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August Strindberg. Correspondencia

Traducción Guadalupe González

De manera paralela a su obra literaria, August Strindberg mantuvo durante toda su vida una extensa correspondencia con numerosos interlocutores, de la cual se conservan unas mil cartas escritas de su puño y letra. Según expresaba en su obra Un nuevo libro azul, «cuando una persona escribe una carta a un muy buen amigo o, preferiblemente, a la mujer amada, se viste con su traje de fiesta; es, como sabemos, algo hermoso; y en la carta silenciosa, sobre el papel blanco, entrega sus mejores sentimientos. La lengua y la palabra hablada son tan impuras debido a su uso diario, que no pueden decir en voz alta aquellas cosas hermosas que la pluma dice en silencio». Minerva presenta, por primera vez en español, alguna de las cartas que cruzó con grandes figuras de la época, como Gauguin y Émile Zola, que contrastan en tono y forma desde un genuino y polémico Strindberg, que escribe a Gauguin con su peculiar y a veces hiriente sinceridad, hasta otro inusualmente tímido e incluso servil, frente a la imponente figura del que por entonces reconoce como su maestro: Émile Zola.

A Paul Gauguin

[ ? febrero de 1895]

Mi querido Gauguin,

Insiste usted en que escriba el prefacio para su catálogo en memoria del invierno de 1894-95, cuando ambos vivimos aquí, detrás del Institut, no lejos del Panthéon, y, sobre todo, cerca del cementerio de Montparnasse.

Realmente me habría gustado ofrecerle este recuerdo para que lo pudiera llevar consigo a esa isla de Oceanía donde pretende buscar un entorno más en armonía con su majestuosa figura. Pero desde el comienzo me hallo en una situación ambigua, y mi respuesta inmediata a su petición ha de ser: «no puedo», o, dicho de manera más brusca: «no quiero».

Al mismo tiempo, le debo una explicación de mi rechazo, que no se debe a la falta de buena voluntad o a una pluma perezosa, aunque me habría resultado fácil culpar a la famosa enfermedad de mis manos, en las que el vello todavía no ha vuelto a crecerStrindberg sufría de ataques agudos de psoriasis en las manos, agudizados por sus experimentos químicos con los que pretendía lograr la transmutación de las sustancias. [N. de T.].

La explicación es la siguiente:

No puedo comprender su arte, y no puedo apreciarlo. Su arte (que en este momento es exclusivamente tahitiano) se me escapa, pero sé que esta confesión no le sorprenderá ni le ofenderá, pues usted parece obtener fuerzas del odio de los demás. Ávida de ser dejada en paz, su personalidad se regodea en la antipatía que provoca. Admirado, usted tendría seguidores, y la gente le clasificaría, le encasillaría, pondría a su arte una etiqueta que dentro de cinco años sería usada por los jóvenes para referirse a una forma artística pasada de moda, que ellos intentarían por todos los medios posibles hacer aún más obsoleta.

Yo mismo he intentado hacerlo; he hecho un serio esfuerzo por clasificarle, por ubicarle como eslabón de la cadena, por establecer el curso de su evolución, pero ¡todo en vano!

Recuerdo mi primera estancia en París, en 1876. La ciudad era lúgubre, porque el país todavía estaba de luto tras los recientes acontecimientos y se sentía inquieto respecto al futuro. Algo estaba fermentando. Entre los artistas suecos, el nombre de Zola todavía era desconocido, pues L’Assommoir aún no se había publicado.

