Apichatpong Weerasethakul, historias de pacientes
Apichatpong Weerasethakul (Bangkok, 1970) no es solo el cineasta más importante de Tailandia, sino uno de los más importantes del mundo, además de productor y artista plástico. Desde que su película El tío Boonmee que recuerda sus vidas pasadas ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes en 2010, su filmografía y su nombre de endiablada ortografía se han ido haciendo cada vez más conocidos, a pesar de tratarse de un director que se enmarca en la corriente del cine independiente y proviene de un país de la periferia de la industria cinematográfica. El pasado verano el Cine Estudio del CBA acogió la retrospectiva que le dedicó el festival Spain Moving Images. Ana Useros, ensayista y cineasta, desgrana para Minerva las características de su cine, al tiempo que aprovecha para saldar una cuenta pendiente con el cineasta.
Este texto nace para enmendar una omisión y, por lo tanto, para reparar una deuda. En el número 27 de Minerva (2016) me encargaron un artículo sobre Jacques Rivette, que acababa de fallecer y a quien se le hizo un homenaje en el Cine Estudio del CBA. En ese texto adscribía a Rivette a lo que llamábamos la tradición Feuillade, una «tercera vía» a la hora de abordar la narrativa cinematográfica que se sitúa entre el realismo documental de apariencia transparente, que sigue la senda abierta por los hermanos Lumière, y la fantasía manipulativa, por medio de trucajes de todo tipo, que despliega el cine inaugurado por Georges Méliès (y por Segundo de Chomón, para quienes gusten de las reivindicaciones patrias). Definíamos el método Feuillade como la irrupción de lo maravilloso y lo inquietante, no (necesariamente) mediante los trucos de los efectos especiales, sino mediante la enunciación de su carácter ficticio, mediante las palabras mágicas «Érase una vez...», que confieren a lo filmado las cualidades que le queramos atribuir: esta persona es un fantasma, aquella una reina mitológica, lo que guarda en sus manos son monedas mágicas, el castillo está encantado... Decíamos entonces: «Lumière y Méliès son dos extremos que ilustran la enorme potencia expresiva del cine. Rivette sigue un camino intermedio, el que han tomado casi todos los maestros de lo inquietante y lo maravilloso, desde Georges Franju y Alfred Hitchcock hasta David Lynch, y que podríamos llamar la tradición Feuillade». Hay en esta frase una omisión flagrante, que se delata en esa interrupción de la prosodia en pareja: «Lumière y Méliès», «inquietante y maravilloso», «Franju y Hitchcock», «Lynch y...». En ese hueco debería haber figurado el nombre de Apichatpong Weerasethakul.
En las películas de Weerasethakul, los fantasmas y las princesas, en su corporeidad resplandeciente y su juventud perpetua, comparten mesa con los seres humanos aún vivos; comen con deleite, cambian vendajes, acarician otros cuerpos (El tío Boonmee que recuerda sus vidas pasadas, Cemetery of Splendour). Otros seres humanos se vuelven tigres (Tropical Malady) o monstruos híbridos (El tío Boonmee…); o se duplican para conjurar sus deseos contradictorios (Síndromes y un siglo; El tío Boonme…). Un soldado dormido elige el cuerpo de una médium para dialogar con su cuidadora sobre el espacio en el que sueña. Las dos mujeres pasean por un parque asilvestrado que siglos antes fue un palacio e intercambian relatos del pasado lejano y de la infancia de la mujer mayor (Cemetery of Splendour). Un objeto misterioso hace aparecer a un niño y convierte a una mujer inconsciente en un hombre y al niño en una mujer (Misterioso objeto a mediodía). Esta última película, el primer largometraje de su autor, comienza justamente con las palabras mágicas: «Érase una vez...».
