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Ojo de Saul, vórtice de Bass

Alberto Ruiz de Samaniego
Cartel de la película Anatomía de un asesinato, de Otto Preminger, 1959

A través de palabras clave como tensión, pulsión, fragmentación, destrucción o escritura, Alberto Ruiz de Samaniego –profesor de Estética y Teoría de las Artes de la Universidad de Vigo, crítico cultural y comisario de exposiciones– se adentra en el estilo inconfundible de los diseños de carteles de cine y títulos de crédito de Saul Bass.

Cartel de la película El rapto de Bunny Lake, de Otto Preminger, 1965

Tensión. He ahí la base de Bass, de su lenguaje visual. Su visión es polémica en todo el sentido etimológico: aspira a un lenguaje universal sustentado en las contradicciones de fuerzas, en la contorsión y la deformación, en la interpenetración de líneas y planos, en la compresión, oposición, colonización y contraste; en la modulación física, muy poderosa, de la luz, que va a alterar decisivamente la apariencia, los volúmenes de las cosas, las texturas de la materia; en el equilibrio terriblemente inestable, en la nerviosa unidad de los opuestos (blanco/ negro, positivo/negativo, alto/bajo, izquierda/derecha). En la lucha, en definitiva, entre la atracción y la repulsión de esas potencias. Diseño de relación, pues, que implica siempre un juego dinámico, un conflicto de fuerzas y resistencias, de conformaciones y descomposiciones.

Este es el hecho primitivo de Bass: la base también, a su juicio, del mundo. Pertenece, pues, a su propia conciencia y, a la vez, es el cuerpo del universo. Desde el más mínimo organismo –una hormiga (Phase IV), una pelota de ping-pong (Why Man Creates), un cardenal del Vaticano– o unidad gráfica –un punto, una flecha– a la ciudad y la tierra entera –con sus desiertos y sus mareas, sus flujos y reflujos– hasta alcanzar al cosmos infinito y eterno con sus eclipses, radiaciones, soles. Es su ritmo, su despliegue, su historia: ciclo, reciclo, laberinto: mundo. Sistema en perpetua inestabilidad, está hecho de todo tipo de corrientes, variaciones y flujos heterogéneos, siempre en lucha o balanceo unos con otros.

«La base de todo proceso vital es una íntima contradicción», escribió Gyorgy Kepes, maestro de Bass. Es indudable: los ejercicios que Kepes imponía a sus estudiantes en el Brooklyn College, condensados en el libro Language of Vision, permanecieron, para Bass, como verdaderos modelos instructivos a lo largo de toda su carrera.

«Caminar –señaló alguna vez Bass– por una superficie resbaladiza, tratando de mantenerse en pie. Esa es la tensión que hace el trabajo interesante».Cit. Pat Kirkham en Pat Kirkham-Jennifer Bass, Saul Bass. A life in film and design, Laurence King Publishing Ltd., Londres, 2011, p. 383.

Pulsión. O acerca de la importancia de las respuestas psicológicas involuntarias, inmediatas, emocionales al diseño gráfico y a la imagen cinematográfica, dos modelos de visión relativamente descargados del peso de la tradición, virtualmente aptos para transformar o modelar la conciencia popular, masiva, universal. La percepción y la toma, pues, de conciencia derivan del hecho primitivo, que se despliega lo más afiladamente posible a través, diríamos, de shocks y sensaciones puras, motricidades sorprendentes, cambios de escala, picados y contrapicados, montaje de atracciones à la Eisenstein, perspectivas forzadas, en fin: resortes y articulaciones en rotación continua: nadie mejor que Bass ha aprovechado la cualidad cinemática de la gráfica, por ejemplo en su libro para niños Henri’s Walk to Paris.

