Una conversación entre Saul Bass y Billy Wilder
Traducción Ana Useros
En el mes de agosto de 1994 tuve el placer de compartir en Los Angeles un relajado almuerzo con Billy Wilder y Saul Bass, entonces de 89 y 75 años respectivamente, ambos fabulosos narradores y, en opinión de muchos, el más grande director de cine vivo de Hollywood y el mejor diseñador de secuencias de títulos de crédito. Bass, conocido para los lectores por sus secuencias de títulos de créditos de los años cincuenta y sesenta, que incluyen El hombre del brazo de oro (1955), Anatomía de un asesinato (1959) y Psicosis (1960), y por su película Quest (1983), aún dirigía una empresa de diseño de éxito (el verano anterior había estado diseñando una serie de gasolineras en Japón). Su trabajo para el cine fue únicamente una parte de su vida laboral; cuando la industria demandaba un estilo de títulos que él no estaba dispuesto a producir, sencillamente regresó a lo que había estado haciendo en paralelo durante todo ese tiempo: el diseño gráfico. En los últimos años de su vida, en colaboración con su esposa Elaine, volvió al mundo del cine y creó algunas secuencias de crédito impresionantes, entre ellas las de tres películas de Martin Scorsese: El cabo del miedo (1991), La edad de la inocencia (1993) y Casino (1995).
Las cosas transcurrieron de forma ligeramente distinta para Wilder cuando la industria empezó a requerir un tipo de guiones o de películas que él no estaba dispuesto a escribir o dirigir. Carente de otra ocupación en la que refugiarse, los que de otra forma podrían haber sido tiempos duros se vieron acolchados por el dinero que había ganado en una actividad que había llegado a ser algo más que un pasatiempo: su magnífica colección de arte y diseño. Aunque no tenía necesidades económicas, siguió escribiendo. En parte creo que continuó haciéndolo porque aún había cosas dentro de él que necesitaba escribir, pero en parte también porque parar habría sido como reconocer que, en cierto sentido, «ellos» habían ganado; que aquello en lo que él creía ya no podía florecer.
Saul Bass: Billy, el venir hoy aquí a verte me ha traído recuerdos de cuando trabajé en la publicidad de tu película Uno, dos, tres (1961), y te he traído como regalo esta prueba de aquel anuncio que tuvimos que retirar. Te aclararé de lo que se trata, Pat. Billy pensó en esta imagen como anuncio, pero se desataron todos los demonios porque yo había usado la forma de una botella de Coca-Cola. Era una imagen muy llamativa, pero a la compañía Coca-Cola no le gustó mucho y ahí se terminó todo.
Billy Wilder: Fue un no rotundo. Coca-Cola montó tal follón que nos vimos obligados a retirarla.
Pat Kirkham: ¿Qué usasteis en su lugar?
SB: Probamos un enfoque totalmente diferente; eficaz, pero menos satisfactorio.
BW: Con la excepción de tus carteles, Saul, yo he llegado a la conclusión de que los mejores carteles son los polacos, especialmente los cinematográficos. Tengo uno de El crepúsculo de los dioses (1950). Es sencillo pero muy potente. Es la figura de Gloria Swanson, sin duda, pero de su pelo salen rollos de película. Es la Medusa. ¿Por qué no hacemos estas cosas nosotros, me pregunto yo? La respuesta es sencilla: porque aquí se insiste en que figuren las caras de los actores y, luego, los abogados de cada una de las estrellas discuten sobre el tamaño de las imágenes.
SB: Y eso es cierto también para los tamaños de los nombres de las estrellas. Es complicado componer la tipografía de un cartel de cine porque con frecuencia tienes que meter cuatro nombres en una sola línea. Un nombre determinado no puede aparecer por delante de otro. Terminas siempre con una tipografía alta, delgada y comprimida.
BW: Y no hay quien lo lea ni quien tenga ganas de hacerlo. Después es obligatorio añadir los nombres de siete o más productores: el director de producción, el productor ejecutivo, el productor tal y cual, una película de tal y pascual. Todo eso es ego. ¿Tú crees que alguien va a ver una película porque Joe Smenderink la haya producido? Nadie conoce a esa gente.
SB: Fue algo en este sentido lo que me llevó a hacer secuencias de créditos. Sentía que la gente sin duda quería (o se merecía) algo más que una larga lista de nombres que no querían decir nada al principio de una película.