Pleno derecho tenía, pues, Weerasethakul a integrar esa lista, aunque fuera breve y falten en ella muchos más nombres. Y, sin embargo, fue una omisión deliberada: no fue un olvido sino un borrado, que, muchos meses después, todavía me hacía cuestionarme de vez en cuando su porqué. Quisiera pensar que no fue la pereza, la falta de ganas de comprobar una ortografía imposible. Quisiera pensar también que no fue la reticencia a colocar un nombre desconocido entre otros más famosos, porque no creo que Georges Franju (a pesar de la popularidad de Los ojos sin rostro) sea ahora mismo una referencia fácil de situar. Más difícil me resulta evitar pensar que algo me retuvo a la hora de colocar el nombre de un cineasta periférico en compañía de sus colegas firmemente asentados en la metrópolis del universo cinematográfico.
Es ya un lugar común decir que la cinefilia se ha vuelto global, que la circulación legal o clandestina de la información digital, la proliferación de festivales, la creación de una comunidad crítica internacional ha posibilitado el acceso a películas procedentes de todos los rincones del mundo. Como casi todo fenómeno contemporáneo, sin embargo, es lícito preguntarse si se trata de una mutación o de una amplificación de una tendencia ya establecida. Allá por los tiempos analógicos, cuando los festivales eran pocos y localizados y las copias circulaban con lentitud de caravana en el desierto, ya había un puñado de cineastas que se integraban en el canon como representantes del exotismo cinematográfico, una tendencia que probablemente se inaugurara a principios de la década de 1950 con la entrada de Akira Kurosawa y, en menor medida, de Kenji Mizoguchi en la sección oficial de los festivales de Cannes y Venecia y en los menús de la cinefilia de arte y ensayo. Sin embargo, estos dos autores hacían sus películas en el seno de la potente industria japonesa y se difundían ampliamente en su país. El paradigma del cineasta «extranjero» (mayoritariamente varón), que se establece progresivamente a partir de la década de 1980, es el de una figura minoritaria y poco conocida en su país de origen, donde se le margina por cuestiones estilísticas o políticas (a la vez que se le exhibe cuando es necesario como un activo cultural o como una prueba de la apertura política) y que depende del capital extranjero para la producción y difusión de sus películas.
Para ser justos, parte de estas características no son exclusivas del cineasta originario de la periferia de la industria cinematográfica, sino que son compartidas por muchas otras figuras que forman el grueso de la programación de los festivales especializados. Buena parte de las películas premiadas y difundidas por estos festivales se financian mediante un capital internacional, muchas apenas llegan a estrenarse en el circuito de distribución comercial y son ignoradas en la red de grandes festivales locales, más orientados a la promoción de la industria de la producción, distribución y exhibición nacional. Bastaría mencionar, en este sentido, la situación de eso que se ha dado en llamar «el otro cine español». Pero la diferencia, y es una diferencia fundamental, es que en las películas procedentes de esos países periféricos la cultura local que las produce se percibe como un exotismo, que puede usarse (o no) como una divisa con la que comerciar en el mercado global del cine.
Cuanto más se aleje el centro de producción de una película de los focos de la cultura hegemónica occidental, más posibilidades hay de que esta se lea en clave exótica. Esto es algo que se parece mucho a un axioma, si es que no lo es. Y es un axioma que produce infinitos quebraderos de cabeza, no solamente a cineastas sino también a la crítica, que no sabe si debe alabar como hallazgo estético individual elementos que bien podrían ser parte de una asentadísima tradición milenaria. Por su parte, las estrategias y convicciones de los cineastas frente a esta cuestión son variadas y todas igualmente legítimas: hay quien se siente ajeno a su cultura y/o no se quiere ver atrapado en ella y busca formas de integrarse en la corriente hegemónica de la narrativa cinematográfica; hay quien acentúa los rasgos exóticos y/o los hace más legibles para poder llegar mejor a un público globalizado, hay quien trata de aislarse y conservar una esencia a pesar de su situación inestable. Pero toda película lleva las huellas, más o menos conscientes, de esa tensión en la que la coloca su posición dentro del mercado.
