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Postales de un mundo feliz

Entrevista con Juan Carlos Usó

Víctor Lenore
Fotografía Minerva

Las sustancias con capacidad para alterar la conciencia son un asunto central en nuestra sociedad, al tiempo que muy mal estudiado. Por eso resulta tan valioso el trabajo de Juan Carlos Usó, licenciado en historia contemporánea y doctor en sociología. Es conocido por publicaciones sólidas y al alcance de cualquier lector como Drogas y cultura de masas (1996), Spanish Trip (2001), Píldoras de realidad (2012) y ¿Nos matan con heroína? (2015). Aparte de ser un archivo viviente de conocimientos, siempre ha hecho un esfuerzo consciente por divulgarlos en publicaciones como Cáñamo, Ajoblanco, Archipiélago, Ciencia policial o El viejo topo. También ha participado en los documentales Cielo e infierno. El concepto de droga y las sustancias psicoactivas (2002) y Narcos y guerra sucia (2019). La charla que ofreció en el ciclo «Los lunes, al Círculo» puede servir de mapa para situarse en un conflicto enquistado. Nuestro país, como explica en esta entrevista, vive en la paradoja de estar entre los de mayor consumo y a la vez en los de menor capacidad para afrontar con madurez esta realidad social.

En un momento de su charla en el CBA hizo la broma de que «Antonio Escohotado era un pijo que podía permitirse la suscripción a Playboy», que fue la revista por la que se enteró de la existencia del LSD. ¿Qué consecuencias tiene el hecho de que la cultura psicodélica entrase en España por la clase alta?

Es algo que también ocurrió en Estados Unidos y a nivel mundial. El principal difusor del LSD es un famoso actor de Hollywood, Cary Grant, que en 1959 explica su experiencia de manera pública. La primera noticia sobre LSD que tengo recogida en España es de finales de 1959 en el diario Imperio, vinculado a la Falange Española, seis meses después de las declaraciones de Grant. El hippismo y la psicodelia transitan de arriba hacia abajo porque para entrar en ese mundo hace falta información, dinero y tiempo para leer y estar al tanto de este tipo de cosas. Que haya ocurrido así entra dentro de la lógica.

¿Le parece natural que los máximos intelectuales de la contracultura en España (Antonio Escohotado, Fernando Sánchez Dragó, Luis Racionero, Gabriel Albiac…) hayan terminado en posiciones políticas de derecha dura? Pregunto esto porque mucha gente asocia todavía la contracultura con el deseo de una sociedad igualitaria.

Bueno, desplazarse a la derecha puede ser un giro más generacional que psicodélico. Personajes como el exministro Josep Piqué o el periodista Federico Jiménez Losantos también empezaron en la extrema izquierda y terminaron en el neoliberalismo radical. Dicho esto, no se puede identificar el consumo de drogas con posiciones de izquierda o revolucionarias. Es cierto que a finales de los sesenta y comienzos de los setenta este tipo de ingenuidad estaba muy extendida, recordemos las amenazas de grupos contraculturales de verter LSD en los depósitos de agua municipales para conseguir algún tipo de cambio social. Ahora han pasado los suficientes años como para tener claro que esas aspiraciones políticas eran quimeras en la cabeza de cuatro optimistas eufóricos. El gran poder de estas sustancias estriba en que mantienen viva nuestra capacidad de asombro. También pueden ayudar a que te preguntes si la conciencia es algo que genera nuestro cerebro o, por el contrario, algo que se sirve de él. Un efecto muy común es que te ayudan a cuestionar la moral de identidad. Si después de un acercamiento a los psicodélicos sigues tan egoísta como siempre, de poco ha servido esa experiencia, pienso yo. No todo el mundo es capaz de asimilar las enseñanzas que estas sustancias pueden ofrecer.

Un efecto habitual de las drogas es creerte por encima de los demás. Durante los años de la contracultura se consideraba hip (enrollado) a quien consumía y square (cabeza cuadrada) a quien no.

Bueno, ahora mismo me llama la atención el boom de la ayahuasca. Sus consumidores tienen un prurito diferenciador que, en muchos casos, los lleva a mirar por encima del hombro a cualquiera que consuma otras drogas y también a cualquiera que consuma ayahuasca, pero no de la forma ritual que defienden los entendidos. Otro sector dice que no es una droga, sino una medicina, mira tú qué diferencia. En el mundo de las drogas hay mucho elitismo del tipo «lo que tomo yo está bien, pero lo que se meten los demás está muy mal». Pasa también con esos consumidores de heroína que miran por encima del hombro a quienes solo se atreven con la marihuana. Muy pocos aficionados a las sustancias se libran de esta vorágine maniquea.

Silicon Valley está lleno de personajes de pensamiento contracultural, pero sigue siendo un centro de negocios que defiende ferozmente los privilegios de los monopolios tecnológicos.

De hecho, en tiempos recientes, hay libros de Silicon Valley que recomiendan el LSD para producir más. Pienso en Qué día más bueno: tomar microdosis de LSD me cambió la vida (2017) de Ayelet Waldman, por ejemplo. Al final, los resultados a los que aspira la autora se reducen a ir a la oficina con más alegría y mejorar su funcionamiento cuando trabaja en equipo. No creo que compense tomar LSD para estas cosas.

