Cada vez es más difícil vivir como propio el dolor ajeno
Entrevista con Santiago Alba Rico
Ilustración Fernando Vicente
El filósofo Santiago Alba Rico (Madrid 1960), conocido por ensayos como Las reglas del caos, Leer con niños o Capitalismo y nihilismo, presentó en el CBA su primera obra de teatro, B52. Con ella vuelve de algún modo a sus inicios –aquellos míticos guiones de los Electroduendes que, dentro del programa de televisión La bola de cristal, marcaron a toda una generación que hoy ronda la treintena–, si bien ahora su aproximación a lo escénico viene cargada con todo el bagaje y la sabiduría acumulada en más de veinte años de estudio y escritura, marcada siempre por el compromiso con lo apremiante, sin descuidar por ello lo más esencial y permanente.
Ayer presentabas B52, el libreto de tu primera obra de teatro, que hemos podido también ver representada estos días. La obra es un regreso, como tú mismo mencionabas en la presentación, a los guiones de La bola de cristal. Y aunque tus escritos, desde hace unos años, se van cada vez más aproximando a la literatura, me sorprendió encontrarme de nuevo con ese registro satírico, con personajes que, a semejanza de la Bruja Avería, encarnan el mal, el discurso alienado, el cliché mortífero. Y me sorprende porque me pareció que en cierto modo jugaba en contra del carácter más emancipatorio de tus últimas ficciones, en las que no se trataba tanto de colocarnos ante el espejo de nuestras miserias como de mostrarnos un retazo de las dichas olvidadas o ahogadas, o posibles...
Yo pretendía escribir un panfleto. Y comprendí que un panfleto sólo se podía escribir en este formato teatral. Cuando a finales del 2009 la compañía El Perro Flaco me propone escribir algo para el teatro, yo estoy pensando en la mirada, en lo que llamo «el nihilismo espontáneo de la percepción»; en cómo la mirada misma se convierte en una prolongación del aparato digestivo, algo que ya he contado en Capitalismo y nihilismo o en Leer con niños.
Creo que la mirada es un instrumento privilegiado que se ha inscrito dulcemente en todos los mecanismos de reproducción del mercado. Las mercancías se suceden a velocidad cada vez más vertiginosa porque la mirada no se puede detener lo suficiente en los objetos, la mirada acaba teniendo dientes. La idea central de la obra, que ya utilizaba en Capitalismo y nihilismo, es la de que la mirada occidental posmoderna coincide exactamente con el visor del bombardero de guerra, con la del piloto del B52 que sólo mira las cosas para suprimirlas y al tiempo que las suprime. Hay una sincronía entre el mirar y el destruir, entre el mirar y el comer, que impide la consistencia que es la garantía de cuidados, de atención, de reflexión; la propia consistencia de las cosas.
Un B52 no es solamente un avión de guerra sino que, allí donde la mirada se define como una prolongación del aparato digestivo, un supermercado es un B52, un parque temático es un B52, naturalmente una televisión es un B52 y un teatro o un cine se pueden convertir muy fácilmente en un B52. Yo quería romper ese compromiso o contrato de hora y media que uno establece con los personajes de ficción de una obra de teatro, frente a los cuales uno se siente superior; romperlo mediante esas escenas finales muy explícitas en las cuales el espectador no tiene más remedio que plantearse de algún modo qué hace ahí, cuál es su papel en todo esto.
Esa corriente de superioridad que caracteriza a cierto tipo de teatro es también parte de esa dialéctica de la mirada; el que mira es superior al que es mirado. Esto funciona en todas las relaciones de poder, las que tienen que ver con el género, con la política... La diferencia ya no es, o ya no es sólo, entre pobres y ricos, entre hombres y mujeres o entre jóvenes y viejos. Las relaciones de poder se expresan, se rubrican y se confirman en la desigualdad de la mirada. Y un espectador es siempre alguien que mira.