Acciones de signos que nos afectan totalitariamente, orgánicamente, para luego tratar de evocar y capturar –más que captar– la voluntad del espectador. Señales que lo movilizan todo, y antes que nada los deseos, las ansias, las necesidades, los demonios y las emociones sumergidas. «El diseño –afirmó Bass– consiste en visualizar el pensamiento». Los mecanismos de ese control: la ambigüedad, la metáfora, la concisión, la oblicuidad, la síncopa, resortes todos de la tensión.

El diseño gráfico, los títulos de crédito: se trata, en el fondo, de hacer sufrir al espectador un tratamiento de choque. De esta forma un tanto sádica, impetuosa y clínica, forjó Saul Bass la imagen de la América Moderna. In Harm’s Way. Saul Bass o el control… del universo.

Fragmentación. Discontinuidad. Saul Bass, a menudo, procede como por saltos: los signos entran y salen de plano arrastrados o proyectados –secuestrados, explosionados, eyectados– por una violencia fatal y caprichosa: espíritu de castración, sin duda. La diferencia a partir de un modelo sometido a variaciones, la ruptura, la discontinuidad son las piezas habituales del juego constructivo-destructivo de Bass. Casi diríamos que late aquí el poder de una mano (negra y abstracta): en la sombra, detrás justamente de la hoja o la pantalla, o por encima de ella. Acosándola, en todo caso, desde todas las perspectivas y superficies posibles. Poder de muerte generalizada que, a través del (des)montaje y en los blancos –o flancos– del texto, en los intersticios, establece su dominio, acaba o agota todo juego o figura o dispositivo para –como en el juego de la mano muerta– poder volver a barajarlo todo y recomenzar la partida; es lo que hace, con ejemplaridad, el bastón de croupier al finalizar los títulos de crédito de La cuadrilla de los once (Lewis Milestone, 1960).

No se trata sólo de fragmentar u horadar la pantalla –o no tanto– sino de hacer trabajar en ella la fisura, la fragmentación, el desgaste, el desencaje, la roedura. Esto es muy claro, por ejemplo, en los créditos de Vertigo: no se rompe con la continuidad sino que se hace emerger una ruptura o un vacío en la cinta (de Moebius) misma de la presencia. La diferencia, aun internalizada o tendencialmente larval, ha puesto los huevos en la herida, y ya no dejará de actuar traumáticamente.

Por eso, a menudo, el desarrollo de la secuencia en imágenes de Bass tiene como horizonte la desaparición, la devastación o la destrucción de la imagen misma, como en la estatua de Espartaco (Kubrick, 1960). El fuego es, en este sentido, un motivo simbólico central de este destino de corrosión generalizada, no exento de eso que los románticos denominaron pleasant horror: llama sensual y maleable de la pasión desatada en Carmen Jones (Preminger, 1954), hoguera de la revuelta en Éxodo (Preminger, 1960), bombas de destrucción generalizada en Los vencedores (Carl Foreman, 1963), explosiones y fuego de cañón en Orgullo y pasión (Stanley Kramer, 1957), incendio de la cremación y la violencia en Storm Center (Daniel Taradash, 1956) o Casino (Scorsese, 1995). Hablamos de un movimiento que –como en los soberbios títulos de El rapto de Bunny Lake (Preminger, 1966)– bien puede funcionar en sentido contrario: de la materia bruta o humilde –humillada, golpeada o, simplemente, opaca– al discurso claro y al tipo gráfico final, como en una suerte de anamnesis. Sólo que lo que aflora –y el caso de Bunny Lake es ejemplar– es el inquietante síntoma blanco y recortado de una ausencia, de una falla en verdad amenazadora, alarmante.

De este modo, vemos cómo la imagen o la figura lograda –en su precariedad frágil y solitaria– se verá sometida a una continua denegación por troceamiento, por mero contacto, por fricción. Con cada mutación la excrecencia asciende, progresa, y la diferencia se apodera de la pantalla igual que las hormigas mutantes de Phase IV –el único largometraje enteramente de Bass, de 1973– acaban, al fin, por tomar la civilización humana. El diseño es, pues, hijo de esta guerra, su inquietante criatura. Un crítico del London’s Sunday Times definió precisamente Phase IV de la siguiente manera: «Un film de diseño, de fuerzas a-sentimentales enfrentadas mutuamente en líneas, curvas, ángulos, superficies brillantes. Hermoso pero siempre inquietante, misterioso, imponente»Ibid., p. 258..