Tuve ocasión de presenciar una representación de Rome vaincue en el Théatre Français, cuando una nueva estrella, Madame Bernhardt, fue coronada como una segunda Rachel,Referencia a la actriz francesa de origen judío Élisa Rachel Félix (1821-1858), conocida como Mademoiselle Rachel. [N. de T.] y mis amigos, jóvenes artistas, me arrastraron a Durand-RuelLa Galería Durand-Ruel, que llegó a ser el marchante de pintura impresionista más importante durante la década de 1880. [N. de T.] para ver algo totalmente nuevo en el arte de la pintura. Un joven pintor, entonces desconocido, fue mi guía, y vimos muchos lienzos maravillosos, la mayor parte de ellos firmados por Manet y Monet. Pero como tenía otras cosas que hacer en París aparte de ver cuadros (en mi capacidad como secretario de la Biblioteca de Estocolmo, tenía que rastrear un antiguo misal sueco en la biblioteca de Sainte-Geneviève), contemplé estas nuevas pinturas con tranquila indiferencia. Pero al día siguiente, sin saber bien por qué, regresé, y descubrí «algo» en aquellas extrañas manifestaciones. Vi una muchedumbre apiñada en un malecón, pero no vi a la muchedumbre en sí misma; vi un tren expreso atravesando a toda velocidad la campiña de Normandía; el movimiento de las ruedas en la calle; retratos aterradores, todos ellos de feos viejos que no habían sido capaces de posar en calma. Impactado por estas extrañas pinturas, envié a uno de los periódicos de mi país un artículo en el que intentaba reproducir las impresiones que me parecía que los Impresionistas habían intentado transmitir, y mi artículo alcanzó cierta fama en tanto que pieza del género absurdo.

Cuando regresé a París por segunda vez en 1883, Manet había fallecido, pero su espíritu sobrevivía en toda una escuela que competía por la supremacía contra Bastien-LepageJulien Bastien-Lepage (1848-1884), pintor académico de temas realistas, tomados de la vida cotidiana, popular en los salones oficiales. [N. de T.]. Durante mi tercera visita a París, en 1885, vi la exposición de Manet. El movimiento ya había conseguido abrirse paso. Había causado impacto, y ahora estaba clasificado. En la exposición trienal del mismo año reinó una completa anarquía. Cualquier estilo, color y asunto: histórico, mitológico y naturalista. A nadie le interesaban ya las escuelas o las tendencias. La libertad estaba a la orden del día. Taine había declarado que lo bello no tenía nada que ver con lo atractivo, y Zola que el arte era un segmento de la naturaleza visto a través de un temperamento. A pesar de todo, en el seno de los últimos espasmos del Naturalismo, había un nombre que estaba en todas las bocas: el de Puvis de Chavanne. Destacaba como una contradicción, al pintar con el alma de un creyente, acomodándose al mismo tiempo con facilidad al gusto contemporáneo por la alusión (el término Simbolismo no estaba todavía en uso), término inapropiado para algo tan venerable como la alegoría.

Precisamente en torno a Puvis de Chavanne giraron mis pensamientos ayer tarde cuando, entre los acordes meridionales de la mandolina y la guitarra, contemplé las paredes de su taller, con su mezcla de lienzos bañados por el sol, cuyo recuerdo me persiguió anoche mientras dormía. Vi árboles que ningún botánico reconocería, animales que Cuvier nunca soñó, y figuras que sólo usted pudo haber creado.

Un mar que podría haber fluido de algún volcán, un cielo en el que ningún Dios podría vivir. «Monsieur» (dije en mi sueño), «ha creado usted una nueva tierra y un nuevo cielo, pero yo no me siento a gusto en este mundo suyo. Es demasiado soleado para alguien como yo, que ama el claroscuro. Y su paraíso contiene una Eva que no se ajusta a mi ideal, pues ¡incluso yo tengo algún que otro ideal de mujer!»

Esta mañana fui al Museo de Luxemburgo a echar un vistazo a Chavanne, a quien mi pensamiento seguía escapándose. Con profunda emoción contemplé Le Pauvre pêcheur, atento a la captura que le granjeará el fiel amor de su esposa, que recoge flores, y de su niño que juega.

¡Qué hermoso es esto! Pero entonces caí en la cuenta de la ofensiva corona de espinas del pescador. Odio a Cristo y su corona de espinas. Le digo, Monsieur, ¡le odio! No quiero saber nada de ese Dios lastimoso que pone la otra mejilla. Prefiero tener por Dios a VitsliputsliDios de la guerra azteca, cuyo culto consistía en la ofrenda de sacrificios humanos. [N. de T.], que devora bajo el sol los corazones de los hombres.