Es complicado, porque la forma panfleto lo mismo puede romper esa superioridad del espectador que reforzarla en un sentido perverso. Y, sin embargo, hay breves momentos en la obra en los que los personajes, pienso sobre todo en George, cuentan sus mezquindades cotidianas. Ese ser esquemático nos descubre un pedazo de carne. Y ahí al espectador sí le resulta muy difícil sentirse superior... Frente a una actitud militante en el sentido más clásico, en el que nos duele de una manera algo impostada la miseria de los demás, aflora una sensibilidad a mi parecer más genuina, en la que lo que nos duele es no ser nosotros más felices.
Un gran problema que se plantean todos los escritores, al menos los escritores que nos hemos formado en medios claramente de izquierdas, quizá no tanto militantes, pero sí rodeados de militantes, es que es muy complicado responder a la pregunta «para quién se escribe». Cuando un escritor tiene pretensiones de inmortalidad está convencido de que escribe para una instancia abstracta: la posteridad, o el arte, y eso determinará el modo en el que escribe, la construcción narrativa, los personajes...
A mí me interesaba, buscando la eficacia, combinar los momentos líricos con los banales, chabacanos y estereotipados. No solamente hablar de la creación en la destrucción, de esos paisajes que produce el bombardero, las imágenes de los bombardeos que son siempre tan hermosas. Es muy fácil hacer lírica con esas escenas, que por otra parte son reelaboraciones de testimonios reales de pilotos que han bombardeado en distintos momentos de la historia, en distintos lugares del planeta, desde los primeros pilotos italianos que bombardearon Etiopía y Libia hasta la primera guerra del Golfo, pasando por el bombardeo de Dresde, del que existe un archivo sonoro de los comentarios de los pilotos, cautivados por lo que están viendo desde el aire. Con eso es fácil hacer lírica.
Pero también quería, justamente a través del personaje de George, que el cliché de pronto rozara un drama íntimo, que no fuera únicamente un cascarón lo que se pone en escena. Aunque me interesaba mucho el exponer, como en un surtidor, todas las convenciones que podrían definir un determinado perfil sociológico caricaturesco, también quería que hubiera momentos de intensidad dramática, íntima, en la que por debajo de esos clichés apareciera un personaje. Yo creo que esa línea es la que convendría explorar más. Que el cascarón del cliché se tope de pronto con algo íntimo, con nervio, con alma, con corazón, es muy eficaz.
Pienso en lo que has dicho del dolor. Creo que he tratado de forjar las herramientas literarias, incluso cuando escribía ensayo, para que el lector se sintiese de alguna manera interpelado, quería decirle: «¡Espere un momento!», tocarle en el hombro, con dureza. Recuerdo una reflexión de Gramsci, muy temprana, de 1918 ó 1919, sobre esta incapacidad para ponerse en el pellejo del otro. Él está pensando en ese momento en los armenios. También decía: «Si es muy difícil cambiar el mundo no es porque nos falten las ideas en virtud de las cuales resulta imprescindible cambiar ese mundo que nos rodea, sino porque nos falta el dolor que pone en marcha finalmente cualquier proyecto de transformación». Y es cierto. Yo creo que hay toda una serie de mecanismos que son estructurales, o sea que no tienen nada que ver con la propaganda, con la manipulación, con la mentira. Cierto discurso de la izquierda, que yo creo limitado, acaba pensando que somos construidos por manipulaciones maquiavélicas decididas en algún despacho oscuro por todos los gerifaltes que gestionan la economía mundial, por todos los directores de periódico del mundo reunidos para decidir determinada forma de tratar las noticias. No. Hay razones estructurales que desactivan todos estos mecanismos que habían funcionado –muy mal, pero habían funcionado– desde el neolítico. Y creo que esta construcción material de la mirada como una prolongación del aparato digestivo es una de las claves para entender por qué el dolor de los otros no nos importa.
