«Muy alto habría que volar para llegar a la altura del silencio»
Entrevista con Ruper Ordorika
Fotografía Miguel Balbuena
El pasado mes de marzo, el cantautor vasco Ruper Ordorika presentó en Madrid Bakarka, su último trabajo, un disco en solitario que ha sido galardonado por los Premios de la Música Independiente como el mejor álbum en euskera. Con motivo del concierto acústico que dio en el CBA, estuvo conversando con Nacho Fernández Rocafort y José Luis Gallero sobre las más de cuatro décadas que lleva en la música, desde que comenzó, allá por 1980, en la Banda de Pott.
Nacho Fernández Rocafort (NFR): Hace veinticuatro años, en una espléndida entrevista en El País realizada por el añorado músico y crítico Nacho Sáenz de Tejada, decías: «Cantar en euskera es la cárcel y el paraíso». La afirmación se refería a diversas realidades, entre las que destacaría la omnipresencia de la tensión política de entonces, que enturbiaba la relación con cualquier creación cuyo lengua vehicular fuera el vasco. También matizabas que «desde dentro, y para mí incomprensiblemente, ha faltado durante años una voluntad editorial y promotora para que las cosas que se hacen allá se escuchen fuera. Y para nosotros esto es algo muy duro y a revisar». ¿Cómo han cambiado las cosas desde entonces? Conseguir un disco tuyo fuera del País Vasco requiere cierta tenacidad...
Estos veinticuatro años han dado para mucho. Varios discos y conciertos han ido atemperando mis sensaciones. Es importante ser consciente de que formas parte de una minoría y, ya se sabe, no son buenos tiempos para las minorías. Obviamente, la situación política es diferente y muchas otras cuestiones han cambiado también, pero en lo que se refiere específicamente a la música creo que estamos en medio de un cambio sin precedentes. Me hablas de conseguir mis discos en particular, pero ahora conseguir ciertos discos en las rarísimas tiendas que quedan es casi imposible, y por internet, por el contrario, todo está a mano. Vamos hacia la desaparición del mundo del disco tal y como lo hemos conocido. La música está al alcance de todos, a menudo de modo gratuito, y esto va cambiando nuestra relación con la propia música. La cosa se va poniendo más y más difícil para la mayoría de los músicos, pero, a la vez, paradójicamente, más y más interesante desde el punto de vista creativo. El humanoide siempre ha sido capaz de poner la tecnología al servicio de su necesidad de expresarse. Por lo demás, se hace lo que se puede. Estoy contento por volver a Madrid con mi nuevo disco. Por lo menos, es una ocasión para vernos.
NFR: Siempre has hecho un esfuerzo sostenido por tocar en directo en diversos lugares de la península; en Madrid y Barcelona prácticamente todos los años, pero también en Palma, Galicia...
Hacer ese esfuerzo es lo normal, ¿no? Siempre he considerado imprescindible para crecer en mi oficio salir de mi entorno natural, que es el de las gentes que entienden mis palabras. Además, el cantar va más allá. Todos tenemos esa experiencia por nuestras escuchas de cantantes en lenguas que no comprendemos. Seguramente cantar en euskera te saca del paquete «homologado» en los circuitos de programación habituales. Lo mismo les sucede a muchos otros modos de «músicas raras», a un pianista de improvisación de Calatayud o a un rockero gallego. Por eso, en realidad, exiges más al oyente, un esfuerzo extra. Es verdad que donde se habla una lengua propia aparte de la común cantar en euskera exige menos explicaciones. La gente lo comprende perfectamente: es lo que hacen ellos en su lengua. Hace un momento citabas a Nacho Sáenz de Tejada, me acuerdo mucho de él y más cada vez que vengo a Madrid porque, recordando un verso de Atxaga, él era «el contacto de más allá de la frontera» que todos necesitamos. Exiges al público una actitud y una determinada sofisticación, si quieres, porque planean muchas cuestiones, pero en todas partes te encuentras con gente que conecta con lo que propones.