BW: Todo lo que se necesitan son los elementos básicos, ¡como lo haces tú!, ya sea en un cartel o en la secuencia de créditos. No hay mucha gente que sea realmente buena en este oficio, no es tarea fácil. Pero sí hay una persona a la que quiero mencionar: Maurice Binder, que se fue a Inglaterra. Hizo la secuencia de los títulos de crédito de la serie de James Bond (a partir de 1962). ¿Te acuerdas? La pistola gira, aumenta de tamaño y aparece Sean Connery, que te dispara de frente. En realidad fue algo muy idiota por parte de los productores el encargar algo así, porque siempre es lo mejor de cada película. Ahí hay un problema: si te quedas demasiado boquiabierto con los títulos sólo se puede ir hacia abajo. No se puede volver a rodar la película. Saul, tú hacías unos créditos mejores que ningún otro, tan buenos que incluso hacías que la película de un buen director pareciera mediocre.
SB: Es cierto. Me ocurrió incluso a mí un par de veces.
BW: ¿Es cierto que tú hiciste aquel montaje increíble de la ducha de Psicosis, uno de los momentos más maravillosos de la película?
SB: En realidad fue una situación poco habitual. Para cuando empecé a trabajar en Psicosis (1960) ya había colaborado con Hitchcock en Vertigo (1958) y en Con la muerte en los talones (1959), así que nos conocíamos bastante bien. Me dijo que había algunas escenas que eran muy importantes (escenas pivotes) y yo quería hacer algo especial. Así que me las dio para trabajar en ellas y aportar ideas. Pero cuando regresé con el storyboard para la escena de la ducha, a Hitchcock le despertó muchas dudas. Mi enfoque era muy diferente del suyo. Su punto fuerte (su gran afición) eran los planos largos y en continuidad y yo le proponía un montaje casi staccatto. No se acababa de decidir. Así que trasnoché y utilicé a la doble de cuerpo de Janet Leigh…
BW: … y la acuchillaste.
SB: Únicamente rodé unos cientos de metros, los troceé en pequeños fragmentos, los monté y se los enseñé a Hitchcock. Le convenció y creyó que funcionaría.
BW: ¡Y vaya si funciona! Es una de esas cosas que no se olvidan. Eso me recuerda a cuando conocí a Hitchcock. Bueno, cuando lo vi, porque conocerlo no lo conocí. Fue en Alemania. Yo tenía unos 26 o 27 años cuando empezaron a hacerse películas habladas en la antigua UFA. Las hacían con tres repartos: alemán, francés e inglés. Para esta película en concreto había tres directores pero el primero era el alemán, era quien decidía el emplazamiento de la cámara. Hitchcock era el tipo que hacía la versión inglesa. Aún no habían aprendido a doblar una película, o a subtitularla (que es algo que yo detesto).
Hace poco hablaba con alguien sobre la importancia del inserto. La gente cree que los insertos son fáciles de rodar, pero se equivocan. Fritz Lang tenía, por ejemplo, unas gafas sobre una superficie y se pasaba tres o cuatro horas decidiendo cómo rodarlo. Hablamos de cuáles eran los insertos más memorables del cine. Mi voto era para El acorazado Potemkin, de Eisenstein.
PK: ¿Qué inserto en especial?
BW: Las lentes y los gusanos. Los marineros se han rebelado contra la comida del barco y el capitán les dice que no tiene nada de malo. Los marineros dicen que hay animalillos que se están comiendo la carne. «De acuerdo», dice el capitán: «Vamos a llamar al médico». En aquellos días fabricaban unas gafas con las que se podía superponer una lente sobre la otra y así se convertían en una lupa. Cuando mira a través de esa lupa hay miles de gusanos. El médico aparta las gafas, se vuelve hacia el capitán y dice: «Está perfectamente». Y entonces es cuando pegas un bote en el asiento y te conviertes de golpe al comunismo. Brutal. Con Hitchcock ocurre lo mismo con el hombre al que le falta un dedo (Los treinta y nueve escalones, 1935).
SB: Hitch compuso un gran momento de montaje para Alarma en el expreso (1938). Primer corte: ella abre la boca para gritar. Segundo corte: el silbato del tren resuena. ¿Sabes? El que menciones a Eisenstein me ha hecho recordar el cine ruso y el montaje, y una experiencia que me gustaría compartir contigo. Cuando yo era joven veía mucho cine ruso y me enamoré de sus escenas de montaje. ¿Conoces a Slavko Vorkapich?
BW: Sí, vivía aquí y murió no hace mucho. Un especialista en efectos especiales.
