Crítica del programa de Godesberg
Según David Graeber, las propuestas recientes de la socialdemocracia han terminado por ser «una absurda fusión de los peores elementos de la burocracia y del capitalismo: es como si alguien hubiera intentado crear la postura política menos atractiva posible». Seguramente esto explique, en parte, la creciente desconexión de la izquierda con su base electoral y el auge de la extrema derecha. En este texto, que recoge y amplía la intervención de Borja Barragué en el debate «Socialdemocracia y Estado del bienestar», el joven politólogo (autor de Larga vida a la socialdemocracia. Cómo evitar que el crecimiento de la desigualdad acabe con la democracia, Ariel, 2019) afronta el desafío de proponer soluciones más allá de los callejones sin salida en los que se ha visto envuelta la política progresista en las últimas décadas, tras repasar con claridad cómo se ha llegado hasta aquí.
El fantasma de la ultraderecha autoritaria recorre Europa. En España, las elecciones autonómicas de Andalucía del pasado 2 de diciembre nos trajeron la última confirmación del avance de la ultraderecha. VOX obtuvo doce escaños y el 10,97% de los votos, lo que dio a la derecha la mayoría en el Parlamento andaluz y convirtió a VOX en el quinto partido más votado. Se acabó el excepcionalismo español y la completa irrelevancia de la ultraderecha en nuestro sistema de partidos. ¿A qué se debe este revival de la ultraderecha?
Una explicación habitual es la crisis económica. Según esta visión, al igual que ocurrió tras el crash económico de 1929, el aumento de la desigualdad y del desempleo que sigue a las grandes crisis económicas es el abono idóneo para el crecimiento de los partidos de ultraderecha, cuyo discurso suele alimentarse del nacionalismo, tanto en sus propuestas políticas como en las económicas.
En el terreno político, el nacionalismo de figuras como Salvini, Trump o Bolsonaro se construye explotando la vulnerabilidad identitaria. Para la ultraderecha de Salvini, quienes amenazan la hegemonía del grupo cultural dominante son los inmigrantes. Para la ultraderecha de Bolsonaro, ese peligro proviene de las minorías raciales, las mujeres y cualquier otro grupo que discuta la hegemonía del varón trabajador blanco. Trump emplea todas las amenazas imaginables al estatus de su electorado, desde la proveniente del movimiento feminista hasta la de las caravanas de inmigrantes. La estrategia de la ultraderecha para captar a las víctimas de la crisis opera en dos fases: primero, activar el miedo agitando fantasmas que supuestamente amenazan el estatus de sus potenciales votantes y, después, ofrecer el nacionalismo/proteccionismo político –vallas, muros, expulsiones– como solución.
En el terreno económico, el nacionalismo de Le Pen y Abascal se construye explotando la vulnerabilidad económica. La globalización ha generado, cómo negarlo, una serie de ganadores, sobre todo entre las clases medias asiáticas y el top uno por ciento de la población mundial. Pero también, cómo negarlo, una serie de perdedores, que se concentran en la clase media de las democracias más ricasBranko Milanovic, Global Inequality: A New Approach for the Age of Globalization, Cambridge (MA), Harvard University Press, 2016.. Como resultado de la desindustrialización promovida por la globalización, muchas ciudades que a comienzos de la década de 1970 se encontraban en el núcleo de la economía global, porque eran ciudades del acero, hoy se encuentran en los márgenes del sistema económico, convertidas en ciudades de la pobreza y el desempleo. La solución del populismo de ultraderecha para frenar la hemorragia de empleos que ha seguido a la desindustrialización es bien conocida: alentar el nacionalismo económico, a través de cualquier medida proteccionista –aranceles, guerras comerciales–, con el objetivo de favorecer la economía doméstica.
En efecto, la crisis de 2008 ha avivado la ultraderecha. Como en los años treinta del siglo pasado. Pero si lo pensamos un poco, esto en realidad es bastante sorprendente.
