Alfonso «Panamá» Brown?

Fue sin duda el boxeador de cincuenta y cuatro kilos más extraordinario que haya existido. Nacido de madre panameña y de padre esclavo, liberado de Tennessee, tenía la talla de J.H. Lewis, el semipesado de un metro setenta y cinco, y su envergadura era superior a la de Jack Dempsey.

Jean Cocteau, con quien tuvo una larga e intensa relación amorosa, escribió sobre este púgil genial una serie de textos de gran interés.

Un poeta, dice Cocteau, un músico, reúnen frases o notas, un bailarín ejecuta gestos decorativos, los boxeadores se machacan la cara en desorden, he aquí excelentes resultados. Pero cuando Corneille escribe las quejas de la Infanta en El Cid, cuando la trompa de Tristán se eleva, Nijinski salta, Charles Chaplin rueda, Al Brown, con un rápido golpe, duerme a su víctima y derrama su sangre..., inmediatamente se produce otra cosa, un sortilegio distinto, al margen de la poesía, de la música, de la danza, del cinematógrafo, del boxeo. Alguna treta sospechosa, peligrosa, excepcional.

Al Brown es un misterio. En el dominio del boxeo y en el de las letras, hablamos la misma lengua. Empleamos lo que el vulgo llamaría los mismos trucos..., que no son otra cosa que el estilo. El estilo se hace cada vez más raro. ¡Desconfiad, deportistas! Tendréis que mediros cada vez con un príncipe del cuadrilátero, un fenómeno, un brujo, un acróbata, un psicólogo, un espectro, un sonámbulo, un poeta; en una palabra, un boxeador.

Como Jean Cocteau nos invita al país de la metáfora, quedémonos en él al menos unos instantes.

¿Por qué toda esta pasión, esta curiosidad, esta devoción por el pugilismo? Yo también me lo pregunto.

El pintor es un hombre solo. El boxeador es un hombre solo.

El «ring» es un cuadrado blanco, marcado por la sangre, el sudor, el agua y la resina donde se representa el drama.

Sangre, sudor, lágrimas. Éxitos raros y fracasos frecuentes.

Una toalla vuela como una paloma derribada por un disparo.