El instante indecisivo
Entrevista con Joan Fontcuberta
Fotografía Eva Sala
Joan Fontcuberta (1955, Barcelona) es una de las personalidades artísticas más representativas e innovadoras de nuestro país, tanto en su faceta creadora como en la ensayística. Sus estudios y obras en torno a la fotografía han sido merecedores de importantes reconocimientos internacionales, como el premio David Octavious Hill de la Fotografische Akademie GDL de Alemania, en 1988, o su nombramiento como Caballero de la Orden de las Artes y las Letras por parte del Ministerio de Cultura de Francia. En 1994 le fue otorgado el Premio Nacional de Fotografía, y en 2011 el Premio Nacional de Ensayo por su obra La cámara de Pandora y recientemente ha sido el primer español que obtiene el Premio Internacional de Fotografía Hasselblad. En esta conversación con el historiador del arte y poeta Javier Arnaldo, desarrolla interesantes reflexiones en torno a la imagen y la repercusión de las nuevas tecnologías en el arte actual.
En dos de tus libros con títulos que anuncian desgracias –El beso de Judas y La cámara de Pandora– planteas la forma en que la fotografía, a la que atribuimos una capacidad de documentar la realidad y por tanto de reflejarla fielmente, dispone igualmente de un notable poder para transformarla y lo ejerce, de modo que puede reconocerse también como un medio privilegiado de mistificación de lo real. ¿Podemos considerar que la era de la fotografía es un periodo en el que esa capacidad de mistificación, ese ansia de superchería de la imagen, es aún más intensa que en la época prefotográfica?
Primero quisiera defender la consideración de la fotografía como algo más que un medio, como tú lo has planteado. Para mí, constituye toda una cultura de la visión, una forma de ver el mundo que hunde sus raíces en la sensibilidad tecnocientífica del siglo XIX y se debe, por tanto, a sus mandatos convencionales: valores concretos como la memoria, la verdad, el registro de archivo, etc. Dicha cultura de la visión no viene definida tanto por unos procedimientos para traducir la experiencia en imágenes, cuanto por unos valores que arrastran toda una concepción del mundo y su aprehensión en lo económico, lo político o lo colonial. La fotografía no es inocente ni ingenua, nace con un pecado original y por eso siempre recomiendo que el primer paso de todo fotógrafo sea un bautizo: hacerse perdonar ese pecado original para estar en condiciones de poderlo contrarrestar.
Dado que la fotografía nace en ese contexto, no es extraño que durante mucho tiempo haya estado impregnada de una aureola de objetividad, veracidad y rigor descriptivo. Y precisamente por esta razón, como un lobo disfrazado de cordero, en muchos casos inducirá a engaño. Resulta, por ejemplo, significativo que algunos periódicos en el siglo XIX se bautizaran con el nombre de El Daguerrotipo, expresando la idea de objetividad o fidelidad a lo real y equiparándose de este modo con otros que se llamaban La verdad o La razón. El hecho de que una fotografía sea leída e interpretada como un reflejo, es decir, como una transcripción literal de la realidad, infunde en el espectador una confianza en la fiabilidad de su mensaje, en la información transmitida. Dicho protocolo, precisamente, es lo que posibilita y camufla el engaño. Es cierto que en la historia de las imágenes la posibilidad de mentir se ha dado siempre, pero nunca hasta este momento –el del maquinismo, el de la industrialización– las imágenes han sido entendidas como frutos de la pericia tecnológica y, por lo tanto, no supeditadas a la competencia manual ni a la subjetividad de la visión. La impresión es que las máquinas nos proporcionan una versión del mundo absolutamente aséptica e irrefutable. Por primera vez, la imagen no es producida por el cuerpo sino que se gesta en el exterior del cuerpo, el operador delega en un ente externo la representación, y esa separación, esa distancia garantiza la cualidad de una imagen liberada de los avatares de nuestra cultura, intereses o subjetividad.