Aldous Huxley alertaba del potencial distópico de las drogas en Un mundo feliz (1932). ¿Estamos cerca de algo así? Quizá sumando las drogas ilegalizadas con las de farmacia.

No sé si estamos en un momento en el que las drogas juegan un papel distópico, pero es verdad que la democratización de las drogas ha llegado a un nivel alucinante. El tráfico de antidepresivos que ves en cualquier tanatorio es brutal. Nunca en la historia ha habido tanta variedad de drogas ni han sido tan baratas. Seguramente el alcohol y los tranquilizantes son las drogas que juegan un papel más parecido a Un mundo feliz. Es verdad que hay noticias que dan que pensar: ahora mismo, el Ejército israelí suministra LSD a sus veteranos con traumas de guerra. Es curioso cómo una sustancia prohibida para la población se vuelve aceptable cuando al poder le interesa.

Parece que la droga actual más cercana al LSD es el MDMA, en el sentido de ofrecer una experiencia trascendente. El escritor Irvine Welsh decía que el éxtasis es el mejor camino que tiene el hombre para comunicarse con Dios. Es algo que se debatió mucho sobre el LSD. ¿Cómo ve la relación entre ambas sustancias?

Más que una relación con la divinidad, diría que lo que produce el MDMA es un acercamiento entre personas. Mucha gente atribuye la desaparición del hooliganismo en Inglaterra a la difusión masiva del éxtasis. También se proporciona MDMA a mujeres maltratadas que no han respondido a otras terapias o a soldados con neurosis de guerra. Mi amigo José Carlos Bouso, que es psicólogo clínico, fue consultado por el Ejército de Israel sobre si el MDMA tenía eficacia para los trastornos psicológicos que sufrían muchos soldados tras los cinco años de servicio militar que son obligatorios en el país. Su respuesta fue que quizá sería más efectivo acortar la mili, ya que así acumularían menos traumas. No sé si el número de años eran exactamente esos, pero creo que se entiende la lógica de la historia.

¿En qué situación se encuentra la despenalización de sustancias?

Si te refieres a España, da un poco de vergüenza: hemos pasado de ser punta de lanza del antiprohibicionismo a nivel planetario a quedarnos anquilosados en los prejuicios más rancios. El otro día Chipre admitió el cannabis para usos terapéuticos y nosotros ni eso; vamos por detrás de Luxemburgo y Macedonia. No se ha movido ficha para nada. Más allá del cannabis, sí parece que la psicobicilina, la ayahuasca y el MDMA tienen visos de ser despenalizados, pero siempre para fines terapéuticos. El uso lúdico no parece que vaya a aprobarse pronto. No veo que vayan a cambiar las cosas. Mi esperanza es que un mes antes de que cayera el Muro de Berlín tampoco lo vaticinó nadie. Dice Escohotado que la prohibición terminará diluyéndose entre susurros, como la brujería. Yo no lo tengo tan claro.

¿Por qué?

En lo que se refiere a los consumidores, lo que está apretando más son los controles de drogas al volante. La ley Corcuera sigue vigente, con más de 200.000 sanciones al año. En el cannabis, parece que las multas se hayan asumido como un impuesto indirecto. También se redujo mucho la urgencia por la despenalización cuando se instituyeron los clubes cannábicos como espacio de permisividad. Lo normal sería profundizar, aprovechando la aprobación para uso lúdico en Uruguay o en siete estados de Estados Unidos. La verdad es que el acceso es tan sencillo que cuesta motivar a la gente para protestar. El actual desarrollo de internet –por ejemplo, la deep web– da tantas facilidades para obtener drogas que la brigada contra los estupefacientes parece un instrumento de la Edad Media.

¿Ha habido en España un debate serio sobre drogas? Intuyo que sería algo posible teniendo en cuenta las buenas relaciones de gurús como Dragó y Escohotado con líderes de la derecha, e incluso con algunos de izquierda.

En los años noventa hubo un gran debate antiprohibicionista. Lo monopolizó Escohotado, que es una persona con muchos conocimientos. Supongo que la opinión pública llegó a un punto de saturación y luego no ha vuelto a emerger. Son conversaciones sociales que se mueven a golpe de moda y de caso mediático, como ocurre con la eutanasia. Han pasado veinte años de lo de Ramón Sampedro, se hizo una película de enorme éxito y todavía seguimos en el mismo punto que entonces. Tengo guardado un recorte de un senador socialista que decía, en 1988, que la eutanasia iba a solucionarse en esa misma legislatura, lo mismo que acaba de proclamar el presidente Pedro Sánchez después de otro caso tratado masivamente por los medios. También es cierto que yo no tengo fama de optimista. Quizá tiene que ver con que fui uno de los 13.000 españoles que se autoinculpó de la muerte de Ramón Sampedro. Las cosas deberían avanzar a otro ritmo y de otra manera.