Afavorencontra de la renta básica
La renta básica consiste, por encima de todo, en una herramienta para desvincular los derechos sociales del mercado de trabajo. Al menos en nuestro país, se trata de una tarea urgente. Una de las grandes debilidades estructurales de nuestras políticas sociales es que el sistema de prestaciones español depende mucho del mercado laboral. Las ayudas más importantes son, con diferencia, las contributivas –como las pensiones y el subsidio de desempleo–, algo particularmente grave en un país con un mercado de trabajo tan frágil como es el nuestro. Según datos de la OCDE, en España el 20% de la población con más ingresos recibe una mayor parte del gasto social directo que el quintil de población con menos ingresos. Mientras los hogares más ricos reciben casi el 30% del total de las ayudas sociales directas, los más pobres se quedan con solo el 12%. Es decir, literalmente, el gasto público español beneficia sobre todo a los más ricos y aumenta la desigualdad. Por poner un ejemplo reciente, los permisos de maternidad y paternidad iguales e intransferibles recientemente aprobados en España costarán unos 2.000 millones de euros anuales que no beneficiarán de ninguna manera a ese 30% de nacimientos anuales que no quedan cubiertos por ninguna ayuda o prestación, porque las madres no estaban empleadas o no habían cotizado lo suficiente.
La renta básica puede ser entendida como uno de los instrumentos disponibles –no necesariamente el mejor– para remediar el laborcentrismo de nuestro sistema de protección social y reducir de forma efectiva los efectos más nocivos de la desigualdad material, extendiendo el Estado del bienestar a los más desfavorecidos. Claro que, desde este punto de vista, la renta básica no tiene nada de revolucionario. Como mucho es una especie de aceleración de caminos que han seguido países –como los escandinavos– con otros modelos de Estado social diferentes que, precisamente, se han distinguido por desvincular, al menos parcialmente, su sistema de prestaciones del mercado de trabajo.
Sin embargo, no creo que esta comprensión modesta de la renta básica sea la que se ha popularizado entre los movimientos sociales antagonistas y, sobre todo, entre la izquierda académica, que a menudo la ha entendido como un bálsamo de Fierabrás, una navaja suiza política capaz de solucionar toda clase de males, desde los problemas de remuneración de los artistas a la crisis de los cuidados, pasando por la precariedad laboral y la estigmatización de los receptores de ayudas sociales.
Naomi Klein decía, con mucha razón, que los miembros de la Escuela de Chicago no consideraban al marxismo su auténtico enemigo; despreciaban mucho más profundamente el eclecticismo keynesiano, que consideraban un batiburrillo inconexo de socialismo, capitalismo, planificación y redistribución. Salvando las distancias, algo parecido pasa con la renta básica y el mundo académico. Frente al fastuoso sistema de contingencias mediadas burocráticamente de cualquier sistema redistributivo, la renta básica parece una medida sencilla y elegante cuyos méritos y deméritos pueden ser discutidos en abstracto. Por desgracia para los académicos, en las sociedades contemporáneas «sencillo» es prácticamente el antónimo de «realista».
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Una de las principales fuentes de desigualdad material y política en el capitalismo es la diferente capacidad de negociación de trabajadores y empresarios en el mercado laboral. Esa asimetría inocula subordinación en acuerdos formalmente libres. La manera de equilibrar el poder contractual en el lugar de trabajo ha sido tradicionalmente la acción colectiva, en particular sindical, cuya incorporación a los códigos legales ha sido interpretada incluso como una desmercantilización parcial de la fuerza de trabajo.
La popularización de la renta básica fue contemporánea de la derrota sindical internacional que se produjo a finales de la década de 1980. A medida que los sindicatos perdían capacidad de influencia y se limitaban las opciones de acción colectiva, la renta básica ha ido pareciendo una opción cada vez más atractiva. Es decir, se ha interpretado, al menos implícitamente, como un proceso de desmercantilización parcial del trabajo alternativa a la sindical. Y no solo alternativa, sino incluso mejorada. Hay en ello una parte de verdad, en la medida en que, lógicamente, no verse sometido al miedo, al hambre o al desamparo físico, gracias a una renta no condicional, incrementa en alguna medida el poder contractual de los trabajadores.
La clave es precisamente en qué medida. La intervención sindical en las empresas se expresaba a través de mecanismos institucionales específicos: la negociación colectiva y, en algunos países, la cogestión de las empresas. Presuponía normas relacionadas con la cooperación, el diálogo y el conflicto entre intereses diversos. La renta básica, en cambio, es un derecho individual sin ninguna dimensión institucional asociada. La respuesta de sus defensores es que, liberados de la compulsión laboral, los trabajadores se encontrarán libres para sindicarse, emprender, crear cooperativas o grupos de apoyo mutuo. Es posible, por supuesto. Pero es muy diferente pensar en una herramienta institucional directamente cooperativa que en otra que simplemente puede ser una condición de posibilidad de la colaboración. Un dato significativo en este sentido es que, a lo largo del siglo XX, la afiliación sindical ha tendido a limitar la desigualdad salarial mucho más que el salario mínimo.