En ese sentido, durante un siglo y medio más o menos, la fotografía ha gozado de un estatus privilegiado y, precisamente, mi trabajo como artista ha consistido en tender trampas, en buscar las fisuras en esas convenciones culturales. Como cualquier otro lenguaje, la fotografía es algo vivo, proteico, que se va transformando al compás de una sociedad cuya tecnología y valores ideológicos evolucionan sin cesar. En la actualidad, la fotografía ya no esconde las mismas exigencias que en los siglos XIX y XX, porque se la está encomendando a otro tipo de mandato y porque a todas luces las necesidades de expresión y de función de la imagen también han cambiado. Estamos entrando en una etapa post-fotográfica.
Esta etapa post-fotográfica viene condicionada técnicamente por la fotografía digital y por una mayor accesibilidad a los procesos de captación, acumulación y difusión de las imágenes. En tus escritos has señalado repetidamente este fenómeno con expresiones como «saturación icónica», que alcanzaría tal magnitud que crea una especie de segundo mundo, fuertemente desenraizado, separado de la experiencia sensible común. Se plantea entonces el factor del desarraigo como condición fundamental de la cultura moderna, y en particular de la era de la globalización. ¿Crees que la técnica y la cultura digital nos han llevado a este estado de cosas? ¿O deberíamos atribuirlo más bien, como apuntas en la introducción de La cámara de Pandora, a una voluntad política, que marca unas pautas de comportamiento y encuentra en la cultura visual un medio para llevarlas a cabo?
Lo que más debe interesarnos de la tecnología es cómo cambia a las personas; lo queramos o no, nuestras conductas, actividades, toda nuestra vida se ven transformada por ella y, por lo tanto, transforma también nuestra sociedad. En lo concerniente a la imagen habría que distinguir al menos dos fases: una es la esencia de la tecnología digital, que transmuta los soportes: de las sales de plata se pasa a los mosaicos de píxeles, operables individualmente, que convierten la imagen inscrita en una imagen escrita, compuesta por secuencias de elementos gráficos que pueden ser intervenidos por el operador de la misma manera que un escritor junta letras para confeccionar palabras, frases y párrafos. Ese tránsito de la inscripción a la escritura provoca un cambio sustancial, ontológico. A ello se une una segunda oleada tecnológica, protagonizada por la consolidación de Internet, los portales de referencia o las redes sociales, y caracterizada por la transmisión y circulación masiva de las imágenes. Esta situación nos confronta con una problemática nueva que es la saturación icónica a la que aludías, que implica un cambio de reglas en el análisis de la imagen y en las maneras en que hasta ahora habíamos afrontado la representación visual.
Como ejemplo pedagógico: de la misma manera que contamos con la física tradicional para entender los fenómenos de la naturaleza, pero sus leyes dejan de funcionar cuando cambiamos a umbrales de cuantificación inconmensurable –a escala astronómica o atómica–, y hemos de inventar la física cuántica, donde las leyes hacen piruetas para poder seguir explicando dichos fenómenos, en este momento de saturación masiva la estética, la filosofía de la imagen o la semiótica tienen que hacer también piruetas para actualizar una fenomenología de la imagen. Es interesante en este punto recordar el famoso cuento de Borges del imperio en el que los cartógrafos eran capaces de elaborar mapas tan detallados que coincidían exactamente con la extensión del territorio, lo que evidentemente era una paradoja, un guiño del escritor, ya que la utilidad del mapa se basa justamente en que concentra y abstrae información sobre el espacio. Pues bien, Borges se quedaría atónito al comprobar que en la actualidad los mapas visuales ya no sólo coinciden con el territorio, sino que incluso lo sobrepasan, y al hacerlo crean una nueva realidad.