Todavía quedan resistencias antropológicas que son muy difíciles de destruir, aunque están en proceso. Una de ellas es la maternidad. Tú sabes perfectamente lo que significa mirar un cuerpo, ocuparte de él, acariciarlo porque llora... Decía Flaubert que no hay ningún objeto que no se vuelva interesante si se mira intensamente, si lo miras fijamente. Pero no miramos nada fijamente, es muy difícil mirar fijamente. Por eso cuando llega un cuerpo, como el de un niño, como un extraterrestre, como un inmigrante en tu casa, y lo tienes que mirar, lo tienes que cuidar, tienes que cambiarle los pañales, se vuelve imprescindible. Y no hay nada más interesado que esa relación desinteresada con un cuerpo frágil que depende enteramente de ti, al que podrías hacer lo que quisieras. Y hay violadores y hay asesinos pero, en general, el mundo se sostiene porque a la mayor parte de las personas que tienen un cuerpo de niño entre las manos, al que podrían hacer cualquier cosa, se les ocurre cuidarlo y besarlo. El problema es que hay toda una serie de mecanismos que son materiales, que no tienen que ver con la elaboración de discursos manipuladores, que están haciendo cada vez más difícil que vivamos como propio el dolor ajeno.
Esto en la obra se manifiesta en dos planos. El del dolor de los iraquíes bajo las bombas, que nos representamos como terrible, y ese otro dolor mal colocado, el dolor que siente George, que no está sufriendo por el mal que está haciendo, sino por otras cosas, algunas de ellas no solamente banales sino injustas. Tal vez a través de ese dolor descolocado, de ese dolor injusto, consigamos realmente, como condición para poder representarnos el dolor de los iraquíes, representarnos el dolor del que tenemos al lado.
Parece como si el hecho de reparar en nuestros dolores banales nos generara cierta culpabilidad, olvidando que un dolor es un puente hacia el otro, que si no son iguales, sí tienen una raíz común. El plegarse a la manipulación, a la dialéctica de la mirada, no sólo produce masacres ajenas sino desasosiegos propios. Y ahí hay cierta esperanza. En el extremo opuesto, recordaba ahora un capítulo sorprendente de Capitalismo y nihilismo llamado «Turismo: la mirada caníbal» en el que, tras desgranar una serie de desventuras «previsibles» de la mirada turista, de repente hablas de la felicidad ilusoria del turista, que no se deriva del viaje sino del hecho de estar en grupo. Parte de tu grandeza como escritor me parece que radica ahí, en que no niegas el dolor de nadie, pero tampoco la felicidad de nadie, frente a discursos que no sólo cuestionan la realidad de algunos sufrimientos mezquinos sino la legitimidad de casi todas las felicidades. Y en esa defensa de la felicidad pequeña es también donde te emparentas con un escritor que yo considero muy importante, que casi siempre se menciona cuando se habla de ti, pero creo que no con la seriedad y profundidad que se merece, que es Chesterton.
A mí me ha costado enormes esfuerzos vitales el acercarme a espacios de felicidad. Para mí la felicidad había sido algo muy desconocido hasta que tuve, como madre más que como padre, a Lucía, mi primera hija. Llegó realmente a través de su felicidad, de su felicidad implacable, injusta. Igual que hay dolores injustos, como el que un señor sufra porque su suegra tiene acento de Arkansas, hay también felicidades muy injustas. La felicidad de un niño es totalmente irresponsable. Hasta tal punto es fenomenológica que le da igual destripar una rana o visitar un parque temático infame, con cuyo capital la Warner fabrica armas. A mí me costó mucho trabajo aprender a disfrutar de cosas pequeñas. De la misma manera que hay un aprendizaje del dolor, y que a través del dolor de un niño te puedes representar el dolor de todos los niños del mundo (es el pasaje horizontal de la imaginación del que he hablado muchas veces), hay también un aprendizaje de la felicidad a través de los niños, que es como tener nuestro cuerpo fuera de nosotros y todo lo que le ocurre a ese cuerpo nos concierne.