José Luis Gallero (JLG): ¿Qué ha sido de Bernardo Atxaga, Joseba Sarrionandia, Jon Juaristi y el resto de amigos que formabais, allá por 1980, la Banda de Pott y editabais la revista del mismo nombre? ¿Cómo han resistido vuestras complicidades y afinidades estos vertiginosos cuarenta últimos años?
Eran los años ochenta del siglo pasado, imagínate... Ha llovido mucho. Mi relación con los escritores que citas y el resto de compañeros de la Pott Banda está en la base de lo que hago, porque en aquellos comienzos encontré en ellos al oyente crítico y entregado que uno necesita en el ambiente, a menudo inhóspito y alejado de todo interés, en el que vivíamos. Ya mi primer disco se basó íntegramente en textos de un entonces desconocido Bernardo Atxaga. He cantado también muchos poemas de Sarrionandia, alguno compuesto muy recientemente. A Jon, por el contrario, hace mucho tiempo que no le veo. Para mí es una pena que antepusiera su carrera académica y su pensamiento apologético a su interés poético.
JLG: Hay una frase de Thomas Mann que le gusta citar a Sarri: «Un escritor es alguien a quien escribir le resulta más difícil que a otros». Él mismo ha declarado: «Soy escritor en la medida en que escribir me resulta tremendamente costoso». ¿Has llegado a tener sensaciones similares con la escritura musical? ¿Cómo has logrado soportar el esfuerzo, la dificultad y el sufrimiento constantes de escribir en euskera, algo que no se parece precisamente a circular por autopistas, sino, más bien, a «abrir senderos de montaña»?
Para mí es un privilegio. Podemos pasarnos la vida hablando de las dificultades que acarrea ser músico, cantar además en euskera y todo eso... Pienso a menudo que todas estas circunstancias hacen que tengas que arriesgar más al apostar por este camino. Fíjate en el reto que ha supuesto para tantos viajeros, como dices, «abrir senderos de montaña»: seguramente no los cambiarían por esos viajes por autopista, aunque, la verdad, circular por la autopista da gusto... Quiero decir que, desde el punto de vista creativo, resulta de lo más fuerte tener la sensación de que, ocasionalmente, abres una vía que nadie había previsto. Lo mismo que tu elección de un idioma al escribir... Sería como el material que moldeas, como la madera que tallas o la piedra que esculpes. Es verdad que al principio mi elección de cantar y escribir en euskera fue por ir a la contra de lo establecido, pero según iba adentrándome en el oficio, iba descubriendo más y más motivaciones. «Nadie me había advertido de lo cansado que es ser euskaldun. Si lo llego a saber me hago ciudadano del mundo». No sé si es muy decoroso recurrir a una autocita... Es de una canción que titulo Zaindu maite duzun hori (Cuida eso que quieres).
NFR: Está incluida en tu último disco, que es una revisión de canciones de toda tu carrera cantadas con arreglos diferentes a los originales y el solo acompañamiento de la guitarra. Es un proceder inédito en tus discos, donde siempre te has acompañado de una banda. ¿Qué te gustaría aportar con este trabajo y qué te llevó a hacerlo?
Hace dos o tres años comencé a dar una serie de conciertos en solitario. Es un palo que siempre me ha gustado como oyente, pero al que nunca me había atrevido. Poco a poco he ido moldeando un repertorio que me da mucha libertad, y he ido comprobando la fuerza que tiene para mí y para el público. Este último disco, Bakarka, que significa «En solitario», es el resultado de estos conciertos. Grabé muchas canciones y al final me quedé con doce. Todo esto me ha hecho concentrarme en mi guitarra acústica y en buscar y rebuscar entre mis canciones aquellas que más a gusto se transmiten de ese modo.
NFR: El concierto lo haces con dos guitarras diferentes, ¿verdad? ¿Es alguna de ellas aquella que te hizo Linda Manzer, la luthier de cabecera de Pat Metheny?
