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El descanso del tuitero:

¿Por qué algo como la renta básica es necesario para una libertad incondicional?

David Casassas
Montgomery «Buttons» Kaluhiokalani en Hawái. Fotograma del documental Aloha Buttons

Hace poco leí un tuit que rezaba: «Hola. Voy a pedir una cosa que me da mucha vergüenza: NECESITO TRABAJAR, da igual en lo que sea. Hablo tres idiomas y me desenvuelvo bien en casi cualquier función. Agradecería retuits y quien tenga contactos en Mallorca, por favor, que me informe. Estoy desesperado. Gracias». Lo asombroso del grito de socorro no era tanto el acto de pedir ayuda, sino la puesta en venta de sí mismo que contenía. En un célebre pasaje de El contrato social, Rousseau dejó establecido que la extensión de la libertad exige que «nadie sea tan rico como para poder comprar a otro ciudadano [y que] nadie sea tan pobre como para verse obligado a venderse a sí mismo». Las palabras del tuitero no eran sino el síntoma de que el proyecto civilizatorio republicano que sintetizaba el lema rousseauniano se encuentra hoy seriamente tocado.

Examinemos la naturaleza de dicho proyecto. El grueso de la tradición republicana, que da forma a los horizontes emancipatorios dibujados en y para el mundo contemporáneo, afirma que la libertad no es posible sin el goce incondicional, por parte de individuos y grupos, de recursos materiales y simbólicos. Sin el control de tales recursos, nos vemos obligados a agachar la cerviz, carecemos de la capacidad de aguantar la mirada de todos aquellos con quienes interactuamos en la vida social. ¿Por qué? Porque el control de un conjunto relevante de recursos nos otorga poder de negociación para pronunciar todos los noes que sean necesarios, unos noes que no han de convertirnos en átomos aislados, sino que deben abrirnos las puertas a muchos síes que hoy no podemos pronunciar por hallarnos agarrados al hierro ardiendo de una actividad no deseada que, supuestamente, nos salva la vida.

Desprovistos de recursos, pues, la vida se convierte en súplica constante: suplicamos un empleo, suplicamos subsidios condicionados que nos proporcionen algo de desahogo; en el hogar, muchas mujeres suplican repartos de tareas y responsabilidades compatibles con vidas vivibles, etc. Y la súplica es lo contrario de la libertad. La súplica es el modo en que arraigan relaciones sociales abiertamente asimétricas en las que se naturalizan múltiples formas de subalternidad.

Hacia repartos incondicionalmente libres de los trabajos

Todo ello nos obliga a una mirada crítica hacia el trabajo asalariado, una mirada que, dicho sea de paso, fue central en las tradiciones emancipatorias contemporáneas hasta la firma del llamado «pacto social de posguerra», pero que esas mismas tradiciones emancipatorias han tendido a olvidar. ¿De qué mirada se trata?
Volvamos al republicanismo. ¿Por qué Aristóteles, en el siglo IV a. n. e., caracterizó el trabajo asalariado como «esclavitud limitada» o «a tiempo parcial», es decir, esclavitud circunscrita al tiempo de duración de la jornada laboral? ¿Por qué Marx, veintitrés siglos después, habló de «esclavitud salarial»? Ambos establecieron este símil con la esclavitud porque ambos sabían que, como el tuitero, quienes acuden a la firma de un contrato de trabajo asalariado lo hacen, por regla general, en condiciones de desposesión, razón por la cual, como el esclavo, transfieren a quienes los contratan la potestad de decidir en qué se trabaja, cómo, por qué, para qué, dónde, cuándo, etc. Desde la desposesión, estas son decisiones que los trabajadores no pueden tomar, pues, al decir de Adam Smith, tales trabajadores «proceden con el frenesí propio de los desesperados» –de los desposeídos–, razón por la cual se ven obligados a acatar lo que se les «ofrezca» –lo que se les imponga– en los mercados de trabajo. ¡Y gracias!, añadiría nuestro tuitero.