Abbas Kiarostami, que abanderó la irrupción del cine iraní en el circuito de festivales, nos ofrece un ejemplo hermoso y honesto de esta tensión. Autor de una filmografía extensa antes de alcanzar una distribución europea cada vez más amplia con las películas que forman la trilogía de Koker (Dónde está la casa de mi amigo (1987), Y la vida continúa (1991), A través de los olivos (1993)), hasta entonces Kiarostami había producido todas sus películas mediante una institución educativa estatal: el Instituto para el desarrollo intelectual de niños y adolescentes. A medida que sus películas se internacionalizaban, empezó a encontrar financiación del exterior, ya fuera directa o bajo la forma de contratos de distribución anticipados, hasta que en el año 1999 rueda El viento nos llevará, con una producción cien por cien francesa. Es una película cien por cien Kiarostami, la historia de un director de cine que acude a una región remota de Irán para preparar un proyecto y sus interacciones con la comunidad local. Sin embargo, la continuidad narrativa de la película se ve continuamente sobresaltada por las llamadas al móvil que recibe el director por parte de su fuente de financiación en la ciudad. Como el pueblo en el que se alojan no tiene cobertura, este hombre debe dejar inmediatamente lo que está haciendo, dejar con la palabra en la boca a la persona con la que está, coger el coche y conducir frenéticamente hasta una colina pelada a las afueras de la aldea.
También en 1999, Apichatpong Weerasethakul dirige su primer largometraje, Misterioso objeto al mediodía, para el que funda su propia productora, Kick the Machine (con la que rodará el resto de su obra), y para el que cuenta ya con financiación extranjera, en forma de una beca del Fondo Hubert Bals, una iniciativa del Festival Internacional de Rotterdam que, desde 1988, financia proyectos cinematográficos de países emergentes. Durante los años siguientes Weerasethakul alternará largometrajes de ficción, siempre en colaboración con productores europeos, sobre todo franceses, con una extensa obra artística en museos, instalaciones y cortometrajes de corte experimental. Sus películas se verán cada vez más en Occidente, ganarán premios en los festivales, culminando con la concesión de la Palma de Oro en 2010 a El tío Boonmee que recuerda sus vidas pasadas. Mientras tanto, en Tailandia, se estrenan en una o dos salas, no recaudan apenas y Síndromes y un siglo (2006), sorpresivamente, fue prohibida por la Junta de censura tailandesa por contener imágenes que denigraban la imagen pública de los médicos (besarse y beber en el trabajo) y los monjes budistas (tocar la guitarra y jugar con un dron). Desde ese momento Weerasethakul se implicó activamente en la batalla contra la censura cinematográfica en su país, que buscaba sustituir la junta de censura por un sistema de calificación por edades. También ha impulsado la creación de varios festivales y muestras de cine independiente y experimental en Tailandia.