Últimamente solo utilizo mi Manzer para algunas grabaciones. Me encanta el mundo de la construcción de guitarras y, aunque no soy de los que las colecciona, todas las que toco tienen su historia para mí. Conocí a Linda Manzer en Toronto adonde llegué como acompañante de Bernardo Atxaga, que participaba en un festival literario. Todavía le deben sonar los oídos de las horas que me tuvo que esperar mientras yo probaba guitarras... Busco un ambiente determinado en mis conciertos en solitario, algo de lo que llaman mood en el blues, un territorio para que mis canciones se sientan bien, y para ello me sirvo de varias guitarras diferentes. La eléctrica que utilizo, que es también canadiense, la afino mucho más grave de lo normal, con la intención de crear una especie de bordón, una constante que puede sonar más o menos monocorde… Por alguna razón, siempre he buscado este ambiente y creo que cada vez me acerco más. Con mi grupo eléctrico toco una guitarra fabricada por un colega mío, Xabi Luberriaga, de Zugarramurdi. Como dicen mis compañeros, me gusta cuidar la herramienta.
NFR: ¿Cómo cambia este disco tu manera de cantar en directo?
Siempre he grabado y actuado con un grupo. He tenido la suerte de tocar con grandes músicos y lo sigo haciendo. Aunque sus miembros puedan cambiar, bauticé a mi banda como Mugalaris, los que te ayudan a pasar las fronteras. Musicalmente, mi pretensión es crear un tercer espacio con el grupo, que no sea Ruper más unos arreglos, sino un territorio aparte en el que las canciones se encuentren bien. En solitario hay más quietud y a menudo vas caminando por senderos más escarpados. Descubres parajes cercanos, pero que no sabías que estaban ahí… Tiene mucho que ver con que la guitarra sea el único soporte. También pasas algunos apuros y te sientes muy solo en el camerino antes de salir...
JLG: ¿En qué género, o bajo qué denominación, cabría agrupar un repertorio como el tuyo que oscila entre la música tradicional y el rock, la balada vasca y la canción de autor? ¿Cuántos Ordorikas hay en Ruper Ordorika?
Yo me enteré de que era un cantautor la primera vez que actué aquí en Madrid, allá por los años ochenta del siglo pasado. Fue en el colegio mayor San Juan Evangelista, y Radio 3 tenía alguna relación con aquello... Ya había publicado mi primer disco. Se consideró entonces como una ruptura con lo que se llamaba «canción vasca». Pero a mí me gusta pensar que soy un eslabón más en el mundo de la canción en euskera. Creo que debo mucho a la anterior generación de músicos vascos y, la verdad, bebo de todas las fuentes que puedo. Aunque pueda resultar extraño, soy un aficionado a la música. Me parece bien que me llamen cantautor, aunque sea una palabra un poco antipática. Canto las canciones que yo mismo hago, quizás porque de otro modo nadie las cantaría, o sea, que entro de lleno en la definición. A partir de ahí me han programado en festivales de rock, de folk, de jazz… Si hay dos líneas que me atan, una es vertical y me lleva a mis orígenes y a la elección del euskera, a la música de mi entorno... La otra es horizontal y me ata a mi tiempo, que es el tiempo del rock. Para mí el rock no es un determinado riff de guitarra o un tupé: es la música popular de mi tiempo, que me empujó a un escenario y a investigar en todas direcciones.
JLG: Los descarnados análisis de ese tiempo que a veces revelan tus canciones tienen la virtud de no transmitir desencanto sino todo lo contrario: predisposición al viaje, con o sin cartas de navegación. A estas alturas del siglo XXI, ¿consideras que el movimiento social tiene capacidad de generar posibilidades inéditas?