Y es que la crisis de 2008 parecía un guion escrito para desacreditar el modelo económico neoliberal. Desde la revolución neoconservadora del tándem Reagan-Thatcher, la derecha había construido su modelo económico sobre la base de dos convicciones: 1) los mercados se autorregulan y autocorrigen cuando adolecen de algún fallo y, por tanto, 2) lo mejor que pueden hacer los gobiernos en materia económica es no hacer nada. Con sus tramas y subtramas de fraudes, empleo de información privilegiada e indemnizaciones multimillonarias tras gestiones más que dudosas –cuando no directamente delictivas–, la crisis de 2008 parecía escrita por un guionista de inclinaciones marxistas para desacreditar todo ese programa. Sin embargo, cualquiera que hojee el programa económico de VOX percibirá inmediatamente que la sombra de Milton Friedman es muy alargada. ¿Cómo es esto posible? ¿Dónde se torció todo?
Lo que voy a defender en este artículo es que, en su giro desde el movimiento obrero hasta el socioliberalismo del tándem Blair-Clinton, la agenda socioeconómica de la izquierda ha hecho demasiadas renuncias. Y que el producto agregado de todas ellas es un proyecto político escasamente atractivo a los ojos de una persona que sitúa la igualdad en el centro de su sistema de ideas. El argumento se desarrolla en tres pasos. El primer apartado resume las principales objeciones de Marx y Engels al programa socialdemócrata de Gotha (1875). El segundo apartado critica el programa socioliberal de Godesberg (1959). La última sección propone renovar la agenda de la izquierda en torno a la idea de la predistribución.
Producción o distribución.
Crítica del programa de Gotha
En junio de 2016, Pablo Iglesias revolucionó la política y la politología cuando afirmó que «Marx y Engels eran socialdemócratas»El País, 6 de junio de 2016, https://elpais.com/politica/2016/06/06/actualidad/1465164036_077770.html (última visita 9/12/2018).. La provocación formaba parte de una estrategia por la que Iglesias se presentaba como líder de una alternativa socialdemócrata (la «cuarta socialdemocracia») para hacer frente al Partido Popular, con la intención de integrar en ella tanto al Partido Comunista como al PSOE. Esta estrategia recordaba mucho a la de la «casa común de la izquierda» emprendida a principios de 1990 por el PSOE para atraer a Izquierda Unida, con la diferencia de que la casa común ya no era «el viejo PSOE», sino la nueva «cuarta socialdemocracia» de Podemos. Una casa donde, en opinión de Pablo Iglesias, cabían desde Tony Blair hasta Marx y Engels.
Si el objetivo de Pablo Iglesias era poner a Podemos en el centro del debate mediático, lo consiguió. ¿Por qué? Porque, como se sabe, Marx y Engels fueron muy críticos con los principios fundacionales del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), nacido en el congreso de Gotha (1875) de la unión entre la Unión General Alemana de Trabajadores de Ferdinand Lassalle y el Partido Socialdemócrata de Trabajadores fundado por August Bebel y Wilhelm Liebknecht. Críticos hasta el punto de que Engels escribió a Bebel que «en caso de aprobarse [el programa de Gotha], ni Marx ni yo podríamos jamás declararnos partidarios […] de este nuevo partido y tendremos que reflexionar muy seriamente qué posición adoptaremos –aun pública– frente a él»August Bebel, Aus meinem Leben, Part 2, Stuttgart, Dietz, 1911. Trad. al inglés de Peter y Betty Ross, por donde se cita, disponible online en https://www.marxists.org/archive/marx/works/1875/letters/75_03_18.htm (fecha de última consulta 22/06/2018).. ¿Qué era lo que les disgustaba tanto del programa de Gotha?
A decir verdad, a Marx le desesperaba casi todo, porque vislumbraba la influencia de Lassalle en cada párrafo. Pero le molestaban particularmente dos cosas. La primera es que, con la adopción de ese programa, la izquierda pasaba a concentrarse en atacar los síntomas del sistema capitalista, en lugar de enfrentarse a sus causas. Al modo de Robin Hood, venía a decir Marx, la nueva socialdemocracia se afana en redistribuir recursos entre ricos y pobres, pero sin preguntarse por qué unos son ricos y otros pobres en primer lugar. Puesto en sus propias palabras:
Es equivocado, en general, tomar como esencial la llamada distribución y poner en ella el acento principal. La distribución de los medios de consumo es, en todo momento, un corolario de la distribución de las propias condiciones de producción […] El socialismo ha aprendido de los economistas burgueses a considerar y tratar la distribución como algo independiente del modo de producción y, por tanto, a exponer el socialismo como una doctrina que gira principalmente en torno a la distribución. Una vez que está dilucidada, hace ya mucho tiempo, la verdadera relación de las cosas, ¿por qué volver a marchar hacia atrás?Karl Marx, Crítica del programa de Gotha, Moscú, Progreso, 2009 (1875).