La estrategia de Weerasethakul para manejar la tensión entre la producción local y la recepción internacional de sus películas parece ser, por una parte, difundir exclusivamente en Occidente su trabajo más experimental (las instalaciones artísticas, los cortometrajes) y, por otra, intentar sin descanso que sus películas de ficción se estrenen y se vean en Tailandia, romper la barrera entre el cine de arte y ensayo y el cine popular. En alguna ocasión ha comentado que la promoción y publicidad de sus películas en Tailandia le hace perder dinero. Hay que tener en cuenta también que la ficción de Weerasethakul se desarrolla casi exclusivamente en las zonas rurales del norte y este del país, regiones pobres y deprimidas, limítrofes con Laos y Myanmar, en las que su cine va adquiriendo cada vez más un carácter fronterizo, encarnado en la figura del migrante, del trabajador procedente de los países vecinos. Esa situación en sí periférica le permite traducir y reproducir la tensión entre el público occidental y la producción local en los términos de un diálogo entre la Tailandia rural y de interior y las regiones costeras y urbanas, más sofisticadas y occidentalizadas, plantearlo como la reconciliación de tendencias encontradas dentro de una única cultura. Solamente en este contexto conflictivo adquiere cierto sentido la película más excéntrica de su filmografía, rodada en colaboración con Michael Shaowanasai, La aventura de Iron Pussy (2003), las andanzas de un detective travestido convertido en mujer de belleza espectacular y dotes atléticas, rodada en homenaje y parodia retro del género de acción tailandés. Por un lado, Weerasethakul afirma que es una película hecha con la intención de que finalmente su productora pudiera ganar algo de dinero en Tailandia, conformando la película a las expectativas del público, pero por otro se complace en acentuar los aspectos paródicos y decide desafiar al conservadurismo de su sociedad con un protagonista queer. En cualquier caso, suponiendo que en realidad fuera esta su estrategia, está funcionando. No parece que sus películas estén siendo invadidas por la conciencia de su exhibición internacional. Sus temas, actores y lugares se mantienen constantes o evolucionan según una lógica interna. En Cemetery of Splendour aparece por primera vez un personaje occidental, un exsoldado estadounidense. Por un momento, tenemos la sensación de que es la apertura por la que se cuela Occidente, el equivalente a los viajes a la colina de El viento nos llevará. Pero rápidamente se nos aclara que, si figura en la película es porque, en la vida real, se ha casado con la actriz protagonista de esta y otras películas, Jenjira Pongpas, ahora Jenjira Pongpas Widner. Siendo tiquismiquis, lo único que se podría decir sobre la «contaminación» de su cine es que, partiendo del experimentalismo extremo de su primera película, poco a poco sus narraciones se han ido haciendo cada vez menos complicadas.
El monstruo en el que se ha convertido el hijo del tío Boonme, mitad humano mitad mono, se presenta en la pantalla como dos puntos rojos luminosos que flotan en la oscuridad, un recurso de bajo presupuesto que remite de nuevo al cine popular de terror de su infancia. Sin embargo, cuando se le pregunta por sus influencias cinematográficas, Weerasethakul, que tras estudiar arquitectura en Bangkok hizo un máster en cinematografía en Chicago, cita a Andy Warhol, porque «es una combinación de Einstein y Buda que transformó mi manera de entender el tiempo». Esa manera transformada de entender el tiempo, tanto en el eje pasado-presente-futuro como entre la vigilia y el sueño, es lo que convierte al cine de Apichatpong Weerasethakul en una experiencia fascinante y distinta y es, probablemente, lo que le ha otorgado el lugar de honor que ostenta hoy en el panorama del cine mundial.
El cine, como no se cansaba de repetir Serge Daney, es un arte del presente. Para representar el pasado es necesario que este vuelva a ocurrir al menos una vez más. Lo normal, pues, sería que la representación del pasado no se distinguiera en absoluto de la representación del presente. Para «remediar» esa característica esencial del cine, se han inventado múltiples recursos que señalan una imagen como pasado y que la diferencian de otra imagen que se etiquete como presente: los fundidos y temblores de la imagen para evocar la neblina del recuerdo; diferencias de textura e iluminación; vestuario y atrezo de época, diálogos de estilo arcaizante, composiciones que evocan los estilos pictóricos del pasado; letreros sobreimpresionados que enuncian fechas o lapsos temporales. Lo mismo puede decirse de la división entre la vigilia y el sueño. El cine, emparentado de manera natural con el mundo onírico, ha desarrollado también convenciones para etiquetar determinadas imágenes como aún más pertenecientes a la esfera de los sueños. Algunas de estas convenciones coinciden con las marcas del pasado (fundidos, temblores, iluminación diferente...) y otras son propias (sobreimpresión, transparencias...).
El cine moderno, en el que se inscribe la obra cinematográfica de Weerasethakul, se ha caracterizado por honrar y cuidar ese aspecto presencial del cine, borrando en la medida de lo posible las marcas añadidas de la temporalidad. Las películas de Weerasethakul probablemente llevan más lejos que cualquier otra ese borrado de las marcas del pasado, no solo de las convencionales, sino también de esas que, de manera inconsciente, se cuelan debido al peso de la tradición narrativa lineal occidental.