Porque en efecto las imágenes ya no son sólo representaciones sino que se constituyen en realidad, y por eso no es metafórico sostener que hay vida en las imágenes, que también habitamos en ellas. O dicho de otra manera –según la formulación de ciertos teóricos, como Sherry Turkle en su libro La vida en la pantalla–, tenemos la opción de elegir en qué lado de la pantalla queremos vivir.
Abordé esta cuestión artísticamente en mi proyecto «A través del espejo», planteándolo de una manera narrativa, a partir de una premonición literaria: Alicia, tras vivir sus aventuras en el País de las Maravillas, descubre que hay otro universo fantástico atravesando el umbral del espejo, un universo simétrico pero tremendamente enigmático. Al traspasar el umbral de la pantalla nos adentramos en el enigma de un mundo fundamentalmente de imágenes.
Es interesante vincular lo narrativo y lo visual, ya que la cultura digital presenta todavía ciertas paradojas: si bien como textura es netamente visual o audiovisual, como estructura en cambio es logocéntrica, verbal. Los comandos son textos y para buscar imágenes debemos hacer descripciones verbales, quizá como herencia de ciertas contradicciones inherentes a la formulación de nuestra cultura, en el conflicto que se establece entre imagen y palabra.
Hay un ejemplo que puede servirnos como indicativo de la situación: a principios de 2011 el departamento de defensa de EE UU anunció la puesta en marcha de una cuarta sección de su ejército, un ciberejército que venía a sumarse a sus fuerzas armadas de tierra, mar y aire, y cuya actuación tendría lugar exclusivamente en internet, un ámbito en el que también se pueden infligir y recibir ataques. Este hecho nos puede conducir a la siguiente reflexión: si antes teníamos los cuatro elementos presocráticos –la tierra, el fuego, el agua y el aire–, ahora debemos incluir, para explicarnos la composición del mundo, un quinto elemento que sería internet. Así, la imagen deja de ser una transacción simbólica para ocupar un espacio real: ya no se trata de una referencia poética, ni de una simple negociación con la realidad, sino que es parte constitutiva de lo real.
Efectivamente, tal como afirmas, la cultura de la imagen digital e informatizada viene enmarcada por el lenguaje, que es todavía necesario para su dominio, o al menos para su administración. Hay una relación de circunstancias que me llama mucho la atención y es que en esta cultura desbordada por la imagen puede observarse que las artes visuales se ven llamativamente atraídas por la palabra, como si se hiciera necesario un discurso para que ese flujo de imágenes pueda ser transmitido. Tú mismo combinas tu actividad como fotógrafo con una actividad ensayística. ¿Qué opinas de este tema?
Me siento cómodo tanto en la imagen como en el texto, ya que mi formación no procede del mundo del arte sino de las ciencias de la información. He trabajado como redactor en periodismo y en publicidad, por lo que estoy familiarizado con los textos empíricos. De hecho, para mí esa práctica profesional supuso una escuela de síntesis, y creo que he sabido proyectarla en mi trabajo, en múltiples aspectos.
El conflicto entre la imagen y el texto es antiquísimo, y el texto ha gozado de un prestigio prevalente en detrimento de los valores de la imagen, lo que a mi entender es muy injusto. Da la sensación de que al texto le corresponde la justificación y el razonamiento, y a la imagen la emoción y la anécdota descriptiva, aceptando acríticamente parcelas de competencia semiótica diferente. Muchos ensayos, como Homo Videns de Giovanni Sartori, defienden la libertad que nos da la palabra en contraposición a la esclavitud a la que nos somete la imagen, argumentos que siempre he visto como discursos un tanto corporativos y desde luego inciertos, en la medida en que proceden de voces que desconocen el campo contrario. Lo ideal es una sabia e inteligente combinación de los dos, que no sería sino el reflejo de la vida real. Deberíamos intentar llegar a sistemas de comunicación verbo-icónicos donde hubiese una contribución sopesada y equitativa en función de cada circunstancia. Algunos periódicos, por ejemplo, rechazaron el uso de imágenes durante algún tiempo porque consideraban que dicha omisión dotaba de seriedad y credibilidad a su información periodística, mientras que otros, en cambio, jugaron la baza de las imágenes porque entendían que eran capaces de transmitir más información que muchas palabras. Más que dicho debate, que para mí está conceptualmente superado, lo que me interesa ahora es cómo alcanzar ese grado de equilibrio, que no está incorporado todavía en los aparatos que usamos como interfaz.