Es más, la renta básica también podría ser una fuente de pasividad e individualismo y de conformismo y segregación. Seguramente, esa es la razón por la que también Milton Friedman y otros neoliberales han ofrecido su propia versión de esta medida. Cabe preguntarse cuál de las dos opciones –pasividad o colaboración– es más probable en un entorno social tan fragmentado y despolitizado como el nuestro. ¿Cómo encajaría la renta básica en un mercado de trabajo extremadamente precarizado y desregulado? La línea de defensa habitual es que haría que subieran los salarios al proporcionar a los trabajadores mayor capacidad de negociación. Pero lo contrario también es perfectamente posible. Tal vez podría servir a los empleadores para negociar a la baja con aquellos trabajadores –por ejemplo, miembros de familias monoparentales, parejas divorciadas que necesitan mantener dos hogares, personas con deudas o que pagan alquileres abusivos…– a los que una renta básica equivalente al salario mínimo interprofesional no les baste para subsistir.
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En realidad, nada de esto es exactamente un argumento en contra de la renta básica, sino una reflexión sobre el papel que podría desempeñar una medida como esta en los programas socieconómicos de la izquierda política. La renta básica no puede ser un juego de manos con aspiraciones ecuménicas, supuestamente aconflictivo y consensual. Tampoco debería servir para eludir la tarea de proponer y promover un modelo laboral, social y productivo alternativo al dominante.
La renta básica tal vez sea una buena idea, pero es una propuesta con numerosos claroscuros que ni simplifica los problemas ni atenúa los enfrentamientos políticos. Que una predistribución sea más eficaz que una redistribución es una cuestión tan contingente como los fallos o aciertos del Estado social. Completar los flecos de esa predistribución puede conllevar tanta o más intervención, burocracia y posibilidades de fracaso que las políticas redistributivas tradicionales. Los problemas sociales no se distribuyen homogéneamente, más bien al contrario, se van acumulando en ciertos colectivos que sufren procesos sucesivos de relegación cuya solución requiere políticas públicas complejas y, este punto es importante, caras. ¿Cuál es el coste de oportunidad social que estamos dispuestos a soportar para que la universalidad de la renta básica no sea meramente nominal? ¿Cuántas emergencias sociales vamos a dejar de atender, cuánta vivienda pública, cuántos hospitales y escuelas vamos a dejar de construir para que la renta ciudadana suponga una mejora económica individual significativa para un gran número de personas? La extensión de la universalidad efectiva de la renta básica –no de la mera predistribución formal, sujeta a tributación progresiva– depende de esas decisiones.
Pero, sobre todo y más en general, ¿cuáles son las obligaciones incondicionales que se corresponden al derecho incondicional que promueve la renta básica? Hay una estrofa de La internacional poco citada que dice así: «Basta ya de tutela odiosa, que la igualdad ley ha de ser / No más deberes sin derechos, ningún derecho sin deber». ¿Qué compromisos colectivos organizados con la misma concreción que la renta básica tenemos que asumir como correlato de ese derecho? A menudo la reivindicación política de la renta básica se mueve en un terreno muy abstracto de rechazo del trabajo asalariado que, en última instancia, se aproxima al individualismo expresivo y a la crítica de la alienación como único horizonte emancipatorio. Los Estados de bienestar clásicos tenían muchísimas limitaciones pero, al menos, aceptaban la enorme complejidad de la organización del trabajo y la solidaridad colectiva en las sociedades contemporáneas.
Cualquier resignificación del trabajo con aspiraciones democratizadoras necesita de una estructura institucional sofisticada a través de la que decidir qué es trabajo y qué no y qué mecanismos empleamos para establecer quién lo realiza y en qué condiciones; un marco normativo que permita tomar decisiones como prohibir las prácticas parasitarias (por ejemplo, la especulación financiera), proteger labores mal remuneradas o directamente extramercantiles esenciales para el cuidado de la vida, repartir aquellos trabajos particularmente penosos que es injusto que un colectivo asuma en exclusividad… Si la renta básica ha de servir para liberarnos de las cadenas del salariado, entonces solo puede ser un elemento más, ni siquiera particularmente destacado, de una caja de herramientas interconectadas que incluye los topes salariales, la democratización de los centros de trabajo, la negociación colectiva, las intervenciones públicas desmercantilizadoras, la protección de las labores reproductivas, el trabajo voluntario y, sí, también las prestaciones sociales obligatorias.
© César Rendueles, 2019. CC BY-NC-SA