SB: Él hacía aquellas secuencias de montaje para la MGM. Ya sabes: el inmigrante llega a Nueva York. Lo vemos cavar una zanja, cae el pico, vuela la tierra. Corte: chispas de soldadura, engranajes de fábrica, pistones bombeando, chimeneas que escupen humo. Hojas del calendario que vuelan por la pantalla. Del suelo crecen unos rascacielos. Panorámica hasta un costado del edificio. La cámara sube. Hasta lo más alto. A través de la ventana vemos a un hombre detrás de un escritorio, rodeado de teléfonos y de secretarias. Contesta el teléfono. Ladra órdenes. Zoom hasta un primer plano de su cara. Es nuestro inmigrante convertido en un titán de la industria. ¡Gobierna el mundo! En minuto y medio. Eso hacía Vorkapich. Pues bien, estaba yo una tarde con Slavko y le contaba que las secuencias de montaje rusas me parecían maravillosas e imaginativas. Y me dijo desdeñoso: «¡Secuencias de montaje! Te contaré la historia…» Y me dijo entonces que él cuando era joven, en la época de la revolución rusa, trabajaba en los estudios alemanes, en la UFA. Después de la revolución los rusos tenían equipos pero no tenían película. Así que los camaradas alemanes de la UFA solían recopilar las colas de película y se las mandaban a Rusia. Y Slavko bufaba (y aquí Bass imita la voz y el acento de Vorkapich): «¿Qué se puede hacer con colas de película excepto secuencias de montaje?» Escandaloso, pero razonable. ¿Tú te lo crees?
BW: En cualquier caso es una gran historia.
PK: ¿Cómo os conocisteis vosotros?
BW: Fue por Ray y Charles Eames. Creo que ellos me sugirieron que empleara a Saul, les gustaba mucho su obra.
SB: Nuestro primer contacto fue cuando me pediste hacer los títulos de crédito de La tentación vive arriba (1955). Era sólo mi tercera o cuarta película. Fue después de eso cuando yo sitúo el recuerdo de quedar contigo y con los Eames.
BW: Te hiciste muy famoso rápidamente. Pero con los créditos el peligro es que si haces demasiadas películas tienes que ser muy inventivo, o si no la gente empieza a preguntarse: «¿No es este el mismo tipo que hizo…?» Tienes que cambiar con cada película.
SB: Sin duda. En 1958 hice los créditos de Horizontes de grandeza para Willie Wyler y me llamó un amigo que había visto la película para decirme: «¿Sabes? No parecen para nada unos títulos de Saul Bass». Yo le pregunté: «¿Y qué demonios son unos títulos de Saul Bass?» Lo que cuenta es la película y los créditos tienen que apoyarla. Yo intento que mis secuencias tengan un tono que sea el apropiado para cada película. Con el tiempo el oficio de hacer créditos se desmadró. Llegó un momento en que parecía que alguien se hubiera plantado delante de la película para ejecutar un número de baile. Los títulos imaginativos se volvieron una cuestión de moda, no de utilidad, y en ese momento me retiré.
BW: Pat, los fabulosos créditos de Bass podían perjudicar a un director porque, en ocasiones, su material era de mucha mejor calidad que la película. Para considerarse unos títulos de crédito de primer orden estos tienen que ser originales, ayudar al público y colocarlo en el estado de ánimo adecuado. Lo más importante es tener al público de tu parte, que trabaje contigo, trabajar para la película.
PK: Cuando lo contrataste para La tentación vive arriba, ¿le mandaste un porfolio muy estricto o diste rienda suelta a su nuevo talento?
BW: Ahora mismo ya lo he olvidado. Pero, hablando de otro asunto, en aquel momento fuimos unos idiotas al no capitalizar lo que 30 o 40 años más tarde se ha convertido en el símbolo de la película. Me refiero, ya sabes, a la falda flotante de Marilyn. Lo teníamos ahí delante, pero no se nos ocurrió usarlo. He olvidado en qué se basaba la campaña publicitaria. En realidad, La tentación vive arriba no era una película muy buena. Bueno, no estaba mal.
SB: ¿Qué dices? ¡La tentación vive arriba era una película estupenda!