En las películas de Weerasethakul no solamente el pasado se confunde con el presente, sino que, en ocasiones, sospechamos que las secuencias que desfilan una tras otra en realidad han discurrido en un tiempo paralelo y simultáneo. Tampoco estamos muy seguras de que el orden de las escenas de una historia atienda a la lógica cronológica o a otra lógica emocional. Es relativamente fácil «perder el hilo», no saber exactamente qué es lo que ha llevado a los personajes, y por extensión a nosotras, a la situación que contemplamos. Lo que sí sabemos es cuándo nos encontramos en el futuro, porque en este cine se evoca el futuro mediante imágenes estáticas, ya sean las fotografías de los soldados en El tío Boonme que recuerda sus vidas pasadas o las postales de ese futuro horrible que le presenta al médico de Síndromes y un siglo su ambiciosa prometida. En cuanto a la dimensión onírica, ya hemos visto cómo los fantasmas se integran de manera natural en el presente. A esto se añade que, según la tradición budista, las almas se reencarnan y los sueños son parte de la realidad. Es habitual que los personajes de estas películas comenten o se pregunten sobre las reencarnaciones pasadas y las futuras, y en este juego en el que los cuerpos están a la expectativa de una transformación, o conservan el recuerdo de otra figura, se cuelan la ambigüedad sexual y la fluidez de género. Warhol será una combinación de Einstein y Buda, pero esa combinación es más que la suma de sus partes.
«Me interesa el argumento, pero no me interesa desarrollar el argumento». La fluidez temporal del cine de Weerasethakul, su ausencia de una lógica narrativa en progresión ha llevado a algunos críticos a reprocharle su ausencia de trama, de argumento, a lo que él contesta con la certera frase que acabamos de citar. Hay muchas, muchísimas tramas en sus películas. Por ejemplo, un migrante necesita un papel, una mujer necesita vida sexual, otra mujer necesita saber que la felicidad existe (Blissfully Yours). Pero no se desarrollan, o no siempre. Se quedan inconclusas, bien porque se disuelven en el entorno, bien porque son tan potentes, tan deseantes, que deben resolverse en otro plano de la realidad (Tropical Malady). La película más rebosante de tramas quizá sea Síndromes y un siglo, que Weerasethakul dedica a la historia de sus padres, ambos médicos en una pequeña clínica rural.
Junto con la sensibilidad queer, junto con el tiempo flexible de Einstein y la reencarnación budista, junto con la influencia del cine popular, probablemente el dato más importante para interpretar el particular estilo cinematográfico de Apichatpong Weerasethakul sea que sus padres fueran médicos. En todas sus películas aparecen médicos pasando consulta en sus pequeñas clínicas rurales; excepto en Síndromes y un siglo, no son los protagonistas de la historia, sino que lo son los pacientes. Lo que los pacientes relatan a los médicos son justamente tramas sin desarrollar, fragmentos de historias suscitadas por un eczema o por la necesidad de un audífono. En un cine en absoluto desprovisto de humor, estas escenas médicas son la ocasión de mostrar con bastante gracia las debilidades de la gente: sus peleas domésticas, sus supersticiones, la astucia para lograr medicinas gratis, la insatisfacción sexual. Son los momentos verbales de unas películas en general bastante lacónicas. Pero, sobre todo, son una fuente inagotable de argumentos.