Yo aprendí así a disfrutar del tabaco, del alcohol, a disfrutar del sexo, a disfrutar de los árboles, de la naturaleza, por ejemplo. Yo era muy hegeliano, mi vida era una permanente metonimia, en la que prácticamente las cosas que no estaban enlazadas con una palabra anterior no tenían objeto, y de pronto me volví un auténtico fanático de las flores, de los colores, de las tonalidades. Todo eso tiene que ver con el mundo que se recibe de una manera a través del cuerpo infantil, mediante el que aprendo a disfrutar. Y de pronto me encuentro con la obra de Chesterton, al que había leído ya muchos años antes, sin descubrir en él prácticamente nada, excepto a un tipo muy ingenioso que hablaba de falsos policías que eran sacerdotes, y que era un reaccionario sin redención posible. Me encuentro con un Chesterton que hace una crítica del capitalismo desde la derecha, pero que tiene que ver precisamente con la felicidad. Con el disfrute de la cerveza, del queso, de los cuerpos, de los cuatro palotes que dice Chesterton que permiten construir el mundo: un sol, una montaña y dos sexos.
Es verdad que Chesterton es muy importante. Porque hay todo un sector de la izquierda que considera que, si la felicidad es injusta (y en este mundo obviamente no puede ser justa, o raramente será justa), hay que apartarla. Cuando lo único que la felicidad está haciendo es, incluso en los nichos más infames, como el de los viajes turísticos, conservar algo antropológicamente muy serio, atávico, profundo, indispensable, sin lo cual ningún otro mundo posible que podamos imaginar tendrá ningún sentido.
Pienso en dos características de Chesterton que creo que compartes: en la paradoja, pero en la paradoja construida a partir de una toma de partido muy fuerte, de un «me niego a dejar de creer en esto o a disfrutar de aquello». Chesterton construye todo un mundo nuevo para que sea más legítimo quedarse comiendo queso que salir a trabajar. Privilegiando siempre lo cercano, el detalle que da sentido. Y también en una cierta exuberancia en el lenguaje, en el placer casi infantil de enumerar, de glosar las cosas bellas.
Sería interesante averiguar cómo elaboraba Chesterton estas paradojas. El que parta de una resistencia férrea es una hipótesis interesante. Es como un juego. Para Chesterton el juego es fundamental y, como nos recuerda constantemente, si algo tiene límites en el mundo son los juegos. Lo que no tiene límites es, por ejemplo, la destrucción o la guerra. A través de los juegos los niños aprenden a introducir límites en su vida. Un niño establece reglas absolutamente disparatadas, pero si no hay reglas simplemente no hay juego. El lenguaje tiene sus propias reglas. No sólo las mariposas tienen alas, sino que la palabra mariposa tiene alas y, si cambiáramos de nombre a la mariposa y la llamáramos «zulueta», dentro de veinte años la palabra zulueta tendría alas.
El lenguaje es un lugar común, es lo que lo convierte en peligroso pero también en un lugar para entender el mundo. Es un lugar común donde basta que cambies los muebles de sitio para que de pronto veas las paredes como nunca las habías visto antes o para que el espacio se vuelva más ancho o para que puedas transitar repentinamente entre esos muebles. Y esto es un juego que está dentro del lenguaje. Chesterton a veces es como si dijera: «Voy a ver qué ocurre si digo exactamente lo contrario que dice todo el mundo». Y ocurre muchas veces que cuando dices exactamente lo contrario de lo que dice todo el mundo descubres un lugar que es mucho más común que eso que dice todo el mundo desde hace años, eso que probablemente sí es el resultado de un montón de estímulos externos, unos comerciales, otros del orden de la tradición...
Yo utilizo mucho la paradoja. Pienso, por ejemplo, en los últimos artículos que he escrito sobre el lujo y sobre la censura, donde resulta que lo que estoy describiendo es realmente la libertad de expresión y sale una apología de la imaginación. Yo no sé si se debe a la lectura de Chesterton. Aunque me gustaría pensar, porque eso me rehabilitaría a mis propios ojos en términos humanos, personales y psicológicos, que más allá de la influencia directa que haya podido incorporar a mis instrumentos de expresión, hay un parentesco real, hay un parentesco en la forma de mirar el mundo, en la forma de disfrutar de las cosas, de los niños, de los quesos, de los cuatro palos, de los restos del naufragio que dice Chesterton que es el mundo. El mundo son los restos del naufragio con los que tenemos que construir un mundo habitable.