Antes citabas una frase de Sarrionandia, y ahora me viene a la memoria una reflexión suya según la cual sería imprescindible mantener una pulsión utópica para gentes como nosotros que participamos de una lengua y cultura minoritarias. Por ejemplo, en mi caso, yo he crecido con el rock, el blues, el folk anglosajón. Eso es lo que me llevó a subirme a un escenario. Ahora bien, el descubrimiento de canciones y melodías vascas anteriores a la radio, anteriores a todo el star system, fue como una revelación para mí. Lo tenía al lado de mi casa, pero era un mundo invisible. No aparecía en los libros de texto, no se escuchaba en la radio... Esto me hizo cambiar de dirección, me empujó a tratar de compaginar todo aquello que escuchaba dentro de mí. Me considero muy anglófilo, es la verdad. Pero sin olvidar que si los cañones en lugar de estar a favor de los norteamericanos hubieran estado a favor de los argentinos, quizás estaríamos todos cantando tangos o, como dice un amigo mío, cantando canciones tirolesas, si la gran Alemania se hubiera impuesto... Bueno, este es el contexto y hay que ser conscientes. Afortunadamente, en el País Vasco hemos contado con una generación artística anterior a mí que ha trabajado con mucho rigor la cultura popular recreándola con talento: Mikel Laboa, Xabier Lete, Benito Lertxundi. Así que me digo: deportividad, hace falta deportividad para combatir la propaganda y tomar tu camino aunque no sea de los más transitados.
JLG: Durante las últimas cuatro décadas, y aunque siempre asentado sobre la creación en euskera, tu trabajo se ha deslizado preferentemente por espacios fronterizos: tradición y modernidad, literatura y música, Europa y Estados Unidos, Euskadi y España... ¿Qué balance de experiencias arroja ese tránsito incesante?
Ahora estoy presentando un disco en solitario, pero tocar y grabar con grandes músicos es lo mejor que te puede pasar en este mundo. Al final lo que buscas es poder plasmar eso que escuchas dentro de ti. Un modo de organizar mínimamente el camarote. He tenido la suerte de vivir un tiempo en Estados Unidos y en Inglaterra. Posteriormente, he podido grabar con varios de los músicos que más admiré allá y eso es muy grande. A lo mejor todo se resume en el gran tópico: efectivamente, la música no conoce fronteras. Lo mismo digo de mi relación con varios escritores, a veces muy estrecha. He cantado a muchos de ellos: Bernardo Atxaga, Joseba Sarrionandia, J. M. Iturralde, Dionisio Cañas, Gary Snyder, Leopoldo María Panero... A la canción le gusta la poesía, aunque no siempre: otras veces le gusta la propaganda; otras, el baile y la juerga... Es de lo más comprensiva, la verdad.
NFR: Has contado con grandes poetas para tus canciones, pero ¿qué me dices de tus propias letras? A mí me parece percibir a menudo, por utilizar una metáfora dilaniana, una suerte de «refugio de la tormenta», un cobertizo donde resguardarse de la intemperie ocasional de la vida, «entre el cielo y la maleza», como tú mismo cantas. Muchas de tus letras mencionan la naturaleza, un valle, una ermita o una playa, pequeños amparos…
Es verdad lo que señalas. Suelo decir en los conciertos que está bien que la canción tenga su parte balsámica, un poco de Vicks VapoRub para aliviarnos de los líos de cada día… Si consigues contarlo como algo vivido y no solo imaginado, puedes llegar a canciones fuertes, muy poderosas. Me costó mucho el paso a escribir y cantar mis propias letras. Al principio las ocultaba: no es fácil ser aficionado a la poesía y a la música, ponerte a escribir letras cuando disfrutas de tantas canciones imperecederas.
NFR: En los años noventa y primera década de 2000 grabaste tres discos de baladística vizcaína en lengua vasca junto a Joseba Tapia, un gran intérprete de trikitixa, y Bixente Martínez, componente de Oskorri. ¿Cómo fue trabajar en ese registro que tanto admiras, y qué aporta a tu trabajo como músico contemporáneo el conocimiento de ese estilo tradicional?