La segunda razón tiene que ver con la visión de la vida buena de Marx. Para este, el capitalismo era intrínsecamente degradante, porque en él los trabajadores se veían como pura mercancía. En un paso de sus Manuscritos de economía y filosofía, Marx observa que «[en el capitalismo] la existencia del obrero está reducida… a la condición de existencia de cualquier otra mercancía. El obrero se ha convertido en una mercancía y para él es una suerte poder llegar hasta el comprador»Karl Marx, Manuscritos de economía y filosofía, Madrid, Alianza, 2013.. En el capitalismo, los individuos participan en el mercado animados solo por sus intereses egoístas, por lo que son incapaces de ofrecerse apoyo mutuo y solidaridad sobre la base de consideraciones de fraternidad.
De acuerdo en este punto con socialistas de la primera ola como Saint-Simon, Fourier y Robert Owen, Marx pensaba que el modo de producción capitalista era incompatible con una sociedad buena porque en el capitalismo los agentes se contemplan los unos a los otros como medios y no como fines, vulnerando así el principio de fraternidad que se encuentra en el núcleo de las revoluciones liberalesAxel Honneth, The Idea of Socialism: Towards a Renewal, Cambridge, Polity Press, 2016, pp. 18-22.. Aunque a la hora de perfilar su diseño se movió siempre en las brumas de la indefinición, Marx concibe el comunismo como el contrapunto al capitalismo a este respecto; es decir, como un modelo socioeconómico donde los individuos son fines en sí mismos y no simplemente medios. La solidaridad es, o eso creía Marx al menos, un elemento que contribuye a configurar nuestras metas, no solo a cumplirlas. Dicho brevemente: para Marx, la libertad negativa-mercantilista en la que se apoya el modo de producción capitalista es incompatible con la noción de libertad positiva-cooperativista que presupone su concepción de la vida buena.
Estado o mercado: crítica del programa de Godesberg
La socialdemocracia supone una ruptura con todo esto porque, mientras que socialistas y comunistas proponen sustituir el capitalismo por un nuevo orden social, la socialdemocracia propone únicamente reformarlo. Su época de mayor esplendor, las tres décadas posteriores al final de la Segunda Guerra Mundial, fueron treinta años de luna de miel ininterrumpida entre capitalismo y socialdemocraciaManuel Hidalgo y Borja Barragué, «Más allá de la tercera vía», Agenda Pública, 23 de enero de 2018.. Las democracias industriales vivieron tres décadas de vino y rosas y bienestar, todo ello al calor del pacto social de posguerra entre capital y trabajo.
Esos treinta años de capitalismo de bienestar fueron también años de Guerra Fría. En ese periodo histórico casi todo existía por duplicado, porque había una versión occidental (estadounidense) y otra soviética. Había, por ejemplo, dos declaraciones de derechos (ICCPR e ICESCR, por sus siglas en inglés), dos pactos para la cooperación militar (OTAN y Pacto de Varsovia), dos estaciones espaciales (Estación Espacial Internacional y Mir), dos botones rojos que activaban el infierno nuclear, etc. Haciendo un balance sumarísimo y maniqueo de la Guerra Fría, la URSS ganó a Estados Unidos en alguna partida de ajedrez, en algún campeonato de gimnasia artística y en accidentes nucleares de consecuencias medioambientales catastróficas.
Sea como sea ese balance, lo que es indudable es que en 1959 la socialdemocracia europea tomó partido por el bando occidental. En el programa de Godesberg, que se adoptó el 15 de noviembre de ese año, el Partido Socialdemócrata más poderoso de Europa renunció al objetivo de remplazar el capitalismo y a las teorías marxistas del materialismo y la lucha de clases. Rechazó, en definitiva, la hostilidad hacia el sistema de producción capitalista que había caracterizado históricamente al partido, tratando así de ampliar su base electoral más allá de su cliente tradicional: la clase trabajadora. El eslogan que resume el programa es muy expresivo de este giro hacia el capitalismo de mercado: «Mercados cuando sea posible, Estado cuando sea necesario».