Para ello debería darse más diálogo y empatía entre el tecnólogo y el humanista, si queremos arribar a unas interacciones que proyecten un horizonte de cierto humanismo digital. La creencia de que la tecnología nos esclaviza procede en gran parte de la ciencia ficción, a través de una veta literaria y cinematográfica que especula con que el pensamiento artificial puede terminar incluso suplantando a la vida. Deberíamos concentrarnos, más bien, en cómo esos ordenadores potentes facilitan, intensifican y mejoran nuestra vida, sin renunciar a nuestra condición humana.
Antes me refería a cómo la imagen está condicionada por la maquinaria digital, por lo que se crea una dinámica muy particular, como la tendencia a la duplicación y multiplicación del mundo real en una nebulosa de imágenes digitalizadas, que puede cristalizar en la filmación de miles de vidas particulares con todos sus detalles veinticuatro horas al día. Es algo que pertenece al referente de la inmensa mayoría de las personas hoy por hoy y sirve también en cierto modo como material de trabajo artístico. Y cuando mencionaba la atracción de los artistas por la palabra estaba pensando en una especie de necesidad de volcar su actuación y sus esfuerzos en una administración discursiva de ese magma informe que en definitiva es la nebulosa de imágenes digitales, lo que entiendo como un compromiso con el lenguaje discursivo. También creo que hoy las características de la imagen captada por dispositivos digitales suelen escapar al control del que realiza la imagen, es decir, que están más tecnificadas externamente que las analógicas. Existe un dominio técnico de lo visual que se escapa de las competencias del artista visual, que se ve abocado hacia el dominio discursivo de ese mundo de las imágenes.
Es cierto que buena parte del arte contemporáneo se preocupa por la representación y el lenguaje y, por lo tanto, por proseguir y consolidar una tradición que nace con las vanguardias históricas y evoluciona hasta llegar al posmodernismo, etapa que supone la eclosión de este tipo de prácticas críticas sobre el lenguaje y el arte. Son muchos los artistas contemporáneos que se centran en ese aspecto. Podemos poner como ejemplo la exposición de Antoni Muntadas Between the Frames, que gira en torno al funcionamiento del lenguaje y a cómo se adapta a las diferentes plataformas institucionales y los diversos ámbitos de la vida pública. La crítica y la relación con el lenguaje se encuentran en el corazón de las prácticas artísticas contemporáneas.
Con respecto al descontrol en la utilización de las imágenes al que aludes, se ha producido sin duda una evolución: la tecnología ha introducido una serie de automatismos que han ido liberando progresivamente a quien produce la imagen de la necesidad de tener una destreza y unas competencias técnicas. Podríamos situar este hecho históricamente, cuando en 1889 George Eastman crea la empresa Kodak y fabrica las primeras cámaras destinadas al consumo doméstico, comercializadas bajo el eslogan «Usted apriete el botón y nosotros haremos el resto». Concéntrese en lo que quiere salvaguardar: los momentos felices de su familia, las vacaciones, no se preocupe de si eso será complicado, del trabajo de laboratorio nosotros nos ocuparemos por usted. Pero hoy ese eslogan se vuelve contra el autor: sabemos quién aprieta el botón pero ya no sabemos quién hace el resto. Ese «hacer el resto» es justamente proyectar discurso sobre las imágenes.