Destrucción. Saul Bass o el goce –incluso el humor– de la destrucción: el demiurgo se apasiona por todo aquello que limita, impide, corroe, desfigura, raja el fetiche. Cataclismo lúdico, farsesco: It’s a Mad, Mad World. Desastre grandilocuente, enfático y pomposo, final: Casino. La pantalla-infierno. En el medio, la tragicomedia animada de Why Man Creates (Bass, 1968). En el límite, la escisión verdaderamente crítica, clínica: Psicosis (Hitchcock, 1960).

La destrucción, la ruptura, la diferencia, la permutación, se muestran en Bass en dos modalidades complementarias: o bien por la lucha entre fragmentos (el combate de signos, líneas, superficies, colores, rostros) o bien por la transformación (la metamorfosis con sus detritus, sus restos, torsiones y deformaciones). El combate se pone en juego un tanto freudianamente: narcisismo de las pequeñas diferencias. Se puede sustentar, llegado el caso, en la oscilación del blanco y el negro –o mejor: lo blanco y lo negro, como los dos gatos de La gata negra (Edward Dmytryk, 1962), como en El hombre del brazo de oro (Preminger, 1955) o en Psicosis–; o entre la línea y el punto, o en la de la mera simetría que se desliza y desencaja. Al final, como final, aparece siempre la figura fisurada (Anatomía de un asesinato, Espartaco, los carteles para Nueve horas de terror de Mark Robson o Such Good Friends de Preminger). Todo Saul Bass trabaja en este campo oscilatorio, en esta cronometría en suspenso de perenne eje transitorio, de ahí la querencia hacia los péndulos y las campanas (La dama de hierro y El cardenal, de Preminger), los relojes (La vuelta al mundo en ochenta días, Grand Prix, Bunny Lake), las casillas cambiantes de los juegos de azar (La cuadrilla de los once).

Esta práctica generalizada de la disyunción, del célebre uno se divide en dos, es también la marca de nuestro mundo globalizado, interconectado, invasivo. Política cruel y predadora de los signos que se expande sin tregua, podríamos decir Con la muerte en los talones (Hitchcock, 1959): las líneas geométricas que proliferan –trepidantes– en la pantalla, geometría cruzada que remite al urbanismo de la metrópolis, en cuyos edificios finalmente se funde la imagen, y que se dispararán en analogía con la trama ferroviaria y pulsional de la narración. O, también, dialéctica territorial de bandas callejeras en los graffitis de West Side Story (Robert Wise-Jerome Robbins, 1961).

En sus manos, en la maraña señalética, el destino humano se vuelve similar al de inertes muñecos tensados por hilos, marionetas recortadas en un fondo provisorio y atroz. Siluetas destacadas lamentablemente en medio del no-todo. Fragmentos o recortes de un sin-fondo aciago e imprevisible, generalmente un dominante rojo-sangre, el fondo favorito de los carteles y las secuencias de Bass; el color final –o natal– hacia el que propende la tensión del mito, como en esa solución terrible en que desembocan las formas inquietantes de El cabo del miedo (Scorsese, 1991) o las circunvoluciones mismas de Vertigo.