BW: Déjame decirte por qué lo digo. En primer lugar yo vine a Nueva York a hacer pruebas de reparto, porque sabía que contábamos con Marilyn Monroe pero no teníamos aún al protagonista masculino. Y le hice una prueba a un chaval, un hombre muy joven, haciendo una improvisación sobre esta escena. Era tan gracioso que casi me muero de la risa. Me parecía que debía contratar a ese chico tan interesante. Se llamaba Walter Matthau y habría estado sencillamente fantástico. Pero los productores dijeron, «¿Por qué te lo pones tan difícil? Tom Ewell ha interpretado este papel 900 veces (en la obra de teatro original), se sabe el diálogo, sabe dónde encajan las risas». Yo no era lo bastante poderoso como para conseguir imponer a Matthau… Y Marilyn Monroe aún no era tampoco Marilyn Monroe.
Les dije: «Mirad, la única gracia de esta historia es que hay un rodríguez. La familia se va al campo a pasar allí el verano y él se desmadra en la ciudad. Hay dos cosas que tenemos que planificar y hacer muy bien. Una es que el tipo que tiene todas estas ensoñaciones no debe ser nada atractivo, y la otra es que la chica de arriba debe ser extremadamente sexy y debe querer algo concreto de él, de tal forma que él crea que ella lo persigue». Y ese objeto es el aire acondicionado. Así ella puede decir: «¿Puedo dormir hoy aquí?», y él enloquece. Ella dice: «No consigo dormir con tanto calor. Subo un momento y saco mi lencería de la nevera». Y él dice, «¡Guau! ¿De dónde?»
El problema era la censura. Yo les discutía que, en un cierto momento, tendríamos que decir, o al menos dar a entender, que él se había acostado con Marilyn Monroe. «¡Oh, Dios mío, Jesús, Jesús, Jesús!», dijo el estudio. Ay, la censura, la censura… Recuerdo pasar toda una noche preguntándome qué podría hacer, tenía que inventarme algo. Finalmente les dije: «Sólo hay una cosa que podamos hacer y que sea lo bastante sutil como para que los censores no la veten. Intentemos esto: hay una criada que está haciendo la cama y en ella hay una horquilla. Ella sencillamente la recoge y la tira». Una horquilla, eso es todo. Es todo lo que yo quería. Pero no pude conseguirla. Lo pasé bastante mal. Lo pasé algo mejor con Con faldas y a lo loco (1959), pero allí teníamos un material mejor. La tentación vive arriba podría sin duda haber sido diez veces mejor de lo que fue.
SB: Lo recuerdo muy bien. Para ti mis créditos eran sólo un elemento más dentro de una cosa muy compleja, una película. Para mí ese elemento era toda una vida, estaba haciendo un fragmento de película para un hombre cuya obra yo contemplaba con admiración. Acababa de hacer unos créditos para una película llamada Hombres temerarios (1955), para Darryl Zanuck (en realidad era para Julian Blaustein, pero Zanuck andaba entre bambalinas). Era la primera vez que había diseñado algo que requería un rodaje de acción real. Mi trabajo anterior había sido siempre de animación (El hombre del brazo de oro, etc.) y estaba muy verde. Todo lo que sabía es que me habían preguntado si estaba disponible el martes por la mañana. Así que me dirigí al plató el martes por la mañana pensando que era muy amable de su parte el invitarme a ver qué iban a hacer con mi storyboard. Allí tranquilamente veo cómo se preparan, cómo ponen los raíles para el travelling, etc. Y entonces un hombre se planta delante de mí y me dice: «¿Está preparado?» Y el ayudante de dirección grita «¡Silencio!» Y en ese momento me doy cuenta de que soy el director. Y pensé: «¡Estoy al mando!» Luego dije: «Un momento, dejadme ver el recorrido de la cámara…»
BW: Lo que tienes que decir es: «Voy a mirarlo por la cámara». Después fijas la mirada en un clavo del fondo y dices: «Sí, tiene muy buena pinta».
¿Sabes, Pat? En los años treinta, en los días de los antiguos estudios, cuando yo llegué a Hollywood, se decía que la MGM tenía más estrellas que las que hay en el cielo. Los estudios eran entonces como castillos, pero no había ninguna relación entre ellos. Había una especie de sentimiento patriótico hacia el estudio que te había contratado. «Estoy en Paramount», decíamos. «Yo estoy en Warner». Yo estaba en Paramount y no conocía a nadie de Warner Bros. Eran lugares para hombres fuertes, sin especiales conocimientos, pero con instinto y ambición. Hombres como Goldwyn, que no sabía deletrear ni su nombre, pero sabía lo que era bueno y lo que funcionaría, y tenía dinero para contratar a los mejores guionistas y directores.