En tu trayectoria hay un salto en el tiempo, desde la publicación de Volver a pensar, en 1989, a Las reglas del caos, en 1995. Volver a pensar, que para mí (y me consta que para mucha otra gente) fue un libro fundamental, se me aparece ahora como un libro, en cierto sentido, adolescente, que se revuelve contra figuras paternas y maternas irrisorias, contra una realidad española tristísima, frente a la apertura formidable, aunque algo severa, de Las reglas del caos. Entre esos dos libros, te vas a vivir a El Cairo y nace Lucía...
Son los dos datos definitivos de mi biografía. Volver a pensar es un libro en el que la contribución importante es la de Carlos. Yo lo contemplo retrospectivamente con un poco de vergüenza. Es, efectivamente, un libro muy adolescente. Por razones que tienen que ver con mi vida anterior, con el hecho de haber estado muchos años encerrado leyendo, mi vida era una metonimia. Frente a la libertad de las metáforas, las metonimias parece que te encierran en la primera palabra que dices, mientras el que de pronto puedas poner en relación los perros y el mar a través de la palabra calma, como hace tu hija, abre un mundo. Pero yo tenía una vida muy metonímica y estaba encerrado en un doble anillo, un anillo familiar y otro político, cultural, que tiene que ver con la España de los años ochenta. Nadie con un mínimo de inteligencia, sensibilidad, compromiso político y deseos de transformación personal que haya vivido aquella España puede recordarla sino con horror. Yo lo recuerdo con verdadero horror, como un período de mi vida particularmente sombrío. ¡Y era la movida, esa movida que iluminó el mundo, que llenó de confetis el mundo!
Para mí fue una liberación irme a vivir a Egipto. El acabar en una zona del mundo en la que nunca pensé que fuera a vivir y en la que recalé por azar. El Cairo fue la primera irrupción de realidad en mi vida. La segunda fue el nacimiento de Lucía. Eso determina todo el curso de mi obra. Así se pasa de Volver a pensar a Las reglas del caos. Las reglas del caos, si seguimos hablando en estos términos biográficos, en esta intersección entre el alma y la carne, es un libro de transición en el que yo trato de hacer una obra muy seria, académica, pedante, con un uso de las cursivas que ahora me parece revelador de alguna anomalía psicológica no resuelta, como si necesitase marcar ciertas palabras porque no confío en ellas, en que vayan a ser suficientemente expresivas. Es un libro que creo que tiene cosas muy interesantes, sobre todo en términos de reflexión teórica, que van a llevarme a otros sitios. Yo he vivido siempre mi vida literaria como el ascenso en un globo aerostático, en el que para ascender tienes que ir soltando lastre y también muchas palabras. Lo que caracteriza realmente a un buen escritor no es el hecho de tener muchas palabras en la cabeza sino el saber de cuáles tienes que prescindir, a cuáles tienes que renunciar, y eso pasa en todo, en todas las artes, se trata siempre de quitar, no de poner. Yo he ido quitando muchas cosas y curiosamente eso me ha acabado por aproximar a un hombre muy gordo, muy gordo, que es Chesterton, que tiene un manejo del lenguaje a veces pirotécnico.
Es deshacerse del lastre académico, pero a cambio conservar y potenciar el gusto de narrar, de nombrar uno a uno los objetos que pueblan el mundo...
La riqueza del lenguaje no está en el diccionario. Debo confesar que yo, de pequeño, me aprendí prácticamente el diccionario de memoria. Escribí a los diecisiete años una novela que es fuente permanente de hilaridad para todos los que me conocen, incluidos mis hijos. En cada página hay ocho o diez palabras que ahora ya no sé lo que significan. La riqueza del lenguaje no está en el diccionario. Lorca con cinco palabras crea un mundo. Los grandes poetas se han liberado del lenguaje para enriquecerlo. Y yo, si de algo me puedo sentir satisfecho es de que, a lo largo de muchos años de aprendizaje, escribo mejor que hace veinticinco años. Y probablemente entonces tenía la sensación de ser un genio y de escribir obras maravillosas y fundamentales. En fin, hay gente que sabe escribir desde el principio y otros que tenemos que aprender poco a poco.