La tensión permutativa hace, pues, que los signos se pongan en rotación, que se rocen, imiten o superpongan recíprocamente. Hace que incluso intercambien sus posiciones, a veces de acuerdo con las necesidades de la rima, la repetición o la simetría. El combate-danza se desenvuelve, entonces, como una lucha de ocupación, una contienda de lugares y avanzadillas en que los signos mismos se escamotean a la vista. Es lo que, a menudo, sucede con los nombres que aparecen en los créditos –La tentación vive arriba (Billy Wilder, 1955), Con la muerte en los talones, Psicosis o Uno de los nuestros (Scorsese, 1990)–: cada uno de ellos se desplaza en bloque vertiginosamente, hacia arriba y hacia abajo, a derecha o a izquierda, creando a veces (Con la muerte en los talones) la sensación de caída libre, que se acentúa por medio de la música, sincronizada al milímetro con el dinamismo gráfico. En Psicosis, por ejemplo, y bajo la estrategia general del negativo, las formas geométricas avanzan como una escuadrilla de asalto al compás inmisericorde impuesto por los violines chirriantes de Bernard Herrmann. Entran y salen de cuadro, alineadas, desplazan los nombres una vez que los presentan. Coreografía irritante de líneas y sonidos que continúa su ataque por los cuatro frentes que ofrece, sin resguardo, la pantalla.

Todo el escamoteo responde a una precisión quirúrgica y despótica, sensual y espectacular, a veces –como señalamos– con intención humorística: querencia, en todo caso, hacia la prestidigitación, el hipnotismo, la magia: la animación. También el crimen. El crimen es que las imágenes y los signos sean arrancados, robados o tomados de uno a otro contexto; la magia, que sean continuamente exhibidos en otra escena, otro emplazamiento.

Escritura. Habitualmente Bass emplea las fuentes palo seco, robustas y contundentes. Tipografía alta, tendencialmente inclinada, condensada y de trazo grueso, como en El cabo del miedo; tipografía sin serif, como en Psicosis. Gusta también a menudo de la tosquedad de la escritura manual, irregular, sin patrones fijos: impulsiva. (Una excepción, sintomática, al final: el uso de la Baskerville en La edad de la inocencia, una fuente elegante y muy historiada, acorde con la época y el ambiente en que transcurre la película de Scorsese). Las más de las veces, sin embargo, el tipo gráfico es cortante, severo, rasgado en Psicosis, en cierto modo escuetamente monumental, como en Vertigo: los nombres de James Stewart y Kim Novak aparecen escritos en tipografía Clarendon, una fuente con remates cuadrados, en mayúsculas, que permite apreciar el fondo de la imagen al poseer tan solo contorno. El plano, luego, se detiene en un ojo, que mira fijamente a la cámara. Toda la composición del cartel de este film es paradigmática: allí se proyecta la figura de un hombre silueteada en negro que se precipita sobre el ojo de una espiral. En el centro de ese vórtice-ojo que forma la espiral aparece la imagen de una mujer –silueta en blanco– que el hombre, violento, intenta atrapar.

Trabajo del fetiche. La secuencia de los títulos de crédito funciona, claramente, al modo de un fetiche, de un fragmento segmentado, aparte, del cuerpo principal de la película. Film dentro del film. Dice Bass: «Empecé planteando los títulos en términos de conseguir un ambiente, creando una atmósfera, una actitud y una metáfora generalizadas de aquello que el film iba a tratar. E introduciendo el subtexto del film»Pat Kirkham-Jennifer Bass, Saul Bass. A life in film and design, ed. cit., p. 108.. Con mayores implicaciones simbólicas que un mero pedestal o una peana, los títulos –un espacio gráfico fijo y aislado– operan como una condensación, preámbulo, información y comentario de los contenidos venideros. Un ejercicio de abstracción. Y una abducción que no deja de rivalizar peligrosamente con la película a la que precede, tanto más si, como es regla en la poética de Bass, los créditos están realizados con materiales ajenos a los signos del propio film; aquí la independencia es la que permite la creación de perspectivas. En sentido nietzscheano: una clara toma de poder: la imposición de un tono, de una lógica incluso, de una interpretación de los contenidosUn colaborador de Bass, Arnold Schwartzman, confirma este aspecto polémico: «Cuando salió Walk on the wild side, la secuencia de títulos tuvo tal éxito que a Saul le preocupaba que no le dieran más trabajo si sus títulos continuaban eclipsando a las películas» (cit. Ainhoa Fernández y Mª Ángeles Domínguez en Saul Bass, Gráffica, Valencia, 2011, p. 72)..