Aquel trío se llamó Hiru Truku y fue muy popular en el País Vasco, a pesar de que se caracterizaba por tratar con sobriedad esas canciones narrativas, un paralelo menor de lo que puede ser el romancero castellano. La canción tradicional siempre ha sido una fuente de inspiración para mí. Llevaba años recopilando grabaciones que se realizaban normalmente en el mundo de la filología. Paisanos que me encontraba cantando una copla en medio de una encuesta dialectal... Me planteé montar ese trío y funcionó muy bien. Yo aprendí muchísimo. Nunca he sido un buen intérprete. Canto mis canciones y las interpreto, eso sí, pero nunca me había puesto a cantar desde otra posición. Cantas esos romances no porque sean viejos, sino porque nos interpelan también hoy y son buenos. Solía decir en nuestros conciertos que canción no hay más que una. La cantamos de diversos modos según nuestro idioma, nuestra cultura, nuestras costumbres y nuestros gustos, según llueva más o menos en nuestra tierra... Pero, formalmente, canción no hay más que una.
NFR: Te gusta citar esa máxima de Eugenio d’Ors que está grabada en El Casón del Buen Retiro: «Lo que no es tradición es plagio»; es el fragmento de un aforismo más amplio, escrito originalmente en catalán en 1911: «Fora de la Tradició, cap veritable originalitat. Tot lo que no és Tradició, és plagi» («Solo hay originalidad verdadera cuando se está dentro de una tradición. Todo lo que no es tradición es plagio»). ¿Tú lo crees así?
Bueno, me ha costado varias discusiones... Creo que en lo que se refiere a la canción puede ser así, efectivamente. Todo esto se relaciona con lo que hablábamos de la canción tradicional. Todos los pueblos, tribus, humanoides, todos las personas cantan. Mal o bien. En un ritual o bajo la ducha. Seguramente, la canción, esa forma básica que suele fusionar palabra con melodía, es una de nuestras características primigenias, como pueda serlo la voz, en cierta medida. Cuando leí el aforismo de Eugenio d’Ors, me di por aludido, la verdad. A menudo lo que se valora como novedad en el mundo de la canción tiene que ver con aspectos ornamentales. Básicamente, la originalidad está en la raíz si no, no es algo tan relevante, y esa originalidad es verdadera cuando se relaciona con formas culturales compartidas por una comunidad, sí. Ahora bien, lo que un día fue rompedor hoy es el canon, porque la música tradicional no es un cajón estanco, inamovible. Además, le encanta copiar, plagiar... Como ves, no lo tengo claro, aunque es un debate que me encanta.
JLG: Tu trayectoria se ha mantenido fiel al intento de conjugar una mirada política y una mirada poética igualmente intensas sobre la realidad o, si lo prefieres, al propósito de conciliar un trabajo teórico y técnico incesante con una atención primordial a lo doméstico, a la aventura íntima, al mundo intemporal de los sentimientos. En el círculo de tus amigos madrileños, solemos referirnos a ti como el Trovador, palabra cuya etimología es reveladora: procede del latín vulgar tropare, de donde deriva el italiano trovare: hallar, encontrar algo que se había perdido. Cada vez que asistimos a uno de tus conciertos tenemos la sensación de reencontrarnos con lo mejor de nosotros mismos. Si la música no sirve para eso, mejor permanecer callado. ¿Te atormenta en ocasiones la conciencia de no estar a la altura del silencio?
Vaya, es fenomenal lo que me dices porque a mí me pasa algo parecido cuando canto ante un público tan atento: es como si, efectivamente, te encontraras con lo mejor de ti mismo, como si tocaras algún punto fuera de eso que está «debajo de las nubes y encima de la maleza» como decíamos antes. «Trovador fui, ahora cantar no puedo…» escribió Leopoldo María Panero. Una palabra preciosa para un oficio ancestral. Seguramente es un oficio que comenzó como simple imitación de las aves, de las ovejas, de los burros, que rompen el silencio sin que, a veces, sepamos por qué, y es un trabajo que a mí me sirve para ordenar mi vida. La música busca en su ilusión abrir puentes sobre ese silencio del que hablas. Muy alto habría que volar para llegar a la altura del silencio.
© Nacho Fernández Rocafort y José Luis Gallero, 2019. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
15.03.19
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