De ahí la urgencia de repartir la riqueza y de hacerlo ex-ante, «predistributivamente», esto es, de un modo incondicional. En efecto, cuando funcionamos con dispositivos ex-post, condicionados, asistenciales, optamos por el siguiente modus operandi: tomamos el statu quo –empezando por los mercados de trabajo capitalistas y los hogares heteropatriarcales– como un hecho consumado, como una realidad ineluctable; y, en caso de que salgamos mal parados de todo ello –en caso de insuficiencia de ingresos o de maltrato doméstico, por ejemplo–, las instituciones nos asisten con algún tipo de recurso monetario o en especie. Pero si el camino es este, en ningún momento nos encontramos con verdaderas facultades para enjuiciar el statu quo en cuestión y decidir libremente si queremos que nuestras vidas discurran por estos derroteros o deseamos que lo hagan por otros. Puede que nos veamos asistidos, sí, pero carecemos en todo momento de libertad.

En cambio, si operamos ex-ante, «predistributivamente», con políticas incondicionales –y esto incumbe a los ingresos, pero también a la sanidad, a la educación, a la vivienda, al agua y a la energía, al transporte, a los cuidados, etc.–, nos dotamos del poder de negociación necesario para romper vínculos de dependencia y relaciones de poder y, en último término, para acceder a espacios y formas de trabajo y de vida que sintamos como propios. En otros términos: solo cuando la riqueza se distribuye con arreglo al principio de incondicionalidad, nos hallamos en condiciones de acceder a (y de corresponsabilizarnos de) los trabajos, remunerados o no, de un modo republicanamente libre. Pero ¿por qué pensar específicamente criterios de justicia relacionados con el reparto de los trabajos? Centrémonos en tres grandes realidades.

En primer lugar, pese a la divergencia de los datos disponibles sobre el porcentaje de empleos en riesgo de automatización, parece incuestionable que la robotización nos sitúa ante un proceso de destrucción neta de puestos de trabajo. No obstante, conviene añadir a renglón seguido que debería persistir siempre la cuestión, esencialmente política –esencialmente «polanyiana»–, de la necesidad de someter el cambio tecnológico a un proceso decisional colectivo y democrático, pues disponer de tecnología en ningún caso puede equivaler a hallarnos en la obligación de utilizarla: ¿estamos dispuestos y resueltos, por ejemplo, a robotizar el mundo de los cuidados? ¿Contamos con la posibilidad de pronunciarnos al respecto? Pues bien, conviene observar que, en caso de que las grandes mayorías sociales lleguen realmente a contar con la posibilidad de incidir en el rumbo y la intensidad de los procesos de automatización en curso, estos pueden leerse como verdaderas ventanas de oportunidad para sacudirnos de encima los trabajos monótonos y repetitivos, alienantes, y para hacernos con actividades con sentido y, por ello, consentidas. Ni que decir tiene que unos recursos de partida conferidos incondicionalmente, habida cuenta del poder de negociación que entrañarían, muestran en este punto todo su potencial emancipatorio.

En segundo lugar, el potencial emancipatorio de la incondicionalidad se pone de manifiesto también cuando nos preguntamos por las condiciones de posibilidad de una apertura al mundo de los cuidados con mayor libertad por parte de todas y todos. La corresponsabilización con respecto a los cuidados exige la presencia de herramientas que permitan que mujeres y hombres elijan con libertad. Es sabido que el heteropatriarcado se ceba de un modo primario con el universo femenino: invisibilización de los cuidados, doble presencia, múltiples formas de discriminación en la esfera laboral –brecha salarial, suelo pegajoso, techo de cristal, efecto anti-rey Midas–, etc. Pero a menudo olvidamos que, en un capitalismo heteropatriarcal que asigna rígidamente roles y tareas –siempre a lomos de una construcción perversa tanto de la feminidad como de la masculinidad–, mujeres y hombres se enfrentan a una misma falta de libertad a la hora de decidir cómo incorporar la dimensión de los cuidados a sus vidas. Nuevamente, la presencia de recursos incondicionalmente controlados por parte de todos y todas se convierte en fuente de poder social para sugerir y, si es preciso, forzar unos repartos de los trabajos, remunerados o no, que permitan a mujeres y a hombres parar la máquina infernal de las funciones impuestas desde fuera y disponerse a vivir vidas dignas de ser vividas.