Por lo demás, en los créditos la temporalidad narrativa de la acción principal se ha condensado en una pura visualidad esquemática cuyo efecto de síntesis ha de ser compensado obligatoriamente con una carga metafórica de iconocidad esencial. Un destilado pictográfico –que en términos gestálticos se conoce como bondad figural y pregnancia– en el que Bass fue el maestro y quien verdaderamente asumió más riesgos. Hasta el punto de prescindir en sus piezas no ya sólo de las estrellas del film para introducir por ejemplo la animación, sino, en casos extremos y esplendorosos –como Psicosis–, de optar por el abandono de toda representación figurativa en favor de elementos gráficos simples de líneas paralelas que huyen o penetran por diferentes direcciones. Film, pues, dentro y fuera del film.

Trabajo del fetiche: en cierta forma se trata de otra excrecencia que, funcionando en tanto que marca –de frontera–, permite configurar como un bloque o conjunto unitario el propio film. Por eso, bien puede afirmar Saul Bass que, antes de él, se daba una modalidad de títulos de bajo rendimiento, «como si el film todavía no hubiese empezado»Pat Kirkham-Jennifer Bass, Saul Bass. A life in film and design, ed. cit., p. 106.. Lo que quiere decir, simplemente, que su intervención es ahora capaz de dotar de (auto)conciencia a la narración misma, como una especie de obra conclusa, con principio y fin, al modo de una obertura musical que esté anunciando –y por tanto, y aun más, trabajando en el sentido psicoanalítico– los contenidos del film antes incluso de que este exista, esto es: comience, tenga lugarBass: «Mis primeras reflexiones sobre lo que un título puede hacer es establecer un estado de ánimo y el núcleo primordial subyacente de la historia de la película para expresar la historia de una manera metafórica. Vi el título como una manera de condicionar a la audiencia, de modo que cuando la película empezara, en realidad, los espectadores ya tendrían una sintonía emocional con ella» (cit. Ainhoa Fernández y Mª Ángeles Domínguez en Saul Bass, Gráffica, Valencia, 2011, p. 23)..

Hablamos, pues, de la función de índice: he aquí un film. Los títulos de crédito presentan entonces todo el problema de la enunciación, en la medida en que funcionan justamente como una instancia que enuncia; así lo evidencia, enfática, esa mano indicadora con que se inician los créditos de Espartaco. Los créditos conforman una serie que presenta, vuelve presente, el film: autoconciencia que nos lo da a ver, y en que se nos da a ver. De manera que el relato nace tan sólo de este proceso específico: la imagen cinematográfica –parece confirmarnos Bass– se debe a la competencia de aquellos que saben encuadrarla, limitarla, ponerla a distancia. Sólo esa inscripción la marca, la garantiza, la autentifica, problematizándola.

Por lo demás, cada título de crédito lleva el simulacro de la primera vez, de una vuelta, por así decirlo, a cero: cero del no-saber, del principio en negro. En esto, los títulos, lugar del inicio, configuran también el lugar moroso y angustiante de la espera y del suspense, de lo transitorio de por vida: es el lugar obsesivoY el lugar, también, del sueño, tal como percibió Scorsese: «el cartel de una película que aún no se ha estrenado es como la promesa de un sueño, y con aquel cartel [de Bass] uno sabía enseguida que se trataba de otro tipo de sueño» (Martin Scorsese, Mis placeres de cinéfilo, Paidós, Barcelona, 2000, p. 100)..

El juego, pues, de la anticipación y la promesa: The time before. Es la expresión que Bass emplea para describir los títulos que expandían la duración que abarcaba el film. Seeing for the first time, tal como también le gustaba definir esa forma de proposición en perspectiva inédita sobre el film por venir. Bass, de nuevo: «Veo realmente el desafío central de una actividad artística en el hecho de plantear las cosas de una forma que provoque en nosotros un reexamen y un modo de comprenderlas de una manera totalmente diferente»Pat Kirkham-Jennifer Bass, Saul Bass. A life in film and design, ed. cit., p. 108..