Cada estudio tenía unos cien guionistas. Paramount tenía ciento cinco. Cada jueves teníamos que entregar once páginas de guión sobre papel amarillo. El porqué no lo sé, pero es lo que hacíamos. Los jefes del estudio simplemente recogían los guiones que hacía su plantilla y después preguntaban qué estrella de las suyas estaba libre de otros compromisos de rodaje en tal o cual fecha. «¿Estará Clark libre? No. OK, entonces ésta le toca a Spencer Tracy». Las negociaciones no se llevaban mediante agentes. Hoy los guionistas trabajan en casa, los agentes hacen los tratos y son quienes venden los guiones a los estudios. Nos trasladamos allí sólo durante el tiempo que dura la preproducción y para rodar. Los estudios hoy son para nosotros un poco como el Ramada Inn, un sitio del que entras y sales.
PK: Hoy tu obra despierta tanto interés como en su día. Algunas de las películas que escribiste o dirigiste están siendo versionadas en la actualidad. ¿Qué piensas de esto?
BW: Ahora mismo soy el rey de los remakes. Cuatro de mis películas están siendo versionadas, pero no voy a ver ni un céntimo por ello. Esto es porque los contratos se hicieron después de la televisión.
Si te contara… Un día me encontré con Jack Warner, que me dijo: «Hoy es el mejor día de mi vida».
«¿Qué ha pasado?»
«Adivina».
«¿Que ha pasado, Jack?»
«He vendido toda la mierda, el estudio, los edificios y toda la morralla, por 25 millones».
Cualquiera habría obtenido 50 millones sólo por Casablanca, pero él estaba encantado porque se había deshecho de todo.
PK: ¿Qué películas se están versionando?
BW: Han hecho una ópera sobre El crepúsculo de los dioses en Londres. Se están rehaciendo Sabrina (1954), Ariane (1957) y El apartamento (1960), pero ésta última en capítulos para televisión. No voy a ver ni un céntimo. Solo hay una de estas películas en las que yo tengo una opción si alguien quiere rehacerla, olvidé cuál. Ah, sí, es Ariane. Ellos (la Columbia, creo) me llamaron para decirme: «Señor Wilder, tenemos una gran noticia. Recordará una película llamada Sabrina». Yo les dije: «Por supuesto que me acuerdo de la película». «Vamos a hacer una nueva versión». «¿Cómo van a hacerla?», les pregunté: «Será difícil. Ya no tienen a Hepburn, Bogart o Holden». Ellos me dijeron: «Sacará 2.500 ahora y, cuando hagamos la película, le daremos 25.000». Les dije: «Están ustedes locos». Me dijeron que se lo pensarían, así que les dije: «Pues mientras lo piensan acuérdense de que el señor Eszterhas consiguió tres millones por Instinto natural, digo Instinto básico. ¡Tres millones de dólares!, ¿lo entienden?» Y les colgué. Llamaron otra vez y subieron hasta 100.000. Y finalmente les dije: «Escuchen, sea lo que sea lo que consiga, la mitad irá a la viuda de I.A.L. Diamond, con quien trabajé». Trabajamos juntos muchos años, ¿sabes?
SB: Lo que yo quería preguntarte es, ¿por qué no podrías implicarte de algún modo en las nuevas versiones de «tus» películas? Ya sé por qué es, pero es algo que me desconcierta mucho, porque el creador de estas obras está vivo y coleando. Lo único que hacen es comprar un activo tuyo.
BW: Es terrible lo que está pasando hoy en la industria cinematográfica. Es todo efectos especiales y mezzo pornografía y yo no sé hacer esas cosas. También les da miedo que exija cosas con las que no están de acuerdo, miedo de que quiera dejarlos en ridículo. Pero yo no haría nunca eso, no, por muy ignorantes que sean. Soy una persona agradable y amable. Pero lo primero que se le dice al jefe del estudio es que el señor Wilder quiere control sobre el montaje final. Se lo digo yo o se lo dice mi agente. Y entonces me llama y me dice: «No hemos avanzado mucho».
Pero no me importa. Ahora mismo no tengo tantas ganas como antes. Ya no hay nadie con quien me muera de ganas de trabajar. Ya no queda nadie. Audrey Hepburn era la última y ya no está. Si piensas en toda la gente que ha muerto: desde Gary Cooper, Clark Gable, Spencer Tracy, bla, bla, bla… y también las mujeres. Ahora hablan de Harrison Ford como si fuera una gran estrella. Antes habría sido uno del montón. Sentados en el banquillo había gente como Claude Rains, George Raft, Charles Laughton; toda esa segunda fila que aparecía cuando ya estabas harto de los protagonistas. Ya sabes, los empleabas cuando se necesitaba un pequeño descanso. Algunos de ellos eran grandes actores, nunca habrá otro Claude Rains ni otro Charles Laughton.