Ese lema es importante porque hacía explícito algo que en el programa de Gotha solo se intuía: la aceptación de la división del trabajo entre mercado y Estado, según la cual el primero se encarga de la producción y el segundo ha de contentarse con intervenir sobre sus resultados más desiguales. El capitalismo democrático, parecía decir el programa de Gotha, es simplemente la forma mejor, la más natural, de organizar la sociedad en torno a los valores de eficiencia, libertad e igualdad.
Este giro hacia el capitalismo de mercado se intensificó con la tercera vía. En la década de 1990, movimientos socialdemócratas y socioliberales impulsaron un proyecto orientado a reconciliar la política económica de derecha con la política social de izquierda. En la versión desarrollada por su padre intelectual, el sociólogo inglés Anthony GiddensAnthony Giddens, La tercera vía. La renovación de la socialdemocracia, Madrid, Taurus, 1999., la tercera vía abogaba por hacer política superando la división entre la izquierda y la derecha, fundada en diferencias de clase, porque en los noventa esa división o clivaje había quedado ya superada.
Cuando echamos la vista atrás, el programa de la izquierda que se fragua en Godesberg –y cuyos contornos se acentúan con el reformismo de tercera vía– resulta problemático por dos razones. La primera es que, como hemos apuntado, da carta de naturaleza a la división del trabajo entre Estado y mercado que se populariza a partir de la década de los ochenta del siglo pasado. De acuerdo con esta división, el mercado es una institución razonablemente eficiente a la hora de asignar los recursos, y en todo caso mucho más eficiente que el planificador central omnisciente. En efecto, continúa el relato, si queremos aunar los objetivos de la prosperidad económica (eficiencia) y la justicia social (igualdad), la forma de hacerlo no es interviniendo ex ante en el funcionamiento de los mercados sino corrigiendo ex post sus resultados más desiguales.
Ese enfoque es problemático porque es falaz. Los mercados no flotan en el vacío regulatorio, sino que, muy al contrario, son el resultado de la actividad normativa del Estado. Pensemos en lo que se necesita para poder perfeccionar una transacción comercial, que es la esencia de un mercado. Por mucho que uno se haya atiborrado a vídeos de Juan Ramón Rallo en la adolescencia, no hace falta ser doctor en derecho mercantil para saber que los mercados requieren, para su propia existencia, de normas que regulen los derechos de propiedad de las partes, el instrumento de intercambio, los modos de cumplimiento, reclamación y restauración de los derechos en caso de incumplimiento, la protección frente a terceros que tratan de impedir el cumplimiento de la transacción, etcDani Rodrik, The Globalization Paradox. Democracy and the Future of the World Economy, Nueva York, W. W. Norton & Company, 2011.. Todo ello porque la ley mercantil difícilmente puede invocarse en medio de la ley de la selva.
El segundo problema del programa de Godesberg es que termina por expulsar del ámbito de la producción al Estado. Llevado hasta sus últimas consecuencias, el programa de Godesberg afirma que el Estado solo debería actuar para corregir ex post facto los desaguisados del mercado, que es la institución encargada de la generación de la riqueza. Salvo que queramos tener ajedrecistas y gimnastas buenísimos pero los supermercados vacíos, parece sugerir el subtexto del eslogan de Godesberg, conviene mantener al Estado a cierta distancia de la sala de máquinas de la producción.
El problema de esa forma de ver las cosas es que, de nuevo, es capciosa. Por un lado, porque como ha mostrado Mariana Mazzucato en The Entrepeneurial State, el Estado ha intervenido en la sala de máquinas de la innovación y la generación de crecimiento económico desde los albores de la industrializaciónMariana Mazzucato, The Entrepeneurial State, Debunking Public vs. Private Sector Myths, Londres, Anthem Press, 2013.. Fuera Steve Jobs un genio o no, lo que resulta incontrovertible es que las piezas que hacen del iPhone un invento tan icónico fueron posibles gracias a investigación básica financiada (y en más de un caso, como la conexión a Internet y el GPS, desarrollada) por el Estado. Por otro lado, es capciosa porque obvia una parte del gasto público que es esencial para la propia existencia del crecimiento económico: la inversión social. Para que haya techies de la informática desarrollando las últimas aplicaciones en Silicon Valley, primero tiene que haber ciudadanos que saben leer y escribir. Y eso, en la mayoría de democracias industriales, es una tarea que asume el Estado. Todos entendemos que la inversión pública en infraestructuras –aeropuertos, líneas de alta velocidad, bibliotecas– es una inversión estratégica para el desarrollo económico de un país o región. En sociedades intensivas en el empleo del conocimiento, lo mismo ocurre con la inversión en capital humano.