Y una última característica común con Chesterton: la prolijidad, la producción casi compulsiva de textos. Es imposible, por ejemplo, llevar la cuenta de cuántos artículos has escrito...
Me asombra un poco el que menciones mi prolijidad porque no la veo en absoluto. Es verdad que Chesterton producía sin parar... Yo tengo siempre la sensación de producir poco. Aunque luego sí, hay cosas... Es extraño, como si todo se hubiera producido a mis espaldas. Hay una especie de inercia cuesta arriba o de pereza de actividad extraña; yo siempre tengo la sensación de no escribir lo suficiente. Es cierto que me piden muchas cosas, me piden cada vez más cosas y que tendría que empezar a saber decir que no. Yo no sé qué va a ocurrir ni qué va a pedir el mundo que haga, pero si me diera una tregua a lo mejor intentaba producir menos artículos durante una temporada y emprender una obra más larga en la que llevo pensando ya algún tiempo y que me da mucho miedo emprender porque en realidad me va muy bien así. Me piden cosas y las hago. En cambio el tener que decidir tú mismo qué haces y ponerte a hacerlo da un poco de miedo. Me da miedo volver a escribir tan mal como a los diecisiete años.
El naufragio del hombre se lee como una reformulación clara de los temas que te han preocupado en los últimos años y además lo completa un extenso estudio de Carlos Fernández Liria sobre tu obra. Túnez: la revolución es una compilación de crónicas, liberadas de toda intervención teórica, dedicadas a narrar lo que le ocurre a la gente y lo que esta gente sueña, imagina y maquina, sin ninguna necesidad de justificarlo. Oyéndote ahora hablar y recordando estas últimas obras tuyas me da la impresión de que sí estás haciendo ese hueco.
Si hay un acontecimiento que ha significado un viraje importante en mi vida, en este caso no tanto un viraje como una confirmación de todo un proceso, ha sido la revolución tunecina. Llega cuando estoy ya muy mayor, con cincuenta años, cuando había comprado un sillón de orejas, algo muy complicado de encontrar en Túnez, un sillón de segunda mano, maravilloso, porque mi sueño no es tener cosas de valor, quiero sentarme a volver a leer a Heidegger con la luz que entra por la ventana desde el naranjo que tengo en el jardín. Tiene que ser de orejas porque, como ya soy mayor, me pueden dar ganas de echar una cabezada de pronto, recostar la cabeza y quedarme dormido. Y el día 6 de enero del año pasado llega el sillón de orejas, me siento a probarlo, suena el teléfono y es un amigo que me dice: «Por favor, ven a la plaza porque la policía nos está pegando unas palizas tremendas, quiero que lo cuentes». Y yo me levanté del sillón y no volví a sentarme, de hecho aún no me he sentado en él. Fue muy impresionante el participar de esa transformación del marco de la sensibilidad común que además comienza de forma muy tradicional, con mucha gente en la calle, enfrentándose a un peligro, pero donde ves cómo todo un mundo al mismo tiempo se transforma, cómo al transformarse todo el mundo al mismo tiempo se transforma el espacio.
Me dicen que exagero, pero las personas que me lo dicen no pueden comprobarlo porque no han vivido en Túnez durante los años de dictadura. Una dictadura no sólo es capaz de reprimir los cuerpos de la gente, sino también el espacio. Y yo te aseguro que el cielo de Túnez es más alto, el horizonte es más profundo, el mar es más azul, las buganvillas crecen más deprisa y, desde luego, la mirada, la expresión de la gente ha cambiado radicalmente. Bueno, es el amor. El amor puede también ser colectivo. Como siempre, los amores duran poco y luego vuelven otras cosas. Pero una revolución es una gran experiencia de amor colectivo.