Ojos, agujeros, eclipses. En la poética de Bass, el ojo es el umbral de la muerte, el principio de toda corrosión, la entrada en una dimensión a-humana, ciertamente siniestra; cuando menos, la posibilidad de una pérdida de toda individuación. Las combinaciones son en este caso muy variadas, todas sintomáticas: ojo-espiral de Vertigo, ojo-desagüe de Psicosis, ojo ciego o vaciado de las estatuas de Espartaco –algo falla, se ha quebrado, en el poder imperial, ese detalle marcará el principio de una decadencia inarrestable–, ojo-eclipse-hormiguero de Phase IV, ojo-agua de El cabo del miedo. El ojo, en opinión de Bass, es el apéndice más vulnerable de todo el organismo. Por el ojo, diríamos, se vacían el poder y el cuerpo –que tal vez sean lo mismo– para fundirse en el movimiento entrópico y caníbal de la gran máquina deglutiva del universo, espiral hermosa y terrible, tan fascinante como atroz.

Rostros. En justa correspondencia, el rostro, como territorio mítico de la identidad o, en definitiva, como lugar del sentido, a menudo se desmorona, se adelgaza, pierde sus contornos en un proceso de desgaste y alejamiento o torsión verdaderamente pernicioso, inquietante, triste y definitivo: rostro fade away: Buenos días, tristeza (Preminger, 1958), The Young Stranger (Frankenheimer, 1958), Plan diabólico (Frankenheimer, 1966), El cabo del miedo. O es encapsulado, arrinconado en celda tipográfica, en tortura sin remisión: cartel para El resplandor de Stanley Kubrick. El rostro, en Bass, siempre acaba por deshacer su apariencia, por perder su territorialidad, por deformarse o palidecer en un puro acontecimiento deceptivo o monstruoso, ya deshecho todo rol social, toda su entidad potencialmente comunicativa. Revisemos Plan diabólico: ¿Qué es lo que surge al final de ese arrastre o de esa desnudez? Es el rostro como la cosa menos humana del cuerpo. Rostro-deformidad: primer plano de algo a lo que se ha arrancado su humanidad, algo devenido no-humano. Tal vez la momia.

Cuerpos. Cuerpo, en fin, descoyuntado, des-conectado en su organicidad. Como ese brazo –picassiano, arrancado del Guernica– que, en El hombre del brazo de oro, emerge al fin de una hiriente combinación en staccato de líneas blancas con la apariencia de estar ya petrificado, transformado en algo otro, duro, anguloso y seco –metáfora precisa de la adicción a la heroína del protagonista del film–. Ruptura catastrófica de la función: el teléfono, negro y monumental, de El factor humano (Preminger, 1979), con los hilos rotos y el auricular colgando en un vacío rojo de imposible interlocución. La cúpula del Capitolio, también de negro sobre fondo rojo, que se parte en dos para permitir la inclusión del título: Tempestad sobre Washington (Preminger, 1962). O el cuerpo cuarteado de la mujer y la espada, también trunca, de La dama de hierro (Preminger, 1957). El estilema está ya cumplido plenamente en la figura diseccionada de Anatomía de un asesinato, metáfora inolvidable de la propia disección del cuerpo del delito en el juicio que organiza el film. El final de la secuencia, desarrollada en sus grafismos al modo de un baile macabro hecho de trozos corporales, es un par de grandes manos negras, ásperas, desabridas, que ocupan y funden en negro toda la pantalla para dar paso, justamente, al inicio del relato. Esa mano es ya la que, luego, en la famosa escena de la ducha de Psicosis, se alargará agónicamente hacia el espectador, sin redención posible.