Hoy podemos tomar fotografías mediante dispositivos automatizados que producen resultados más o menos satisfactorios sin requerir conocimiento en su manejo, y este hecho nos plantea un debate filosófico: ¿qué es hoy el autor? La legislación española distingue en su ley de propiedad intelectual, de una manera bastante inaudita, entre obra fotográfica y mera fotografía, carente de voluntad autoral o artística; sería el caso, por ejemplo, de las imágenes que capta una cámara de vigilancia. Al no considerarse obras fotográficas, carecen de la protección de ciertos derechos intelectuales, lo cual ha acarreado muchos conflictos legales porque cualquiera puede aprovecharse de esa ambigüedad para piratear trabajos fotográficos cuestionando su voluntad autoral. Hacemos fotografías que cumplen unas expectativas, pero no necesariamente autorales o artísticas, sino estrictamente funcionales. Esas imágenes están disponibles a nuestro alrededor y muchos artistas contemporáneos las toman, tal como sucede también con la música o con otras formas de producción cultural. Hoy se acude al archivo exhaustivo y universal que es internet, para realizar lo que sería una obra derivada, que se produce por sampling, por combinación o por descontextualización. Tal vez por ello la autoría ya no está en la fabricación de la imagen sino en dotarla de sentido, un sistema de proceder que no es nuevo –Duchamp, por ejemplo, «tomó prestado» durante todo el siglo e hizo los primeros ready-mades– pero que se aplica a otra escala: ya no se trata de un gesto radical, crítico y revolucionario sino de la normalización e institucionalización del acto de apropiarse de contenidos ajenos. Para tener la conciencia tranquila, propongo que en vez de apropiarse de la imagen se la tome en adopción; así se la puede ayudar a crecer, para luego dejar que tenga su propia vida y tal vez devolverla algún día a sus padres biológicos...
Hablas de la herencia de Duchamp y del ready-made como algo que ha tenido una importancia creciente en nuestra cultura y cuya vigencia es indudable, pero también me parece poderosa la herencia del constructivismo, donde nos encontramos con la valoración de la producción artística como algo en perfecta sintonía con el dominio de lo técnico, al igual que hoy en día. No deja de llamarme la atención una semejanza muy paradójica entre aquellos teóricos de la visión determinantes para el bolchevismo, como Dziga Vertov, y el momento actual, tomado por el capitalismo y el populismo democrático.
Es cierto que se ha dado un cierto fetichismo en torno a las tecnologías novedosas que parecían garantizar esa contemporaneidad, pero no debemos olvidar que han existido revisiones y plataformas. Recuerdo, por ejemplo, que en los años ochenta el centro Pompidou realizó una exposición fundamental: Passages de l’image (Pasajes de la imagen), comisariada por Raymond Bellour y Catherine David, en la que se empezaba a hablar de la utilización de la imagen digital, el vídeo, la fotografía o el cine, sin fronteras definidas, disolviéndose en conglomerados icónicos difícilmente categorizables, al igual que ocurre en la actualidad con los roles de la creación: nadie quiere definirse sólo como vídeoartista, fotógrafo o pintor, porque todo está muy mezclado. Esta hibridación viene dada también por las características técnicas de los aparatos que empleamos: en una cámara actual no está claro si la fotografía se reduce a un frame del vídeo o si el vídeo se extiende como la visión continua de una secuencia de fotos.