No, Gauguin no viene de una costilla de Chavanne, ni de Manet o de Bastien-Lepage. Entonces, ¿quién es? Es Gauguin, el salvaje que odia una civilización agobiante, una especie de Titán que, celoso del Creador, construye su propia civilización en su tiempo libre, el niño que desmonta las piezas de sus juguetes para hacerse otros nuevos. Alguien que reniega y desafía, y prefiere ver el cielo rojo antes que azul, como hace la mayoría.

Sin duda, ahora que me he calentado al escribir, me parece que voy haciéndome una idea del arte de Gauguin.

Se reprocha a un escritor moderno el no haber descrito a seres humanos reales, sino haber simplemente construido a sus personajes él mismo. ¡Simplemente! ¡Bon voyage, Maître! Y por favor, regrese con nosotros, y búsqueme de nuevo. Quizá para entonces haya logrado una mejor comprensión de su arte que me capacite para escribir un prefacio de verdad a un nuevo catálogo de otra exposición en el Hôtel Drouet. Porque también yo comienzo a sentir una necesidad inmensa de volverme salvaje y de crear un mundo nuevo.

A Émile Zola

Klampenborg (Dinamarca), 26 de noviembre de 1887

Monsieur,

Comprendo bien su silencio respecto a mi obraSe trata de la obra El padre (Fadren), escrita en febrero de 1887. Strindberg la tradujo él mismo al francés, y se la envió a Zola el 19 de agosto de 1887. Zola no mostró demasiado entusiasmo por ella. [N. de T.], y le pido que no se ofenda si ahora le recuerdo su existencia. El caso es que el estreno ha tenido lugar en Copenhague y ha resultado ser tremendamente existosoHans Riber Hunderup, actor y recientemente nombrado director del Teatro Casino de Copenhague, se ofreció a producir Fadren, pues era un admirador de Strindberg. El estreno tuvo lugar el 14 de noviembre de 1887 y fue considerado un éxito. [N. de T.]. Para facilitar su lectura, tengo la intención de imprimirla y, para poder hacerlo, ¿le importaría devolverme el manuscrito, que es el único revisado que existe? A cambio de sus molestias, creo que podría serle de ayuda justo ahora, cuando su obra maestra Thérèse Raquin está a punto de ser producida en Suecia por una compañía de élite.

En anticipación de su amable respuesta, le ruego que acepte, Monsieur y Maître, esta muestra renovada de mi respecto más profundo,

Auguste Strindberg

A Émile Zola

Copenhague, 11 de febrero de 1888

Monsieur et honoré Maître,

En vísperas de la publicación francesa de mi pieza El padre, ardo en deseos de expresarle mi agradecimiento por su amabilidad al haberme dado su opinión, que me ha dado ánimos durante la agotadora lucha aquí en Copenhague y Estocolmo, tanto en el teatro como en la prensa.

Pero ahora ha llegado el momento en el que mi obra ha de pasar la prueba de fuego al revestir el ropaje de la lengua literaria par excellence. No niego el riesgo que corro, al ser un autor desconocido, condenado a ser pasado por alto en silencio. Es por ello por lo que me tomo la libertad de hacerle lo que pudiera parecer una solicitud atrevida, aunque sea una petición a la que es usted muy libre de responder con una franca negativa, y acerca de la cual yo he de estar preparado para recibir un rechazo directo.

¿Me permitiría usted, querido Maestro, portar sus colores cuando entre en liza, empleando su reciente carta como prefacio a mi obraZola debió asentir a la petición de Strindberg, pues su carta constituye, en efecto, el prefacio a la primera edición francesa de Fadren. [N. de T.], para atraer la atención necesaria y lograr una respuesta de la crítica, sea esta en el sentido que sea?

Este es mi ruego, muy humilde en su aparente atrevimiento. En caso de que lo rechace, permítame pedir su indulgencia para poder retirarme del campo de batalla sin tener que ruborizarme por mi indiscreción.

Por último, con el fin de que pueda formarse una opinión sobre el hombre que se permite molestarle, adjunto a la presente un curriculum vitae de mi actividad literaria y académica.

Con la esperanza, querido Maestro, de que me hará el honor de responder y de aceptar mis disculpas por haberle molestado con una cansina correspondencia, por favor acepte esta nueva prueba de mi profunda admiración y de mi sincera gratitud.

Auguste Strindberg