Hoy cada uno de ellos tendría su propia serie de televisión. Nos podemos imaginar perfectamente El show de Claude Rains durante 20 semanas. No éramos conscientes de lo que teníamos allí. Yo soy únicamente uno de esos desafortunados puentes que se remontan muy atrás, hasta 1934, cuando llegué a América. Contemplo en qué se ha convertido todo ahora, la crueldad que reina. Haces una película en la que trabajas y te dejas la piel, y hablamos de un año y medio si eres un cineasta serio, y si esa película no produce una determinada cantidad de dinero el primer fin de semana, digamos que unos doce millones, ya no la anunciarán más, no querrán saber nada de ella y tú acabarás tirado en el basurero. Pero si hay una película que sorprendentemente sólo haya costado ocho millones y esta película es un éxito, entonces le dan una página doble (estoy harto de ver páginas dobles) que dice: «¡Maravillosa! Nunca vi nada mejor». Luego miras la firma y ves que lo ha dicho el Cucamonga Register o algo parecido. No son grandes críticos, pero ahí está la frase, esparcida sobre una doble página. Así que ya no me molesto en intentar hacer películas.
Me lo estoy pasando bien. Hice un libro. Lo publiqué en alemán y ahora ha salido en francés, italiano y español. Y voy a hacer una versión ampliada de ese libro. Tengo mis pequeñas obsesiones. Colecciono. Cuando vendí la mitad de mi colección de arte me dieron 34 millones, en 1989, cuando los precios eran más altos. Esas cosas sobre los precios se podían leer en la prensa, pero yo creía que esas valoraciones eran un bluff, así que sólo puse a la venta algunas cositas que había comprado. Pero me dieron 34 millones, de los que pagué 13 ó 14 en impuestos. Así que ya no necesito hacer más películas. No necesito el dinero. Como solía decir mi padre: «Chaval, no se pueden comer fideos de platino». Tengo cosas que me interesan. Mientras pueda almorzar con buena gente como vosotros y pasar tiempo con algunos de mis amigos… Mientras tenga dinero para el alquiler y para dar de comer a mi hija, a mi nieta y a mi bisnieta (tengo una)…
SB: Yo sólo lamento que las circunstancias no permitan que alguien con tu talento haga películas.
BW: Yo no diría que lo lamente.
SB: Tú puedes no lamentarlo, pero yo sí lo hago.
PK: Y muchos otros…
BW: Sois todos muy amables. Los ingleses siempre se han portado genial conmigo. Recuerdo que el British Film Institute me dio un premio. Un día me pasaron una página del Observer de Londres. Habían estado preguntando a varios directores quién era, a su juicio, el mejor director vivo. Y yo (que soy un hombre muy modesto, como sabéis) estaba en primer lugar. Mi amigo David Lean supervisó mi «elección» allí. Se estaban ponderando muchos y muy buenos directores y alguien dijo: «Yo votaría por Wilder, pero está muerto». Error. Gracias a Dios no estoy muerto.
SB: Hubo un director extranjero al que le dieron el Oscar el año pasado y dijo: «No creo en Dios, creo en Billy Wilder».
BW: Era un español, Fernando Trueba. Yo estaba tan tranquilo poniéndome un Martini y de repente oigo eso por la tele. Se me cayó la botella de ginebra. Estaba con unos amigos y les dije: «¿Habéis oído eso? ¿Dios? Que me pongan en compañía de Griffith o de Murnau… pero ¿Dios?»
SB: Me pareció de lo más adecuado.
BW: Pat, cariño, ha sido un enorme placer conocerte. Tenemos que hablar más de películas y de los Eames. Saul, siempre es un placer verte. No puedo agradeceros bastante este fantástico almuerzo y la buena charla. Ha sido increíble hablar de películas con gente a la que le importan. Me encantaría quedarme más tiempo, tenemos mucho de qué hablar. Creo que los cineastas no han empezado aún a rascar la superficie de lo que el cine puede hacer, hay tantas posibilidades. Pero ya llego tarde y tengo una cita antes de volver a casa a terminar un guión. Ya veis, sigo disfrutando al escribir los guiones. Es sólo que los productores no me dejan hacer con ellos lo que quiero hacer.
Originalmente publicado en Sight and Sound (Londres), junio de 1995