Disfruté muchísimo. Nunca he dormido menos horas, nunca me he cansado más, y nunca he tenido más fuerza. Vuelve a ser como el estar con un niño pequeño, que te quita siempre menos fuerzas de las que te devuelve. Y efectivamente eran crónicas escritas muy deprisa, y por eso mismo creo que algunas de ellas son literariamente muy hermosas, en las que escribo sobre lo que me cuenta la gente, sobre cómo vive la gente, lo que hace la gente. Luego, por desgracia, con todo esto de las revoluciones árabes ha habido una polémica muy dolorosa, que ha sido como una especie de coitus interruptus, pero lo que yo reflejo es ese momento de amor colectivo.
En este caso también se trata de una interpelación exterior, alguien que me pide que haga algo. Aquí quien me lo pide es el pueblo tunecino, por decirlo así, y además me lo pide en unas condiciones que de alguna manera sirven para depurar o para mejorar aún más mi escritura. Quizá lo mejor de mí, lo que ya había asentado en mí durante años se expresa sin resistencia y sin filtraciones pedantes. A mí esas crónicas me gustan mucho. No sé si a los demás les gustarán tanto. Es curioso el hecho de que a través de la escritura, sobre todo a través de las nuevas tecnologías, uno siempre se imagine a su interlocutor joven, guapo e inteligente. Las crónicas estaban firmadas con el seudónimo de Alma Allende y todo el mundo se había imaginado a Alma Allende como una militante feminista bellísima... Me gusta que haya gente que haya creído que realmente escribía una mujer joven y valiente. Yo no soy ni valiente, ni mujer, ni joven. Pero es posible que gracias a estas últimas obras que me han solicitado en condiciones inesperadas consiga llegar a ese punto desde el que intentar por fin escribir algo bueno. No sé...
© Ana Useros, 2012. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
Bibliografía seleccionada
B52, Guipúzcoa, Argiletxe Hiru, 2012
Túnez: la revolución, Guipúzcoa, Argiletxe Hiru, 2011 [en colaboración con José Daniel Fierro]
Noticias, Madrid, Caballo de Troya, 2010
El naufragio del hombre, Hondarribia, Hiru Argitaletxea, 2010 [en colaboración con Carlos Fernández Liria]
Capitalismo y nihilismo, Madrid, Akal, 2007
Leer con niños, Madrid, Caballo de Troya, 2007
Medios violentos. Palabras e imágenes para la guerra, Caracas, Ed. El Perro y la Rana, 2007 [en colaboración con Pascual Serrano]
Vendrá la realidad y nos encontrará dormidos. Partes de guerra y prosas de resistencia, Hondarribia, Hiru, 2006
Torres más altas, Valencia, Numa Ediciones, 2003
Galería de gente victoriosa: relatos y artículos sobre Irak, Barcelona, Virus, 2003
¡Viva la CIA! ¡Viva la economía!, Barcelona, Virus, 2003
El Islam jacobino, Hondarribia, Hiru Argitaletxea, 2002 [en colaboración con Mohammed Arkoun y Javier Barreda]
La Ciudad intangible (ensayo sobre el fin del neolítico), Hondarribia, Hiru, 2001
¡Viva el mal! ¡Viva el capital!, Madrid, Virus, 2001
El mundo incompleto. Un cuento sobre la creación y los autores, Madrid, Grupo Anaya, 1999
Las reglas del caos. Apuntes para una antropología del mercado, Barcelona, Editorial Anagrama, 1995
Volver a pensar, Madrid, Akal, 1989 [en colaboración con Carlos Fernández Liria]
Dejar de pensar, Madrid, Akal, 1986 [en colaboración con Carlos Fernández Liria]
14.01.12 > 15.01.12
COMPAÑÍA EL PERRO FLACO
TEXTO SANTIAGO ALBA RICO
DIRECCIÓN DAVID ACERA
ORGANIZA CBA