Salir del proletariado, devenir trabajadoras y trabajadores libres

En tercer y último lugar, es urgente que nos dotemos de herramientas que nos capaciten para escoger nuestras ocupaciones con mayor libertad porque dignifica el trabajo que dignifica, y el que no dignifica, sencillamente, no dignifica. Nuestro tuitero puede estar todo lo «desesperado» que queramos en su búsqueda «frenética» de un trabajo, «da igual en lo que sea»; pero ello no es motivo para que nos limitemos a glorificar la «esclavitud a tiempo parcial» o «esclavitud salarial» –recordemos que esta era la caracterización que del trabajo asalariado ofrecían Aristóteles y Marx, respectivamente– o a suavizar dicha esclavitud a través de un convenio algo más favorable. Las luces cortas de la lucha inmediata, absolutamente irrenunciable, por la mejora parcial del convenio no pueden ser óbice para que encendamos también las luces largas que nos reconectan con la crítica republicana, ilustrada y socialista del trabajo asalariado. Porque «la lucha» no puede sino orientarse hacia la abolición de «la esclavitud» –es decir, del trabajo asalariado en condiciones de desposesión– o, dicho con mayor precisión, hacia la conversión del trabajo asalariado en «solo» una opción más –pensemos en el cooperativismo, la autogestión y la ayuda mutua–, una opción cuya naturaleza la gente trabajadora pueda codeterminar de forma efectiva. Si existe el derecho al divorcio del compañero o compañera –algo que, por cierto, para nada exige que nos divorciemos: «solo» lo permite en caso de que la relación se haga inasumible–, ¿por qué sostener un mundo sin derecho al divorcio del trabajo asalariado?

Pocos lo han visto con la perspicacia de E. P. Thompson cuando nos decía que, tomando consciencia de clase, el proletariado puede y debe llegar a adquirir también consciencia de la necesidad de autodisolverse, precisamente, como clase proletaria –la clase de aquellos que, como nuestro tuitero, no tienen nada–, para, apropiándose de recursos –yo añadiría: apropiándose incondicionalmente de recursos–, ir convirtiéndose en el grupo social, ampliamente mayoritario, de la gente trabajadora que se asocia libremente y escoge qué trabajos realizar y cómo, y cuánto rato, y por qué, y para qué, y con quién y dónde –resulta interesante observar aquí que el propio Marx, en un gesto nítidamente «abolicionista», exhortaba a los miembros de la Primera Internacional a sentar las bases del «benéfico sistema republicano de la asociación de trabajadores libres»–.

No se trata de renunciar al trabajo, pues sabemos que, cuando realiza, realiza –¡y de qué manera!–, del mismo modo que las mujeres que participan en el movimiento feminista no aspiran a dejar de ser mujeres ni la población afrodescendiente del movimiento por los derechos civiles pretende dejar de ser afrodescendiente; de lo que se trata es de que, del mismo modo que las mujeres feministas sí aspiran a dejar de ser mujeres explotadas por el hecho de haber nacido mujeres y la población afrodescendiente en lucha sí pretende dejar de ser población oprimida por el hecho de haber nacido afrodescendiente, trabajadores y trabajadoras se revuelvan ante la perspectiva de seguir constituyendo sujetos sometidos por el hecho de haber nacido desposeídos y se disponga a conquistar las múltiples formas que puede tomar el trabajo libre. La garantía incondicional de recursos público-comunes –una renta básica, pero también todo el paquete de recursos en especie que la ha de acompañar– juega, en este sentido, un papel fundamental. ¿Seremos capaces de tal osadía?