Regresando al futuro: redistribución
y predistribución en la agenda de la izquierda
Existe un elemento común a las críticas de los programas de Gotha y de Godesberg que se han analizado previamente: el énfasis en que la izquierda no abjure de la predistribución. Es un hecho bien documentado que la desigualdad ha aumentado en las últimas cuatro o cinco décadas en los países de la OCDE. Eso puede no ser un problema para la derecha, porque no ha hecho nunca bandera de la igualdad. Pero sí lo es para la izquierda, porque la reducción de la desigualdad constituye, junto con la provisión de cierta seguridad económica, el núcleo axiológico del igualitarismo político.
Aunque es una explicación que se escucha con frecuencia, este aumento de la desigualdad no tiene su causa principal en el desmantelamiento del Estados del bienestar. El gasto social no ha disminuido dramáticamente en ningún país de la OCDE y, de hecho, la mayoría de Estados del bienestar siguen reduciendo notablemente tanto la desigualdad como la pobreza –de acuerdo con los cálculos de Ferragina y otros, el Estado del bienestar español reduce un 52% la pobreza y un 34% la desigualdad–E. Ferragina, M. Seeleib-Kaiser y T. Spreckelsen, «The Four Worlds of "Welfare Reality" – Social Risks and Outcomes in Europe», Social Policy and Society, Vol. 14, nº. 2, 2015, pp.287-307.. El principal motivo de que haya aumentado la desigualdad en los ingresos después de impuestos y transferencias es que ha aumentado en las rentas antes de impuestos y transferencias. Dicho más técnicamente: el principal motivo de que haya aumentado la desigualdad en las rentas secundarias es que ha aumentado la desigualdad en las rentas primarias.
En un contexto así, buena parte de la izquierda ha demandado una gran vuelta del Estado. Es decir, más gasto público para frenar el incremento de la desigualdad, que actúa como un corrosivo del proyecto de la izquierda (pero no de la derecha). Esta estrategia es coherente con la noción de justicia social que comenzó a construirse en Gotha y terminó de fraguarse en los moldes de Godesberg primero y en la tercera vía después. Una idea de justicia social consistente en reparar, compensando in extremis a los perdedores de la economía de mercado. Pero esta es, creo, una mala estrategia desde el doble prisma normativo y práctico.
Desde el punto de vista práctico, ocurre que, como afirma Thomas Piketty en El capital en el siglo XXI, el gran paso adelante en el gasto social ya se produjo hace cuatro o cinco décadas, y es muy dudoso que podamos ir más allá: «después de los años treinta», afirma Piketty, «en el contexto de la posguerra y de la reconstrucción, era razonable considerar que la solución a los problemas del capitalismo provendría de un incremento ilimitado del peso del Estado y de su gasto social. En la actualidad, la elección es forzosamente más compleja. Ya se dio el gran paso adelante del Estado: no se dará por segunda vez, o al menos no de esa forma»Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2014, p. 525..
Desde el punto de vista normativo, no es fácil ver por qué la concepción de la justicia social de la izquierda debería ser tan fina, tan magra, que todas sus demandas quedan satisfechas compensando ex post a las víctimas del mercado. Históricamente, a la izquierda le ha preocupado la explotación, las jornadas laborales infinitas, los salarios que apenas sacan de pobres a los trabajadores, el trabajo infantil, etc. Ese ha sido tradicionalmente el catálogo de injusticias identificado por la izquierda. De ahí que su agenda haya puesto el énfasis en instituciones como los sindicatos, la negociación colectiva, el salario mínimo, las jornadas máximas y un largo etcétera.
La justicia social después de Godesberg (y de Giddens) se reduce a la redistribución fiscal, porque el Estado no ha de entrar en la sala de máquinas de la producción. De ahí que la agenda institucional de la izquierda contemporánea se compadezca tan mal con el catálogo de injusticias identificadas por el movimiento obrero. Hoy el trabajo infantil, afortunadamente, ya no es un problema en España. Pero sí hay aproximadamente un 13% de trabajadores pobres en nuestro país. Además, hay también un verdadero ejército de falsos autónomos que no tienen vacaciones y se han de comprar y reparar su bicicleta mientras dan pedales para Glovo, Deliveroo, etc. En definitiva, hoy existen problemas que no se solucionan con la mera redistribución fiscal, sino que demandan la intervención del Estado en la sala de máquinas de la producción. Porque, como decíamos, los mercados no flotan en el vacío, sino que son el producto de la regulación pública.