Pero, de vez en cuando, cuando un paciente a quien le cuesta expresarse se esfuerza por revelarse completamente ante ti, o cuando con nada más grave que un forúnculo en su espalda se desequilibra tanto que revela algún giro secreto de las creencias patéticas de toda una comunidad, despierta repentinamente el deseo de hablar sobre esa corriente subterránea que, durante un momento, ha salido a la superficie. Es solo un destello, un indicio de lo que la vida cotidiana ignora o deliberadamente esconde, pero la emoción es intensa y el impulso de la escritura regresa con ímpetu. Es entonces cuando vemos, gracias a esta constante percepción de un sentido, gracias a la naturaleza no selectiva del material, tal y como se presenta por teléfono o ante la puerta de la consulta, que no hay mejor manera de saber lo que ocurre en el mundo que siendo médico. Captamos un destello de algo, de vez en cuando, que nos dice que una presencia, un objeto extraño, acaba de rozarnos, justo cuando se ha marchado esa mujercita italiana sonriente. Durante un segundo quedamos hechizados. ¿Qué ha sido eso? (William Carlos Williams, «La consulta», en Autobiography, 1967).
Definidos por la enfermedad, atravesados por un deseo acuciante, vagabundos en un eterno presente y cercados por la oscuridad de la jungla, los personajes de Weerasethakul se presentan ante nosotras en un estado de extrema vulnerabilidad, que nos conmueve y que termina por despejar cualquier tentación de ver estas películas como experimentos vanguardistas sobre la temporalidad. Vulnerables, pero flexibles, valientes y risueños, los protagonistas de estas historias deshilachadas acogen con una sonrisa a los muertos y a los vivos, se dejan atrapar por el deseo y se deshacen de él con la misma sorpresa, aceptan su muerte y la de sus seres queridos, pero se rebelan ante la falta de memoria.
Aunque la asociación con David Lynch haya sido en buena medida casual, su comparación puede arrojar luz sobre el tipo de vulnerabilidad a la que nos referimos. En sus dos últimas obras, Inland Empire y la última temporada de Twin Peaks, Lynch está alcanzando una dislocación temporal del relato semejante a la que siempre ha tenido Weerasethakul. Y, sobre todo en la tercera temporada de Twin Peaks, la presencia de la oscuridad es tan poderosa y dominante como en algunas películas de Weerasethakul (especialmente Tropical Malady, El tío Boonme… y buena parte de los cortometrajes). Sin embargo, la curvatura einsteniana del tiempo y del espacio y la presencia de la oscuridad en estas obras conduce a la narración de Lynch al terreno del horror y de la crueldad. Los personajes de Lynch son también vulnerables, pero lo son porque su rigidez les impide curvarse con el tiempo, orientarse sin recurrir a la visión. En el caso de Weerasekhatul, la vulnerabilidad es, por el contrario, una característica adaptativa.
Los personajes de Lynch, que en sus primeras películas se dividían entre inocentes y villanos, entre quienes no habían siquiera atisbado el mal y quienes lo encarnaban, pierden progresivamente esa inocencia y luchan todos para dominar la oscuridad, vencer sus deseos, enterrar sus sueños y su pasado, sabiendo que el mal está en ellos, sabiendo que van a perder. Pero no contemplan otra posibilidad que la lucha frontal, que la supresión. Los personajes de Weerasethakul probablemente no entenderían nada de esa batalla. Para ellos el pecado radica justamente en el olvido o la supresión del deseo, del sueño, del pasado, del recuerdo y de los muertos. El título fundamental de Weerasehtakul en este sentido es El tío Boonme que recuerda sus vidas pasadas, una ficción que procede de un extenso trabajo artístico y documental en torno a Nabua, un pueblo cerca de la frontera con Laos donde, en la década de 1970, el Gobierno tailandés, en su cruzada anticomunista, puso a sus habitantes en una situación imposible: o unirse a la guerrilla comunista o ser reclutados para exterminarla. Las huellas dolorosas de un conflicto fratricida no buscado se enterraron y trataron de olvidarse. Lejos de la rutina occidental de la catarsis, donde la aparición del recuerdo reprimido desencadena una tragedia, aquí la recuperación de la capacidad de memoria devuelve la paz sin necesidad de convulsiones previas.
(Quedo yo, también, en paz, con este gesto/texto).
© Ana Useros, 2019. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
22.06.18 > 29.06.18
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