Dicho esto, para mí la diferencia entre los constructivismos de los años veinte y treinta y el apropiacionismo actual se hace patente por ejemplo cuando Dziga Vertov y Rodchenko promulgan sus manifiestos, donde se ponen al servicio de la causa bolchevique e invitan a los artistas revolucionarios a hacer lo mismo. Pero aquella división del trabajo para que el rompecabezas de la economía productiva funcionase se ha roto: hoy todos somos testigos de lo que pasa, somos artistas, escritores, periodistas, músicos, estamos produciendo imágenes, escribiendo textos, haciendo blogs, enviando noticias... Ahora bien, no todos producimos resultados de igual interés. Técnicamente todo se ha simplificado, por lo que lo importante ya no es la imagen en sí ni sus cualidades plásticas, que pueden ser fortuitas, sino su intención y su repercusión. Si para los constructivistas el artista era el productor, en la actualidad el artista es el prescriptor. Lo importante ya no es tanto hacer la imagen, ser responsable de su arquitectura, sino otorgarle un sentido, por lo que a menudo la autoría es debatible, polémica o confusa. Habitamos, más que nunca, un mundo de obras derivadas, compartidas, anónimas, corales e interactivas: arte de proceso y de experiencia, el arte de obras como resultados parece estar periclitando. En muchos casos lo importante es la voluntad de proponer un dispositivo capaz de generar experiencia.
¿Qué es del instante decisivo? Es decir, un amante de la fotografía puede echar en falta el instante decisivo en esta cultura de indiferenciaciones…
Perdona que te interrumpa pero precisamente estoy preparando una muestra que se titulará «el instante indecisivo»…
Pues entonces ya me estás contestando. En esta cultura del otorgar sentido parece como si ya todos los frentes decisivos hubieran acaecido y fuera el sujeto el que se sintiera parte activa de ese dar sentido y no al revés: no es la realidad la que se impone al sujeto.
Hay una pequeña sala en un centro cultural que me ha pedido que le proponga ideas para una programación y una de mis propuestas es rendir un homenaje a Cartier-Bresson con una exposición que se llamaría El instante indecisivo. El contenido sería el siguiente: hoy en día nada escapa a la voracidad de las cámaras y, por tanto, el instante decisivo seguramente sigue ahí y hay que dar con él. Pero me parece sorprendente, por ejemplo, el hecho de que existan docenas de fotos que captan el momento justo del impacto de los dos aviones contra las Torres Gemelas de Nueva York, todas realizadas por turistas y aficionados que se encontraban casualmente por allí con sus cámaras preparadas. Hoy en día se hacen tantas fotos que en su totalidad indiscriminada resultan banales. Pero es cierto que si hurgas en ese archivo encontrarás ciertos momentos de casualidad mágica, absolutamente improbable, pero que muy de vez en cuando se produce, captando un destello en que se conjugan las circunstancias de la serendipia que hacen que la imagen resulte una maravilla del azar. Hoy el instante decisivo ya no es fruto, como decía Cartier-Bresson, de poner en sintonía el ojo, el corazón y el cerebro, sino que constituye una mera probabilidad estadística. De todos modos, recordemos que esta teoría –que tiene un peso enorme en la historia y en la estética de la fotografía – ya fue contestada por Robert Frank, el otro gran monstruo de la fotografía en los años cincuenta y sesenta. Frank contrapuso la práctica cartier-bressoniana con su propia práctica del instante del intervalo. La verdadera vida no habita en unos instantes decisivos sino en el espacio que media entre un instante decisivo y el siguiente, en su intervalo. Es decir, los instantes decisivos representan ciertos momentos álgidos, espectacularmente fotogénicos, pero la vida real fluye y se ve mucho mejor reflejada en ese espacio temporal que media entre un clímax y el siguiente.
© Javier Arnaldo, 2012. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
BIBLIOGRAFÍA
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Sputnik, Madrid, Fundación Arte y Tecnología, 1997
L'artista e la fotografia, Milán, Mazzotta, 1995
Wundergarten der Natur, Salzburgo, Rupertinum Museum, 1995
La fragua de Vulcano, Bilbao, BBK, 1994
Història artificial, Valencia, IVAM, 1992
Herbarium, Barcelona, Editorial Gustavo Gili, 1984
CONFERENCIA POR UN MANIFIESTO POSTFOTOGRÁFICO
12.12.11
PARTICIPANTE JOAN FONTCUBERTA
ORGANIZA CBA
COLABORA MINISTERIO DE CIENCIA E INNOVACIÓN • TRAMA PROYECTO I+D UCM