Ahora ya sabemos qué es la predistribución: la intervención pública destinada a disminuir las desigualdades en las rentas (primarias) que generan los mercados. Pero esto se puede hacer de diversas formas. Es posible distinguir tres tipos de predistribución, que se corresponden con tres formas distintas de capital:
- Predistribuir el capital humano. Como decíamos antes, una de las funciones que hacen los Estados del bienestar modernos es formar capital humano a través, esencialmente, de la educación. La izquierda debería hacer bandera de este tipo de intervenciones igualitarias por dos motivos. Primero, porque existen pruebas abundantes de que las inversiones tempranas tienen un retorno enorme para la sociedad. Para una persona de izquierdas, este argumento puede sonar muy «de derechas». Pero cuando hablamos de política (pública), conviene no olvidar que convivimos con gente que no es de izquierdas, y el argumento de que esa inversión es un «chollo» para la sociedad suele ser muy efectivo. Y segundo, porque nadie elige nacer en una familia pobre en lugar de hacerlo en una rica. En definitiva, predistribuir el capital humano es una política eficiente y justa.
- Predistribuir el capital institucional. Pensemos en Michael Jordan. Es, seguramente, el mejor jugador de baloncesto que ha habido en la historia, con un talento y unas condiciones difícilmente repetibles. Y, en efecto, a Jordan le ha ido muy bien en la vida gracias a ese talento. Pero también gracias a que nació en Estados Unidos. Si hubiera nacido en Ghana con ese mismo talento para el baloncesto, seguramente nos habríamos perdido muchísimas horas de disfrute embobados ante una pantalla de televisión. El capital institucional –nacer en un Estado de derecho, nacer en un país con un avanzado estado tecnológico, nacer en un país en paz, etc.– determina el grado en que podemos explotar esos talentos con los que hemos nacido. Nadie elige nacer en Mogadiscio o hacerlo en Estocolmo, pero es que, además, haríamos bien en permitir que el máximo número de personas puedan explotar al máximo sus capacidades. Predistribuir el capital institucional es una política eficiente y justa.
- Predistribuir el capital físico. Antes hablábamos del incremento de la dispersión en las rentas primarias y de Piketty. Uno de los hallazgos más célebres y discutidos del libro de Piketty se resume en esta fórmula: r > g. Es decir, que en las últimas décadas, el retorno del capital ha superado el crecimiento (growth) de la economía. Dicho brevemente, esto tiene una implicación para nuestras economías: hoy en día, sale más a cuenta esforzarse por adquirir un buen patrimonio que esforzarse trabajando y estudiando duro. Esto, como enfatiza el propio Piketty en su libro, es una amenaza a cualquier noción de mérito, que es el principio en el que se fundan las sociedades actuales. Y, de nuevo, nadie elige nacer con la pinacoteca de Borja Thyssen o hacerlo en una familia situada en el 20% inferior de la distribución. Uno puede creer en la inviolabilidad fiscal de la riqueza heredada o puede creer en la igualdad de oportunidades, pero no puede creer en las dos cosas a la vez. Predistribuir el capital físico es una política eficiente y justa.
Una advertencia final antes de concluir. Que la izquierda deba incidir en la predistribución no significa que deba renunciar a la redistribución. Equilibrar el terreno de juego y empoderar a los agentes antes de que lleguen al mercado es una estrategia complementaria, no sustitutiva, a compensar a las víctimas de la economía de mercado. Porque, por una parte, siempre va a haber perdedores y, por la otra, la izquierda se define como proyecto por tomarse en serio la igual dignidad de todas las personas, sobre todo la de aquellas que están peor.
© Borja Barragué, 2019. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
16.05.18
PARTICIPANTES BORJA BARRAGUÉ • IBÁN GARCÍA • FELIPE JUARISTI • PAU MARÍ-KLOSE • ELOÍSA DEL PINO • MARÍA LUZ RODRÍGUEZ
ORGANIZA FUNDACIÓN MARIO ONAINDIA