Manos. La mano, pues, como apéndice de la crueldad y el desgarro (Espartaco) o del no-trespassing (como en Ariane de Billy Wilder –1957–, cuando se cierra de golpe la persiana en la cara misma del espectador). También de la prohibición y el (no)-más-allá de lo humano que es la anulación y la muerte (Bunny Lake). Pero la mano es también la metonimia del propio acto creativo, la mano de los tipos irregulares con sus (in)decisiones, sus desvíos y carreras, sus cubrimientos y sus logros: he ahí la mano que escribe para dar continuidad a cada una de las secuencias de Why Man Creates, o las dos manos – de hombre y mujer– que despliegan los títulos de crédito en Los hechos de la vida (Melvin Frank, 1960). Pero, principalmente, es la mano que se deja notar en su actividad puramente atávica, instintiva del dibujo como actividad primaria, antropológica, en el reverso y el principio de todo universo aún no determinado, como quien pone en marcha de forma abrupta y corrosiva todo el proceso de la figuración (por ejemplo, en Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine americano, 1995). Esa es la mano de la animación loca, del cubrimiento infinito de líneas sobre la pantalla (Why Man Creates), pero también la que es capaz de sintetizar hasta lo imposible un contenido con un exiguo número de trazos, como un samurai economiza el uso de su espada (cartel para Los siete magníficos, John Sturges, 1960). Es, en definitiva, la mano que asoma desde el abismo desértico del hormiguero de Phase IV como gesto adánico de resurrección para una especie futura, ya post-humana.

Dos autorretratos y un poema. Existen dos autorretratos de Bass. En uno de ellos, realizado en 1991, vemos una figura, realizada en un nervioso blanco y negro, que sostiene un enorme panel en color de un ciclo de nubes. La imagen del panel, inmensa, mucho mayor que la propia figura, permite a ésta esconder cualquier rasgo particular, toda identificación concreta. Se ha eliminado, en fin, toda especificidad, el más mínimo reconocimiento personal. Casi podríamos añadir a esta imagen un epígrafe baudeleriano que tal vez Saul Bass conociese. Es aquel en que, interrogado el extranjero sobre si amaba la familia, la patria, la belleza o el oro, éste se limitó a responder: «amo las nubes… las nubes que pasan… allá… en lo alto… las maravillosas nubes».

Pero, en poesía, a Bass le gustaba especialmente un soneto de Shelley: «Ozymandias», justamente en lo que expresa sobre la evanescencia de todo poder o civilización:

Conocí a un viajero de un antiguo país
que dijo: «dos enormes piernas de piedra
se yerguen sin su tronco en el desierto…
junto a ellas, en la arena, semihundido,
descansa un rostro hecho pedazos, cuyo ceño fruncido
y mueca en la boca, y desdén de frío dominio,
cuentan que su escultor comprendió bien esas pasiones
que todavía sobreviven, grabadas en la piedra inerte,
a la mano que se mofó de ellas y al corazón que las alimentó.
Y en el pedestal se leen estas palabras:
«Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:
¡Contemplad mis obras, oh poderosos, y desesperad!».
No queda nada a su lado. Alrededor de las ruinas
de ese colosal naufragio, infinitas y desnudas
se extienden las solitarias y llanas arenas.Traducción de Alberto Ruiz de Samaniego.

No es improbable que este texto inspirase, en cierto modo, una pieza como Quest, el corto que Bass filma en el año 1983 a partir de un guión de Ray Bradbury, alentado el escritor, por su parte, en La evolución creadora de Bergson. Lo que es seguro es que el poema de Shelley está detrás de los títulos que Bass realizó en 1988 para la película Tonko-The Silk Road, dirigida por el japonés Junya Sato.

Diríamos que, en la perpetua inestabilidad que es el mundo, Bass supo captar como nadie las emisiones, las corrientes y balanceos de sus energías ondulatorias. Su avidez en espiral, su cruel empuje, la hermosa fatalidad de su variación universal, telúrica: mucho más que humana.

En el otro autorretrato, un dibujo muy simple y conocido, Bass incorporó su rostro al cuerpo de un pez.